Lenin fue el artífice de la primera revolución socialista y del audaz intento de gestar un sistema poscapitalista. Por esa razón fue demonizado durante décadas por las clases dominantes con descalificaciones de todo tipo. Luego del colapso de la Unión Soviética, sustituyeron esa denigración por el olvido. Imaginaron que la globalización neoliberal perpetuaba capitalismo y el gran villano del siglo XX quedó transformado en una simple curiosidad del pasado.

Pero en el centenario de su fallecimiento la oleada ultraderechista ha resucitado la impugnación del líder bolchevique. Los fanáticos defensores del mercado observan rebrotes de comunismo en todas partes y detectan la sombra de Lenin en cualquier protesta. Esa paranoia recrea el interés por un crítico frontal de la atroz matanza perpetrada por el capitalismo durante la Primera Guerra Mundial.

Al cabo de cien años, Lenin reaparece junto a los nuevos focos de militarización que convulsionan a Europa Oriental y Medio Oriente. Esa devastación es complementada por una catástrofe climática, que nadie percibía en la época del dirigente soviético. El dramático impacto actual del calentamiento global induce a retomar los cuestionamientos al capitalismo. La competencia por mayores beneficios amenaza el entorno natural que sostiene al planeta, y el «leninismo ecológico» que sugieren varios autores emerge como respuesta al nuevo peligro que afecta a la humanidad (Dejean; 2024). Lenin resurge para luchar contra ese infortunio y aporta un enorme cúmulo de enseñanzas en numerosos terrenos.

Categorías para la acción

El revolucionario ruso renovó la ciencia política con varios conceptos que se han tornado muy corrientes. Esas categorías son utilizadas por muchos movimientos populares para desenvolver su intervención cotidiana. Pero hay pocas indagaciones del origen de esas nociones y de su creador.

Lenin popularizó un lenguaje forjado en la lucha contra el zarismo, perfeccionado en los debates internacionales de la socialdemocracia y revisado en las discusiones del movimiento comunista. Con su atención en la acción política, modificó las miradas previas del marxismo que concebían un devenir inexorable hacia el socialismo motorizado por el desarrollo de las fuerzas productivas. La confianza en ese rumbo reducía el rol de los sujetos al simple papel de acompañantes del proceso de extinción del capitalismo. Ese viraje debía verificarse primero en las economías más avanzadas (Europa Occidental) para extenderse luego a las regiones menos desarrolladas (Rusia), hasta abarcar a todo el planeta.

El líder soviético objetó aquel determinismo fatalista introduciendo otra conexión entre la dinámica de desarrollo, las crisis del sistema y las intervenciones de la clase trabajadora. Cuestionó la existencia de una relación automática entre esas dimensiones, destacando la variedad de eslabones débiles del capitalismo y subrayando la primacía de la lucha de los oprimidos para apuntalar el proyecto socialista. Debido a esa centralidad que asignaba a la praxis, sus esfuerzos se concentraron en esclarecer los pasos que debían seguir las fuerzas políticas de izquierda.

En esa preocupación por definir rumbos consideró la disposición de lucha, la conciencia, las expectativas y los prejuicios de los trabajadores. Maduró con esta mirada conceptos más inscriptos en el sinuoso arte de la política que en el estricto universo de las leyes sociales (Ortega Reyna, 2017). En el plano inmediato, esas nociones evalúan las relaciones de fuerzas en cada coyuntura, observando la tensión entre las clases dominantes y dominadas. Tal abordaje es ya un punto de partida habitual en las caracterizaciones de la izquierda, que registran la primacía de ofensivas de los capitalistas o de los trabajadores. De ese retrato inicial se deducen las políticas que refuerzan el perfil beligerante o defensivo de la acción socialista. Con esta indagación centrada en el diagnóstico de la confrontación clasista, Lenin preparó la estrategia que le permitiría conquistar el poder del Estado.

Su principal fórmula para subrayar la especificidad de cada escenario («el análisis concreto de la situación concreta») quedó asimilada por la militancia como un ordenador de la actividad. Ese enunciado indujo a proponer consignas amoldadas a cada circunstancia, tomando distancia de las abstractas vaguedades del socialismo del siglo XIX.

El líder bolchevique distinguió cursos inmediatos y mediatos, renovando la diferencia entre táctica y estrategia que la ciencia política absorbió del lenguaje militar. Pero Lenin utilizó ese bagaje para ubicar al enemigo principal y para evaluar las conductas de las capas intermedias a fin de establecer las alianzas requeridas para el triunfo de la revolución. A partir de allí, pudo gestar una forma de dirección política asentada en esas variables.

Lenin incluyó la dinámica de lo imprevisible en la intervención socialista. Preparó formas de acción amoldadas a la aparición de hechos inesperados. Entendió que en los súbitos cambios de escenario irrumpen virajes políticos generadores de grandes oportunidades para la lucha socialista. Con ese abordaje enriqueció la vertiente historicista del marxismo, que objeta el amoldamiento pasivo de los sujetos a un curso predeterminado de la historia. Todos sus escritos proponen incidir mediante la acción popular en un devenir abierto.

En la actualidad, el grueso de la izquierda retoma aquellas premisas con escasas referencias a su mentor. Tal desconocimiento empobrece la comprensión de un instrumental que está al alcance de la mano, en los cincuenta y cinco tomos que comprenden las obras completas de su autor (Lenin, ed. 1960). Una indagación de ese tipo permitiría reemplazar esta suerte de «leninismo espontáneo» que caracteriza a la izquierda de hoy en día por una intervención más fundada en el acervo desarrollado por el conceptualizador de los soviets.

Tres deformaciones

Una revisión provechosa de Lenin exige lidiar con tres obstáculos. El primero son los resabios de canonización que imponía la burocracia de la ex URSS para legitimar su propio régimen político (Boron, 2024). La dirigencia soviética transformó el leninismo crítico en una ideología asentada en referencias sueltas a los textos del líder bolchevique, con una cuidadosa selección de citas que, aunque inconexas, servían para justificar el rumbo que esa dirección delineaba para cada coyuntura. Esa deformación no desapareció con la implosión de la URSS. La manipulación de los escritos de Lenin para ponderar cierto curso (o desmerecer el opuesto) persiste hoy en varias formaciones de la izquierda. Y el leninismo no ha sido el único afectado por esa distorsión: la misma suerte se extendió a otros grandes referentes del marxismo —Trotsky, Luxemburg, Mao, Fidel, Gramsci— que inspiraron corrientes inspiradas en su nombre («ismos»).

Una segunda desventura afecta a Lenin cuando su legado es transformado en un objeto de estudio meramente académico. Esa conversión vacía la interpretación de una obra centrada en el compromiso político. El entusiasmo que suscita el líder bolchevique entre muchos doctorandos contribuye a descubrir aspectos desconocidos de su vida y permite retomar algunas elaboraciones inconclusas. Pero el estudio de su trayectoria bajo los códigos de la investigación universitaria erosiona la característica central del enfoque de Lenin, que es la transformación de toda reflexión intelectual en acción política.

La mirada académica no utiliza tampoco los conceptos del teórico soviético para actualizar el proyecto socialista. Se concentra únicamente en una meticulosa indagación de sus escritos, evaluando en qué medida fue distorsionada por las ediciones recortadas o por los manuales simplificadores que difundieron los funcionarios de la ex URSS (Piemonte, 2023: 36-42). Es probable que esa distorsión haya afectado en el pasado a la militancia comunista, pero la preocupación por esa anomalía no tiene gran relevancia actual. Desde la restauración del capitalismo, el líder bolchevique ha quedado totalmente relegado en Rusia y su figura es silenciada en el ámbito oficial.

Una relectura de Lenin divorciada de su espíritu militante es improductiva. Sus grandes temas —el socialismo, la revolución, el proletariado, la guerra— solo tienen relevancia en estrecha conexión con los dilemas políticos actuales (Martínez, 2023). Eludir tal abordaje conduce a situarse en las antípodas de Lenin y en frontal contraposición con el análisis concreto que promovía. Varios analistas han subrayado que ese divorcio afecta mucho más los estudios del dirigente soviético que las investigaciones sobre Marx o Engels (Budgen, 2010). Una lectura puramente académica de Lenin imposibilita su comprensión.

Existe finalmente una mirada dogmática que imagina un Lenin invariable, fuera de todo tiempo y lugar, y aplica sus categorías a cualquier escenario. Olvida que el líder bolchevique vivió y actuó en un período revolucionario y desenvolvió conceptos acordes a esa coyuntura. El análisis meticuloso de sus categorías es fructífero si se reconoce ese contexto. Cuando se olvida esa conexión, Lenin pierde vigencia como referente efectivo de la tradición marxista y queda petrificado como un prócer elogiado. Un rescate de ese tipo, más «veneración» que recuperación crítica, obstruye la utilización de su legado para evaluar un escenario radicalmente distinto al imperante hace 100 años.

Lecciones frente a la ultraderecha

Recuperar a Lenin hoy en América Latina tiene una utilidad inmediata: nos permite precisar las posturas de la izquierda frente a los problemas políticos más perentorios de la región, al tiempo que ilumina caminos para contener y doblegar a la ultraderecha, la tarea prioritaria del momento. Y es que esta «Ola Marrón», de una manera u otra, ha impactado en todos los países, expresándose como la canalización reaccionaria del descontento generado por la globalización neoliberal.

El capitalismo expandió la desigualdad, amplió el desempleo y potenció la exclusión. El malestar generado por esas penurias es aprovechado ahora por los derechistas para incentivar la irritación de los empobrecidos contra los desamparados. Con mensajes de odio hacia los más afectados por esas desventuras se descargan las tensiones hacia abajo, perpetuando los privilegios de los dominadores. Mediante esa andanada de agresiones y resentimientos, la ultraderecha digiere a la derecha convencional y afianza su perfil autoritario.

En América Latina pretende doblegar las protestas populares con el brutal modelo que introdujo el golpe cívico-militar de Perú. Busca también frustrar con campañas vengativas el despunte de un nuevo ciclo progresista. Enarbola estandartes conservadores tan amoldados al neoliberalismo como distantes del nacionalismo industrial-desarrollista de las viejas derechas latinoamericanas. En el pasado, con Pinochet y Videla, América Latina fue el laboratorio mundial del neoliberalismo. Hoy, de la mano de Milei, despunta como el ámbito de experimentación de la ultraderecha. El libertario argentino ya no sigue el guion convencional de sus predecesores inmediatos (Trump, Bolsonaro, Meloni, Orban). Junto a Netanyahu, representa un ensayo de la puesta en práctica de sus mensajes incendiarios. Así, el genocidio de palestinos sintoniza con la inédita brutalidad de la motosierra en la Argentina. 

Frenar esa andanada es la principal tarea del momento, y Lenin aporta varias indicaciones sobre el mejor modo de desplegar esa resistencia. El líder bolchevique maduró una respuesta a la ultraderecha cuando enfrentó el golpe militar de Kornilov contra el gobierno provisional de Kerensky. Es preciso recordar que Lenin confrontaba con esta última administración por su negativa a satisfacer las tres demandas de la revolución de febrero (fin de la guerra interimperialista, mejoras sociales inmediatas, entrega de la tierra a los campesinos). Sin embargo, frente al peligro de restauración del viejo orden monárquico, promovió una acción defensiva común con todos los sectores antizaristas, postura que permitió doblegar la asonada reaccionaria mediante la unidad de acción contra el enemigo principal.

Dicha respuesta fue asimilada durante toda la centuria pasada por el grueso de la izquierda como una norma orientadora contra el golpismo derechista. Frente a una amenaza de fascismo, invasión imperialista, intervención militar o represión en gran escala, la prioridad es neutralizar ese peligro mediante la articulación de un bloque defensivo. Las divergencias con los aliados no deben obstruir la concreción de ese dique. Pensando aquello en el escenario latinoamericano presente, la aplicación de tal política implica la gestación de un amplio frente de movilización contra la ultraderecha en las calles y en las urnas. En este último plano, la batalla incluye el voto contra los candidatos reaccionarios en las instancias decisivas del balotaje, dilema que se ha planteado a la izquierda en la numerosa secuencia de segundas vueltas que presentaron los comicios de los últimos años (Katz, 2024: 220-229).

Una postura electoral de ese tipo es plenamente coherente con el mensaje leninista centrado en la lucha. Las urnas tan solo complementan lo que se impulsa en las calles. La audacia, la valentía y la decisión eran para el líder bolchevique las principales claves para doblegar a una ultraderecha que capturaba adhesiones con exhibiciones de fuerza. Una izquierda timorata no puede disputar la primacía ante rivales que no disimulan su voluntad de poder. Todos los desenlaces políticos de los últimos años corroboran ese principio.

La ultraderecha fracasó en las tres ocasiones en las que debió enfrentar una respuesta decidida por parte de las clases populares. En Venezuela, su escalada de complots fracasó, y ahora vuelve a las urnas con la cabeza gacha. En Bolivia, la asonada secesionista de Santa Cruz naufragó cuando su principal instigador fue detenido. En Brasil, finalmente, no logró consumar el desconocimiento de las elecciones que dieron por ganador a Lula debido a la firme reacción que enfrentó Bolsonaro. En las tres situaciones prevaleció una respuesta afín al planteo leninista.

La actitud opuesta fue asumida por Fernando Lugo en Paraguay, Dilma Rousseff en Brasil, Pedro Castillo en Perú y Alberto Fernández en la Argentina, y condujo a un amargo resultado. Las posturas conciliatorias de estos mandatarios explican el éxito de sus enemigos. Los derechistas combinaron la movilización callejera con el desprecio de las instituciones republicanas y el ultraje del orden legal. El realismo de Lenin permite registrar ese desparpajo para alentar respuestas efectivas contra Javier Milei, Jair Bolsonaro, José Antonio Kast y Álvaro Uribe.

Posturas frente al progresismo

Una relectura de Lenin en profundidad aporta muchos elementos para esclarecer la nueva oleada de gobiernos progresistas. Este nuevo ciclo es más extendido y fragmentado que la onda anterior, e incluye a un país centroamericano de peso (México), otro de gran influencia política (Honduras) y a un tercero que revierte la larga pesadilla de autoritarismo (Guatemala). La misma novedad se extiende al Sur, con la enorme victoria conseguida en Colombia, una nación tradicionalmente controlada por una oligarquía despótica.

El ciclo en curso carece de la proyección regional que tuvo el proceso anterior y está condicionado por un significativo acortamiento temporal. Además, estos «nuevos progresistas» confrontan con una ultraderecha inexistente en la década pasada. La presencia de dicha fuerza acota los márgenes de acción de las administraciones centroizquierdistas y provoca una vertiginosa oscilación política. En 2008, por caso, prevalecían los gobiernos progresistas; en 2019, esa primacía quedó invertida por la restauración conservadora. A comienzos de 2023 volvió a predominar la primera opción, y en la actualidad se registra una generalizada contraofensiva para alterar ese patrón. Esta dinámica pendular genera que algunas experiencias progresistas se agoten con inusitada a velocidad. En ciertos países, la izquierda participa en esos gobiernos; en otros, los cuestiona con la misma vehemencia que la oposición derechista.

¿Qué sugerencias inspira la mirada de Lenin frente a esas disyuntivas? El líder bolchevique confrontó en Rusia con dos formaciones del mismo tipo. Por un lado, los liberales, que representaban a la ascendente burguesía rusa y vacilaban en los cuestionamientos al zarismo, negociaban con la monarquía y apostaban a su gradual transformación en un régimen constitucional. Por otra parte, el sector moderado de la socialdemocracia (mencheviques), que auspiciaba estrategias más comparables con el progresismo actual: proponía gestar formas de capitalismo regulado para apuntalar procesos favorables a las mayorías populares y concebía al socialismo como un proyecto lejano y precedido por modalidades aún ausentes de capitalismo desarrollado (claro que el progresismo actual descree por completo del socialismo, pero comparte con el menchevismo el rechazo a cualquier aceleración de los ritmos históricos que amenace la continuidad del capitalismo).

Lenin disputó con estas dos posturas rivales enarbolando el programa de demandas populares que los liberales objetaban y los mencheviques rehuían. Se apoyaba en la fuerte influencia de los bolcheviques entre los trabajadores y promovía alianzas con los campesinos en contra del protagonismo de la burguesía que exigían los liberales y aceptaban los mencheviques. En oposición a la conciliación con el zarismo, Lenin promovía la movilización popular y exponía sin titubeos sus postulados revolucionarios. Una actitud semejante en el escenario latinoamericano actual induce a resistir con firmeza las capitulaciones del progresismo y a señalar el incumplimiento de sus promesas electorales.

Lenin siempre subrayó las diferencias que separaban a sus adversarios liberales y mencheviques del enemigo zarista. Pero también destacó la necesidad de confrontar con ambos sectores para impedir que su rendición desembocara en una derrota popular. Para implementar esa estrategia, introdujo numerosas tácticas durante la corta gestión progresista de Kerentsky. Evitaba confundir esa administración con el tirano zarista, pero no estaba dispuesto tampoco a aceptar las frustraciones que traía aparejadas ese gobierno. Con esa doble acción preparó el camino para el triunfo socialista.

Pero, además, el dirigente ruso siempre priorizó la intervención directa de las masas. Su confianza en la participación popular es un rasgo destacado por todos los estudiosos de su obra. Ese ingrediente de optimismo es visto como el aspecto romántico de un dirigente que estuvo muy pendiente de la irrupción de contextos revolucionarios. Con ese horizonte apostó a conductas heroicas y estableció una relación emocional de sus reflexiones con esos escenarios (Lih, 2024). Pero esa pasión nunca cegó su evaluación realista de cada coyuntura. 

El líder bolchevique consideraba la acción popular como la herramienta más auspiciosa para revertir situaciones adversas y radicalizar contextos favorables. Ese enaltecimiento de la lucha es un mensaje muy oportuno para el marco latinoamericano, toda vez que un gobiernos progresista desconfía de su propio pueblo y evita apoyarse en la movilización callejera.

Si bien es cierto que existen administraciones de ese signo que conservan la expectativa de sus votantes y que en la durísima disputa con la derecha no rehúyen las manifestaciones masivas de apoyo (como en el caso de Petro o López Obrador), también es cierto que en otros casos el incumplimiento de las promesas electorales generó un desengaño que frustró la batalla contra el golpismo (como en el Perú de Castillo), quebrantó la esperanza de cambios constitucionales (como en el Chile de Boric) y abrió el camino para el reemplazo ultraderechista (como en la Argentina de Fernández).

Lenin pregonó la acción popular como una estrategia desde abajo contrapuesta al manejo estatal de los poderosos. La izquierda latinoamericana debe retomar ese contrapunto para apuntalar sus metas socialistas frente a los objetivos procapitalistas del progresismo.

En defensa de los procesos radicales

Lenin esperaba que la revolución rusa se extendiera en una rápida oleada revolucionaria mundial, haciendo despegar al socialismo. Aunque no llegó a toparse de lleno con la frustración de esa expectativa, sí pudo notar que Alemania y Francia no seguían la pauta de los éxitos bolcheviques. Esa adversidad generó el aislamiento internacional de la URSS y el incremento de las presiones contrarrevolucionarias, que forzaron el endurecimiento defensivo del régimen soviético. Con su habitual realismo, Lenin mantuvo siempre su defensa de la revolución, resaltando los logros, asumiendo los problemas y aceptando las fallas.

Esta postura legó a la izquierda una forma de manejarse en situaciones semejantes. Cualquiera sea la penuria, el obstáculo o los desaciertos que afronte un proceso transformador, corresponde defenderlo ante el acoso de la derecha y el imperialismo. Lo que padeció la Unión Soviética se repitió posteriormente en los cursos socialistas de China, Vietnam y Cuba, así como en los ensayos radicales de África, Asia y América Latina.

El mismo hostigamiento reaccionario asume actualmente formas muy virulentas contra Cuba, Venezuela, Bolivia o Nicaragua, y la defensa de esos países no debería generar cuestionamientos en la izquierda. Una relectura de Lenin como la que proponemos sugiere que ninguna objeción a las políticas seguidas por los gobiernos de esos países (con sus significativas diferencias entre sí) justifica restringir el sostén internacional que necesitan para defenderse del imperialismo. Estos cuatro países participan de un eje diferenciado del progresismo por la magnitud de la agresión estadounidense contra ellos. El Departamento de Estado auspició un récord de atentados, complots y guarimbas para doblegar al chavismo y retomó la escalada golpista en Bolivia luego del fallido experimento de Jeanine Añez. En Nicaragua combinó la presión diplomática con una furibunda agresión mediática, y en Cuba reforzó el bloqueo para incentivar el descontento.

Estas campañas impactan sobre los complejos escenarios internos imperantes en los cuatro países. La recuperación económica en Venezuela se consuma con mayor desigualdad y creciente enriquecimiento de la «boliburguesía». Los logros de crecimiento, redistribución del ingreso y uso productivo de la renta en Bolivia, por su parte, han quedado frenados por la disputa interna del MAS. Mientras tanto, la inadmisible respuesta represiva del orteguismo frente a las protestas se ha extendido a varios héroes de la revolución sandinista. Y la epopeya cubana continúa con reconocimiento y admiración regional, pero las soluciones al estancamiento económico se demoran sin respuestas a la vista.

Un abordaje de estos problemas en línea con la tradición leninista exige reconocer las adversidades y debatir su resolución. El líder bolchevique inauguró una forma de exponer disyuntivas con inédita franqueza y ausencia de cortesía. Esa frontalidad contribuye a caracterizar las causas del actual congelamiento de los procesos radicales en la región. Si bien no han sido doblegados, están muy lejos de los avances prometidos y esperados por la población. El mensaje leninista frente a dilemas de este tipo pasa por buscar los remedios en la radicalización de esos procesos, un camino que puede transitarse evitando generar expectativas en soluciones mágicas y combatiendo la resignación frente al statu quo.

Otro escenario global

Durante el siglo XX, Lenin fue el símbolo de la revolución y el socialismo. En América Latina fue identificado con Fidel, el Che y la expectativa de erradicar el capitalismo. Esa esperanza como horizonte próximo ha cambiado en forma sustancial. El escenario leninista perdió continuidad en una época signada por el neoliberalismo y la ofensiva del capital. El reflujo del último ciclo internacional revolucionario (1968-1975) se consolidó con la pérdida de conquistas populares, el declive de los sindicatos y la flexibilización laboral. Ese cambio de las relaciones de fuerza fue reforzado por la regresión de la conciencia socialista que sucedió a la implosión de la Unión Soviética. Esa eclosión alteró el patrón de miradas críticas al capitalismo que imperó en varias generaciones de trabajadores.

Dichas convicciones eran periódicamente potenciadas o afectadas por los resultados de la lucha comunista. Cada oleada revolucionaria reforzaba la convicción, y cada marea opuesta deterioraba la esperanza, pero sin quebrantar la certeza en un futuro socialista. Las experiencias transmitidas de batallas contra la opresión se sucedían de una generación a otra (Traverso, 2020). Los militantes impactados por la revolución rusa legaban sus enseñanzas a los activistas conmovidos por la revolución china, y ese efecto influía sobre los luchadores sacudidos por el triunfo de Vietnam y de Cuba.

El desplome de la URSS rompió esos vasos comunicantes entre los seguidores del ideal socialista. La crisis de la izquierda, el retorno de la religión y el resurgimiento de las identidades nacionales afianzaron una regresión política que actualmente se expresa en la canalización derechista del descontento popular. Que las formaciones más extremas de la reacción consoliden su primacía electoral en los viejos distritos rojos de varios centros urbanos es la evidencia más reciente de esa involución. Otro factor determinante de la erosión del escenario leninista ha sido la expansión del marco político constitucional. Esa extensión —que despuntaba en Estados Unidos y Europa Occidental en los años de la revolución rusa— se consolidó en todas las metrópolis. Posteriormente, se amplió también a América Latina, modificando la tradicional primacía de las tiranías cívico-militares explícitas o enmascaradas.

Los sistemas posdictatoriales de las últimas décadas introdujeron mecanismos muy acotados de democracia real y gravitación ciudadana, pero se transformaron en el principal instrumento de las clases dominantes para neutralizar las protestas populares. Esos mecanismos operan como un gran contrapeso de los escenarios revolucionarios que sucedían al desplome de las dictaduras (Mosquera, 2024). En una era de neoliberalismo, constitucionalismo y regresión del ideal socialista, la figura de Lenin ya no despierta el mismo interés que en el siglo XX, un declive que expresa la pérdida de centralidad de la revolución (Arcary, 2024). Y comprender este cambio es el punto de partida para reformular estrategias de la izquierda adaptadas al nuevo escenario (Chibber, 2021). Una actitud leninista exige evaluar con descarnado realismo el contexto predominante para amoldar la batalla por el socialismo a ese marco. Ignorar las diferencias que separan el escenario actual del imperante en el pasado impide concebir esas estrategias.

Dicho esto, es importante tener en cuenta que la ausencia de un marco global revolucionario no implica la primacía del escenario antitético. Hoy persiste una etapa neoliberal de reflujo pero sin el agravante del aplastamiento físico o la demolición de las organizaciones de izquierda que signan a los períodos reaccionarios. Pero, además, la falta de revoluciones en América Latina ha sido compensada por dos oleadas de intensas rebeliones. El primer ciclo (desde 1989) impactó sobre Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina, mientras que el segundo (desde 2019) se extendió a Bolivia, Chile, Colombia, Perú, Haití y Guatemala.

Aunque tales sublevaciones no dieron lugar a triunfos populares de envergadura histórica, tampoco culminaron con derrotas comparables a las padecidas durante los años setenta. Su alcance fue muy importante, pero no llegaron a recrear el período revolucionario que inauguró el triunfo en Cuba (1960) y cerró la derrota en Nicaragua (1991). ¿En qué radica la diferencia entre ambas fases? En el grado de radicalidad política prevaleciente: las rebeliones contemporáneas no dieron lugar a construcciones paralelas al Estado, las formas de poder popular o los desenlaces militares de la era previa (Katz, 2008).

Las protestas latinoamericanas del siglo XXI se desenvuelven en sintonía con sublevaciones del mismo tipo en otros puntos del planeta. Exhiben parentescos con la Primavera Árabe, con las revueltas de los indignados en Europa, con la irrupción callejera en Francia y con las huelgas obreras que recobran relevancia en Estados Unidos. También comparten con otros levantamientos la gravitación de la acción directa, el protagonismo de los jóvenes trabajadores precarizados y la incidencia del feminismo y el ambientalismo.

El uso del término «rebelión» para identificar esas sublevaciones se ha generalizado, pero sin la debida conceptualización de su contrapunto con las revoluciones (Maiello, 2022: 192-210). Es cierto que el pasaje del primer tipo de levantamientos al segundo siempre es una posibilidad en un sistema capitalista que incuba desequilibrios monumentales. Pero el salto de la revuelta a revolución debe ser evaluado con precisión en función del tipo organización popular emergente que desafía al Estado.

En la centuria pasada, las discusiones sobre la estrategia socialista estaban directamente conectadas con el marco revolucionario. El contrapunto entre insurrección y guerra popular dirimía cuál de los dos rumbos era más propicio para cada contexto nacional, y ambas variantes eran contrastadas con la acción parlamentaria. Este abordaje ha perdido centralidad por la disipación del escenario revolucionario, cambio que altera también la temporalidad del proyecto socialista. La simultaneidad anteriormente avizorada para los procesos de transformación social ya no es la norma. La dinámica disruptiva de aceleraciones impetuosas, bifurcaciones imprevisibles y eventos inesperados que rodeaba a Lenin ha desaparecido. Las vertiginosas coyunturas «kerenskistas» perdieron la centralidad.

Esos cambios traen aparejada una circunstancia fundamental: la estrategia socialista de formación de un gobierno de trabajadores, captura del Estado y transformación de la sociedad ya no es el único modelo de viraje anticapitalista. En este punto, otra vez, Lenin puede aportar claridad ante este tipo de situaciones.

No copiar la revolución de octubre

En varias oportunidades Lenin objetó la imitación del camino bolchevique que propiciaban los admiradores de la revolución de octubre. Esa repetición era auspiciada por los militantes que ansiaban consumar el éxito de los soviets en sus propios países. En un célebre texto, el dirigente ruso polemizó con quienes imaginaban en Europa Occidental un curso semejante de irrupción de Consejos, colapsos políticos y capturas del poder (Lenin, ed. 2021). Esos cuestionamientos se procesaron en la naciente Internacional Comunista y comenzaron a esclarecer la diferencia cualitativa que separaba al régimen monárquico-autoritario imperante en Rusia de la estructura parlamentaria prevaleciente en las sociedades occidentales. Lenin inauguró la percepción de una distinción que dio lugar a estrategias muy distintas para ambas formaciones (Blanc, 2021).

La discusión inicial se concentró en el caso de Alemania, que en esos años despuntaba como un país desarrollado, con un Estado más complejo, un movimiento obrero más extendido y enormes sindicatos. Allí se verificaba una gran participación electoral, con fuerte presencia parlamentaria y un sinnúmero de comunidades influidas por el pensamiento socialista. Lenin intuyó la enorme distancia que separaba a esa configuración del escenario ruso y reforzó la convocatoria a una estrategia de frente único de los comunistas con la socialdemocracia para batallar contra la derecha. Y, lejos de limitar esa alianza a su propósito defensivo inmediato, concibió esa unidad como el cimiento de un proyecto gubernamental. Auspició la gestación de un gobierno de los trabajadores dirigido por partidos socialdemócratas, sostenido por los comunistas y sin ministros burgueses (Mosquera, 2023b).

Ese llamado incentivó otras estrategias posteriores para concretar el primer paso de un proyecto socialista en los países con alta gravitación de la institucionalidad parlamentaria. Se trataba de un modelo que difería del curso insurreccional de octubre y de la dictadura del proletariado instaurada en Rusia. Lenin detectó tempranamente que la elevada incidencia de los sistemas políticos constitucionales generaba que los soviets no emergieran en Europa Occidental con el mismo protagonismo que en Rusia.

Antes de 1917, el líder bolchevique no postulaba un modelo político socialista muy definido: oscilaba entre el sostén de una demanda democrática tradicional (Asamblea Constituyente) y la ponderación del potente organismo soviético que irrumpió con el ensayo revolucionario de 1905 (Mosquera 2023a). Fue el redoblado protagonismo que tuvieron los consejos en 1917 —con organismos surgidos en lugares de trabajo o en comunidades, con gran presencia de obreros y campesinos reclutados como soldados— lo que lo indujo a exaltar la democracia directa y a intuir que aquellos organismos podían prefigurar un nuevo sistema político.

Los consejos florecieron en rusia con la misma intensidad que sus antecesores de la Comuna de París y asumieron un papel definitorio en el triunfo de octubre (Le Blanc, 2024). Así, la insurrección solo consagró el avasallante poder democrático gestado en torno a los Consejos (Lih, 2019). En los momentos de mayor radicalidad, el líder bolchevique proclamó la superioridad intrínseca de esos organismos frente a todas las modalidades precedentes de la democracia burguesa (Lenin, ed. 2017). Tal fue el elogio, sin embargo, que recayó en la tentación libertaria de omitir las limitaciones de esas estructuras como basamento central de cualquier sistema político consolidado (Bensaid, 2002).

La trayectoria posterior de la Unión Soviética y de todos los procesos revolucionarios del siglo XX confirmó que los soviets —o sus equivalentes militares de poder dual en China, Vietnam o Cuba— son indispensables para conquistar el manejo del Estado, pero no bastan para administrarlo. Resultan fundamentales a la hora de tomar del poder, pero no pueden fungir como el sostén principal o exclusivo de la gestión corriente de los asuntos públicos. 

Los consejos el pilar de experiencias de democracia participativa y de mecanismos de intervención ciudadana —como se verificó en las comunas de Venezuela (inspiradas en el ejemplo chino) o en la gran variedad de organismos gestados en la epopeya cubana— y constituyen un resorte clave para el control popular del manejo del Estado. Pero el excepcional nivel de movilización, participación y conciencia popular que irrumpe en las revoluciones no persiste cuando el nuevo régimen estabiliza su funcionamiento (Katz, 2004). Lenin no llegó a conocer esas lecciones del siglo XX, pero su agudo realismo político lo empujó a polemizar tempranamente con las corrientes comunistas europeas que magnificaban el modelo soviético.

Por las mismas razones, tampoco cabe generalizar la decisión bolchevique de disolver la Asamblea Constituyente bajo la amenaza de una gran contrarrevolución blanca. Esa medida fue un acto específico del convulsionado escenario ruso y no indicó la inferioridad de esa instancia frente a los soviets. La cautela de Lenin frente a contextos diferentes a la autocracia zarista debe ser leída como un mensaje orientador de la estrategia socialista actual.

Aplicaciones latinoamericanas (I)

Las convocatorias de Lenin a no copiar la revolución rusa, a valorizar el frente único, a explorar caminos de gobierno de los trabajadores, a considerar las tradiciones parlamentarias y a intercalar los soviets con la remodelación constitucional tienen gran relevancia actual para América Latina. Esos señalamientos subrayan que el manejo del Estado es el punto de partida para cualquier transformación significativa. Esto, que podría parecer una obviedad, es cuestionado por las corrientes que proponen «cambiar el mundo sin tomar el poder», suponiendo que ese viraje será consumado en los márgenes de las instituciones mediante la construcción de organismos divorciados de esa configuración. Pero al cabo de varias décadas, esa estrategia no ha mostrado resultados. En ningún país afloraron indicios de cómo podría consumarse un avance popular desconectado de las conquistas que convalida el Estado.

Pero, además, la renuncia a llegar al gobierno implica abdicar también del manejo del poder y de la consiguiente sustitución del dominio de los poderosos por la primacía de los oprimidos (García Linera, 2015), puesto que los intereses contrapuestos de ambos sectores solo pueden dirimirse en torno al manejo de la estructura estatal. Allí se definen las políticas que favorecen los intereses de los privilegiados o los desposeídos.

Lenin siempre propició rumbos para acceder al Estado a fin de transformarlo, con la mira puesta en la erradicación de los componentes opresivos de ese organismo. Nunca imaginó que esa mutación podría consumarse renunciando a la batalla por el poder. En las condiciones actuales de América Latina, ese acceso presupone la llegada al gobierno a través de las elecciones. Es la misma percepción que tuvo Lenin al observar el contexto diferenciado de Europa Occidental: notó que, sin una victoria en las urnas, las corrientes socialistas quedaban privadas de la legitimidad requerida para disputar el poder. Por eso subrayó la complementariedad de la lucha callejera con la confrontación electoral.

Este mismo escenario impera en el contexto latinoamericano actual. La vieja analogía de la región con el marco prevaleciente en la Rusia zarista ha quedado disipada, y por esa razón perdió centralidad la estrategia guerrillera o insurreccional que emulaba la captura soviética del poder. En las últimas décadas, las rebeliones han sido el pilar de todos los intentos por desenvolver una transformación radical de la sociedad (desde el Caracazo hasta la Guerra del Agua). Pero en todos los casos aquellos ensayos requirieron la legitimación en las urnas.

El actual sistema constitucional de América Latina contiene las mismas adulteraciones que imperan en otros rincones del planeta para apuntalar los intereses de los poderosos. La inestabilidad de esos modelos es más generalizada en la región, pero esa turbulencia no altera la permanencia de esos regímenes. Cada crisis de un gobierno deriva en su reemplazo por otro a través de elecciones, parlamentos y candidatos vencedores. Las dictaduras militares del pasado no han reaparecido, y las estrategias socialistas deben amoldarse a ese dato. De esa continuidad se deriva la centralidad que asume la batalla por el impulso de Asambleas Constituyentes.

Lenin osciló entre realzar esas instancias y ponderar los soviets. Asignó mayor centralidad al primer instrumento en las coyunturas menos revulsivas, sin perder de vista a los consejos como principal sostén de un cambio radical. Esta misma combinación se impone actualmente en nuestra región: la lucha por instaurar Asambleas Constituyentes reaparece como punto de partida en la mayoría —si no todos— los intentos de transformación política. Es un mecanismo insoslayable para dotar a los ciudadanos del poder que no manejan en el funcionamiento corriente de los sistemas políticos.

La Constituyente consagró en Venezuela la democracia participativa junto a conquistas sociales (derechos a los indígenas, campesinos, niños), nacionales (prohibición de bases extranjeras) y democráticas (referéndum revocatorio, obligación de los funcionarios de rendir cuentas, normas de control masivo). En Bolivia instauró el Estado plurinacional para erradicar la histórica supremacía de las elites blancas sobre las mayorías indígenas. Por el contrario, en Brasil y Argentina no hubo logros de ese porte. Una frustración mayor se verificó en Chile, luego de dos consultas que no consiguieron erradicar la Constitución legada por Pinochet. En Colombia el debate recién está comenzando.

La revolución bolchevique permitió una conquista simultánea del gobierno y del poder. La consigna que consagró ese éxito sintetizó esa convergencia («todo el poder a los soviets»). Allí no hubo mediaciones, tránsitos ni demoras en el traspaso de los resortes del Estado de una clase social a otra y en la sustitución de un estamento burocrático tradicional por un funcionariado emergente. Pero en su llamado a forjar gobiernos de los trabajadores en Europa Occidental, Lenin introdujo una separación temporal de estas «dos instancias de un mismo trayecto». Una administración socialdemócrata surgida de las urnas en Alemania implicaba el control el gobierno, pero no del poder. Lenin proponía excluir a los ministros la burguesía del gabinete para acelerar esa segunda conquista, pero sin acceder a su manejo inmediato, dejando abierta la temporalidad de esa mutación al imprevisible curso de la lucha política.

Aplicaciones latinoamericanas (II)

Algo similar sucede en América Latina cuando las corrientes de izquierda abogan por una estrategia de dos momentos, diferenciando el acceso al gobierno de la posterior (aunque inmediata) disputa por el poder político, económico, militar, judicial y mediático.

La diferencia que separa a ambas instancias ha quedado muy clara en los procesos del lawfare que la derecha promueve para desplazar a los presidentes progresistas. En esos golpes institucionales se nota con descarada transparencia quién maneja realmente el poder: una élite de militares, capitalistas, jueces y comunicadores socava la autoridad de los mandatarios objetados para forzar su salida del gobierno en una secuencia calcada de un país a otro. Se trata de una oleada de conspiraciones prohijada por la embajada de Estados Unidos e implementada mediante procedimientos legislativos y judiciales. El complot comenzó contra Zelaya en Honduras en 2009, y se extendió contra Lugo en Paraguay, Dilma en Brasil y Morales en Bolivia. Además, hubo numerosos intentos frustrados contra Chávez en Venezuela, Cristina en Argentina, Correa en Ecuador y Lula en Brasil.

Castillo fue tumbado en Perú con el mismo procedimiento, pero su caída contó además con una acción militar semejante a las asonadas tradicionales del alto mando. La conjura contra Dilma incluyó un activo complemento callejero, y la fracasada campaña destituyente contra Cristina estuvo encabeza por la gran prensa, que nunca digirió el intento democratizador de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual de 2009. En los últimos años, la ultraderecha perfeccionó el mismo dispositivo de golpes institucionales con una andanada de mentiras que propagó a través de las redes.

Ahora bien, si hay algo que estas escaladas de golpismo institucional han confirmado, es que el manejo de un gobierno tan solo implica el control de una pequeña porción del poder real. Los resortes de ese dominio en el plano económico, militar, mediático y judicial están monopolizados por las clases dominantes y su élite de funcionarios. La conquista popular de esas áreas involucra una larga batalla, estrategia que Lenin intuyó al señalar que en algunos países la llegada gobierno era el punto de partida de esa travesía. La implementación latinoamericana actual de ese objetivo presenta enormes diferencias nacionales, y las alianzas requeridas para alcanzar la presidencia difieren en cada caso. Pero en todos los países las vertientes radicales o progresistas comparten programas, anhelos y discursos que convergen con la izquierda en la confrontación con los dueños del poder.

Reconocer esos enlaces resulta indispensable para concebir proyectos de gobierno. Lenin subrayaba ese principio al distinguir con nitidez a los adversarios de los enemigos. Su mirada es fundamental para recordar que mientras la derecha se ubica en las antípodas de la izquierda, el progresismo es un aliado inconsecuente. Ambas fuerzas son cualitativamente diferentes y es un grave error ubicarlas en el mismo casillero.

Pero también es cierto que la disputa por el poder es mucho más compleja en el siglo XXI que en la era de la revolución rusa debido a la enorme extensión y sofisticación de estructuras estatales, que se han enlazado con la sociedad a través de múltiples mediaciones. En la época de Lenin, el poder judicial no tenía el protagonismo actual y los medios de comunicación no eran transmisores significativos de la ideología dominante. El poder militar actuaba en forma más visible, pero sin contar con los instrumentos de control coercitivo subyacente que detenta en la actualidad. Por otra parte, la confrontación con el poder económico era más frontal y los marxistas imaginaban un rápido tránsito hacia la socialización de los medios de producción.

Pese a las distancias que lo separaban de un momento como el actual, Lenin fue un pionero a la hora de percibir la complejidad que ese tránsito podía acarrear. Esto se verifica considerando su reemplazo de la planificación económica total (comunismo de guerra) por la reintroducción de mecanismos mercantiles que convalidaron diversas formas de propiedad (Nueva Política Económica) (Lenin, Ed 1973). Esta última variedad de modelos —denominada NEP— fue retomada por distintos gobiernos de izquierda para promover estrategias que combinan el proyecto socialista con parámetros capitalistas y complementos mercantiles. Esos esquemas operan mediante una gran regulación estatal para implementar políticas opuestas al neoliberalismo y la financiarización. Las experiencias de este tipo que desplegaron China y Vietnam aportan sugerencias para América Latina, y su exitoso ensayo en Bolivia contrasta con los magros resultados de Venezuela.

Sea cual fuere el caso, lo importante a tener en cuenta es que la disputa con el poder económico no puede coronarse en la arena electoral o en las pulseadas del ámbito institucional. La derrota de las clases dominantes y la erradicación del capitalismo depende de la acción directa de los trabajadores. Todos los mensajes del líder bolchevique giran en torno a esa conclusión, y no hay forma de alcanzar esa meta sin forjar órganos de poder popular equivalentes a los soviets. Los consejos son los pilares de una transformación socialista. No cumplen un rol decisivo en la gestión corriente de los gobiernos, pero son la llave maestra para la disputa por el poder. No son indispensables para el triunfo electoral, pero sí para derrotar a los dueños del poder militar, económico, judicial y mediático.

Sujetos populares

Lenin enfatizó la centralidad del proletariado como principal sujeto revolucionario. Retomó la visión de sus antecesores, que dedujeron esa primacía del rol determinante que tienen los asalariados en la reproducción de ese sistema, en tanto alimentan la plusvalía que nutre el beneficio patronal y garantizan la valorización que sostiene la acumulación. El líder bolchevique resaltó que los explotados están ubicados en los centros neurálgicos de la economía y los capitalistas dependen de su labor. Lucran con las privaciones de todos los desposeídos, pero sus ganancias dependen del esfuerzo laboral específico de los asalariados.

Partiendo de estos presupuestos, observó a la clase obrera como la fuerza directriz de la revolución socialista y confirmó esa centralidad con la experiencia de los soviets. Resaltó ese papel notando la dinámica del proceso revolucionario con una visión muy distante de la histórico-sociológica que prevalecía en la socialdemocracia europea. Esta última formación ensalzaba al proletariado como un agente de progreso que corporizaba el desarrollo de las fuerzas productivas y la modernización de la sociedad. Por eso observaba la clave de un ordenado pasaje al socialismo en la extensión numérica de los asalariados.

Lenin no compartía esa mirada evolucionista ni tampoco su presupuesto positivista. Derivaba la centralidad del proletariado de la conducta política de ese sector. Le asignaba un rol de vanguardia en la batalla urbana contra el zarismo y propiciaba una alianza con la mayoría campesina en el resto del territorio. Las distintas formulaciones que expuso Lenin sobre la revolución democrática apuntaron a construir ese frente contra la minoría de explotadores.

El dirigente bolchevique no dedujo, por lo tanto, el liderazgo del proletariado de un mero presupuesto teórico. Estimó que la experiencia rusa anticipaba una preeminencia revolucionaria mayor de la clase obrera en los países más desarrollados de Europa. Pero asumió esa conclusión sin ningún dogmatismo. Denunció, por ejemplo, la complicidad de la aristocracia obrera de las metrópolis con la expoliación de la periferia en su análisis del imperialismo. Durante el siglo XX, esa connivencia ha incluido un gran entrelazamiento de la burocracia sindical con estamentos privilegiados del Estado para atemperar la combatividad de los trabajadores.

Las proféticas advertencias de Lenin fueron ilustrativas de la flexibilidad que también exhibió para percibir la gravitación de los sectores oprimidos del continente asiático, captando la enorme incidencia del campesinado de esa región en la entrelazada batalla que libró contra el imperialismo y el capitalismo. Desde muy joven, Lenin resaltó la potencialidad revolucionaria de China e India, contra los prejuicios de las corrientes socialdemócratas conservadoras que identificaban la belicosidad anticolonial con el primitivismo. Luego de la victoria soviética, registró el desplazamiento de la revolución de Occidente a Oriente y entendió que ese viraje extendía la primacía de los asalariados a otros sectores desposeídos. Tal reconsideración quedó plasmada en las resoluciones de la Tercera Internacional, que ampliaron a los pueblos oprimidos la clásica invocación a la unidad del proletariado mundial (Raine, 2021). Esa ponderación inauguró el reconocimiento marxista de una variedad de sujetos revolucionarios en función del rol que asumen los distintos segmentos populares en la lucha de cada país. Lenin fue determinante para esa maduración.

En la actualidad, aquella reconsideración sigue siendo decisiva. Sin tomarla en cuenta resulta imposible comprender el protagonismo de los jóvenes trabajadores precarizados en las gestas populares del siglo XXI. Se trata de un sector marginado de las negociaciones tradicionales con el Estado que lidera las protestas callejeras en muchas regiones e integra un conglomerado ampliado de la clase trabajadora con novedosas modalidades de agrupamiento y acción. Una mirada leninista flexible de los sujetos populares permite comprender la gran incidencia de los precarizados en las rebeliones latinoamericanas de las últimas décadas. Su protagonismo —que comparte con campesinos, indígenas y asalariados del sector público— ha sido especialmente visible en Bolivia, Ecuador, Venezuela, Argentina, Chile, Guatemala, Colombia, Perú, Panamá y Haití.

Y es que las transformaciones neoliberales han reestructurado profundamente el universo de los asalariados en toda la región, y sus efectos comienzan a comprobarse. La fuerza laboral actual es más heterogénea y se encuentra segmentada entre un polo de actividades calificadas y un vasto sector precarizado, una reorganización capitalista que ha diversificado también a los protagonistas de la lucha popular.

Organizaciones políticas

La misma agudeza demostrada en su evaluación de los sujetos populares se hace presente en las reflexiones de Lenin sobre los problemas de la organización política. Lenin forjó un partido centralizado y disciplinado, muy amoldado a la lucha clandestina contra el zarismo, y su figura quedó asociada con ese duro perfil del bolchevismo. Pero nunca concibió ese tipo de organización como un modelo universal; por el contrario, propuso varias modificaciones de esa estructura y se mostró abierto a configuraciones de otra índole.

Esa plasticidad fue muy visible en las polémicas de la Tercera Internacional contra los imitadores occidentales del modelo ruso. Lenin auspició caminos más variados, que incluyeron por ejemplo propuestas de ingreso de los comunistas al laborismo inglés, preocupado siempre por establecer conexiones entre los revolucionarios y las inclinaciones políticas específicas de cada pueblo (Orovitz Sanmartino, 2023:18-47).

El modelo bolchevique fue acertadamente amoldado a escenarios de lucha semejantes al zarismo, especialmente en las durísimas batallas del siglo XX contra las dictaduras de Asia, África y América Latina. Las formas de organización y los códigos de conducta heredados del vanguardismo jacobino fueron necesarios para actuar en esas regiones. Pero la imposición forzada de ese entramado militante en cualquier tiempo y lugar fue un despropósito ulterior de muchas corrientes de la izquierda. En esa trasposición, el leninismo quedó erróneamente identificado con una rudimentaria ideología de partido. Los núcleos dirigentes se atribuyeron aptitudes para definir las políticas de todo el colectivo e identificaron ese rumbo con el interés del proletariado. Supusieron que ese curso anticipaba el camino que seguiría toda la clase trabajadora, con una mirada más emparentada con la prédica y las profecías de los misioneros que con la lucha política comunista.

La propuesta organizativa del Lenin siempre constataba la insoslayable necesidad de la organización para motorizar una transformación de la sociedad. El agrupamiento con reglas, costumbres, tradiciones y liderazgos es una característica compartida por todas las configuraciones políticas. Ese enlace organizativo es particularmente indispensable en la batalla actual contra la ultraderecha. Pero la propuesta de Lenin es más ambiciosa y está concebida para transformar la lucha social en una confrontación política contra el capitalismo. Postula que la propaganda socialista debe elevar la comprensión de los asalariados de su condición opresiva para inducirlos a construir un proyecto contrapuesto a sus enemigos de clase.

Lenin concentró sus esfuerzos en forjar un partido comprometido con esa maduración de la conciencia obrera. Objetó la simplificada expectativa en el despunte espontáneo de esa clarificación por el mero desenvolvimiento de la lucha social. Sus trabajos más importantes no están centrados en la forma de organizar el partido, sino en los senderos que permiten potenciar la conciencia socialista (Lenin, ed. 2015). Destacó que la acción reivindicativa no esclarece de por sí la condición de los trabajadores ni ilumina la forma de erradicar el capitalismo: solo una sistemática estrategia de educación comunista permite esa comprensión.

De esta manera, el partido nunca fue para Lenin un ámbito de conspiración de intelectuales obsesionados por introducir sus ideas al proletariado desde fuera. Esa caricatura no guarda la menor conexión con la visión del líder bolchevique, que no establecía nada parecido a esa artificial divisoria sino que confiaba en una dinámica conjunta de ambos sectores, basada en la experiencia común de la lucha. El artífice de la revolución rusa remarcó la diferencia entre la lógica política y la lógica social sin oponer ambos planos. Subrayó que un proceso de emancipación requiere potenciar el primer ámbito como centro de elaboración de tácticas, estrategias y proyectos socialistas.

Lenin construyó una organización dotada de esos atributos. Por eso fue capaz de introducir los audaces giros tácticos que, entre febrero y octubre de 1917, culminaron con la toma del Palacio de Invierno. Las Tesis de Abril, la demanda del poder a los soviets, el frente único contra Kornilov y la insurrección fueron decisiones adoptadas por un partido ya entrenado en la lucha revolucionaria.

El legado de Lenin tiene enorme actualidad para una izquierda latinoamericana necesitada de un programa de resistencia al imperialismo y unidad regional que siente las bases de un futuro no capitalista. Ninguno de esos objetivos emergerá tan solo de la lucha social. Las batallas en ese plano han derivado en frecuentes revueltas que tumban gobiernos derechistas y facilitan ciclos progresistas, pero no desembocan en procesos emancipadores. Por esa obstrucción, la derecha reconquista periódicamente el manejo de los gobiernos. Un logro perdurable de la izquierda exige multiplicar las organizaciones socialistas que asuman su perfil sin titubeos, reivindicando los ideales del comunismo con la misma convicción que lo hacía Lenin.

 

Referencias

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Claudio Katz

Economista, investigador del CONICET, profesor de la Universidad de Buenos Aires y miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es www.lahaine.org/katz.

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