Algo parece estar cambiando en el clima cultural cuando Martin Wolf, escritor del Financial Times y probablemente la voz más prestigiosa del periodismo económico mainstream anglosajón, afirma con preocupación: «Hoy, como a principios del siglo XX, asistimos a enormes cambios en el poder mundial, a crisis económicas y a la erosión de democracias frágiles. (…) El capitalismo de mercado (…) ha perdido su capacidad de generar aumentos de prosperidad ampliamente compartidos». Y, contradiciendo su pasado de liberal acérrimo, concluye diciendo que «el Estado del bienestar» es «esencial» y que «tiene sentido tanto desde el punto de vista económico como social». Poco tiempo antes, también en el Financial Times, el mismísimo Francis Fukuyama escribió:
En estas publicaciones, en las que, como dijo alguna vez el periodista David Singer a propósito de The Economist, «uno escucha a la clase dominante hablar consigo misma en términos bastante claros y sencillos», los signos de alarma se multiplican. Se extiende una inquietud por el estado del mundo, la impresión de haber ido demasiado lejos con las políticas promercado y una sensación todavía imprecisa de que hay que cambiar la dirección de las cosas.
Varias cuestiones parecen estar en el trasfondo de estas preocupaciones: el crecimiento débil que siguió a la crisis de 2008 (Michael Roberts denominó al periodo en curso la Gran Recesión), los estallidos sociales que se han vuelto paisajes recurrentes tanto en el centro como en la periferia, la «revuelta populista» que afecta globalmente a los sistemas políticos y el retroceso económico de Occidente en el enfrentamiento de largo plazo con China. Son demasiados los desequilibrios simultáneos y las crisis que se solapan como para no tomarnos en serio los cambios en curso.
Esto es lo que Marx habría querido decir en su análisis de la acumulación primitiva cuando afirmó que la dominación capitalista puede preservar «la violencia directa, extraeconómica» para momentos críticos, y que «para el curso usual de las cosas es posible confiar el obrero a las “leyes naturales de la producción”». En las situaciones ordinarias, «la compulsión muda de las relaciones económicas» es suficiente para imponer la dominación sobre la clase trabajadora. Anteriormente, en los Grundrisse Marx había adelantado este análisis con una fórmula genial: «los individuos son ahora dominados por abstracciones, mientras que antes dependían unos de otros».
Por supuesto, Mau se refiere al poder económico del capital en general, con independencia de sus formas históricas específicas. Pero, ¿aporta algo este análisis al examen del periodo neoliberal (y de su crisis)? Se podría definir al neoliberalismo como la extensión masiva de la competencia mercantil para que se imponga con toda su fuerza sobre las clases sociales, en un proceso de individualización y atomización que funcionó simultáneamente como medio de disciplina política y de relanzamiento de la acumulación capitalista. La «despolitización» de la economía fue ella misma un medio de dominación política. La «compulsión muda de las relaciones económicas» pudo desencadenar toda su fuerza al liberarse de antiguas restricciones. Pero, como empiezan a percibir cada vez con más claridad los intelectuales burgueses, hoy el mercado ya no es suficientemente fuerte como para asegurar la dominación de esta forma.
Por lo tanto, el capitalismo se «repolitiza». Luego de la crisis de 2008, la estabilidad del sistema se asentó en sucesivas rondas de inyecciones masivas de crédito barato provenientes de los principales bancos centrales. Hoy vemos por todos lados que el «corsé monetario» ya no rige como antes en la economía global. Mientras tanto, aumentan los rasgos autoritarios de los Estados, en una tendencia que incluye —pero excede— el auge de la extrema derecha. La economía internacional ya no se parece al neoliberalismo que con tanto esmero Margaret Thatcher y Ronald Reagan codificaron hace cuarenta años: restricción monetaria y fiscal, liberalización de las regulaciones estatales, reducción de la deuda pública, privatización de empresas estatales. Hacia donde miremos (Estados Unidos, Rusia, China, América Latina y, en menor medida, la Unión Europea) el «chaleco de fuerza monetario» empieza a perder sus costuras. Se trata de un verdadero movimiento tectónico solo comparable a las grandes crisis del capitalismo.
En su madurez, Marx afirmó que su intención era «identificar la ley económica que gobierna la sociedad burguesa». Polémicas interminables recorrieron el último siglo en torno a si el marxismo es una forma de determinismo económico que reduce lo político y lo cultural a la estructura económica y, al mismo tiempo, asigna a las tendencias de la economía el estatus de «leyes naturales». Una versión radical del economicismo es la que presenta al marxismo como una forma de monismo económico por el cual el capital se concibe como un sujeto automático que subordina todo lo «exterior» (la clase trabajadora, la cultural, la política) a un mero epifenómeno del movimiento del valor que se autoexpande. El capital sería, así, el verdadero «sujeto absoluto» hegeliano.
Este tipo de monismo económico, una tendencia relevante en la teoría marxista contemporánea, entra necesariamente en una pendiente resbaladiza hacia afirmaciones extravagantes: ¿la clase trabajadora, sus luchas, sus valores, son entonces un mero atributo del capital? ¿También lo sería la historia social, que obviamente no empezó con el capitalismo? ¿Y la naturaleza (humana o no humana)? Si uno de sus contemporáneos le espetó a Hegel que, de ser correcta, su filosofía debía ser capaz de deducir la pluma con la que escribía, este marxismo monista debería ser capaz de reducir el conjunto de la vida social y cultural a la «lógica del capital» y, por ende, degradar a todas las ciencias humanas (la teoría de la subjetividad, del lenguaje, de la cultura, etcétera) a derivaciones de la «teoría del capital».
En la esquina opuesta, durante las últimas décadas la crítica al determinismo histórico y al economicismo dio lugar al enfoque contrario: la reivindicación fetichista de la contingencia, los análisis fragmentarios y el pluralismo que caracterizan al discurso posmoderno en sus diferentes versiones (con el posmarxismo como una de sus ramificaciones eminentes). Liberados de la necesidad histórica decimonónica, la contingencia lo invade todo. Ya no podría hablarse de causalidad, determinación o totalidad en ningún sentido. Y, de esta forma, como tempranamente criticó Fredric Jameson, el posmodernismo se inhabilita para criticar al capitalismo, al resistirse a hablar de la totalidad social en la que funciona como sistema.
Si, para utilizar la fórmula de Pannekoek, el monismo económico conduce a un «radicalismo pasivo», por el cual basta esperar a que el capitalismo caiga como fruta madura, sin necesidad de comprometerse en operaciones políticas riesgosas, el contingencialismo posmarxista, que niega las tendencias estructurales del capitalismo, conduce a formas de politicismo reformista, es decir, a la ilusión de que el Estado puede regular a su antojo al capital. Este debate tiene, entonces, una importancia política y estratégica.
Hoy vivimos una renovación significativa de la investigación marxista. Entre otras cosas, aparecen formulaciones superadoras de las unilateralidades derivadas de esta dicotomía entre monismo y pluralismo. En sus últimos textos, por ejemplo, Nancy Fraser ofrece una teoría del capitalismo como un «orden social institucionalizado» que excede la mera «lógica del capital». El capitalismo es algo más que el capital desenvolviéndose de manera automática. Es un orden social que articula la acumulación capitalista con fenómenos exteriores, portadores de «ontologías específicas» y de sus propios «ideales normativos». Estos son, en el esquema de Fraser, la política (es decir, la existencia de un poder público separado), la naturaleza (humana y no humana) y la reproducción social (la actividad no remunerada de cuidado, los servicios públicos, la salud, la educación). Estos ámbitos son realmente heterogéneos respecto del capital, pero a la vez traban con la acumulación capitalista una articulación funcional que estabiliza y domina toda una época.
Más allá de la fuerza del enfoque de Fraser, una observación parece especialmente pertinente: para ella, lo que rompe el monismo es que la acumulación capitalista debe interactuar con realidades exteriores que le son heterogéneas. Ahora bien, en esta concepción de la interacción de la economía capitalista con «externalidades», de fuerte inspiración polanyiana, ¿no se corre el riesgo paradójico de dejar demasiado intacta la concepción de la economía propia de los economicistas?
Cuando Marx descubre el sucio secreto de que el capitalismo no está basado en el intercambio entre iguales sino en la apropiación del trabajo ajeno, es decir, en la explotación, ¿no está descubriendo, en último término, que en el núcleo de la acumulación capitalista hay algo diferente de la «economía», es decir, la lucha de clases y todo lo que ella conlleva (política, ideología, derecho, etcétera)? Un enfoque como el de Fraser puede correr el riesgo de mantener una distinción demasiado convencional entre «factores endógenos» y «exógenos», entre economía y política. Cuando lo que muestra la crítica marxista es que la externalidad está adentro: que debajo de toda ley económica —y las leyes existen en cierto modo, no son una mera ilusión— hay un campo inestable de lucha entre fuerzas sociales vivas.
Otro elemento que parece estar definitivamente de vuelta es el relacionado con los conflictos geopolíticos en gran escala, comenzando por la guerra entre Ucrania y Rusia que, en perspectiva, esconde una disputa por la hegemonía mundial entre Estados Unidos y China. Aquí vale la misma pregunta: ¿es este un desafío parcial y aparente al imperialismo estadounidense, como el que representó Japón en los ochenta, o un cambio de hegemonía global, como el que se desarrolló —según la periodización clásica de Arrighi— desde las primeras ciudades-estado del norte de Italia al poderío naval y colonial holandés o entre el imperio británico que dominó desde el siglo XVIII a la hegemonía estadounidense consolidada entre la primera y la segunda guerra mundial?
El capitalismo pasa por etapas discretas que, en perspectiva, pueden ser identificadas por el observador con cierta facilidad. Es fácil obtener consenso en cuanto a la idea de que hacia fines del siglo XIX y principios de siglo XX concluyó una fase del capitalismo de libre competencia y pequeña empresa y comenzó otra, de mayor monopolización y centralización de capital («etapa imperialista», dirán Lenin, Hilferding y Bujarin). La crisis de 1914, y sobre todo el crack de 1929, dio inicio a un periodo de crisis que duró varias décadas y que luego desembocó en el capitalismo regulado de posguerra. La crisis de 1970 y la restauración capitalista en el Este concluyeron en el neoliberalismo global. Varias señales indican que hoy asistimos a un nuevo periodo de transformaciones globales y estructurales.
En medio de estas transformaciones, grandes convulsiones (guerras, crisis económicas, revoluciones) trastornan la sociedad. En el pasado, los periodos de cambio coincidieron con oportunidades para los sectores populares e incluso con triunfos revolucionarios. El fin del capitalismo de libre competencia del siglo XIX coincidió con las dos revoluciones rusas (1905 y 1917) y con el ciclo revolucionario europeo (1917-1923). El periodo de crisis abierto con el crack de 1929 condujo al momento más tormentoso de la historia moderna: el fascismo, el Holocausto, la Segunda Guerra Mundial, pero también a las revoluciones de posguerra: Yugoslavia, China, Vietnam, así como las «revoluciones congeladas» de Italia, Grecia y Francia. La crisis del capitalismo keynesiano desembocó en el «68 global»: Francia, Italia, América Latina, Vietnam, Checoslovaquia, Estados Unidos, etcétera. Hoy asistimos a grandes movilizaciones de masas e incluso a explosiones sociales en una dimensión y amplitud internacional que no conocíamos desde los años 1970.
Es de sobra conocido el rechazo de Marx al utopismo, al que describía despectivamente como la tendencia a proponer «recetas para las cocinas del futuro». Tenía su punto contra las formas utópicas del socialismo, que se complacían con imaginar la sociedad futura en un terreno meramente especulativo en lugar de analizar y basarse en las fuerzas y tendencias sociales reales. Sin embargo, su crítica fue interpretada de manera demasiado literal, y los socialistas prescindimos durante demasiado tiempo de la tarea de concebir «modelos» políticamente deseables y socialmente viables de sociedad futura. Para ser eficaz, la crítica al capitalismo debe ir acompañada de una propuesta creíble de nueva sociedad. Hoy, más que señalar la miseria de este mundo, cada vez más evidente, resulta fundamental abocarnos a forjar la credibilidad de una alternativa.
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