Javier Milei cumplió con el objetivo que se propuso para las elecciones legislativas: se convirtió en diputado nacional y, con él, la ultraderecha ingresó a la política institucional en Argentina. Esta última oración es falsa y verdadera a la vez.
¿De qué hablamos cuando hablamos de ultraderecha? El concepto, sin dudas, está en disputa. Por un lado, la derecha en general y la ultraderecha en particular son reacias a asumir esas etiquetas. Suelen argumentar que las categorías mismas de izquierda y derecha son inútiles. En Chile, por ejemplo, José António Kast publicó un spot donde reniega abiertamente de que lo traten como un candidato «extremo».
Por otro lado, tampoco parece haber acuerdo dentro de la comunidad académica. En Europa, por ejemplo, la ultraderecha es el fenómeno partidario más analizado desde hace décadas y, aun así, el debate acerca de la nomenclatura parece estar todavía vivo; los últimos trabajos de Emilio Gentile y de Enzo Traverso son una prueba de eso. Sobre la primera cuestión podemos hacer ciertamente poco; pero sobre la segunda podemos intentar avanzar.
Creemos que la definición mínima de la ultraderecha propuesta por el politólogo neerlandés Cas Mudde puede sernos útil. Aquí entendemos la ultraderecha como una ideología que se basa en su hostilidad a la democracia pluralista. Esta, a su vez, se divide en dos grupos: la extrema derecha, que rechaza la esencia misma de la democracia —soberanía popular y gobierno mayoritario—, y la derecha radical, que no rechaza la esencia de la democracia, pero sí sus elementos pluralistas (los derechos de las minorías, la separación de poderes, el Estado de derecho).
La tendencia global, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa y después de la tercera ola de democratización en América Latina, muestra que, mientras la extrema derecha se encuentra en los márgenes del sistema político y únicamente ligada a expresiones de neonazismo y neofascismo, la derecha radical se encuentra en un proceso de expansión. Si bien esta definición mínima necesita algunas precisiones complementarias —algo trabajado por varixs autorxs—, es un buen comienzo.
Por último, es necesario hacer una salvedad importante: buena parte de las herramientas teóricas para el análisis de la ultraderecha fueron pensadas para la analizar la cuarta ola de la ultraderecha europea. Esto significa que trasplantar esas categorías hacia América Latina puede ser, al menos, problemático. Dicho esto, intentaremos dar algunos pasos para pensar la (re)emergencia de la ultraderecha en Argentina.
La historia reciente de la ultraderecha argentina se completa con el Movimiento por la Dignidad y la Independencia (MODIN), fundado por referentes del levantamiento militar carapintada, cuya figura más visible fue el teniente coronel Aldo Rico. En 1993, MODIN consiguió convertirse en la tercera fuerza a nivel nacional, aunque el Pacto de Olivos entre el PJ y la UCR lo condujo a la marginalidad en las elecciones presidenciales de 1994. En 1982, por último, el ingeniero, economista y capitán del ejército Álvaro Alsogaray —exfuncionario de las dictaduras militares de Pedro Eugenio Aramburu, Juan Carlos Onganía y del breve gobierno títere de las Fuerzas Armadas de José María Guido— fundó la Unión de Centro Democrático (UCeDé), la primera fuerza «a la derecha de la derecha» más concentrada en promover el (ultra)liberalismo que el conservadurismo social o la defensa abierta del terrorismo de Estado. En 1989, junto con el Partido Demócrata Progresista, compuso la Alianza del Centro, llegó al 10% y se convirtió en la tercera fuerza nacional. Cuando Carlos Menem dio un giro ideológico copernicano hacia el neoliberalismo, la UCeDé sufrió un agotamiento histórico que le hizo disgregarse durante la década de los 90.
Aldo Rico ensayó, sin éxito, un discurso contrario al giro neoliberal de Menem en 1994. El primer intento de la derecha radical de incorporar a los sectores más postergados.
Demostró, así, que la retórica antielitista de la derecha radical puede insertarse entre los sectores populares. Esto es importante ya que incluso algunos de los partidos de derecha radical más importantes de Europa jamás han logrado crecer entre los sectores pauperizados —veamos, por ejemplo, el caso de Vox en España, que solo parece crecer a costa de la radicalización de votantes previos de la derecha mayoritaria—. Contrariando a buena parte de la bibliografía sobre el estudio de las derechas en América Latina, Milei demostró que la «agenda distributiva» también es politizable desde la derecha radical.
Las características del desembarco de la derecha radical populista en Argentina derrumban, además, un conjunto de preconceptos frecuentes a la hora de analizar las nuevas caras de la ultraderecha en América Latina, como la supuesta centralidad del fenómeno evangélico —complemente secundario en el caso de Milei—, la reacción contra la nueva «agenda de derechos» (aunque sin dudas presente en el caso argentino, no parece ser el principal catalizador de su inserción electoral), o el rol de las redes sociales en la promoción de ideas radicales, que solo parece aplicar a los activistas más comprometidos, pero no al votante medio de la derecha radical. En resumen, no hay fórmulas únicas ni explicaciones sencillas para analizar la emergencia y consolidación de la ultraderecha.
En Argentina, la derecha radical populista basó su campaña en cuestiones centralmente económicas, ofreció un análisis de la crisis económica actual, como así también propuso una batería de medidas para hacerle frente. Su propuesta política fue resumida mediante una propuesta sencilla y entendible para todos: la lucha contra la «casta política». Su explicación, sin importar su contenido, permeó tanto en los estratos altos como en una porción nada despreciable de los sectores más postergados. Tal vez podamos aventurarnos a decir que el giro de la derecha radical hacia la «agenda distributiva» es un rasgo propio de la derecha radical populista en América Latina.
Pero hay otra explicación que nos parece más interesante: pensar la ultraderecha como la radicalización de una serie de ideas ya presentes en la sociedad e inclusive en todos los partidos mayoritarios. El interrogante aquí cambia: la pregunta ya no gira en torno a quién vota a la ultraderecha, sino a qué ideas radicalizadas por la ultraderecha estaban presentes en la sociedad previamente a su irrupción (por ejemplo, podría ser una visión excluyente de la nación y el fetichismo sobre «lo nacional», la interpretación de las demandas de género como secundarias frente a las cuestiones económicas, entre otras). Esta línea de análisis, basada más en la «demandas» que en la «oferta», es menos sencilla, pero a nuestro juicio tiene mayor potencia explicativa.
La ultraderecha en Chile copia una de las campañas más vergonzosas de sus pares en Europa (Suiza, Alemania y España).
No existe una fórmula mágica para derrotar a la nueva derecha radical. Pero haríamos bien en comenzar por combatir las ideas de la ultraderecha que están presentes dentro de nuestras propias organizaciones, partidos y movimientos sociales. No hacer ninguna concesión frente al ultraderechismo es el primer paso para derrotarlo.
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