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(Ilustración: Juan Dellacha)

¿Crisis de la democracia o crisis del capitalismo?

Durante los últimos años ha aumentado la presencia de corrientes ideológicas hostiles a la democracia. La derecha encabeza una rebelión contra la igualdad que, paradójicamente, en lugar de renegar del valor de la igualdad, intenta apropiárselo.

Hace algún tiempo que se habla del «deterioro de la democracia», haciendo referencia con ello a una suerte de desafección democrática o inclusive a un creciente rechazo de la democracia por parte de la ciudadanía. Esta infravaloración de lo democrático es abordada, por lo general, lejos de la pregunta por sus causas económicas estructurales o por su dimensión histórica. Por el contrario, se la examina a partir de la presentación e interpretación de estudios de opinión pública que ilustran las secuencias más superficiales.

Que hay registros que muestran un creciente desinterés por la democracia es algo evidente. También existen datos –más preocupantes y contrastables con resultados electorales– que dan cuenta de la consolidación de tendencias abiertamente antidemocráticas, fundamentalmente durante el período posterior a la crisis global de 2008. 

Cuando analizamos con más detenimiento la aprobación explícita de la democracia (que en Estados Unidos o en Argentina alcanza niveles muy altos por diferentes motivos históricos), observamos que estos mismos estudios de opinión pública revelan a su vez porcentajes elevados de ciudadanos que, en determinadas circunstancias, justificarían un golpe militar (en EE. UU. estos representan el 24,6% de la población y, en Argentina, el 30,2% en el año 2018). Esto contradice la idea de una supuesta adhesión homogénea a los «valores de la democracia».

¿Cómo entender la presencia de corrientes ideológicas que arrastran a una parte importante de la población a posiciones que socavan esta forma política del Estado, la cual en teoría defiende sus derechos fundamentales y su capacidad para decidir sobre su futuro? ¿De qué maneras particulares la democracia entra en crisis para la ciudadanía?

Hay lecturas que identifican la crisis contemporánea de la democracia con el síntoma de la polarización política. Se sugiere, así, que estamos frente al despertar de pasiones políticas oscuras que condujeron a la ciudadanía a salirse de los carriles «normales» de la autorregulación que se extienden entre las democracias liberales y las economías de mercado. Otras versiones de la misma explicación suelen traer a colación la idea de un deterioro de la cultura política de la región, que se revelaría en su forma auténtica en los contextos de crisis.

Cuando se intenta ir un poco más allá de la superficie del fenómeno, aparecen estudios y opiniones que hablan de las frustraciones identitarias frente al carácter irrefrenable del multiculturalismo y los valores emancipatorios o de la difícil situación que enfrentan los trabajadores con bajas calificaciones educativas para adaptarse a las lógicas laborales y de reconocimiento social de la globalización. Si revisamos estas interpretaciones, vemos que es difícil decidir si nos encontramos frente a alguna causa real del desencanto con la democracia o más bien nos topamos con una constelación de efectos político-ideológicos de un proceso que no se termina de comprender. 

En cualquier caso, una de las grandes fallas de muchas de las lecturas sobre el malestar contemporáneo con la democracia consiste en homogeneizar al extremo la instancia de la determinación de las posiciones políticas, haciendo valer para cada sujeto una única posición verdadera, que simplemente se representa y se despliega, después, en el espacio político. La lectura crea, así, un ciudadano ideal, autocentrado alrededor de un motivo y un interés únicos, que se transforma luego en la razón de un desencanto con la democracia exageradamente idealizada.

En la experiencia y el conocimiento de estas contradicciones juega la posibilidad de pensar, detrás de la crisis de la democracia, la contundencia de la crisis del capitalismo.

Por ese camino, lo que suprimen las explicaciones y los modelos es precisamente lo que hoy resulta más importante para pensar la crisis de las democracias en la ciudadanía: las contradicciones en el sujeto político y el carácter paradójico de muchas de las acciones de los diferentes grupos y clases sociales. Entre las primeras cabe destacar las contradicciones que genera el principio igualitario de la democracia. Entre las segundas se deben analizar los modos paradójicos en los que se interpretan –gracias a la extraordinaria supervivencia de una serie de mitos de la ideología neoliberal– las desigualdades sociales y las lógicas de explotación del capitalismo contemporáneo. En la experiencia y el conocimiento de estas contradicciones y paradojas juega la posibilidad (o la imposibilidad) de pensar, detrás de la crisis de la democracia, la contundencia de la crisis del capitalismo.

Dialéctica de la igualdad

Si se trata de pensar la rearticulación de la derecha a nivel regional, hay un hecho que no puede pasarse por alto. Luego de los años de la confluencia de gobiernos progresistas, las derechas latinoamericanas mostraron (y siguen mostrando) una habilidad nada desdeñable para explotar las contradicciones de las clases populares. Y es que, por medio de la idea de «igualdad», han logrado encauzarlas y articularlas ideológicamente en torno a proyectos políticos de derecha.

Las diferencias nacionales son vastas y resulta imposible aunar procesos políticos dispares (desde Trump a Piñera, pasando por Bolsonaro, Macri, Lenin Moreno, Lacalle Pou y Áñez) en el marco de una explicación única. Sin embargo, sí podemos decir que todos ellos cuentan con un mismo éxito político-ideológico: articular los discursos antigualitarios que crecían como críticas a los procesos políticos progresistas.

En el examen de esta estrategia política, que habría que llamar «rebelión contra la igualdad», debemos poner especial atención en lo siguiente: se trata de una estrategia que no busca expresar de modo manifiesto un simple rechazo a la igualdad en nombre de algún otro valor prioritario. Por el contrario, el rechazo sienta sus bases sobre alguna forma –más o menos imaginaria– de igualdad que se convoca a una cruzada contra otras igualdades denunciadas como falsas.

Este fenómeno ideológico forma parte de la reacción autoritaria que la derecha logró articular con diferentes alianzas y herramientas políticas en cada país en los últimos años, poniendo en escena una erosión del principio inclusivo de las democracias de la región. 

El presente de la democracia en América Latina no puede entenderse sin mirar al sustrato ideológico antigualitario que aparece, por ejemplo, en las posiciones contrarias al gasto de los gobiernos nacionales en políticas de inclusión social de los más pobres. De los datos presentados en el gráfico 1 se desprende que, en promedio, el 24,5% de los encuestados en Bolivia, Chile, Brasil y Argentina se encuentran (con distintos grados de intensidad) en desacuerdo con el gasto social en sociedades profundamente desiguales y con niveles de pobreza en crecimiento en los últimos años.

Estas posiciones sobre el rol activo del Estado para combatir la pobreza (con distintos grados de acuerdo y desacuerdo en cada país) deben interpretarse en relación con otras representaciones sobre la igualdad. Es en ese pasaje, en esa articulación, donde opera la ideología de derecha. En los países en donde la aprobación a las políticas estatales para combatir la pobreza es alta (Brasil y Chile), también es alta la adhesión a otra idea de igualdad, expresada en el gráfico 2: la imagen mítica de una igualdad de posibilidades en el mercado laboral, en disponibilidad para todos, que puede luego usarse dentro de la dialéctica de la igualdad como justificación de la oposición neoliberal a la intervención y/o redistribución ejercida por el Estado. 

Es esta dialéctica de la igualdad lo que debemos interrogar para poner en cuestión qué modelos de igualdad están en disputa en el campo ideológico contemporáneo y para desentrañar, también, qué criterios de justicia se desprenden de cada reivindicación que se hace en el espacio político en nombre de la igualdad y qué relación guardan entre sí las diferentes representaciones en pugna.

Podemos ensayar algunas respuestas preliminares a estas preguntas. Es posible identificar tres grandes narrativas de esta «rebelión contra la igualdad» que explotan el propio significado interno de la aspiración igualitaria. En primer lugar, una narrativa que, aunque dice aceptar y reconocerle un rol al Estado en la producción de la igualdad de oportunidades, critica la implementación de las políticas de intervención y redistribución. 

La segunda estrategia consiste en criticar la intervención estatal y el uso de recursos públicos para combatir las desigualdades a partir de una identificación con la justicia de mercado, que sería la que en teoría produce verdaderas reglas de juego igualitarias.

Finalmente, una tercera posición critica cualquier mecanismo redistributivo (fiscal, regulatorio) a partir de la reivindicación del igualitarismo del esfuerzo, que sería el único capaz de garantizar una simetría transparente entre la contribución y lo que toma cada uno del trabajo socialmente útil.

Se trata de tres tramas que aparecen entrelazadas en los discursos, asociadas a una serie de mitos que se repiten a la hora de justificar la oposición a las ayudas sociales que financia el Estado y sobre las que puede decidir democráticamente la sociedad. Y es esta última posibilidad, que esta ideología ataca y apunta a neutralizar, la que explica el carácter elusivo del deterioro de la valoración de la democracia en la ciudadanía.

La teoría neoliberal de la plusvalía

La operación ideológica que utiliza a la idea de igualdad en contra de las políticas igualadoras se completa, en la actualidad, con algo que llamaremos «teoría neoliberal de la plusvalía», que invierte (con y sin ironía) la teoría de Marx. Veamos, para finalizar, una aplicación típica de esta teoría en su uso masivo. El intercambio que citamos a continuación se dio en una discusión que relevamos haciendo trabajo cualitativo en Argentina:

Moderador: ¿Por qué creés que esa gente acepta lo que ustedes llamaban «la cultura de los subsidios»?

P1: Yo creo que es gente más cómoda, no creo que envíen currículums. Se embarazan para cobrar cosas, también. Es todo un mundo de vivir del Estado. Tengo 32 años y esta es la primera vez en la vida que me dieron el IFE [Ingreso Familiar de Emergencia]. Jamás me pagaron nada. Yo conozco vecinos, familiares que entre la pareja llegan a ganar 100 000 mil pesos; cada uno tiene sus planes y por pareja ganan cerca de 100 000 pesos y no trabajan. Te da como… ¡güau! Nadie se lo va a sacar a eso, ya está.

Moderador: ¿Y qué sentimiento te genera enterarte de eso?

P1: A mí me da una bronca… un fastidio. Porque yo siempre trabajé y nunca tuve ayuda de nadie. Del gobierno, nada: ni un plan, ni una tarjeta para comprar mercadería, nada de nada. Recién ahora, que pedí el IFE, me lo dieron: un milagro. Pero si no, no.

P2: Para mí, lo bueno sería elegir y pensar bien a quién le dan cada subsidio. Porque, como decía P1, sumás y sumás y sumás y terminás sin trabajar, estando en tu casa, con aire acondicionado, con la Hilux… Y al que trabaja le cuesta un montón. 

La imagen mítica de «los que viven del Estado» y van a cobrar sus prestaciones sociales en camionetas 4×4 permite explicar por qué la redistribución estatal puede ser vivida como un mecanismo que produce desigualdad. Pero no solo esto: en esta representación queda clara, además, una denuncia. La denuncia del pobre y del prójimo que «puede vivir sin trabajar» (más allá de si esa posibilidad se realiza efectivamente o no). Es desde allí que se produce un desplazamiento continuo hacia la justificación o la demanda de violencia sobre el cuerpo de ese otro que impide la realización de la igualdad abstracta del esfuerzo.

Tanto en términos teóricos como políticos, reflexionar acerca de la supervivencia de estos mitos resulta fundamental. ¿Cómo perviven representaciones tantas veces desmentidas en la experiencia? ¿Qué grado de compromiso tienen los sujetos con estos mitos? ¿Se creen, honestamente, esas ideas que ubican a los pobres como los «grandes explotadores» de las sociedades o, en cambio, lo que vemos no es más que una creencia-refugio, a la que se adhiere sin convicción, simplemente para no molestar a los poderosos?

Creer que todos los desempleados podrían conseguir trabajo si se lo propusieran, implica creer que toda la población podría seguir viviendo bajo el dominio de las reglas del capitalismo actual, aun cuando la falsedad contenida en esa creencia ha sido demostrada. La ideología, en este caso, no funciona escondiendo lo que realmente sucede, sino transformando los fracasos estructurales del sistema económico en fracasos individuales de sus miembros.

La ideología, en este caso, no funciona escondiendo lo que realmente sucede, sino transformando los fracasos estructurales del sistema económico en fracasos individuales de sus miembros.

En cualquier caso, en nuestro tiempo han crecido estas contradicciones y se han ramificado estos combates paradójicos entre los de abajo, inducidos por la ideología neoliberal. Estos mitos le imponen a los sujetos populares grandes desafíos en su vida social ordinaria porque los someten a imperativos contradictorios: preocúpate por la pobreza, pero denuncia activamente al pobre que no se esfuerza lo suficiente; no aceptes sin protestar el crecimiento de la desigualdad social, pero no te olvides de controlar el monto de las ayudas sociales que recibe tu vecino porque allí reside la fuente de la misma.

Escapar a estas trampas de las mitologías neoliberales, que hacen que hombres y mujeres luchen a favor del sistema que los explota como si estuvieran luchando contra la explotación, no es tan fácil como parece.

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Publicado en Artículos, homeCentro5, Medios de deducción and Número 2

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