Ubicar el proceso constituyente chileno en una perspectiva internacional es esencial para comprender su importancia. Nos ayuda a entenderlo no tanto como un proceso anómalo o aislado sino como elemento integrante de las trayectorias de cambio social y jurídico iniciadas en otras democracias liberales. También nos permite visualizar el potencial de la nueva Constitución para situar a Chile como un referente emergente en el Sur Global.
Aunque desde una tradición política distinta, el Estado de Bienestar europeo ha sido un ejemplo de estas transformaciones durante varias décadas. Más recientemente, la institucionalización del «Green New Deal» y los debates sobre decrecimiento económico asociado a la desigualdad socioeconómica y la sustentabilidad en varias economías capitalistas —incluyendo la Comunidad Europea— han generado críticas contundentes al modelo neoliberal. Aunque en Estados Unidos estos cambios han sido más restringidos, resulta sintomática la afirmación resiente de Biden acerca del fracaso de las políticas «de derrame» [trickle-down]. Los análisis económicos han registrado estos debates y sus conclusiones han sido claras: la internacionalización de políticas económicas neoliberales desde los años setenta ha incrementado los niveles de desigualdad en las economías «desarrolladas» (incluyendo aquellas que forman parte de la OCDE).
Las críticas a las políticas económicas neoliberales también han emergido desde otras latitudes, «menos desarrolladas». Pero estas han sido sistemáticamente marginadas y, en muchos casos, reprimidas con violencia por las élites tradicionales, que ven en cualquier intento de reforma un atentado contra el sistema del que se benefician hace décadas. En todos estos casos, las reformas han sido respuestas directas al aumento de la desigualad y la conflictividad social que esta conlleva. Las críticas al modelo económico que los movimientos sociales y el proceso constituyente chileno representan, de esta manera, deben ser vistos como parte de un proceso de reforma internacional más amplio, basado en la evidencia contundente del fracaso del neoliberalismo económico como política económica de Estado. Resulta sintomático que estas reformas están ocurriendo (en algunos casos desde hace tiempo) en democracias «tan capitalistas» como las de Europa y Estados Unidos.
Chile tiene una enorme oportunidad de emerger como un modelo para otras naciones, especialmente en América Latina y en el Sur Global. Y es precisamente por el lugar histórico de Chile como «laboratorio neoliberal» que aquellos sectores más beneficiados por el sistema económico imperante reaccionan ahora con respuestas conservadoras cada vez más radicales. Los llamados a proteger a toda costa el sistema económico implementado en los setenta (ver, por ejemplo, este artículo publicado recientemente en The Economist) y las narrativas anticomunistas desplegadas por las élites económicas chilenas para deslegitimar el proceso parecen más reflejos nostálgicos de las promesas que encerraba el neoliberalismo en su auge de los ochenta que propuestas ajustadas a los desafíos internacionales actuales.
Mientras los medios de comunicación mainstream reproducen habitualmente la idea de que Chile —al igual que el resto de América Latina— representa un caso de democracia fallida (y lo hacen sin mayor necesidad de aclaraciones, casi como si fuese una cuestión de sentido común), la realidad de los últimos años pinta una escena diametralmente opuesta. Lejos de haber «fallado», en Chile los movimientos sociales han tomado la democracia en sus manos, demostrando que cuando existe participación e involucramiento ciudadano las democracias pueden ser sumamente resilientes y generar cambios sustanciales en beneficio de las mayorías.
En ese sentido, el caso chileno es un ejemplo claro de cómo los sistemas de democracia participativa pueden ser ampliados efectivamente mediante la participación de los movimientos sociales. En un contexto global definido por un incremento en las protestas a raíz de las desigualdades ambientales, raciales y económicas, el amplio ejercicio democrático que representa el proceso constituyente chileno genera un referente ineludible para las fuerzas democráticas de todo el mundo. La capacidad de las instituciones y el sistema político en su conjunto para canalizar los conflictos y desarrollar cambios que atiendan al pluralismo de la ciudadanía son elementos claves para alcanzar una estabilidad a largo plazo, y la experiencia reciente en Chile demuestra que aquello se logra de la mano de las organizaciones populares.
Las reformas legales y constitucionales para otorgar derechos o personalidad jurídica a los ecosistemas y proteger la vida de animales y plantas han sido parte de varios procesos sociales y jurídicos internacionales durante los últimos veinte años en países como Ecuador, Bolivia, Australia, Canadá o Estados Unidos. Como muestra ahora también el caso chileno, los derechos de la naturaleza están íntimamente ligados al reconocimiento no solo del valor de la biodiversidad y la vida, sino también al valor de la diversidad epistémica (la pluralidad de saberes y voces que hacen al manejo de los recursos naturales). En todos los casos, los derechos de la naturaleza han sido reconocidos producto del trabajo, lucha y organización política de las comunidades locales. De esta manera, los derechos a la naturaleza reconocidos hoy en el borrador de la nueva Constitución chilena se insertan en un proceso internacional de cambio social y cultural en curso desde los años noventa.
Para Canadá y Australia, así como para Bolivia, Ecuador y ahora Chile, reconfigurar la relación con el medioambiente y redistribuir el poder para la toma de decisiones sobre cómo administrarlo aparecen como respuestas directas a la enorme crisis ecológica que recorre el planeta entero. Pero, además, estos cambios jurídicos se presentan como una herramienta esencial para la democratización del conocimiento y la integración de problemas esenciales de la crisis planetaria como lo son el desarrollo económico, la soberanía alimentaria y la sustentabilidad. Claro que la sola introducción en la Constitución de derechos de la naturaleza no modifica mentalidades ni altera automáticamente las actividades productivas. Pero sí constituye un primer paso —ineludible— para avanzar en prácticas que las institucionalicen y, a la larga, logren transformarlas.
Quienes defienden la tradición autoritaria ahora están asustados por la apertura que el proceso constituyente permitió. Aquellas voces llaman desesperadamente al «Rechazo» y se empeñan por presentar el proceso como una anomalía, ocultando y negando que muchos de los cambios que propone el nuevo texto constitucional se enmarcan en un proceso de reflexiones más amplio, que excede los límites de la política nacional e incluso regional. Estos actores temen que el pueblo se apropie de lo que es suyo; temen que se construya un sistema que, al ser más justo, los despoje de sus superbeneficios. Por eso rechazan cualquier iniciativa que provenga de las grandes mayorías e involucre un proceso de deliberación realmente democrático, como ha sido el caso aquí. Pero con su resistencia lo único que demuestran es su profunda falta de visión acerca de los cambios necesarios para que Chile —y el mundo entero— afronte los desafíos de la época.
La reacción radicalmente conservadora, aislacionista y escindida de la realidad social por parte de las élites económicas y políticas ya ha demostrado en países como Estados Unidos y Brasil ser un arma peligrosa. Dar espacio a las ansiedades de una minoría con poder apegada a una realidad económica y social que ya no existe no solo atenta contra los principios democráticos de representatividad y legitimidad, sino que también reproduce las mismas estructuras que condujeron a estos niveles de desigualdad y conflictividad social en un primer momento. Es hora de dar vuelta la página.
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