El incendio de la cinemateca no fue un accidente. Los responsables sabían lo que hacían y aún así lo hicieron. Fueron repetidamente avisados de la gravedad de la situación y eligieron poner en riesgo un patrimonio colectivo que se perdió. Otros materiales siguen en peligro. Peligro de destrucción inmediata, en un nuevo incendio. Peligro de destrucción silenciosa, de películas que se pudren dentro de las latas sin el debido cuidado.
El 3 de agosto de 2020, la jueza Ana Lúcia Petri Betto, titular del 1º Juzgado Civil Federal de San Pablo, negó el pedido emitido por el Ministerio Público solicitando la renovación de emergencia del contrato con Roquette Pinto para proteger la Cinemateca. Según la jueza, “el Gobierno Federal confirma la adopción de medidas de emergencia para preservar el patrimonio histórico de la Cinemateca”. La institución llevaba más de ocho meses sin administradores, sin empleados (despedidos en abril de 2020) y con deudas acumuladas por la interrupción de las transferencias. Nada de eso sensibilizó a la magistrada. Salvo error, después del incendio la jueza no se manifestó. En la jerga jurídica, “no se dijo ni se preguntó nada más”.
El 7 de agosto de 2020, técnicos del Ministerio de Turismo (que amparaba entonces a la Secretaría de Cultura), en un acto teatral y farsesco, tomaron la Cinemateca por asalto, acompañados por agentes de la Policía Federal. La acción, que tenía por objeto apoderarse de las llaves de la institución, se dirigía contra los empleados de la Cinemateca, que trabajaban voluntariamente para la preservación de la colección. El acto, de intimidación simbólica, contó con el protagonismo de Hélio Ferraz de Oliveira, entonces secretario suplente del sector audiovisual. A partir de ese momento se les impidió a los empleados entrar en la Cinemateca.
En abril de 2021, los Trabajadores de la Cinemateca Brasileña emitieron un comunicado alertando de los peligros a los que estaba expuesta la colección de la Cinemateca, abandonada, sin ningún cuidado técnico. En junio de 2021, meses después de la espantosa actuación en la Cinemateca, Hélio Ferraz fue promovido a secretario adjunto de cultura, convirtiéndose en el “Nº 2” de Mário Frias, secretario de cultura. La Municipalidad de São Paulo, en muchas ocasiones, propuso ayudar a la gestión de la Cinemateca Brasileña, planteando la hipótesis de transferir la gestión de la entidad a la Ciudad de São Paulo. Pedidos y cuestionamientos fueron hechos por diversos integrantes del gobierno federal, entre ellos el general Luiz Eduardo Ramos y el chico de los mandados Hélio Ferraz. El gobierno no respondió a las propuestas ni a los cuestionamientos. El hecho de que Bolsonaro y Mário Frias no hayan prendido los fósforos ni avivado las chispas no los exime de la responsabilidad por las llamas.
Bolsonaro es un presidente obsesionado por no gobernar. La CPI (Comisión de Investigación Parlamentaria) de COVID, instalada en el Senado Federal, explicita al país que la acción por omisión es una marca y estrategia de gobierno. Más de 500.000 muertos o miles de archivos audiovisuales perdidos no fueron suficientes para incitar ningún compromiso público del gobierno militar capitaneado por el clan Bolsonaro.
Pero la CPI nos muestra más: los intereses encubiertos detrás de la omisión tenían como fin beneficiar a los socios ocultos del gobierno en el sobreprecio de las vacunas. La corrupción no puede ser barrida bajo la alfombra, ni siquiera por el chantaje golpista de los militares. Hubo lucro con las muertes. Las manos están manchadas de sangre.
Menos explícitos, pero no menos execrables, son los intereses que están detrás de la destrucción del cine brasileño. “Follow the money”, decía una película de los años 70 sobre el escándalo de Watergate. No hace falta ser un genio para deducir que los mayores beneficiarios de la destrucción del cine brasileño son las multinacionales audiovisuales norteamericanas, con sus producciones masivas, sus redes de distribución virtual y sus salas de cine. El servilismo de los militares que nos gobiernan a los norteamericanos no es ninguna novedad, como tampoco son sorpresa las noticias sobre la participación de los servicios secretos de este país en los eventos que llevaron al ascenso de Bolsonaro. Nunca en la historia de este país un gobernante se había prestado a semejante desmantelamiento. Nunca antes en la historia de este país un presidente había hecho la venia a la bandera de los Estados Unidos. Cazador de esclavos fugitivos para los extranjeros, Bolsonaro puede ser cualquier cosa menos un patriota.
Bolsonaro es un presidente-ventrílocuo, una marioneta movida por acciones e intereses que permanecen entre bastidores. En el fondo, disfrazados medianamente por la oscuridad, militares, milicianos, financieros, comerciantes, dueños de iglesias, terratenientes y multinacionales mueven al muñeco para que firme los decretos que los satisfacen. Para entretener al público, el ventrílocuo repite incesantemente el mismo latiguillo: “comunismo”, inventando enemigos a su antojo, mientras el país es dilapidado.
Se engañan quienes piensan que el proyecto de Bolsonaro es aniquilar el Estado. El gobierno actúa para retirar al Estado de sus funciones públicas básicas, pero fortalece el aparato para la represión social y, sobre todo, para distribuir privilegios y cargos a los militares y a la banda de matones que los siguen. En las articulaciones parlamentarias, el gobierno sirve a los grandes estudios cinematográficos internacionales y a sus plataformas de streaming y actúa para desregular el mercado audiovisual brasileño. En paralelo, los órganos comandados por los olavistas, pastores evangélicos y militares interrumpen (cuando no censuran) la financiación de los proyectos que no encajan en su ideología. Este mismo gobierno trabaja para criminalizar a la clase artística, instaurando un clima persecutorio al reevaluar las cuentas de proyectos que ya habían sido aprobadas. Todo bajo la complacencia del Poder Judicial y del Legislativo.
La gestión del cine sintetiza la operación: los órganos públicos están copados por partidarios no cualificados y su acción efectiva sirve únicamente para cumplir la pauta de las multinacionales, financiar a productoras sin escrúpulos, comprometidas con la red de mentiras bolsonarista y promover la llamada “guerra cultural”, que no significa otra cosa que destruir todo lo que es diferente a ella. La anti-utopía fascista de los militares en el poder: guerra psicológica para la destrucción simbólica, guerra concreta para la destrucción física.
El desierto es el espacio ocupado por el vacío, el vacío que constituye actualmente el Estado brasileño. Bolsonaro corroe el Estado desde adentro, desvirtuando sus funciones y dejándolo a merced de los intereses financieros. Un gobierno caracterizado por militares y políticos que actúan en contra de los organismos por los que deberían luchar. La Fundación Palmares persigue al movimiento negro. Funai persigue a los indígenas. Ancine persigue a los cineastas. El Ministerio de Educación persigue a los profesores. Una acción depredadora, con propuestas que favorecen el acaparamiento de tierras, la extracción mineral en tierras indígenas, la condonación de deudas millonarias de Iglesias y reformas que recortan derechos y complacen al sector empresarial. Un Estado-condominio de una parte de la élite brasileña, que reparte los recursos (naturales y financieros) del país con el capital internacional. La fiesta de los poderosos es el desierto de lo real.
Bolsonaro es sincero cuando dice que vivimos una revolución: pero ella se hace en el sentido inverso -retrocedimos 50 años en 5, con un país a merced del crimen miliciano, del extremismo, del militarismo y del extractivismo. La “revolución” bolsonarista consiste en destruir todo lo que no es un espejo. Con violencia. Una máquina de guerra, conduciendo diversas masacres simultáneas contra los pueblos originarios, contra el cine, contra los pobres, contra el arte, contra las favelas, contra la educación, contra la Amazonia, etc., etc., etc. El desierto es metáfora y realidad en el Brasil contemporáneo.
Como escribió el poeta Manoel de Barros, necesitamos construir:
Observamos el sueño de miles de brasileños que constituyeron nuestra memoria en imágenes desmoronarse en manos de militares que se proclaman nacionalistas mientras dilapidan el patrimonio del país, con la anuencia de un poder Judicial que no cumple su papel. La destrucción de la colección de la Cinemateca es el símbolo de esta despreciable alianza de lo peor que hay en Brasil, mezcla de negligencia, corrupción, estupidez y demencia. Pero, ¿qué se puede esperar de un gobierno que eligió premeditadamente sacrificar la vida de miles de personas en la pandemia más allá de un legado de muerte y destrucción? El secuestro de la Cinemateca por personas ajenas a su cultura es un crimen contra todos los pueblos brasileños.
Las principales omisiones fueron las del presidente de la República, Jair Bolsonaro, y del secretario ejecutivo de Cultura, Mário Frias. La omisión deliberada de ambos es criminal y fue la causa principal del incendio de parte de la colección de la Cinemateca Brasileña.
No obstante, otras instancias en Brasil también engendraron su ausencia. El Poder Judicial es cómplice de la omisión del gobierno hacia la Cinemateca, así como es indulgente con su proyecto destructivo. Es ampliamente sabido que existen sectores bolsonaristas dentro del orden judicial, utilizando sus puestos a favor del gobierno y en contra del interés público. Hasta el momento, las reacciones en contra han palidecido.
El Legislativo es otro agente importante en la trama de destrucción de la Cinemateca. Es cómplice (cuando no socio) del proyecto de destrucción de la cultura (así como del cuadro general de la sociedad brasileña) del gobierno. El presupuesto anual de mantenimiento de la entidad cuesta menos que una enmienda parlamentaria. No se hizo nada.
La élite brasileña también dejó las huellas digitales de su omisión en este episodio. Los multimillonarios de la cultura mantuvieron su elegante distancia, los adinerados financistas prefirieron donar dinero para la restauración de Notre Dame y el infame Borba Gato. A los ricos no les incomodan las cenizas del cine nacional en sus zapatos.
Adirley Queirós, Affonso Uchoa, Cristina Amaral, Eryk Rocha, Ewerton Belico, Luiz Pretti y Thiago B. Mendonça son cineastas brasileños.
Publicado originalmente en Le Monde Diplomatique Brasil, el 19 de agosto de 2021.
↑1 | Todas las expresiones entrecomilladas que acompañan cada uno de los subtítulos de las distintas secciones en las que está dividido el texto se corresponden con los nombres de importantes películas brasileñas. NdT |
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↑2 | El último de los cangaceiros, personaje de Dios y el Diablo en la Tierra del Sol. Glauber Rocha, 1964. |
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