Sin embargo, como sucedió con tantas personas en todo el mundo, las últimas tres décadas de lo que Piketty denomina «hipercapitalismo» lo llevaron a cuestionar las verdades heredadas sobre el sistema económico dominante. Y aunque el autor todavía rehuía defender el socialismo cuando publicó El capital en el siglo XXI, su obra magna sobre la desigualdad y éxito de ventas en 2013, ahora acoge la palabra argumentando que, más allá de la carga que imponen sus connotaciones estalinistas, «sigue siendo el término más apropiado para describir la idea de un sistema económico alternativo al capitalismo».
Pero la cuestión está lejos de agotarse en una disputa terminológica. Como explica Piketty, su reconciliación con el socialismo refleja su nueva convicción de que «uno no puede estar “en contra” del capitalismo o del neoliberalismo: uno debe estar también y sobre todo “a favor” de otra cosa, y eso implica precisamente designar el sistema económico ideal que uno desea establecer». Alimentada por una desigualdad brutal y por la sombría catástrofe climática, la furia contra el capitalismo está bastante extendida. Por eso, según Piketty, ahora necesitamos más que nada persuadir a todo el mundo en función de una «alternativa explicada con claridad».
Desde su punto de vista, esta transición está en marcha: «Si asumimos una perspectiva de largo plazo, la larga marcha hacia la igualdad y hacia el socialismo participativo empezó hace bastante tiempo». Aunque el progreso se detuvo en la época neoliberal, Piketty destaca que la gran historia de los países capitalistas desde el siglo diecinueve es la historia de la «reducción aguda» de las desigualdades y del crecimiento imponente del Estado de bienestar.
En Europa Occidental —foco geográfico del libro— el gasto público total de comienzos del siglo veinte representaba apenas un 10% de los ingresos nacionales. Hoy oscila entre el 40 y el 50%, y está dedicado sobre todo a financiar servicios como la educación, la salud y las jubilaciones. De acuerdo con Piketty, este progreso es el resultado de la presión popular codificada en las políticas gubernamentales, es decir, no se trató de una maniobra de la clase dominante para impedir el cambio radical, ni es la consecuencia inevitable del desarrollo capitalista librado a sus propias fuerzas.
Aunque Piketty argumenta que promover la expansión de los servicios públicos —que debería incluir, sobre todo, medidas para hacer que la educación superior sea accesible para todos— es esencial para avanzar hacia el socialismo, su perspectiva no se reduce a reconstruir Estados de bienestar robustos. Si queremos una igualdad real, debemos repensar «todo el espectro de relaciones de poder y dominación». En el núcleo de su concepción sobre la transición al socialismo está la redistribución de la riqueza combinada con la extensión del poder de influencia de los empleados en las empresas privadas.
Una de las propuestas más innovadoras de ¡Viva el socialismo! es incrementar considerablemente los impuestos progresivos para garantizar que todos tengan un «mínimo de herencia» de aproximadamente 180 000 dólares cuando cumplan los veinticinco años. A través de esta política, Piketty prevé la construcción de una sociedad en la que «todos poseerán unos cuantos cientos de miles de euros, algunos tal vez poseerán unos cuantos millones, pero las grandes fortunas […] solo serán temporarias y serán rápidamente aplanadas por el sistema impositivo hasta alcanzar niveles más racionales y más útiles en términos sociales».
Garantizar que todos tengan un colchón financiero generoso traería muchos beneficios, entre los que cabe destacar que liberaría a los trabajadores de las presiones que ejerce la necesidad material y que los lleva a aceptar malas condiciones de trabajo, bajos salarios y despotismo fabril. En síntesis, una redistribución general de la riqueza que opere de arriba abajo ayudaría a «redefinir el conjunto de relaciones de poder y de dominación social».
Con el fin de profundizar este desplazamiento de poder, Piketty también propone que todos los países adopten un sistema de cogestión en el que representantes elegidos por los trabajadores ocupen la mitad de las mesas directivas de todas las grandes empresas. Esta política, destaca, existe en algunos países como Suecia y Alemania, y produjo una «transformación considerable de la lógica accionaria clásica».
Sin embargo, Piketty también advierte contra la idealización de las formas en que este sistema de cogestión fue implementado en el pasado, argumentando que es posible diseñar formas más ambiciosas. El autor concluye su argumentación a favor del socialismo destacando que todas sus propuestas tienen un carácter provisional: las políticas específicas que elabora «apuntan a abrir el debate, nunca a cerrarlo» porque el «socialismo participativo que defiendo no vendrá de arriba».
Sin duda, el discurso de un avance hacia el socialismo relativamente gradual y que está en marcha hace bastante tiempo hará que muchos radicales, formados en la escuela de la ruptura revolucionaria en el Estado y en la economía, levanten las cejas con escepticismo. Sin embargo, no debemos subestimar esta perspectiva gradualista.
La verdad es que no tenemos ninguna manera de predecir con precisión la forma que adoptará la transición al socialismo en una democracia capitalista avanzada. Es probable que la insistencia de Piketty en el hecho de que las reformas radicales que propone deberán conquistarse a través de la lucha contra el poder empresarial —y no adecuándose a sus mandatos— baste como horizonte estratégico en el futuro próximo. Aunque cabe esperar que una ruptura revolucionaria más rápida y menos pacífica llegue a estar en agenda cuando se haga sentir la reacción minoritaria de los patrones, la verdad es que la proyección de una revolución inmediata como única vía posible no responde a la necesidad ni implica un beneficio político.
Algunos radicales también desconfiarán de la insistencia de Piketty en que la transición al socialismo está en marcha según los datos del crecimiento del Estado de bienestar y de la disminución correlativa de la desigualdad económica. Pero el autor también tiene un punto en este caso: las reformas conquistadas por los socialistas, por los trabajadores organizados y por los movimientos sociales durante el siglo pasado efectivamente tuvieron consecuencias sobre las relaciones mercantiles.
A pesar de los estragos del neoliberalismo, el Estado de bienestar sigue existiendo incluso en lugares como Estados Unidos y el Reino Unido, y las luchas presentes y futuras por la desmercantilización se desarrollan sobre una base social mucho más elevada que la de, por ejemplo, los años 1930. En ese sentido, la crítica más pertinente contra la socialdemocracia —y Piketty está de acuerdo— no es que hayan sido gradualistas, sino que en última instancia mostraron ser incapaces de ser gradualistas efectivos. En vez de transmitir cada vez más poder y control a manos de los trabajadores, los partidos socialdemócratas, a partir de los años 1980, abandonaron en gran medida este proyecto frente a la crisis económica, la globalización y la resistencia patronal.
Tampoco tiene sentido criticar a Piketty por omitir el llamado a nacionalizar las instituciones económicas más importantes. Existen buenos argumentos para sostener que los mercados de bienes privados son perfectamente compatibles —y tal vez hasta sean necesarios— con una sociedad socialista próspera, en la que se supone que el Estado socavó radicalmente el poder y la riqueza de los capitalistas, que la democracia económica en los lugares de trabajos es un hecho y que las políticas de bienestar garantizan que todo el mundo acceda a los servicios necesarios. Dicho todo esto, la defensa que Piketty hace del socialismo podría haber sido más convincente si se hubiera comprometido con las propuestas de democratizar completamente las empresas, como anticipaba el célebre plan Meidner de Suecia.
Tal vez Piketty, priorizando su experticia en el relevamiento de datos que permite identificar tendencias históricas y soluciones políticas, siente que es mejor dejar que otros doten de espesor a las líneas estratégicas necesarias para conquistar el horizonte que nos propone. Como sea, sin un movimiento obrero revitalizado, que apunte a cambiar el equilibrio de poder entre las clases, es improbable que se concreten las soluciones más ambiciosas del autor, y muchas otras podrían desembocar en consecuencias indeseadas.
La cogestión de los trabajadores, por ejemplo, efectivamente puede servir en términos generales como una herramienta para incrementar la influencia de los trabajadores, siempre que esté acompañada por sindicatos robustos. Pero sin la relación de fuerzas relativamente favorable que garantizan las organizaciones de la clase obrera, y sin la amenaza creíble de una acción obrera en los lugares de trabajo, los planes de cogestión corren el riesgo de convertirse, en el mejor de los casos, en un instrumento desdentado, y, en el peor, en un mecanismo de control que fuerza a los trabajadores a ratificar las prerrogativas de los patrones.
Nada de esto desmerece la importancia de ¡Viva el socialismo! ni la fortaleza de la perspectiva que nos convida. El esfuerzo que Piketty pone en esbozar una alternativa al capitalismo debería ser un motivo de reflexión para todos los progresistas que todavía mantienen su escepticismo frente a la «s» de socialismo. Y los militantes más radicalizados, cuya efectividad política en las democracias capitalistas tiende a debilitarse por el apego doctrinario a fórmulas articuladas en otras épocas y en otros contextos políticos, harían bien en considerar las obras de este autor francés. En la tarea de conquistar un mundo mejor, es probable que la apertura intelectual de ¡Viva el socialismo! termine siendo más útil que sus propuestas políticas concretas.
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