La reciente polémica por las estatuas derribadas durante las protestas antirracistas ha reflotado en todo el mundo la cuestión de la iconoclastia, que es como se conoce en la tradición cristiana la destrucción de las imágenes religiosas. O al menos el término ha sido convocado para atribuirle un significado sesgado y maniqueo. En medios de comunicación de distinto signo político se habla incluso de «furia iconoclasta» para asociar la caída de los monumentos a una pulsión salvaje, a un oscuro fondo primitivo que se rebela de manera irracional contra la historia misma.
Regresan así las viejas y nunca superadas dicotomías que han modelado, en parte, los proyectos nacionales americanos –civilización y barbarie, vencedores y derrotados– y se instala, de paso, un sobreentendido, incluso entre quienes se jactan de comprender las heridas de la colonización: atentar contra las estatuas es un síntoma de resentimiento, una incapacidad para tramitar psíquicamente un hecho consumado, una imposibilidad patológica para aceptar acontecimientos irreversibles. Pero la verdad es otra.
Vale la pena detenerse un instante a apreciar la cadena de asociaciones: la estatua, el patrimonio, el Estado (entendido como asunto de unos pocos), la propiedad, las ansias de progreso económico, el deseo de no ser más un «pielrroja». Y por fuera de la cadena, en evidente contraposición, una fuerza oscura, irracional, «islámica» y corrosiva representada, en este caso, por los indígenas.
Pero vayamos a la parte racial de esta cadena asociativa. Precisamente, uno de los argumentos más repetidos en los últimos días por parte de políticos, periodistas y opinadores profesionales que condenaron el performance misak es que la estatua de este conquistador representa los valores de una población predominantemente «mestiza». Casi nadie se ha atrevido a utilizar la palabra «blanco» para describir en público a esas mayorías. Sin embargo, es evidente que el uso y abuso de la palabra «mestizo» tiene aquí un carácter marcadamente ideológico.
«Mestizo» en este caso no significa mezcla, multiplicidad de herencias, reconocimiento de una complejidad histórica, sino que alude a la peculiar condición de una nación que, pese a estar obligada a reconocer con vergüenza un oscuro origen indígena o negro, avanza con paso firme hacia el prometido horizonte del blanqueamiento. Mestizo es, según esta escurridiza denominación, un aspirante a blanco. Y más allá de lo que pueda parecer, estas cuestiones atraviesan el espectro ideológico y no son exclusivas del conservadurismo rancio. Vale decir: en un mundo donde el supremacismo se disfraza de muchos colores, las ansiedades raciales nos asedian a todos; más aún en nuestros países, donde el trauma de la blanquitud, como los tamales, va envuelto en hojas de plátano.
Otro factor determinante de este proyecto político fue un batiburrillo de ideas acerca de la raza y la nación, donde se mezclaban los viejos complejos antisemitas de España, el grotesco legado de los cuadros de castas y las modas eugenésicas de la época. Digamos que el pecado no era tanto ser indio o negro sino negarse a dejar de serlo. El pecado era resistirse a la imparable «evolución» racial. De ahí que el mestizaje adquiriera paulatinamente su significado actual y acabara ligado a la posibilidad de acceder a unos derechos conexos a la obtención de la ciudadanía en la república. Todavía hoy, en los reproches contra los misak que derribaron la estatua del conquistador, resuena la idea de que los indígenas no son ciudadanos. Son, meramente, «indios», en contraposición a un «nosotros» abstracto que asocia los conceptos de nación y mestizaje blancoide.
El otro ingrediente importante de este complejísimo embutido ideológico es un fenómeno colombiano cuyas implicaciones raciales no se han analizado con suficiente rigor. Me refiero a las ideas románticas alrededor de lo que se conoce como la Colonización Paisa, una mitología del progreso popular protagonizado por un sector subalterno que dio inicio desde mediados del siglo XIX a un proceso de migración interna, sobre todo hacia el sur del país, ocupando tierras y consolidando lentamente una pequeña burguesía campesina «blanca». El auge de la economía cafetera, que fue el principal mecanismo de inserción de Colombia en las economías globales a la vuelta de aquel siglo, vio en estos colonos paisas al sujeto ideal para crear el concepto de una arcadia rural cuyas formas de vida se basaban en la moral católica y un individualismo económico liberal sui generis. En las ciudades y pueblos de la región que hoy se conoce como el Eje Cafetero abundan las plazas que celebran aquel proceso migratorio como una «gesta», equivalente local de la Conquista del Oeste, y en algunos lugares incluso se homenajea a la «raza» que la hizo posible (en Medellín hay una imponente escultura de Rodrigo Arenas llamada justamente Monumento a la Raza Antioqueña).
Sería imposible resumir aquí cuán influyentes han sido los valores ligados a esa mitología de la Colonización Paisa, en particular para las clases populares de un país históricamente dividido en castas, sin acceso a la tierra, sin oportunidades para los más desfavorecidos. Esa «gesta de la raza» se convertiría, poco a poco –y no solo para los antioqueños sino para los subalternos de todas las regiones–, en un ejemplo de ascenso e igualación social a través del dinero. Décadas más tarde, este será el sustrato social y cultural que explicará el repentino auge de la economía del narcotráfico.
Podemos decir, resumiendo mucho, que la historia de los últimos cien años del país ha consistido en las complejas relaciones, pactos, encuentros y disputas entre el proyecto oligárquico de nación iniciado por La Regeneración y el modelo paisa de progreso económico individualista, que de manera vertiginosa y con el viento a favor de los mercados globales ha acabado por imponerse a su contraparte, aunque sin destruirla del todo.
Así, no es de extrañar que, tras el derribo reciente de la estatua de Belalcázar por parte de los indígenas misak, muchos de los mensajes más abiertamente racistas provengan, no ya de los defensores aristocráticos del viejo estado oligárquico o de los grandes propietarios de tierras caucanos, sino de una clase media muy vulnerable a los vaivenes de la economía (pequeños finqueros, profesionales de bajos ingresos, comerciantes, dueños de negocios siempre al borde de la quiebra, empleados del sector de los servicios). Sé de lo que hablo porque es la clase social a la que pertenece mi familia: los subalternos en ascenso, los bastardos, los que no tienen apellido ni tierras, los quiero-y-no-puedo.
La identificación de esta clase –mi clase– con el Conquistador profanado se explica por el hecho de que muchos de estos ciudadanos de extracción popular han decidido formar parte de la «gesta de la raza». Se ven a sí mismos, a pesar de su estrato social y sus múltiples herencias populares, como una mayoría poblacional continuadora de un proceso de colonización de raíz hispánica. Tampoco resulta raro que por esos mismos días un grupo de ciudadanos autodenominado Resistencia Civil «Sebastián de Belalcázar» hubiera emitido un comunicado de amenaza contra los indígenas, en sintonía con los ya habituales mensajes firmados por grupos paramilitares como Las Águilas Negras. Al fin y al cabo, estos sectores sociales subalternos y de las clases medias han simpatizado, abiertamente o no, con el sistema de despojo contra comunidades indígenas, negras y campesinas obrado por el modelo económico extractivo y el narcotráfico, que siempre se han valido de ejércitos privados para funcionar en los territorios.
Digamos que para estos grupos del supremacismo de piel oscura, los indígenas, los negros o el campesinado insurgente representan un impedimento al proyecto de colonización capitalista y deben ser eliminados o al menos sustraídos de la escena, a lo sumo reducidos a una expresión folklórica, un adorno.
Y quizá conviene aclarar que este velocísimo recorrido no es la ilustración de una simple particularidad colombiana. Esto nos afecta a todos en el continente. De hecho, me atrevería a decir que hay una larga historia de blanqueamiento, de construcción de identidades blancas, blancoides o «mestizas», detrás de cada uno de los fascismos que padecemos hoy en América Latina: desde el bochornoso supremacismo alentado por la ultraderecha cristiana de Bolivia hasta las trágicas payasadas de Bolsonaro, pasando por el enconado conflicto entre el significante Haití y el hispanismo racista de la República Dominicana, por mencionar solo algunos ejemplos.
¿Y no es esa misma construcción de mestizaje-como-blanqueamiento lo que nos ayuda a comprender un fenómeno aparentemente irracional como el de los latinxs que apoyan la candidatura de Trump? ¿No es ahí donde hay que escarbar para comprender el nudo ciego identitario en que se han metido las comunidades «hispanas» en Estados Unidos? ¿No es ahí donde hay que escarbar para analizar las difíciles relaciones entre una Buenos Aires que da por sentada su blanquitud, sin problematizar en ningún momento cómo se ha construido esa mitología racial, y ese otro interior oscuro, paradójicamente limítrofe, de la nación argentina? La jugada maestra del supremacismo global no ha sido tanto mantener a las razas separadas sino fabricar sujetos racializados que se identifican como blancos o en proceso de blanqueamiento: los rednecks morenos de hoy; los italianos o los irlandeses de ayer en Estados Unidos –que hasta hace un siglo no eran considerados blancos en ese país–.
El episodio reciente de la estatua del conquistador derribado forma parte de una larga historia de las imágenes en litigio dentro de nuestras repúblicas. No es un simple acto de iconoclastia, de destrucción sin más. De hecho, la estatua no ha sido destruida: solo se ha transformado en un objeto cuyo significado se encuentra ahora bajo cuestión, en vías de negociación. Con su performance, los misak no solo nos dicen que la estatua no representa para ellos ninguna hazaña, ni es motivo de conmemoración de una gesta, sino que a la vez nos obligan a preguntarnos a los demás, a los que no nos identificamos como indígenas, qué significa en realidad esa estatua para nosotros. Eso, por no hablar del hecho de que la estatua se encontraba en la cúspide de una antigua pirámide con usos ceremoniales construida hace unos ochocientos años por el pueblo pubenense. ¿Qué vale más para nosotros, los no-indígenas: una estatua del conquistador fundida en los años 40 o el patrimonio arqueológico todavía inexplorado que el monumento mismo impedía exhumar?
Insisto en el carácter contencioso de todas las imágenes, pero sobre todo de las imágenes públicas de unos países que hace dos siglos, con sus más y sus menos, se metieron en este experimento loco y hermoso llamado democracia. Dentro de nuestros proyectos nacionales hay capítulos enteros de creatividad popular, plebeya, negra, indígena, marica, donde se alcanza a ver con absoluta claridad que no estamos condenados a los relatos de la oligarquía, mucho menos a los relatos del esencialismo decolonial que hoy llenan el debate público de confusión y pamplinas.
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