Después del 68 los grupos no consiguen construir un proyecto político adecuado: mueren por su propia incapacidad, por haberse dejado arrastrar a una experiencia burocrática y repetitiva. Por el contrario, el feminismo y los jóvenes proletarios terminan produciendo, junto a los obreros de las grandes fábricas, la Autonomía –una Autonomía que hace entrar en relación, convergente o polémica, pero siempre dirigida contra la sociedad y el desarrollo capitalistas, estratos distintos del proletariado–: el 68 se ve recogido pero también encerrado en los grupos, pero no termina en los grupos, produce nuevas autonomías. Estas nuevas autonomías destruyen los grupos construyendo Autonomía.
De esta suerte, en las grandes regiones del Norte, la Autonomía ejerce hegemonía en las fábricas y en las escuelas. En el Véneto, Lombardía, Emilia de inmediato; algo más tarde en Piamonte y Liguria. En Toscana, la Autonomía aparece de manera muy tímida –del mismo modo que luego, deprisa, se militarizará–: son partes de Lotta Continua, la misma procedencia, muy desparramada, que tienen las organizaciones de Las Marcas. En Roma están i Volsci pero también grupos que empiezan a encaminar el análisis y la iniciativa política hacia el obrero social. La situación romana se ve complicada por el hecho de que la industria está concentrada sobre todo en grandes empresas públicas; ese obrero no podía volverse inmediatamente homogéneo respecto al obrero de la FIAT: por otra parte, podía tener una sensibilidad más fuerte hacia los aspectos sociales de la producción. En Nápoles hay el batiburrillo habitual; en Calabria, pequeños grupos autónomos; en Apulia se dan de bofetadas autónomos y maoístas; en Sicilia, la Autonomía será importada más tarde por grupos estudiantiles; en Cerdeña, en el norte, alrededor de Sassari y Olbia, la implantación de la Autonomía es fuerte.
La construcción de la Autonomía se interseca con la coyuntura mundial en 1974: una crisis de regulación, un conjunto de crispaciones convulsas y de caídas de la ganancia y de la capacidad política de control de los patrones. Que bloquean las inversiones, imponiendo la reestructuración de los procesos de trabajo, la reorganización política de la relación entre producción y división social de las clases, y el reforzamiento de las estructuras «democráticas» del poder de mando estatal. ¿Cómo relacionar las luchas de fábrica con este proyecto, en progresión, de reestructuración capitalista?
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A nosotros nos gusta definir esta aparición (después de 1848) de los movimientos como punto eminente en la evolución social, biopolítica, del trabajo vivo: este, cobrando conciencia de sí mismo, aparece como aspiración política y, dominado y regulado por las potencias sociales del capital, quiere rebelarse. Cualquier otra definición es insuficiente, cuando está asociada a las dimensiones de la organización del trabajo: los movimientos proletarios y obreros no pueden ser definidos sencillamente en relación con la «sociedad civil» hegeliana, sino que deben ser asociados a la estructura y a la reestructuración de la organización del trabajo. La obra que leyeron la mayoría de los autónomos, The Making of the English Working Class, de E. P. Thompson, es mucho más importante que Hegel, von Stein o incluso Arendt. O Schmitt, que extremiza la evaluación «politicista» de los movimientos y entiende su naturaleza desde un mero punto de vista jurídico-político, con la vista puesta en el «hacerse Estado». Y si es cierto que «el concepto de movimiento presupone el eclipse de la noción de pueblo como constitutiva del cuerpo político», resulta cómica la afirmación de que el movimiento se presenta como decisión política, que surge de la indistinción/indecisión del pueblo, para hacerse Estado. ¡Pero qué delirio metafísico! Los únicos movimientos que han querido hacerse Estado han sido los fascistas: los movimientos proletarios tienen una relación tan solo indirecta con el Estado, tienen una relación directa con el trabajo, con los Soviet –contra el capital–. Los movimientos viven en la lucha de clase, viven como tensión de liberación de la esclavitud, de la explotación, del trabajo: están inmersos en lo biopolítico y luchan contra todo biopoder.
En los años sesenta y setenta, los movimientos se construyen en el tejido biopolítico que el Estado capitalista ha construido, se mueven en el vientre del capital –«dentro/contra», se decía entonces–, animados por objetivos destituyentes (la lucha sobre el salario de fábrica y sobre la renta social que se torna en lucha de reapropiación) y constituyentes, es decir, de construcción de nuevas formas de asociación: no de integración en el Estado, sino de destrucción de su poder, de extinción del Estado. El sueño que atraviesa a los movimientos es la «Comuna», la fuerza real que impulsa el movimiento es instituir un proceso de apropiación de la riqueza. Pero de nuevo, entre los años sesenta y setenta los movimientos se han constituido como fuerzas en acción a largo plazo: como apertura de fallas geológicas que desplazan las fronteras de la lucha de clase y desencadenan sacudidas telúricas de gran alcance. El movimiento es siempre una realidad ontológica: cuando no lo es, se envilece y corre el peligro de no ser más que una mueca de la historia.
El carácter indefinido de los movimientos se define en la relación entre fuerza destituyente y capacidad constituyente: solo si se tiene en cuenta ese proceso se entiende la importancia de los años setenta, en los que la continuidad del período largo se hace añicos en el presente, el pasado se muestra como una máquina rota en su propia continuidad, y el proceso se ofrece, discontinuo, a un constituirse hacia adelante.
Quienes han intentado definir los movimientos como una relación nunca concluida entre la excedencia de una pregunta y la deficiencia del resultado, los fija en la estaticidad: pero los movimientos son productivos, nunca estáticos, no nacen de un agujero negro (ni quieren llenarlo), sino de una realidad que se presenta ante ellos como conflicto –donde la existencia es resistencia, la resistencia es lucha–.
Esta nueva intensidad de lo social y de los movimientos deriva de un cambio radical de las formas subjetivas de la acción; los años setenta presentan un cambio objetivo de la estructura de clase y una transformación igualmente profunda de una nueva realidad productiva, del obrero masa al obrero social, del trabajo industrial al trabajo cognitivo y cooperativo en red. Este tránsito se caracteriza por nuevas formas de subjetivación. La subjetividad de la vieja clase obrera siente ahora que llega la derrota y responde en términos veterocomunistas: un grito resentido que no consigue leer las nuevas características de la explotación. Sin embargo, ¡qué grande había sido la capacidad de conocimiento de los obreros de la clase obrera masificada! ¡Qué responsabilidad recae sobre los dirigentes picisti por haber oprimido ese conocimiento y por no haber sido capaces de transmitir la resistencia contra el nuevo modo de producción que estaba imponiéndose! La subjetividad que se organiza en las fábricas y en la sociedad es una multitud: singularidades jóvenes que salen de los institutos técnicos, han vivido una vida escolarizada y socialmente articulada desde la infancia, impulsados por las familias y por la modificación misma de los regímenes de consumo a una transformación de sí mismos, a expresar una nueva «capacidad de gozar». El rechazo del trabajo asume una dinámica que transforma sus contenidos: del rechazo de la fábrica, del sabotaje del proceso de trabajo a la apropiación de nuevas potencias del actuar, del estar juntos, del producir. En las luchas que constituyen el movimiento, el proyecto subversivo empieza a vivir a través de la imaginación de una nueva sociedad, con la conciencia creciente de una autonomía colectiva en la que se construyen las singularidades: quieren instituciones adecuadas a su capacidad de vivir y gozar.
Los movimientos son el emblema del proceso revolucionario continuo a través del cual el capital ha querido imponer su propio poder sobre la vida –pero donde la vida ha expresado violentamente su rechazo–.
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Es lo que subraya el editorial de octubre de 1974: ¿Qué chispa puede incendiar la pradera? Se vincula el tema del poder sobre el territorio al del poder obrero en la fábrica: salario garantizado contra las reestructuraciones. La «apropiación» se convierte en un concepto central en la ampliación de la lucha de la fábrica a lo social: no se trata solo de la lucha contra la extensión de las características del salario a las rentas sociales, sino de una lucha de base en la que se empieza a intuir una subjetividad autónoma, que excede toda medida y disciplina salariales.
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¿Es feliz nuestra vida? Era una vida alegre con una comunicación continua y profunda de aventuras intelectuales y la construcción de reglas de convivencia. No es que hubiera fiestas, encuentros o pasatiempos organizados –se hacía fiesta cuando se hacían cosas normales–: era el orden de la vida lo que nos resultaba agradable. Casi sin que nos diéramos cuenta, fueron disueltas la organización burguesa de la vida y su orden patriarcal. Esto vale para toda una generación: nosotros fuimos sobre todo testigos de ello –pero una vez que entramos en el ambiente fuimos también partícipes, conscientes del cambio que estaba en marcha–. Recuerdo encuentros provocativos con Mario Mieli y su grupo homosexual; feroces discusiones con Lucio Dalla; y luego Manfredi, Ricordi y, más distanciados, Gavazzeni, Consolo: en resumen, una humanidad burguesa que estaba rompiendo los roles, que se abría a lo nuevo. Elvio Fachinelli fue el testigo serio e irónico de este acontecimiento, de este balancearse entre épocas: su revista, L’erba voglio, un lugar crítico y productivo. Luego estaban los compañeros. Las «comunas» del 68 se replantearon (en el Norte) y continuaron existiendo en parte en los setenta. Se transformaron: eran comunas políticas que, en el esfuerzo de construcción de una vida distinta, multiplicaban experiencias múltiples de convivencia y esfuerzos de intervención política. Sin la generalización de estas comunas habría sido imposible la invención de lo biopolítico. Leyendo a Foucault –sobre todo el «cínico», postsocrático y moralista de los años ochenta– no cuesta entender cómo esa revolución operaba dentro de lo biopolítico y al mismo tiempo lo producía. La vida se había convertido en una plenitud, producida por la historia de las luchas y del capitalismo, que ahora se veía quebrada, en lo biopolítico, por nuevas experiencias y por el cuidado de sí en el construir común. Cuando, en la cárcel, conocí mejor a los compañeros de las Brigadas Rojas, me sorprendió el hecho de que también su estilo de vida, a pesar de las estrecheces de la clandestinidad, había buscado esa felicidad y en cualquier caso revivía con angustia la nostalgia de no tenerla.
Estaba además el uso moderado de drogas ligeras que ayudaba, en aquellos años, a ser felices. Y las formidables vacaciones comunes, todos juntos: hay playas que se volvieron históricas, en el Gargano, en Salento o en cabo Palinuro y en distintos lugares de Cerdeña. En el verano de 1978 estábamos todos controlados por los gendarmes: no entendían qué hacíamos trasladándonos de una playa a otra. Leyendo las carpetas del proceso con las interceptaciones telefónicas que tenían que ver conmigo, llevadas a cabo ese verano –y que habían sido aportadas a mi proceso– a uno le dan ganas de soltar una carcajada.
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¿Pero cómo se desarrolla el dispositivo del obrero social en la política metropolitana? ¿Cómo transformar la consigna de «tomar la ciudad» en una serie de acciones que recompensen el esfuerzo organizativo? Acostumbrado a moverme en un ámbito «local» limitado, me resultaba difícil, en la metrópolis, medir el grado de concreción de la propuesta organizativa. En el Véneto sucedía por contacto, uno podía percibirlo en un flujo continuo, podía verificarlo como si fuera una experimentación: en la metrópolis la medida no se percibía –el trabajo eficaz era revelado por acontecimientos, por saltos de cualidad que aparecían de repente–. Era la primera vez que nos veíamos ejerciendo un trabajo organizativo en el que esperar el acontecimiento era tan importante como prepararlo: junto al esperar llegaba inevitablemente –cuando las cosas llegaban, cuando había un efecto del trabajo político– el asombro, el desconcierto por el efecto del trabajo político que se ha hecho. Había una operación micro que tenía efectos macro: la metrópolis agiganta el trabajo subversivo.
De todos modos, la Autonomía empieza a organizarse fuera de las fábricas con pequeñas manifestaciones, preparadas o improvisadas, que recorren las calles o se concentran en los barrios proponiendo «salario para todos» o viviendas para quienes las necesitan. Estas acciones se multiplican: se trata entonces de acudir allí donde ha habido una iniciativa y recogerla en la asamblea, en la coordinadora metropolitana. Pero tampoco la asamblea metropolitana es un resultado inmediato: toda conquista organizativa tiene que pasar por esfuerzos y frustraciones, casi nunca esperamos que la iniciativa salga bien, porque siempre parecen darse todas las condiciones que deberían contribuir a su fracaso –¡y sin embargo sale bien!–.
Habíamos dado en el blanco: habíamos intuido no solo que la explotación se había extendido de la fábrica a la sociedad, sino también que todos los trabajadores sometidos a esa explotación tomaban conciencia de ello, resistían, mientras esperaban una reacción. La organización no es un mecano ni un lego, es la combinación de un dispositivo teórico-práctico gestionado por minorías activas con un deseo colectivo, de resistencia. La iniciativa no tarda en organizarse por campañas, empezando por la denuncia y la destrucción de las «guaridas del trabajo en negro»: se trataba de combatir la redistribución del trabajo de las grandes fábricas a los pequeños obradores y talleres, que permitía despedir en la fábrica para producir de manera esclavista en el territorio. Con la crisis de 1973 se había generalizado esta técnica patronal: nosotros rastreábamos esas líneas de difusión territorial, defendiendo a la clase obrera de las grandes fábricas. Era difícil hacer todo esto sabiendo que el proceso de puesta en producción de la sociedad era inevitable: sin embargo había que hacerlo, porque solo obrando de este modo se podía resistir al desmantelamiento del aparato industrial y, negociando a nuestra manera, crear dificultades a los patrones. Luego vinieron otras campañas. Las más importantes fueron contra las horas extraordinarias en la fábrica: los patrones lamentaban la crisis pero al mismo tiempo querían el máximo de flexibilidad horaria. Se vino abajo, durante un sábado laborable, una torre de alta tensión que llevaba electricidad a la Alfa: la fábrica se quedó sin energía. Y después la lucha ganadora contra la FIAT para obligarla a contratar.
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Esa urgencia de enfrentarse a la vida y de romper/reinventar tradiciones es recogida por Rosso. A Lenin non piaceva Frank Zappa: ¿era un alejamiento de Lenin? Cuando ibas a ver lo que realmente no les gustaba a estos chicos, descubrías que el objeto de los ataques eran el conformismo del movimiento obrero oficial y los comportamientos mojigatos en la familia y en la escuela: hacía falta ese eslogan, esa paradoja, para forzar las puertas del Vigorelli, donde se celebraban los grandes conciertos de jazz y pop y para atizar a los servicios de orden que el Movimento Studentesco milanés vendía al gestor de los conciertos. Para enfrentarse luego a la policía que se presentaba jadeante hacía falta organización: al final valía más Lenin que Frank Zappa –más bolchevique aquella organización no podía serlo–.
Este era el modo en el que a menudo nacían y se desarrollaban una teoría y una práctica consecuentes de organización: bastante hecha a jirones, a veces cansada, casi siempre danzante. Y la demanda de organización se volvía cada vez más urgente: a tropezones, en niveles cada vez más macro. Los campos de intervención se ampliaban, se volvía central la lucha contra la droga, introducida a espuertas en el mercado contra los movimientos por las organizaciones internacionales de la represión: se prohibían las drogas ligeras para difundir las pesadas que mataban –y el poder intervenía indiscriminadamente no contra el tráfico, sino contra el consumo–. También había que organizarse en ese terreno. Para estos chicos terminé haciendo la introducción de un librito de Jerry Rubin. La introducción no fue una obra maestra, como tampoco lo era el librito: pero las cosas que escribí eran honestas. Defendía la libertad de vivir, transgredir, luchar contra quienes transformaban en muerte ese deseo: «Recogemos positivamente el drama de Jerry Rubin. Nuestro marxismo creativo nos permite recuperar, comprender y superar colectivamente muchas de sus derrotas individuales».
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¿Pero qué nuevas formas de lucha? La apropiación surge sencillamente del ilegalismo contra la propiedad privada que subyace a todo movimiento proletario y socialista. Los comportamientos de apropiación son consustanciales a todo movimiento de los pobres en su inmediatez, a todo riot, a toda jacquerie: con mayor motivo cuando estos proletarios se sentían aplastados por la crisis. Por lo demás, también la huelga, cuando se caracteriza por técnicas subversivas, es reapropiación por parte de la fuerza de trabajo de la propia capacidad de ser productiva: cuando la fuerza de trabajo se reconoce a sí misma y la producción como sociales, se abre un nuevo terreno de lucha –de la producción a la distribución, de la reapropiación de la fuerza productiva a la apropiación de las mercancías–. Se dice que la huelga no destruye mercancía: falso –la huelga destruye producción no haciéndola–. En las luchas de los jornaleros destruye cosechas, cuadras o rebaños; en las luchas industriales destruye máquinas con el sabotaje: son distintos grados en los que se expresa el contrapoder. También la apropiación social es contrapoder: puede ser una verdadera apropiación de mercancías, por ejemplo en los supermercados (jurídicamente se califica como saqueo).
En Milán, la Autonomía organizó algunas de esas apropiaciones: una de ellas se hizo famosa, el mismo día y a la misma hora en cinco grandes áreas comerciales en cinco puntos distintos de la ciudad. Se repetía de manera organizada lo sucedido en Nueva York unos meses antes, durante el famoso black out. También fue ejemplar la apropiación en el supermercado de Arese por parte de los obreros de la Alfa Romeo, llevada luego a la escena por Dario Fo, durante un huelga; salieron de la fábrica en manifestación, entraron en manifestación en el supermercado y volvieron a la fábrica con una manifestación de carros de la compra cargados todos de cosas buenas. Había asimismo apropiaciones espontáneas, sobre todo en los restaurantes, en las librerías, en los autogrill.
Luego las autorreducciones: también estas son primero autoorganizadas, y luego se vuelven espontáneas y generalizadas en todas partes. Las más frecuentes, en los transportes, acompañan al sabotaje de los sistemas de venta y de control de los billetes; en los recibos de los servicios de vivienda, electricidad, gas, teléfono, suelen ir acompañados de la invención de aparatos de autorreducción. También las autorreducciones en los espectáculos –cine, conciertos, etc.–: pero si la negociación es demasiado larga para llegar a un resultado antes del inicio del espectáculo, la autorredución regresa a su fuente, ocupación y apropiación. Y también las autorreducciones de los alquileres, los squat, las ocupaciones: el ataque a la renta inmobiliaria se vuelve directo y eficaz. En todas partes, en las metrópolis, empieza la batalla por la vivienda. La vivienda (al igual que la sanidad y la educación) es un punto central del Welfare fordista, es el punto originario del «salario indirecto»: cuando se habla de vivienda, se habla de lo biopolítico en el más pleno sentido de la palabra. La falta de un «interés singularizado» por la conquista de la vivienda en el programa del movimiento obrero oficial demuestra lo alejado que estaba de los objetivos y las necesidades de los trabajadores de hoy: una verdadera traición, si se piensa en el trabajo descomunal que llevaron a cabo las cooperativas socialistas por la vivienda entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. La Autonomía lleva a cabo ocupaciones masivas, autorreducciones expansivas, con experimentos de gestión cooperativa, reapropiándose desde abajo del mutualismo tradicional del movimiento obrero. En Roma y en Milán enfrentamientos muy duros incluyen a miles de familias proletarias contra la policía en torno a las ocupaciones de casas: todo el mundo sabe que no es suficiente, como hace el movimiento obrero oficial, con atacar la especulación inmobiliaria en los plenos municipales –hay que ocupar los pisos–. Hay zonas metropolitanas enteras que, tras esos enfrentamientos, quedaron en manos de los ocupantes.
Por último, la expropiación proletaria. Es un terreno resbaladizo, que fue recorrido en todas sus formas. Hubo expropiaciones que se confundieron con las de delincuentes porque de hecho fueron llevadas a cabo por una delincuencia politizada; y expropiaciones que, por el contrario, eran organizadas desde dentro de las actividades de la Autonomía para sostener los costes de la imprenta, de las sedes y más tarde, cada vez más, de la clandestinidad a la que se veían forzados muchos compañeros; por último, expropiaciones encaminadas al castigo a empresas que ejercían presiones ilícitas sobre los obreros o apoyaban a fascistas. En la segunda mitad de los años setenta, la expropiación pasó a ser en las organizaciones de la Autonomía una figura de la militancia. No hay que olvidar que la expropiación es una práctica tradicional en los movimientos revolucionarios; y asimismo hay que señalar que, dado el peligro extremo al que el ataque a la propiedad privada expone a los militantes en nuestra sociedad, la expropiación de bancos exigía una cierta especialización y provocaba mucha tensión –cuantas menos se hicieran, mejor–. Sin embargo, la generalización de estas actividades constituyó una gran escuela para los militantes revolucionarios. Cuánto tiempo había pasado desde que Classe operaia se mantenía, además de con las ventas y los sacrificios de los compañeros, con pequeñas estafas de letras de cambio sin fondos y con viajes a Berna a mendigar a la embajada china…
↑1 | Las «150 horas» fueron una de las conquistas más reseñables del ciclo de luchas del obrero masa de finales de los años sesenta en Italia, y en particular del «otoño caliente» de 1969. Aunque su reconocimiento genérico figura en el art. 10 del Estatuto de los trabajadores de 1970, fueron introducidas en 1973 con motivo de la renovación del convenio colectivo de los trabajadores metalmecánicos. Con posterioridad ese derecho se extendió a los demás sectores del trabajo asalariado, hasta ser reconocidas también para los trabajadores del sector público en 1988. La institución de las 150 horas establecía permisos retribuidos para los trabajadores que quisieran ampliar su formación profesional o cursar estudios medios o superiores, con un máximo de 150 horas anuales. |
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