Hay quienes piensan que la biografía, como género, pertenece más a la literatura que a la historia. Y por cierto que una tendencia desgraciadamente común entre quienes escriben biografías es hacer mala historia: desarrollar un relato en el que las personalidades cumplen el papel de héroes hacedores de los grandes procesos históricos; y en el que el análisis psicológico (no siempre lúcido) y la busca de lecciones morales se impone a la explicación objetiva de los hechos.
Isaac Deutscher no cae en esta tentación. Sus biografías –de Trotsky y de Stalin– nos muestran a los personajes como hombres de su tiempo, y sus acciones se insertan en un contexto objetivo –económico y político-cultural– que los condiciona. Quienes «hacen la historia» en los relatos de Deutscher no son fuerzas impersonales, ni tampoco personalidades: son colectivos sociales. Pero lo más asombroso de sus biografías es esa extraña conjunción de las mejores virtudes del historiador con las dotes del literato. Sin temor a exagerar se podría decir que aunque todo lo que Deutscher narra fuera falso, sus obras tendrían asegurado un lugar en la posteridad como brillantes novelas históricas. Sin embargo no es Deutscher un imaginativo novelista. Su mente no carece, ciertamente, de imaginación; pero ella se encuentra contrapesada por una rigurosidad explicativa poco común y por un conocimiento documental excepcional. De este modo, los escritos de Deutscher no sólo narran y explican las alternativas de la vida de sus biografiados: también nos permiten entender el proceso macro-histórico de la revolución rusa mejor y más profundamente que las obras de muchos cuidadosos especialistas. Sus obras traslucen, pues, una formidable capacidad de comprensión histórica y sociológica que se ve complementada por una no menos aguda penetración psicológica en los personajes. Si a ello agregamos la excelsa calidad y claridad narrativa, el elevado vuelo literario –que nada tiene que envidiar a lo mejor de la tradición eslava– que caracteriza a sus escritos, no es difícil concluir que su biografía de Trotsky quizás sea la mejor biografía jamás escrita.
Como buen marxista, Isaac Deutscher tiende a no sobredimensionar el papel de los individuos en la historia. Pero ha escrito su historia bajo la forma del género a todas luces menos apropiado para desarrollar un relato objetivista: la biografía. Esta extraña simbiosis ha dado unos frutos magistrales. Como alguna vez escribiera Perry Anderson:
Frente a tantos fervorosos «moralistas» que creen que el relato histórico no es más que una exposición de individuos y acciones que deben ser condenados o exaltados en términos morales, y frente a tantos buenos historiadores que no son capaces de transmitirnos el «calor humano» de los sucesos que narran y explican; Deutscher descolla por la serena comprensión del proceso causal y la aguda penetración en las motivaciones político-morales personales que conjuga su obra. En cierta ocasión escribió que Trotsky solía evocar la máxima de Spinoza: «Ni llorar ni reír, sino entender»; y que aunque el mismo Trotsky “no pudo dejar de llorar y de reír; con todo, entendió”. En los escritos de Deutscher los hombres ríen y lloran, por cierto, pero esto no oscurece sino que más bien ilumina la comprensión de los hechos.
En las páginas de Deutscher el Trotsky que parece marchar en contra del sentido de la historia, aquél que libra desde el amargo destierro su solitario combate contra el estalinismo triunfante, no posee menos vigor intelectual ni menor estatura moral que el Trotsky que parece cabalgar en el sentido de la historia, aquél que dirige a las huestes insurrectas desde el soviet de Petrogrado y conduce a la victoria al Ejército Rojo. En ambas situaciones su biógrafo nos proporciona una aguda y plausible explicación de los hechos, tanto como un profundo rastreo de las motivaciones y los dilemas psicológicos, políticos y morales del personaje.
Deutscher trata específicamente este problema en el capítulo «El revolucionario como historiador» de su tercer tomo de la monumental biografía de Trotsky: Trotsky, el profeta desterrado. Allí muestra su sorpresa ante la importancia que Trotsky atribuye en algunos escritos al papel desempeñado por Lenin.
En su Historia de la revolución rusa Trotsky afirma que “Lenin no fue el demiurgo del proceso revolucionario, sino que se insertó en la cadena de las fuerzas históricas objetivas. Pero, en esta cadena, él era un eslabón muy importante”. Y sugiere que, sin este “eslabón”, la cadena bien podría haberse cortado. “¿Puede afirmar alguien con seguridad –se pregunta Trotsky– que, sin él, el partido habría encontrado su senda? Nosotros no nos atreveríamos en modo alguno a afirmarlo”.[ii] Es perfectamente concebible, prosigue, que “el partido, desorientado y dividido, perdiera durante muchos años la ocasión revolucionaria”. En la Historia Trotsky manifiesta esta opinión con cierta cautela. Pondrá los puntos sobre las íes en una carta enviada desde Alma Ata a Preobrazhensky, en la que afirma: “Usted sabe mejor que yo que si Lenin no hubiese logrado llegar a Petrogrado en abril de 1917, la revolución de octubre no hubiera tenido lugar”.[iii] Y en su Diario francés es aún más categórico: “Si yo no hubiese estado presente en 1917 en Petrogrado, la revolución de octubre habría tenido lugar de todos modos –siempre y cuando Lenin hubiese estado presente y en el puesto de mando. Si ni Lenin ni yo hubiésemos estado en Petrogrado, no habría habido Revolución de octubre: la dirección del partido bolchevique la habría impedido, de esto no me cabe la menor duda”.[iv] Aquí el papel de Lenin se ve considerablemente aumentado. Tal como comenta Deutscher:
Deutscher se muestra sorprendido por la importancia que concede Trotsky a la figura de Lenin en el proceso revolucionario. La argumentación del otrora jefe del Ejército Rojo le parece de un cierto sabor escolástico. Piensa que los escritos de Trotsky iluminan más sobre su propia situación por aquellos años, que en relación al papel de Lenin. “Trotsky produjo su Historia después que la orgía del «culto a la personalidad» estalinista había comenzado; y su presentación de Lenin fue un reflejo negativo de ese culto. Contra el Stalin «irremplazable» apeló Lenin «irremplazable»”.[vi] Especula que las impresiones de Trotsky debieron verse influidas por su propia situación por aquellos años, como jefe de una Oposición derrotada, y que “cabe dudar que en una fase anterior de su carrera él hubiese expresado una opinión tan contraria a la tradición intelectual marxista”.
Considera como especialmente representativo de la “tradición intelectual marxista” al famoso escrito de Plejánov El papel del individuo en la historia. Y esgrime contra Trotsky los mismo argumentos del «Padre del marxismo ruso»: El dirigente no es más que el órgano de una necesidad histórica. Ningún hombre es irremplazable. Cualquier corriente histórica, si es lo suficientemente amplia y profunda, se expresa a través de un cierto número de hombres, no de un solo individuo. Cuando un dirigente ocupa un lugar prominente se produce una «ilusión óptica», esto es, la falsa impresión de que ese dirigente es irremplazable, porque al ocupar su lugar impide que otros lo ocupen. Un dirigente excepcional puede alterar algunos rasgos de un proceso histórico, pero no su sentido general.
Deutscher manifiesta su desacuerdo con Trotsky porque encuentra que los escritos de éste sugieren que Lenin no alteró solamente los rasgos individuales de los acontecimientos: modificó su sentido general. Trotsky habría sucumbido a la «ilusión óptica» de que hablaba Plejánov.
Y junto con estos argumentos Deutscher extrae una conclusión política de extrema importancia:
Concluye afirmando que las citadas opiniones de Trotsky resultan contrarias a su filosofía básica y a su concepción de la revolución, razón por la cual, posteriormente, retorna a una concepción más ortodoxa, como la expuesta en La revolución traicionada, donde escribe:
En síntesis: Deutscher piensa que la centralidad que Trotsky atribuyó a Lenin en algunos texto se hallaba motivada en su particular situación política y personal hacia finales de los años veintes; que dicha concepción no se condice con su filosofía ni con su concepción de la revolución; lo cual explica por qué, al observar los hechos a la distancia, habría retornado a una concepción más ortodoxa.
Por otra parte, si a finales de los veintes la situación política y personal de Trotsky podía inducirlo a adoptar una concepción subjetivista, no hay razones suficientes para que esto dejara de ser válido hacia finales de los treintas, cuando se encontraba aún más aislado y derrotado. Y en todo caso también se puede suponer que la opinión defendida en La revolución traicionada, en vez de ser la pura y simple expresión de una concepción tradicional dentro del marxismo, bien pudo ser inducida (total o parcialmente) por la intención de negar todo mérito personal a Stalin (su despreciado adversario) y conjurar los fantasmas de toda posible responsabilidad personal propia en la derrota de la Oposición.
Aunque su circunstancial situación como jefe desterrado de una oposición derrotada pudo haber influido en las consideraciones que formulara Trotsky en Historia de la revolución rusa, hay razones para pensar que estas consideraciones hunden sus raíces en motivos más profundos. El panorama se aclara si deslizamos nuestra mirada de los líderes y dirigentes, y la posamos en los programas y políticas que los mismos sustentan. Como militante revolucionario Trotsky jamás dudó que una revolución pudiera triunfar o malograrse según se llevara a la práctica una táctica y una estrategia correcta o incorrecta. El leit motiv de la clase de políticos revolucionarios de la que Trotsky formó parte era la lucha entre proyectos y estrategias políticas. La presunción básica de quienes participaban en esas vehementes disputas era que la adopción de una estrategia adecuada podía decidir el curso de los acontecimientos revolucionarios. El militante que enfrentaba las cárceles zaristas y vivía la vida del proscripto no suponía (¿podía suponer?) que el proyecto y la estrategia por los que abogaba habrían de imponerse por sí solos, por la fuerza de las cosas, por así decir, sin la ayuda necesaria de la militancia fervorosa de quienes creían en ellos. Todo lo contrario: la realización del programa revolucionario, pensaba, exige como condición necesaria la lucha activa por él. El programa –el proyecto, la estrategia y la táctica– se encarna, entonces, en los sujetos que luchan por él. Pero no en los individuos, se dirá, sino en el Partido. ¿Pero qué es el Partido sin sus dirigentes y militantes? No es el programa quien porta a los hombres: son los hombres los portadores del programa. Y si el programa resulta crucial, cruciales deben ser sus portadores. La perspectiva de Trotsky es la perspectiva del hombre de acción. Pero no de cualquier hombre de acción. Es la perspectiva de un revolucionario imbuido de teoría marxista. Esto por sí solo basta para diferenciarlo de los típicos políticos burgueses, que piensan el mundo y la política a partir de su propia persona, y creen que son ellos los que hacen y deshacen la historia a su antojo. Trotsky piensa al mundo gobernado por fuerzas sociales, objetivas. Pero en medio de tales fuerzas está inserto el individuo, todo acción y voluntad. Las fuerzas sociales conducen a la humanidad en una dirección que puede ser descubierta; y esta dirección es ineludible. El socialismo es considerado inevitable porque surgirá como consecuencia de las contradicciones insalvables del capitalismo. Este es el lenguaje del determinismo. Pero en la lucha concreta el sendero que inevitablemente habrá de transitarse puede escurrirse, la revolución y el socialismo demorarse. Todo depende de lo que hagan o no hagan los revolucionarios organizados. Este es el lenguaje de la voluntad. En Trotsky, como en todo el marxismo clásico, ambos lenguajes conviven, uno junto al otro. El lenguaje determinista, que todo lo cifra en necesidades ineludibles, proporcionaba la certeza del triunfo. El lenguaje voluntarista, que todo lo hace depender (al menos en lo inmediato) de la acción subjetiva, proporcionaba el acicate moral para la fervorosa militancia. En el pensamiento de Trotsky existe una oscilación entre el escilas del determinismo objetivista y el caribdis del voluntarismo subjetivista. Oscilación, y no síntesis, porque la exacta relación entre ambos términos nunca es especificada.
Cierto es que, de todos los marxistas clásicos, Trotsky se cuenta entre los que más se aproximaron a una síntesis. Siempre hizo hincapié en que el marxismo no era fatalista, y ante cada situación concreta intentó entrever las posibles alternativas que podrían seguir los sucesos (desechando la posibilidad de un curso único preestablecido). Pero aún así en Trotsky hay una oscilación. En algunas ocasiones la diversidad de cursos posibles sólo parece ser válida en el corto plazo, sin alterar, en el fondo, las profundas tendencias de largo alcance: la historia tendría un amplio lugar para lo accidental y lo contingente en la inmediatez, pero a la larga los accidentes se compensarían unos con otros y lo contingente daría lugar a la imposición de las tendencias necesarias. Esta visión resulta patente en un fragmento de Mi vida:
Sin embargo en otras ocasiones ha insistido en que la historia no se rige por ninguna ley histórica que deba imponerse con férrea necesidad: siempre hay una gama de alternativas posibles. Esto es evidente, por ejemplo, en su consigna «socialismo o barbarie». (Aunque se trata en este caso de una consigna política, efectiva sin dudas, pero que posee un término absolutamente ambiguo: barbarie. Mientras que podemos establecer con bastante precisión qué entendía Trotsky por socialismo, nos hallamos ante una total oscuridad para definir su concepción de barbarie: ¿se trata de una regresión hacia la Edad Media?, ¿es la mera pervivencia de un capitalismo crecientemente destructivo?, ¿se trata de la imposición de un régimen totalitario como el de los nazis?, ¿implica el hundimiento de las clases en pugna?).
George Novack se sintió obligado, en alguna ocasión, a esgrimir su pluma en defensa de Trotsky. En su breve ensayo «De Lenin a Castro: el papel del individuo en la historia», defiende que el fundador de la IV Internacional no osciló entre una concepción subjetivista del papel de Lenin, observable en la Historia de la revolución rusa, la carta a Preobrazhensky y el Diario en el exilio, y una concepción más ortodoxamente objetivista como la expuesta en La revolución traicionada. Según Novack:
El problema de esta concepción, claro está, reside en que supone la existencia de un abismo entre las tendencias estructurales de largo alcance, y las coyunturas político-económicas particulares. El desarrollo de las fuerzas productivas escribe la historia general a largo plazo, la cual no puede ser modificada por la lucha de clases, capaz tan solo acelerar o retardar los tiempos. La fuerza de las tendencias estructurales es de un poder tal que, a la larga, no pueden ser detenidas ni desviadas. Pero para que esto sea plausible debe existir sólo una tendencia estructural fundamental. Si hubiera varias tendencias de igual o similar capacidad determinante el choque de las mismas provocaría un resultado imprevisible, o sólo previsible estadística o probabilísticamente, lo que es incongruente con el determinismo causal absoluto –el determinismo de la inevitabilidad (así sea a la larga)– que prescribe la teoría del desarrollo de las fuerzas productivas. Es verdad que Novack utiliza el lenguaje de la probabilidad; pero en los hechos reduce su ámbito de relevancia al corto plazo: en el plazo largo la probabilidad deviene certeza, inevitabilidad.
El argumento de Novack, pues, no se sostiene. Su presunción básica es que los sucesos de corto plazo no pueden alterar las profundas tendencias de largo alcance: la coyuntura no puede alterar la dinámica estructural. El problema es que la estructura debe manifestarse en una serie de coyunturas; y toda coyuntura debe mantener alguna relación con la estructura. Si la intervención –quizás imprevisible– de un dirigente o de una agrupación es capaz de contrarrestar el curso previsible de la historia en una coyuntura particular ¿por qué habremos de creer que su accionar no habría de alterar, de ningún modo, el curso histórico (estructural)? Si la revolución de octubre se hubiera demorado cinco o seis años es posible que la historia del siglo XX no hubiese variado demasiado. ¿Pero podemos decir lo mismo si la demora abarcaba tres o cuatro décadas? Sería más que temerario afirmarlo.
Trotsky, lo hemos visto, no arriesga ninguna especulación respecto a por cuanto tiempo se hubiera demorado la revolución si los bolcheviques desaprovechaban su oportunidad en octubre de 1917. Se puede sostener, por eso, que la demora habría sido necesariamente breve y que, en consecuencia, las líneas generales del desarrollo histórico no se hubieran visto sustancialmente modificadas. Pero también es posible pensar lo contrario: que la demora podría haber abarcado varios años, afectando a las líneas generales del desarrollo.
Quien quiera puede creer que el marxismo se equivocó de medio a medio, que el desarrollo histórico conducía al fortalecimiento del capitalismo, y no a su decadencia. ¿Pero entonces qué fue la experiencia de los estados revolucionarios no capitalistas? ¿Un error de la historia? ¿Una experiencia excepcionalmente atípica que, sin embargo, afectó directamente a más de un tercio de la humanidad y ejerció una considerable influencia sobre el resto? Quien quiera, también, puede sostener que, así sea dentro de cien o doscientos años, el verdadero socialismo habrá de triunfar. Pero esto tampoco nos sirve para explicar la historia del siglo XX. Ya se piense que el comunismo fue una anomalía histórica incapaz de subvertir las tendencias en favor del desarrollo capitalista, ya se crea que la experiencia comunista no fue más que un esbozo frustrado de lo que de todos modos será el futuro de la humanidad; en ambos casos permanece inexplicada la especificidad histórica de esas formaciones sociales que se extendieron sobre buena parte del planeta y englobaron a cientos de millones de personas. Porque está claro: sin revolución rusa la historia del siglo que se ha ido habría sido radicalmente distinta, sin importar que la posteridad la recuerde como una curiosa anomalía o como la frustrada precursora de un movimiento a la postre más auténtico y vigoroso.
Isaac Deutscher, como gran historiador que era, comprendía esto con prístina claridad.
Novack concede un margen más o menos amplio de posibilidades dentro de los procesos políticos, pero parece pensar que estas contingencias no habrán de afectar (a la larga) el desarrollo económico o la evolución de una formación económico-social a otra. De hecho afirma que sin la revolución rusa la historia del siglo XX hubiera sido indudablemente distinta de lo que ha sido en lo que hace al “curso particular del enfrentamiento irreprimible entre la revolución socialista y sus antagonistas capitalistas”, pero “no en cuanto a las líneas maestras de su desarrollo”.[xiii] Esta concepción supone una primacía de la economía (o de las tendencias socio-económicas estructurales) sobre la política (o sobre las coyunturas socio-políticas). Pero supone algo más: que la evolución económica está orientada por una tendencia unívoca. Esto es así porque si la estructura económica fuera capaz de generar tendencias evolutivas antagónicas de influencia semejante, no se podría postular que las coyunturas políticas aceleran o retardan, facilitan o complican, una evolución en última instancia inevitable: si dos tendencias económicas semejantemente poderosas chocaran entre sí, la imposición de una u otra bien podría verse decisivamente influenciada por eventos políticos en cierta medida autónomos. Desde esta perspectiva, si un individuo puede alterar el resultado de una coyuntura, nada impide que –bajo ciertas circunstancias– también pueda alterar el curso de los procesos estructurales en los que se halla inserta dicha coyuntura. Y esto muy especialmente cuando nos encontramos ante una coyuntura revolucionaria, en la que por definición es la estructura económica y social en su conjunto la que entra en crisis.
Deutscher es perfectamente consciente que si la revolución de Octubre no hubiese ocurrido la historia del siglo XX hubiera sido distinta no sólo en lo que hace al “curso particular” de los acontecimientos, sino también en cuanto a “las líneas maestras de su desarrollo”. Si la influencia que Trotsky le atribuye a Lenin se redujera a acelerar un proceso de todos modos indetenible, la cosa no pasaría a mayores. Pero Deutscher sabe que entre el corto y el largo plazo no hay un abismo. Si un individuo, una decisión acertada, una acción desafortunada o un accidente pueden incidir decisivamente en una coyuntura particular, nada nos autoriza a pensar que esa influencia decisiva no habrá de afectar a la historia en el plazo largo. Para cerrar esta posibilidad Deutscher se ve tentado a negar cualquier importancia a los accidentes y toda imprescindibilidad a los individuos. Nadie es irremplazable. Si Lenin no hubiera estado presente en octubre su lugar lo habría ocupado otro, indefectiblemente. De lo contrario, piensa, el repudio al culto a la personalidad carecería de base y de sentido. El repudio de Deutscher a la importancia causal atribuida por Trotsky a Lenin se halla, pues, profundamente influido por las connotaciones que dicha concepción supone en relación con el culto a la personalidad. La intransigencia de Deutscher, en consecuencia, en parte puede ser comprendida si nos colocamos en el contexto de las discusiones generadas por el culto a la personalidad propio del estalinismo y –también– del maoísmo, las dos corrientes más numerosas e influyentes del marxismo de la segunda mitad del siglo XX.
Desde este punto de vista es lícito pensar que la oposición que Deutscher manifiesta a las consideraciones de Trotsky sobre el papel desempeñado por Lenin en Octubre se deben, en gran medida, a su negativa a aceptar toda «irremplazabilidad» del jefe bolchevique. Porque si un líder es irremplazable “entonces el culto al dirigente en general no sería censurable en modo alguno… y su denuncia carecerían de sentido”. Deutscher manifiesta así su enérgico repudio al culto a la personalidad.
Existe consenso respecto a que el azar y lo accidental en la historia se manifiesta primordialmente en el carácter de los individuos. Muchos piensan que tanto el azar como los accidentes son fenómenos indeterminados, carentes de causa o razón. Pero no es así. El azar no se rige por un determinismo causal, esto es obvio. Pero ello no significa que el azar carezca de determinaciones: simplemente se trata de una determinación probabilística. Si arrojo una moneda puede caer cara o cruz, y estadísticamente cuanto mayor sea el número de veces que la arroje tanto más probable es que las caras y las cruces se repartan en un 50%. Al arrojar la moneda poseo incertidumbre respecto a de qué lado caerá, pero tengo la certeza (o casi) de que la misma no se convertirá, en el aire, en un elefante. Tampoco los accidentes son indeterminados; y ningún acontecimiento es absolutamente accidental. Lo accidental siempre lo es en relación a algo. Cuando decimos que un acontecimiento A es accidental en relación a la secuencia de hechos Y, simplemente estamos diciendo que su ocurrencia no era necesaria o previsible según la secuencia de sucesos Y. Por ejemplo, una enfermedad puede traer aparejadas importantes consecuencias políticas, si una de sus víctimas es un jefe de Estado. Que la enfermedad sea accidental sólo significa que no se encuentra dentro de la serie de hechos de índole política que orientan la vida de los Estados. No significa que carezca de causas o que sea indeterminada. Lo accidental no es más que el encuentro de dos cadenas deterministas hasta entonces independientes entre sí.
Supongamos que el triunfo de la revolución de Octubre no estaba garantizado por la sola disposición objetiva de las clases. Bajo este supuesto dicha disposición hacía sumamente probable el triunfo revolucionario, pero el mismo podía verse frustrado si no se tomaban las decisiones adecuadas en el momento apropiado. Ahora bien, estas decisiones son accidentales en relación a la disposición objetiva de las clases sociales, puesto que no pueden ser deducidas mecánicamente de dicha disposición (pertenecen a otra secuencia causal, parcialmente divergente de la secuencia que configura sociológicamente a las clases sociales). Tales decisiones podían ser tomados o no, y –si nuestro supuesto inicial fuera correcto– las mismas incidirían de manera decisiva en el curso histórico (realizando o frustrando una revolución posible). Pero reconocer la importancia de ciertas decisiones políticas no significa pensar que ellas dependieron de un único individuo irremplazable. Que un accidente haya influido decisivamente en el curso histórico no implica lógicamente que el o los individuos involucrados en el mismo sean irremplazables. El hecho de que Lenin haya ocupado el lugar que ocupó, tomando las decisiones que tomó, no demuestra que él, y sólo él, podía ocuparlo; como tampoco demuestra que dicho lugar habría de ser ocupado indefectiblemente. Nada autoriza, pues, el culto a la personalidad del líder, porque la irremplazabilidad es indemostrable, y porque el éxito en una ocasión o un terreno no es garantía de éxito en todas las ocasiones y en todos los terrenos. Pero nada, desde luego, nos permite eliminar la incidencia de lo accidental o de las personalidades en la historia. Dicho de otro modo: reconocer que, bajo determinadas circunstancias, la incidencia de ciertas decisiones tomadas por uno o unos pocos individuos pueden influir decisivamente en el curso histórico (como cabe pensar del triunfo o la derrota de una revolución, y no del triunfo o la derrota de dos facciones políticas que se disputan el poder pero que no poseen proyectos sociales sustancialmente diferentes) no implica creer que el o los individuos involucrados sean indispensables y que, en calidad de tales, se les deba rendir culto.
Es evidente que cuando Trotsky sostiene que Lenin era imprescindible no plantea la discusión en los términos correctos. Pero si hacemos a un lado la discusión escolástica sobre su personalidad y nos colocamos en la perspectiva de las condiciones políticas en que le tocó actuar, la cosa toma otro color.
En la Historia de la revolución rusa Trotsky sostiene que “con ciertas reservas, es posible admitir que durante tres o cuatro meses, de septiembre a diciembre (…) se habrían dado las premisas políticas para un levantamiento: vale decir, condiciones ya suficientemente maduras, pero no tanto coma para que pudiese hablarse de descomposición. Dentro de esos límites (…) el partido gozaba de cierta libertad para elegir el momento…”.[xiv] Pasado ese lapso, la curva de la revolución habría entrado en declive, las masas se habrían agotado y la contrarrevolución fortalecido. Si no hubiesen aprovechado su oportunidad, los bolcheviques habrían sido derrotados.
Es difícil decidir si Trotsky tiene razón o no; pero su argumentación es cuando menos plausible, y coloca la polémica en sus justos términos: no se trata de establecer la imprescindibilidad de un individuo, sino el hecho más acotado de que ciertas decisiones tomadas por él hayan tenido una influencia decisiva en el curso histórico. El párrafo de Trotsky nos muestra claramente un tipo de situación en el que ciertas decisiones pueden resultar decisivas; pero ello no significa que debamos convertir a la habilidad o la sagacidad de los dirigentes en la causa básica o principal de la revolución (ni en condición necesaria de las revoluciones en general). Una causa puede ser decisiva sin ser principal; esto es, puede ser eficiente (porque sin su concurrencia un evento concreto no hubiera tenido lugar) sin por ello ser necesaria (puesto que no es imprescindible su existencia para la ocurrencia de todos los eventos de una clase o tipo determinado). Toda explicación, pues, consiste en un entramado más o menos complejo pero inevitablemente jerarquizado de determinaciones. No todos los hechos pueden ser incorporados a un esquema explicativo (lo cual, por lo demás, es fácticamente imposible, puesto que supone narrar todos y cada uno de los sucesos, independientemente de su importancia); ni todas las causas (en el sentido más amplio de esta palabra, esto es, como equivalente de determinaciones) pueden tener la misma influencia. Por consiguiente, toda explicación consiste en la selección, interconexión y jerarquización de los factores determinantes de un cierto proceso. Las causas no son todas necesarias ni equiparablemente eficientes. El “atraso” ruso se cuenta indiscutiblemente entre las causas principales de la revolución, porque de hecho es lícito esperar que situaciones socio-económicas semejantes a la de Rusia a comienzos del siglo XX den lugar a estallidos revolucionarios. (De hecho la mayor parte de los estudiosos de las revoluciones coinciden en señalar que una crísis económica y/o el descenso en el nivel de vida de las clases dominadas, por un lado, y una pérdida de legitimidad política interior o la debilidad político-militar exterior, por el otro, constituyen las precondiciones indispensables de toda revolución). Por el contrario, la oportuna audacia de Lenin o de los dirigentes bolcheviques, con ser causa decisiva (por lo menos podemos pensar que lo fue), no puede ser básica o necesaria, puesto que no existe ninguna vinculación sólida entre dirigentes audaces y estallidos revolucionarios triunfantes. Podemos pensar que una situación socioeconómica como la de Rusia a comienzos del siglo XX es propensa a generar revoluciones, pero resulta absurdo suponer que los dirigentes audaces acostumbran lanzar insurrecciones victoriosas y alcanzar el poder o realizar sus proyectos por intermedio de ellas: sólo lo hacen en situaciones revolucionarias que –cabe destacar– se originan y desarrollan casi enteramente por fuera de su voluntad. En situaciones no revolucionarias, por el contrario, los dirigentes audaces no llegan al poder ni realizan sus proyectos por medios insurreccionales: inician novedosas campañas electorales, proponen nuevos planes económicos o sociales, formalizan extrañas alianzas, o realizan importantes denuncias. Si estos dirigentes poseen convicciones revolucionarias habrán de convertirse en animadores de grupos minoritarios resignados a acumular fuerzas, o intentarán aventuras insurreccionales destinadas (casi con seguridad) a fracasar debido a la ausencia de condiciones propicias.
En sus famosas conferencias –que luego serían editadas, dando nacimiento al merecidamente afamado libro– Carr había manifestado su insatisfacción con lo que entendía eran las ideas de Marx y Trotsky sobre el papel de los accidentes, el azar y los individuos en la historia. Según Carr, Marx ofrece una apología del azar desde un triple punto de vista: puede acelerar o retrasar, mas no alterar, el curso histórico; un azar viene siempre contrarrestado por otro; y el azar se ilustra especialmente en los caracteres de los individuos. Esta concepción le parece inaceptable. Aunque renuente a exagerar el papel desempeñados por los accidentes, considerar que no hay “razón alguna para pensar que un acaecimiento accidental (…) venga automáticamente compensado por otro accidente de forma que quede restablecido el equilibrio del proceso histórico”. Piensa que los accidentes existen y resulta vano intentar suprimirlos, pero que ello no nos autoriza a colocarlos en el centro de la explicación histórica, porque justamente “en la medida en que fueron accidentales, no forman parte de una interpretación racional de la historia, ni de la jerarquía que de las causas significativas tiene compuesta el historiador”.[xv] Según Carr los historiadores discriminan entre causas racionales e irracionales. “Las primeras, por ser potencialmente aplicables a otros países, otros períodos y condiciones otras, conducen a generalizaciones y lecciones fructíferas que pueden deducirse de ellas: sirven el fin de ensanchar y profundizar nuestra comprensión. Las causas accidentales no pueden generalizarse; y como son exclusivas en la plena acepción de la palabra, ni nos enseñan lecciones ni nos llevan a conclusiones. (…) Es precisamente esta noción de una meta a alcanzar lo que da su clave a nuestro enfoque de la causación en la historia; y esto implica por fuerza juicios de valor”.[xvi]
En este punto los argumentos de Carr comienzan a deslizarse tenue pero claramente hacia una concepción subjetivista. Por momentos parece afirmar que es el historiador quien concede a los acontecimientos el carácter de «hechos históricos», más allá de la efectiva influencia que los mismos hayan tenido. Por ejemplo afirma:
Estos argumentos no satisfacen a Deutscher:
Además:
No tengo dudas de la justeza de estas recriminaciones. Pero no me parece adecuada la solución que Deutscher nos propone: excluir (sin excepción) a los accidentes del relato histórico, cuando menos como elementos explicativos.
En el primer libro de su trilogía sobre Trotsky, escrito antes de su vehemente rechazo de las opiniones de éste sobre la importancia de Lenin, y antes también de la reseña sobre el librito de Carr, podemos leer lo siguiente en relación al intento de Kerensky de retornar a Petrogrado con una fuerza armada:
Una impresión semejante nos deja el pasaje en el que Deutscher describe a la crucial batalla de Kazán, en la que las fuerzas Rojas, luego de retirarse de la ciudad, lograron reconquistarla mediante un contrataque que puso fin a una profunda ofensiva Blanca. Sobre la trascendencia estratégica de Kazán podemos citar al Propio Deutscher: Kazán era “la última ciudad importante sobre la margen oriental del Volga superior. Si los checos lograban cruzar el río en aquél punto, podían desbordarse sobre la llanura abierta hacia Moscú; y no habrían encontrado ningún obstáculo en el camino”. Dos días después de la caída de Kazán en manos de los Blancos, Trotsky se dirigió en su tren blindado al frente de batalla, y su enérgica presencia haría maravillas:
La valoración que realiza Deutscher de esta batalla no deja márgen para la duda:
La generalización contenida en este pasaje le otorga al mismo una fuerza adicional: Deutscher nos dice que al inicio de toda guerra civil el margen que separa al triunfo de la derrota es sumamente pequeño, y nos muestra las características de ciertas batallas en las que el papel del líder puede ser crucial.
Pero no es este el único texto en el que Deutscher manifiesta una concepción semejante. La importancia que concede a la actitud de Stalin en los primeros meses de la conflagración ruso-alemana durante la Segunda Guerra Mundial es igualmente representativa. Deutscher nos muestra la enorme voluntad de vencer de que hizo gala Stalin, y la “máscara de hierro” que ofreció al mundo en aquellos momentos críticos. Y sostiene que esa “máscara de hierro” tal vez fuera “su arma más poderosa”:
Le dio a su voluntad de vencer una apariencia heroica, casi sobrehumana. Rusia estaba repleta de elementos de debilidad. La más leve señal de abatimiento en el hombre en cuyas manos la nación, medio coaccionada y medio persuadida, había depositado completamente su destino, podía haber aumentado esos elementos de debilidad con resultados desastrosos.
A lo que agrega en tono generalizador:
Este texto contiene una explícita referencia a ciertas condiciones –un régimen totalitario– que pueden otorgar a un dirigente una influencia causal mucho mayor que la esperable en otras circunstancias.
Para concluir, en un tardío escrito sobre el maoísmo, escrito en 1964 (Deutscher moriría en 1967), volvería a presentarnos una situación en la que los accidentes y las decisiones subjetivas se hallan colocadas en un lugar prominente. En «El maoísmo: orígenes y perspectivas» sostiene que la estrategia de cercar las ciudades desde el campo, y la presunción de que la revolución ocurriría primero en China y luego en Europa, tan característica de Mao y los suyos, parece obtener una justificación indubitable si observamos los hechos en retrospectiva; pero la cosa cambia bastante si los miramos sobre el trasfondo de los años veintes y treintas:
Deutscher señala, además, que la situación del maoísmo hacia mediados de los treintas era extremadamente crítica:
¿Cuál sería ese conjunto de circunstancias “no susceptible de predicción”? Según Deutscher:
En resumen: la revolución en Europa Occidental pudo verse frenada por la actitud de los dirigentes comunistas y socialdemócratas; la vía china no estaba predeterminada por el alineamiento objetivo de las clases; el triunfo del maoísmo se debió en gran medida a una serie de circunstancias accidentales imposibles de prever.
¿A qué se debe esta ambigüedad? ¿Estamos ante el hecho, bastante corriente, de que las prédicas teóricas marchan por un lado mientras la investigación empírica se conduce por otro? Es posible. Pero una lectura atenta de los fragmentos de la obra de Deutscher en los que los accidentes y los individuos son presentados como factores de influencia decisiva puede ser de gran utilidad para comprender ponderadamente el lugar que los mismos ocupan en la explicación histórica, así como las condiciones (o algunas de ellas) en las que la personalidad puede ejercer su máxima influencia.
Para comprender con justeza el lugar de los accidentes y los individuos es imprescindible, más que pensar en una engañosa dicotomía entre el largo y el corto plazo, comprender claramente el concepto de «primacía explicativa». Toda discusión historiográfica es, en el fondo, una discusión sobre la prioridad de las causas. Toda teoría histórica, en consecuencia, se distingue por los candidatos que presenta para el título de “causa primaria”. Pero conceder la primacía a un elemento no significa que los elementos restantes carezcan de influencia; el elemento primario es simplemente aquél que, se presume, ejerce la influencia mayor. Es cosa conocida, por lo demás, que los historiadores (o los investigadores en general) orientan sus indagaciones según premisas teóricas (implícitas o explícitas) que les permiten discernir la disímil importancia de los datos que recogen. Las premisas teóricas, pues, orientan toda investigación, pero no la sustituyen. No se puede exigir a una teoría que nos proporcione explicaciones ciertas de sucesos que no han sido investigados. Lo más que puede solicitársele es que nos proporcione una guía eficaz y, a grandes rasgos, correcta. Una teoría puede contemplar las situaciones “normales”, los eventos probables, las regularidades más o menos establecidas: sería absurdo exigirle que de cuenta de lo anormal, de lo improbable o de lo accidental. Lo cual no significa, desde luego, que lo anormal, lo improbable o lo accidental no exista.
Las causas primarias son las generadoras de las tendencias sociales más poderosas. Estas tendencias pueden ser varias, e inclusive antagónicas entre sí. Y en los asuntos humanos es rara la existencia de tendencias capaces de operar de manera estrictamente causal, como factores externos que operan sobre un elemento provocando un efecto unívoco. En las cuestiones sociales habitualmente no rige el determinismo estrictamente causal: lo corriente son las determinaciones estadísticas, dialécticas o probabilísticas. De un conjunto de causas no se sigue un único efecto, sino un abanico más o menos grande (no infinito) de efectos más o menos probables. Pero cualquier teoría debe ser capaz de establecer una jerarquía de probabilidades (o cuando menos de grados de plausibilidad).
Cuando una tendencia es lo suficientemente poderosa, abrumadoramente probable, una explicación puede prescindir de los accidentes que parecen favorecerla. Pero cuando se impone una tendencia improbable o cuando triunfa una corriente que, en apariencia, no era claramente superior a su opositora, en tales casos es posible suponer la incidencia decisiva de algún elemento accidental. Puede ser, también, que la teoría explicativa posea fallas en su formulación, y que por ello deba recurrir permanentemente a accidentes imprevisibles para saldar sus insuficiencias explicativas. Pero en todo caso estamos autorizados a dudar de la corrección de una teoría que debe recurrir permanentemente a hipótesis ad hoc; y nada impide que la propia teoría especifique las causas contrarrestantes de las tendencias sociales que considera primarias o las circunstancias que podrían hacer que un hecho normalmente “menor” adquiera una importancia clave. Cualquier teoría bien formulada puede especificar en qué condiciones un accidente podría ser decisivo (por ejemplo cuando dos o más tendencias consideradas primarias chocan entre sí sin que exista entre ellas una asimetría tal que haga que la imposición de una sea prácticamente segura). Los accidentes no son propiamente irracionales, y el historiador debe dar cuenta de ellos. Pero un accidente sólo adquiere eficacia explicativa propia cuando las tendencias generales fundamentales no alcanzan para explicar apropiadamente un proceso determinado. Hasta entonces, los accidentes, las particularidades, los caracteres individuales sirven para ahondar en la descripción de los hechos, ayudan a responder a las preguntas de qué y cómo, mas no dan respuesta al por qué.
Es cierto que existe una antinomia entre aquellos escritos de Deutscher en los que se empecina en negar teóricamente cualquier influencia a los individuos o los accidentes, y aquellos estudios concretos en los que unos u otros asumen un lugar fundamental. Pero consciente o inconscientemente, cuando nos presenta circunstancias en las que los individuos o los accidentes aparecen desempeñando un papel clave y decisivo, Deutscher se cuida de indicar las condiciones que hicieron posible que lo que la teoría marxista considera secundario pase a un primer plano: En un estado totalitario el líder puede desempeñar un papel más importante que bajo otras circunstancias; en los comienzos de toda guerra civil el precario equilibrio entre las fuerza antagónicas oscila en una pequeña balanza cuyo peso puede ser desequilibrado por la ligera pluma de un dirigente o una pequeña facción; cuando se enfrentan dos ejércitos semejantemente numerosos y equipados la victoria puede ser decidida por un jefe; el desarrollo de una revolución no está determinada exclusivamente por la correlación interna de las clases sociales, sino que puede verse influido por los eventos –inciertos– de la política internacional.
Alguna vez Merleau-Ponty escribió: “Gobernar, como se dice, es prevenir, y la política no puede justificarse sobre lo imprevisto. Pero lo imprevisible existe. Esta es la tragedia”.[xxiv] Lo que vale para la política, desde luego, también vale para la historia y la teoría social: ninguna teoría puede fundarse sobre lo imprevisible, aunque exista. Pero el historiador posee la ventaja de mirar en retrospectiva. Lo que para los contemporáneos no es más que incertidumbre o posibilidad, para él es hecho cumplido, posibilidad convertida en realidad. Y puede apreciar –¡envidiable privilegio!– la influencia causal del azar, de lo imprevisible, de lo accidental, e incorporarlo a su explicación.
Pero a la vida se la vive en el presente, no en el pasado. Y aunque miremos hacia el pasado no podemos dejar de orientarnos hacia el porvenir: ese porvenir irreductiblemente incierto. Ninguna teoría puede darnos una certidumbre absoluta sobre el futuro. Lo cual no significa que sea descabellado intentar preverlo. Que el futuro nos sea desconocido no significa que todas las hipótesis respecto a él sean igual de realistas o plausibles. El conocimiento del pasado y la teoría social pueden, en consecuencia, ayudarnos a avisorar el futuro. ¡Pero cuidado! Aunque el porvenir se nos escape y nos trascienda en modo alguno nos es ajeno. El futuro es, en última instancia, el resultado de las acciones presentes orientadas en parte por experiencias pasadas. Y cuando nuestra mirada se dirige hacia el porvenir, cuando lo que nos alienta no es la historia sino la política, cuando nos hallamos, pues, en el terreno de la acción, entonces “toda voluntad vale como previsión y, recíprocamente, todo pronóstico es complicidad. […] puesto que no conocemos el porvenir, no nos queda otra cosa, después de haber calculado todo, que esforzarnos en el sentido que hemos elegido”.[xxv]
Ninguna teoría puede proporcionarnos más que esto.
[i] P. Anderson, «El legado de Isaac Deutscher», en su Campos de batalla, Barcelona, Anagrama, 1998, pág. 113-14.
[ii] L. Trotsky, historia de la revolución rusa, citado según Deutscher, Trotski: el profeta desterrado, México, era, 1988, pág. 226.
[iii] La carta a Preobrazhensky se encuentra en los archivos de Trotsky (The Archives), en la Houghton Library de la Universidad de Harvard. Citada por I. Deutscher, Trotsky: el profeta desterrado, pág. 226.
[iv] L. Trotsky, Diary in exile, citado por Deutscher, Trotsky: el profeta desterrado, pág. 226-27.
[v] I. Deutscher, Trotsky: el profeta desterrado, pág. 227. (El subrayado me pertenece, A. P.).
[vi] I. Deutscher, Trotsky: el profeta desterrado, pág. 230.
[vii] I. Deutscher, Trotsky: el profeta desterrado, pág. 231
[viii] I. Deutscher, Trotsky: el profeta desterrado, pág. 229.
[ix] I. Deutscher, Trotsky: el profeta desterrado, pág. 228. (El subrayado me pertenece, A. P.).
[x] L. Trotsky, La revolución traicionada, La Paz, crux, pág. 85-6.
[xi] L. Trotsky, Lenin, Barcelona, Ariel, 1972, pág. 145.
[xii] G. Novack, Para comprender la historia, México, Fontamara, 1989, pág. 80.
[xiii] G. Novack, Para comprender la historia, pág. 84. (El subrayado me pertenece, A. P.).
[xiv] L. Trotsky, Historia de la revolución rusa, Bs. As., Antídoto, 1997, Tomo III, pág. 324.
[xv] E. H. Carr, ¿Qué es la historia?, pág. 139.
[xvi] E. H. Carr, ¿Qué es la historia?, Bs. As., Sudamericana/Planeta, pág. 144.
[xvii] E. H. Carr, ¿Qué es la historia?, Bs. As., Sudamericana/Planeta, pág. 141-42. El subrayado me pertenece, A. P.
[xviii] I. Deutscher, Ironías de la historia, Península, Barcelona, pp. 227-28.
[xix] I. Deutscher, Trotsky, el profeta armado, México, Era, 1987, pág. 303.
[xx] I. Deutscher, Stalin. Biografía política, México, Era, 1988, pág. 426. (El subrayado me pertenece, A. P.).
[xxi] I. Deutscher, Ironías de la historia, pág. 119.
[xxii] I. Deutscher, Ironías de la historia, pág. 119-20.
[xxiii] I. Deutscher, Ironías de la historia, pág. 120.
[xxiv] M. Merleau-Ponty, Humanismo y terror, pág. 27.
[xxv] M. Merleau-Ponty, Humanismo y terror, pág. 29.
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