Press "Enter" to skip to content
Ilustración: Costhanzo

Diego, hijo de Fidel

Maradona tal vez haya sido el más grande jugador de fútbol de la historia, pero lo que significa su leyenda para los sectores populares excede con creces la dimensión deportiva. Su talento y su protagonismo global fueron experimentados como una redención social por parte de los desposeídos de este mundo.

Diego espera. Lo acompañan Doña Tota, Claudia, Dalma y su preparador físico y amigo, Fernando Signorini. También sus hermanas. Está impaciente. Quizá no era tan buena idea venir hasta Cuba, morirse de calor, depender de las mañas y la burocracia comunistas. Sobre todo cuando, además, la política no le importa tanto. Dalma llora. Tiene apenas tres meses. Y la espera. Y el calor. El protocolo los hizo abandonar las playas de Varadero y aceptar el traslado a una casa de La Habana para –otra vez– continuar la espera. Invitado por la Revolución, hace nueve días que se posterga el encuentro con Fidel Castro. Es julio de 1987. Hace exactamente un año que Diego Maradona es campeón del mundo y dueño para siempre de la historia del fútbol. Pero Diego todavía tiene que trabajar la paciencia. Porque Diego, en Cuba, es un rey que espera. 

Recién cerca de las 9 de la noche del martes 28 de julio, Maradona recibe la autorización para ingresar al Palacio de la Revolución. Tiene zapatillas deportivas, un jean clarito y una remera azul de rayas horizontales. El abrazo con Fidel es total. Amor súbito. Fidel habla de cocina. Pregunta cosas de fútbol: los penales, la técnica. Sus colaboradores anotan las respuestas. Antes de que todo termine o, mejor dicho, de que todo comience, Diego le pide la espada. Fidel procede al bautismo. Parados frente a frente, el comandante cubano se saca su boina verde y la calza en la cabeza del rey, que mira para arriba mientras se entrega al ritual. 

Cuenta el periodista Pablo Llonto que Diego, antes de ese encuentro, ya fantaseaba con la posibilidad de tatuarse al Che. Llonto, amigo de Diego, exdelegado gremial de Clarín y actual abogado de Derechos Humanos, recuerda en una entrevista a Página 12: 

Él todavía no era campeón mundial y jugaba en Italia. Hablábamos bastante por teléfono antes de México 86, cuando estaba en Nápoles. En una de esas charlas me contó que por un reclamo de premios para todo el plantel, tuvo una discusión con el presidente del Napoli y en ese conflicto Diego le decía que no iban a jugar y Corrado Ferlaino le preguntó: «Diego, ¿y vos quién te creés que sos? ¿El Che Guevara?». Y él le respondió: «»

Con el tiempo vendría el tatuaje, más viajes a Cuba, la internación en Cuba, la recuperación en Cuba, el amor en Cuba. Con Fidel –desde Fidel–, Diego le da una estructura ideológica a su conducta política. Es cierto que fue el mejor de la historia de su deporte. Está claro también que ese deporte, en su vida, fue solo una actividad más. Porque Diego, además, jugó al fútbol.

La lógica aspiracional que habita ese deporte en la Argentina no fue –ni es– exclusiva de la vida de Maradona. Baste recordar a jugadores como Carlos Tévez, el Kun Agüero o, más atrás en el tiempo, Ariel Ortega y Juan Román Riquelme. Extraordinarios futbolistas que recorrieron con éxito el camino del héroe. Gracias a sus habilidades lograron abandonar la pobreza, rescataron a sus familias de un destino lleno de limitaciones y, después de atravesar una serie de desafíos, lograron imponerse como figuras en el mundo. La pelota como método de ascenso social. Pero entonces, ¿qué diferencia a Maradona del resto? A los ojos de la historia, la diferencia la hizo la política.

Su debut fue el 20 de octubre de 1976 con Argentinos Juniors y su retiro el 25 de octubre de 1997 con Boca. Los 23 años que le siguieron a su jubilación fueron, probablemente, sus años de mayor protagonismo político. Diego no solo fue un símbolo de resistencia. Diego fue un buscador de resistencias. A la máxima peronista «donde hay una necesidad, hay un derecho», Diego podría replicar: «donde haya una lucha, hay Maradona». Con el cuerpo o con la palabra, su intervención en los conflictos fue constante.

El apoyo a los jubilados durante los 90 en Argentina, cuando ese reclamo, sostenido por un grupo de ancianos conducidos por Normá Plá, una mujer incansable y combativa, constituía una de las mayores vergüenzas del Estado nacional. La intervención a favor de Bolivia en 2008, para impedir que la FIFA le quite la localía de 3600 metros de altura en las eliminatorias. La altura, para esa selección que históricamente tuvo menos recursos que las del resto de Sudamérica, era clave para poder soñar con la posibilidad de garantizar algunas victorias y mantener abierta la posibilidad de jugar un Mundial. Cuando explotó el conflicto, Diego le salió al cruce al capo de la corporación. Ya no era Havelange, pero daba igual. Ni Dios, ni Joseph Blatter decidirían dónde se iba a jugar: «ustedes tienen que jugar donde nacieron, hermanos», le dijo Diego a la prensa boliviana.

Estrellas mundiales como Pelé y Michel Platini fueron miembros activos e influyentes en las decisiones de la FIFA. Dos figuras con orígenes disímiles, de distintas clases y distinta formación, pero con el mismo horizonte: servir a la acumulación de riqueza. 

¿Alguien se imagina la cara de Platini o de Pelé en una movilización popular? A tres días de la muerte de Maradona, las protestas contra la ley de seguridad aprobada por el parlamento tomaron las principales ciudades de Francia. En París, unos encapuchados sostenían una bandera mientras avanzaban entre los gases lacrimógenos de la policía. La bandera decía en español: «Nació la mano de Dios. Llenó de alegría en el pueblo». A un costado de la tela, un contorno dibujado de Maradona campeón en 1986.

Diego es un protagonista en la política de masas. Su muerte destruyó las comparaciones con otros jugadores de la historia y de la actualidad porque puso de manifiesto su potencia simbólica. Es que la figura de Diego Maradona –como la del Che– construía y construye sentido. 

Su trayectoria como futbolista y como técnico es una búsqueda no de épica sino de subversión. Por definición, la subversión tiene una épica inmanente. Pero no toda épica tiene subversión. Fue eso lo que buscó y logró en el Napoli. El Napoli no solo era un equipo que nunca había ganado un campeonato local. Nápoles –la ciudad más grande del sur de Italia– simbolizaba la condena del capitalismo industrial italiano, el abandono estatal, la mafia, el desempleo, la pobreza, la desesperanza: los excluidos. A mediados de los años 1960, el auge de la industria automotriz italiana, anclada en el norte y con FIAT a la cabeza, necesitaba mano de obra para sus fábricas. Desde el sur llegaron miles y miles de trabajadores, que cuando buscaban pensiones y hoteles baratos se encontraban con carteles que decían «non si affitta ai meridionali», o sea, «no se alquila a sureños». Hasta hace no mucho, todavía se podían encontrar algunos de esos carteles colgados. 

El fútbol en Italia –como en Argentina y en muchas partes del mundo– cataliza las tensiones sociales. Juventus, equipo multicampeón de Torino y, sobre todo, de la FIAT, recibía a los hinchas del Napoli a mitad de los años 1908 con el canto: «Napolitanos, enfermos de cólera, víctimas de terremotos, nunca se lavan con jabón. Nápoli mierda, Nápoli cólera, son la vergüenza de toda Italia. Napolitanos, trabajen duro, por Maradona van a tener que vender el culo». Ciro Ferrara, compañero de Maradona y figura del Nápoli, después de ganar el primer campeonato de su historia (1986-1987), dijo: «La victoria fue una redención social para la ciudad». 

Mucho antes de esa victoria, en 1984, cuando todavía era la nueva joya del Nápoli, Diego recibió un pedido de su compañero de equipo, Pietro Puzone. En su localidad –Acerra, periferia napolitana, pobre y abandonada por el Estado– había un chico que necesitaba operarse el paladar. Diego se puso al frente de la organización y llevó a su equipo a la canchita donde solía jugar el club local. Fue un día de lluvia. La cancha era un pantano. Poco le importaron las puteadas y las amenazas de Corrado Ferlaino, presidente del Nápoli, que se resignó a ver cómo su reciente y millonaria compra metía las patas en pozos de agua y tierra, ponía la pierna con ganas y gambeteaba las patadas para ganar el partido contra el Acerrana. Diego y sus compañeros jugaron con la indumentaria oficial del club y con la energía de una final del mundo. Clavó dos golazos. Se enojó cuando las jugadas no le salieron. Arengó a sus compañeros para asegurar la victoria. No importaba si el partido no daba puntos oficiales para el Campeonato de la Serie A o para la Copa UEFA, ni si los rivales eran figuras exquisitas o el estadio tenía las condiciones profesionales necesarias. Como en Fiorito, como en La Boca, como en La Paternal o en el Camp Nou. Por donde pasara, Diego desplegaba su máquina igualadora. 

Daniel Arcucci, el periodista que más lo conoció, dice en el documental Diego Maradona, de Asif Kapadia: «rabia, bronca y luchar contra la adversidad son los combustibles que ha usado siempre Maradona». Después de Fidel Castro, esos combustibles encontraron un andamiaje ideológico que lo lleva, por ejemplo, a formar el primer sindicato de futbolistas del mundo. Después de Fidel, hay rabia organizada. El sindicato fue un intento fugaz, apenas un gesto simbólico, de identificar al futbolista como un trabajador más allá de los salarios siderales. Si hay un trabajador, hay una patronal. Diego, al armar el sindicato, expone una lectura clasista del fútbol: «el jugador de fútbol es lo más importante y vamos a defender sus reivindicaciones hasta la muerte», dijo en 1997 durante una de las reuniones de la Asociación Internacional de Futbolistas Profesionales (AIFP). Del otro lado de la vereda Maradona estaba Joao Havelange, presidente de la FIFA, una de las multinacionales más poderosas del planeta. 

Diego quizá haya sido la persona más fotografiada del mundo. Entre todas esas, aparecen abrazos a Carlos Menem y encuentros con Fernando de la Rua. Pero cuando decidió poner el cuerpo, lo hizo siempre en oposición al bloque hegemónico. La movilización en contra de la IV Cumbre de las Américas, desarrollada en 2005 en Mar del Plata con la concurrencia de George W. Bush, marcó un paradigma en su trayectoria pública. El gobierno de Bush llegaba con la voluntad de imponer un tratado de libre comercio que ponía en riesgo a las economías regionales: el ALCA.

Diego se puso al frente de la Cumbre de los Pueblos, que congregó a Evo Morales, Hugo Chávez, y a una movilización popular que copó la ciudad y se manifestó en contra del tratado y en contra de la presencia de Bush. Diego, Evo –que al año siguiente se convertiría en presidente de Bolivia– y cientos de militantes e intelectuales partieron desde Constitución, en el centro de Buenos Aires, hacia Mar del Plata en una formación de trenes de cinco vagones. Lo llamaron el Tren del Alba. 

Durante el Mundial de Fútbol de 2018, en Rusia, profundizó su apoyo a la causa palestina y aprovechó para reunirse con el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbas. «Este hombre quiere la paz en Palestina. El señor presidente Abbas tiene un país y derecho. Mi corazón es palestino», escribió en su cuenta de Instagram. Era la primera vez que concretaba un encuentro formal con la dirigencia palestina, pero su posición en el conflicto palestino-israelí no era una novedad. Mientras caían cientos de bombas en la Franja de Gaza en julio de 2014, Diego dijo públicamente: «lo que Israel está haciendo a los palestinos es vergonzoso». 

Sus últimos años, marcados por el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019), lo encontraron con un estado de salud que se deterioraba progresivamente. Con las palabras cada vez más espaciadas, con un relato cojo y patinoso, criticó al entonces presidente de todas las maneras posibles: «Macri no conoce el barro, fue a La Boca y dijo ‘fango’. No, fango, no. Barro, hijo de mamá. Esto es barro, tierra y agua. Acá llovió ayer. Entonces lo que no puedo entender de los argentinos es que lo sigan votando y nos siga hundiendo».

El 13 de octubre de 2020 escribió en sus redes su último disparo contra Macri que decía, entre otras cosas: «yo le pido al pueblo argentino que apoye a este gobierno (el de Alberto Fernández). Que lo haga desde sus casas, desde las redes. Porque este gobierno no es de Alberto y Cristina. Es de todos. Ya no es más el país de Ricachón y sus amigos». Y, en su última intervención pública, remarcó: «tus decisiones le cagaron la vida a dos generaciones de argentinos». 

Diego Maradona murió a las pocas semanas, el 25 de noviembre de 2020, el mismo día que murió Fidel Castro cuatro años antes, en 2016. En su crónica de 1987, publicada en la revista El Periodista, Carlos Bonelli –que ayudó a organizar y cubrió el encuentro en La Habana– cita una frase de Diego a la salida del Palacio de la Revolución: «ya le dije (a Fidel) que cuando tenga un rato libre me llame para charlar. Yo me invité solo».

Cierre

Archivado como

Publicado en Artículos, Capital Cultural and Número 2

Ingresa tu mail para recibir nuestro newsletter

Jacobin Logo Cierre