Es usual imputar a Marx el haber elaborado una filosofía sustantiva de la historia, esto es, una doctrina que pretende revelar el fin último, el destino definitivo de la aventura humana sobre la tierra. La imputación es dudosa, si no enteramente falsa: aunque Marx escribió algunos pasajes en los que sería indudable o muy permisible leer en ellos la presencia de una filosofía de la historia, en sus últimos años claramente se manifestó contrario a toda “teoría histórico-filosófica” de la marcha de la humanidad. Sin embargo, lo que resulta indudable es el arraigo de este tipo de concepciones en la mayor parte de la tradición marxista militante. ¿Cómo explicarlo?
Aunque Marx mismo -en sus estudios específicos tanto como en una serie de tajantes afirmaciones hacia el final de su vida- mostró lo poco que se atenía a una filosofía de la historia, perspectiva a la que llegó a rechazar explícitamente, es indudable que casi todos los marxismos militantes del siglo XX se mostraron reacios a rechazar sin atenuantes que las fuerzas productivas y su desarrollo son la clave de la historia, cuyo destino es el comunismo. No han escapado a esta regla incluso aquellos que más insistieron en la acción política y más críticos se mostraron del determinismo estructural: aunque sea en última instancia, la historia y su resultado estaba dirigido por el desarrollo productivo.
No es difícil hallar la razón de esto. La teoría del desarrollo de las fuerzas productivas proporcionaba (o parecía proporcionar) la certeza del triunfo final del socialismo y la consumación del comunismo. El advenimiento de la nueva sociedad estaba garantizado por las leyes de la dialéctica histórica (así se lo creía), cuyo principio e indetenible motor es el crecimiento productivo. El socialismo/comunismo, de tal cuenta, era concebido como una inevitabilidad histórica. Ciertas coyunturas, circunstancias y acontecimientos podían acelerar o retardar, facilitar o dificultar, su triunfo. Pero en última instancia el mismo estaba garantizado, al menos a largo plazo. Circunstancialmente las cosas podían presentarse políticamente poco favorables, pero, por así decirlo, los marxistas luchaban con el as de espadas en la manga: a la larga no podían perder.
Dicho esto, es necesario comprender la importancia política, subjetiva, incluso psicológica de esta concepción. La militancia marxista, sobre todo la militancia revolucionaria, implicaba usualmente grandes sacrificios, no pocos sufrimientos (incluyendo la cárcel y las torturas) y graves riesgos (incluso de vida). En tales condiciones, es indispensable poseer convicciones sumamente fuertes. Bastante más fuertes, en todo caso, de las que son necesarias en condiciones más relajadas. Las personas no se exponen voluntariamente a correr serios riesgos sin motivos profundos. Tampoco realizan voluntariamente sacrificios que otros miembros de su sociedad consideran elevados sin buenas razones. Al contrario: en todas estas circunstancias son indispensables convicciones profundas.
Tradicionalmente las religiones se encargaron de proporcionar este tipo de sustento subjetivo, ya sea para soportar las penurias socialmente impuestas (muy habitualmente), ya sea para afrontar las penurias de quien procura cambiar la sociedad (excepcionalmente). Por causas y razones que no viene a cuento explorar aquí, hacia el siglo XVIII, en Europa, las creencias religiosas -basadas sustancialmente en la fe, antes que en la razón; o, en todo caso, en una razón especulativa, antes que experimental u observacional- fueron desafiadas por una forma de pensamiento que combinaba rigor lógico, observación empírica y experimentación. Se trata, como es obvio, de la ciencia.
Ahora bien, toda doctrina religiosa incluye componentes sobrenaturales, elementos identitarios, criterios normativos y explicaciones sobre la naturaleza de las cosas y sus transformaciones. En sus formas primigenias estos componentes no se hallan meramente vinculados: de hecho no se los diferencia, constituyen algo así como una sustancia homogénea. En tales condiciones, por supuesto, la refutación de cualquier sentencia doctrinal atentaba contra la confianza en la doctrina como totalidad. Este es uno de los principales fundamentos intelectuales de la intolerancia religiosa (hay otro tipo de fundamentos, sociales por ejemplo, que no es necesario considerar aquí). Una concepción más temperada de la religión, sin embargo, distingue planos, niveles, esferas. Esto es lo que ha tendido a desarrollarse durante el siglo XX (aunque existen ilustres precedentes con siglos de antigüedad), si bien no se trata de un desarrollo homogéneo ni sin retrocesos o contradicciones. Así por ejemplo, las asunciones metafísicas o sobrenaturales pueden ser concebidas como causa primera (sobrenatural), permitiendo indagaciones puramente observacionales sobre las causas segundas (naturales). O es posible diferenciar las verdades de la razón de las verdades de la fe.
Como sea, la religión, como un todo, satisface, bien o mal, diferentes necesidades humanas: dotar de sentido a la existencia, legitimar (a veces condenar) cierto orden social, establecer normas de conducta públicas y privadas, producir identidades, etc. Con el tiempo, sobre todo en el mundo europeo, la religión se fue separando de la ciencia: los aspectos normativos y metafísicos tendieron a quedar centrados en la religión (o en la filosofía); mientras que la indagación racional-empírica fue el objeto de la ciencia. Pero el desarrollo científico produjo lo que Weber llamó “desencantamiento del mundo”. La ciencia, eficaz para explicar procesos naturales o descubrir los medios adecuados para alcanzar ciertas metas, no podía proporcionar por sí misma ni sentido a la vida ni indubitables finalidades políticas o sociales. Sin embargo, llevó tiempo extraer esta conclusión. Cierto optimismo muy del siglo XIX pretendió que la ciencia proporcionaría certezas; más aún, certezas no sólo sobre el pasado sino también sobre el futuro. Certezas no sólo sobre el mundo físico-natural sino sobre el mundo humano; no sólo certezas explicativas, sino también normativas. Se llegó a postular, incluso, la posibilidad de elaborar una moral puramente científica.
No es este el lugar de explorar hasta qué punto compartió Marx este optimismo cientificista. Basta con decir que se puede mostrar una buena cantidad de pasajes en los que lo convalida, y una cantidad semejante en las que lo niega. Sin embargo, con completa independencia de lo que Marx pensara o creyera, lo importante social e históricamente es la necesidad que los jóvenes partidos socialdemócratas tuvieron de una certeza semejante. La ciencia marxista proporcionaba (o parecía proporcionar) certezas equivalentes a las religiosas. No es meramente anecdótico que Karl Kautsky fuera considerado el “Papa” de la socialdemocracia. El “socialismo científico” pretendía deducir los objetivos políticos revolucionarios como un simple expediente de cálculo. Sin embargo, la ciencia bien entendida y practicada proporciona dudas, antes que certezas; hipótesis antes que “verdades”; conocimiento relativo, antes que absoluto.
Podría pensarse que la clara conciencia del carácter relativo, provisional e incierto del conocimiento científico es una adquisición tardía, más propia de la segunda mitad del siglo XX que del siglo XIX. Y sin embargo no es exactamente así. De hecho, como alguna vez nos recordara Manuel Sacristán, ya en 1873 Emile Du Boys Raymond, un biólogo muy importante y además muy representativo y muy respetado en el movimiento positivista de la época, pronunció un discurso inaugural en el que expuso la fe positivista en que la ciencia es la única actividad intelectual y valiosa pero, al mismo tiempo, desarrolló la tesis de que las limitaciones del conocimiento científico eran definitivas, eternas, que había que abandonar la idea de un progreso indefinido del conocimiento. El discurso terminaba con la frase en latín: “ignoramus et ignorabimus”, “ignoramos e ignoraremos”. Y quizá la más bella metáfora del carácter incierto y no fundado del conocimiento científico pertenece a un revolucionario marxista de principios del siglo XX, positivista para más datos (aunque hoy pueda parecer extraño que alguien sea marxista y positivista): Otto Neurath. Comparando a los científicos con marineros, Neurath escribió:
Una metáfora, podríamos agregar, que bien se puede aplicar a los revolucionarios. La necesidad de certeza de los movimientos marxistas, en todo caso, se explica mejor como la resultante de exigencias político-ideológicas, antes que como ineludible consecuencia de sus premisas teóricas.
El problema, claro, es que el marxismo buscaba no sólo basarse en la ciencia: se consideraba a sí mismo una ciencia tout court. El “socialismo científico” pretendía, a la vez, proporcionar certezas equiparables a las certezas religiosas y asentarse únicamente en el conocimiento científico. Pero la ciencia es incapaz de proporcionar certidumbres existenciales. Intelectualmente el “socialismo científico” fue un gran equívoco. Sin embargo, la fuerza de las ideologías no reside en su consistencia teórica, sino en su eficacia práctica. El “socialismo científico” -como ideología- fue prácticamente eficaz: fue bajo la bandera del marxismo entendido como socialismo científico que la socialdemocracia europea y particularmente alemana creció exponencialmente desde fines del siglo XIX hasta el estallido de la primera guerra mundial. Sus éxitos prácticos, con todo, entrañaban innumerables tensiones, y los equívocos teóricos se tornaron entonces en graves problemas, no sólo teóricos sino también prácticos.
Ahora bien, sintomático de las concepciones dominantes de la época es el hecho de que Rosa Luxemburgo cuestionara esencialmente los análisis en los que Bernstein fundaba su política. Una y otro pretendían que sus conclusiones políticas se derivaban naturalmente del diagnóstico, y entendían que era un análisis erróneo lo que llevaba al oponente a procurar una vía política equivocada. Apuntando a su favor la tendencia a la pervivencia de las clases medias, las mejoras en las condiciones de vida obrera, los graduales y pacíficos avances de la socialdemocracia y lo que creía era una tendencia a la estabilización del capitalismo, Bernstein concluía que se llegaría al socialismo de manera gradual y pacífica, sin necesidad (y sin los riesgos) de rupturas revolucionarias. Rosa Luxemburgo, por su parte, sostenía que la pervivencia de las clases medias era pasajera, las mejoras en las condiciones de vida y de trabajo una precaria y reversible excepción, los avances de la socialdemocracia una peligrosa ilusión que desviaba al movimiento de sus fines y la estabilización del capitalismo una radical imposibilidad. Con la ventaja de la retrospectiva histórica, podemos concluir que ambos acertaban y erraban más o menos por igual. El estallido de la Gran Guerra en 1914 pareció derrumbar las ensoñaciones berstenianas sobre la estabilización del capitalismo y su desarrollo pacífico. Pero los treinta años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial parecieron validarlo. Las clases medias sobrevivieron, pero los asalariados son hoy más numerosos que nunca y los capitalistas más ricos y concentrados que en cualquier momento pasado. Los trabajadores han mejorado su nivel de vida en muchos aspectos, pero el costo ha sido una devastación ecológica que pone en jaque la supervivencia de la especie (un problema hoy candente pero inimaginable en 1900). Las tendencias históricas fueron cambiantes y diversas y, en cualquier caso, no se llegó al socialismo (concebido como sociedad de los productores libremente asociados) ni por vía gradual ni por medios revolucionarios. El reformismo gradualista se consolidó en los estados industrializados de occidente, pero sin desplazar al capitalismo e incluso sin amenazarlo. Fuerzas revolucionarias derrocaron al capitalismo en estados periféricos y establecieron regímenes colectivistas, pero en los que los obreros, lejos de ser la clase dominante, continuaron siendo una clase no sólo explotada sino además carente de libertades políticas.
En cuanto a lo primero, su planteamiento me parece inobjetable. Bernstein mostró que aunque tanto Marx como Engels desconfiaron (con buenas razones) de los discursos “moralistas” y mostraron la insuficiencia política de las concepciones morales, ello no niega ni que ciertas ideas morales constituyen una fuerza histórica, ni que el movimiento socialista real se basa muy fuertemente en cierta idea de justicia y en la repulsa a las injusticias. Aunque no todos lo reconocieran, el socialismo poseía un indudable componente ético, irreductible a las supuestas previsiones científicas.
Sus críticas a las “trampas del método dialéctico” son otra cuestión. Mucho de lo que Bernstein afirma es razonable, pero se da la extraña paradoja de que él incurre en un vicio semejante al que está denunciando. ¿De qué se trata? Bernstein argumentó que Marx y Engels, empleando el método hegeliano, extrajeron conclusiones arbitrarias de los datos de los que partían. Esas arbitrariedades les empujaron a un ingenuo radicalismo revolucionario que en el fondo no sería más que “blanquismo”. Para Bernstein, pues, las conclusiones revolucionarias serían la consecuencia de la aplicación de la especulativa metodología hegeliana, en cuya trampa habrían caído. La sobria metodología estrictamente científica a la que se deberían haber atenido, por el contrario, validaría una cauta perspectiva reformista. Sin embargo, ni de la metodología hegeliana se deducen necesariamente conclusiones revolucionarias; ni de la ciencia bien entendida necesariamente conclusiones reformistas. Las elecciones políticas son irreductibles tanto a la filosofía como a la ciencia. Pueden estar filosóficamente inspiradas de manera más o menos consciente, y mejor o peor científicamente informadas. Pero toda decisión política conjuga valores (filosóficos, se los reconozca o no), diagnósticos de situación (más o menos científicos), previsiones de futuro a corto, medio y largo plazo, y opciones tácticas en contextos de incertidumbre. Ninguna política concreta puede ser deducida de manera incontrovertible a partir únicamente de principios filosóficos o de análisis de situación. Toda decisión política incluye una pluralidad de dimensiones, vinculadas entre sí, irreductibles las unas a las otras. Puede haber estudio científico de la política, pero la política como tal se parece más al arte que a la ciencia. El reformismo que Bernstein preconizaba era la opción que él elegía, no la ineludible conclusión de los datos disponibles. Si hay “trampas” en el método dialéctico, también las hay en el método científico: ninguna política específica puede ser la mera deducción ni de un principio filosófico (siempre puede aparecer quien invocando el mismo principio extraiga otras conclusiones) ni de un puro estudio científico: y esto no sólo porque los mismos datos siempre sería posible interpretarlos de manera diferente, sino porque de ningún diagnóstico se desprende de manera unívoca ninguna acción específica.
Es discutible cuán estrechas consideraba el propio Bernstein la vinculación recíproca entre estudio científico, fundamentos éticos, política reformista y concepción anti-dialéctica. Pero no hay duda de que al presentarlas en una misma serie de artículos publicados luego como libro unificado, tanto partidarios como adversarios tendieron a ver en las mismas una ligazón profunda. Por consiguiente, se tendió a equiparar: revisionismo – política reformista – socialismo ético – rechazo de la dialéctica.
Parece necesario, pues, desmontar estas asociaciones mecánicas. La revisión de las hipótesis debería ser una práctica reivindicable. Otra cosa es la revisión de los principios, dado que no hay hechos que, incontrastablemente, puedan refutar principios éticos. Por consiguiente, la reafirmación de los valores socialistas no debería resultar incompatible con la permanente revisión de nuestro conocimiento factual. La política reformista debe ser analizada como cualquier otra política (revolucionaria, liberal, conservadora o lo que sea), esto es: juzgada en relación a los principios (con lo que siempre se le podrán oponer otros), por un lado, y evaluada en sus realizaciones y consecuencias (teniendo muy en cuenta, aunque no exclusivamente, sus propios propósitos explícitos). Aunque habría que estar muy atentos a las “trampas” de la dialéctica y rechazar sin atenuantes engendros como la supuesta “lógica dialéctica”, ello no significa que toda perspectiva dialéctica deba ser abandonada: si por dialéctica entendemos, a la manera de Manuel Sacristán, la búsqueda de relacionar y totalizar diferentes dimensiones (ética, ciencia, arte, política) sabiendo que ninguna conclusión “demostrable” podrá extraerse de tales intentos, entonces se puede ser dialéctico de manera razonada, razonable y provechosa … y sin trampas.
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