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Literatura de izquierda

Trabajador del Subte de Buenos Aires, Kike Ferrari es uno de los grandes representantes de una generación de escritores argentinos a quienes les toca habitar un tiempo posterior al fracaso: un tiempo en el que asoma cierta voluntad de inclusión, pero en el que poco a poco también va desgranándose el impulso creativo de los 2000.

En los últimos años, aquella vertiente de literatura contracanónica por la que Damián Tabarovsky se declaraba resueltamente a favor en su manifiesto de 2004 ha experimentado una suerte de sobrepujamiento o agudización. A grandes rasgos, ésta podría ser, en efecto, la tesis ensayada para conceder determinaciones concretas al trabajo de ciertos escritores argentinos contemporáneos. Quisiera, sin embargo, explorar otra posibilidad, algo más radical y, por añadidura, polémica: la idea de literatura de izquierda habla no de las obras de los autores tematizados por Tabarovsky sino de lo escrito en años recientes por algunos otros.

Con el empleo de la expresión, por supuesto, el autor no intentaba hacer una reivindicación anacrónica del proyecto de las vanguardias históricas. Tras su enarbolamiento, ni siquiera había una defensa del ideario y/o las iniciativas políticas de eso que habitualmente denominamos la izquierda o las izquierdas. Los escritores en los que pienso son de izquierda en un sentido más literal, con lo cual es como si la vieja conjetura sobre el desfasaje existente entre tendencia estética progresiva y orientación política correcta adquiriera una nueva significación. El tema del que ellos se ocupan no es el fracaso sino más bien lo que sigue o viene después de él. El tiempo que les toca en suerte, efectivamente, es un tiempo de derrota: de imposición e inicio del imperio de una cierta voluntad de inclusión, en el que poco a poco va consolidándose una defección en relación al impulso acontecimiental de 2001-2002.

Uno de los grandes representantes de la generación de escritores argentinos en la que estoy pensando es Kike Ferrari, trabajador del Subte de Buenos Aires que en el transcurso de la última década y media ha publicado seis novelas y una voluminosa cantidad de cuentos y relatos. Su primer libro lo escribió en los Estados Unidos, país al que se fue a vivir en 1999 y del que eventualmente sería deportado. Lo publicó cinco años más tarde en una editorial independiente que ya no existe. 

Lo que no fue

Operación Bukowski es entonces una novela de iniciación, en la que básicamente se cuenta la historia de un viaje –o, más bien, la del comienzo de uno. Mucho más interesante, por tanto, es lo que el autor propone en su siguiente trabajo, ganador del 50º Premio Literario Casa de las Américas 2009 y aparecido originalmente en La Habana. Me refiero a Lo que no fue, novela que trata sobre el conjunto de decisiones que llevaron al Nene Echeverría –su protagonista– al momento y el lugar en los que, de alguna manera, permanece durante toda la historia y, en un punto, permanecerá para siempre: la Guerra Civil Española, los Sucesos de Mayo de 1937, Barcelona, la defensa de la ocupación de la Central de la Telefónica, la barricada hecha con caballos muertos de la calle Diputació.

Es ahí y entonces, en ese momento puntual y ese lugar específico, que el Nene resuelve contarlo todo. Y Ferrari lo ayuda a hacerlo, desde ya. Antes de que la bala que lleva su nombre lo encuentre para que de una vez y para siempre no haya más, el lector se anoticia de las múltiples vidas vividas por el personaje –entre ellas, la breve y feroz bajo el nombre de Nene Echeverría. Nos enteramos, efectivamente, no solo de que en realidad se llama Miguel –como Bakunin– y se apellida Di Liborio –como el padre–, sino también, entre otras cosas, que es argentino, porteño y del barrio de Almagro; que es hijo de un panadero italiano cualquiera que muere en la Semana Trágica y sobrino de un anarquista que deviene marxista y luego estalinista; que es íntimo amigo de Hipólito y Mika Etchebéhère, amante de Tina Modotti y compañero de aventuras de Eric Arthur Blair; que es miliciano del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) y que, resistiendo contra las fuerzas de la traición, caerá en combate.

Se trata, a decir verdad, de una vida de película, la cual podría haber sido real pues existieron muchas similares a ella. Y aquí tocamos un punto en verdad clave, ya que, si bien nada de lo narrado por el Nene Echeverría –y, a través suyo, por Ferrari mismo– fue, podría haber sido. El título de la novela, obviamente, da cuenta de ello. Al recorrer sus páginas, los lectores nos confrontamos con hechos y situaciones que no tuvieron lugar, pero, no obstante, que al mezclarse e incluso confundirse con aquello que nos hemos acostumbrado a llamar historia fáctica, tranquilamente podrían haberlo tenido. 

Desde ya, el interrogante sobre el comienzo y el final de la ficción no tiene demasiado sentido porque, en último término, no hay nada que no lo sea. En un punto, esta afirmación resultaría escandalosa para el propio Ferrari, exmilitante del Movimiento al Socialismo (MAS) que, contra y pese a todo, continúa aún reclamándose trotskista. Es sabido que en Trotski y los trotskismos hubo y hay una lucha de características cuasi obsesivas por la verdad histórica. Efectivamente: Mi vida, Historia de la Revolución Rusa, La revolución traicionada y otros textos que nutren el canon de la tradición se abocan de lleno a una exposición de los procesos históricos tal como ellos se desarrollaron. De hecho, una de las últimas batallas libradas por Trotski consistió en ejercer su derecho de defensa ante las acusaciones de traición, sabotaje, terrorismo y complot formuladas por el régimen estalinista, para lo cual se constituyó una comisión investigadora especial presidida por el filósofo John Dewey. 

Para el profeta de la revolución –a la sazón, desarmado, desterrado y exiliado ya en México–, la verdad lo era todo, pues con ella se jugaba ni más ni menos que el provenir de la emancipación. Y esto se manifestaría inclusive en el momento mismo del cobarde y artero atentado que terminaría con su vida, pues la resistencia de Trotski permitiría detener a su asesino y, por consiguiente, esclarecer el crimen y el complot pergeñado. Se comprende entonces la indignación recientemente causada por la miniserie rusa Trotski, emitida por Netflix. Tomando lo que el profeta dijera tras leer la transcripción de un diálogo entre Hitler y el embajador francés ante el Tercer Reich –el episodio es relatado hacia el final del tercer tomo de la biografía de Isaac Deutscher–, podría decirse que las falsificaciones de la serie revelan que, a ochenta años de su asesinato, el espectro de la revolución continúa asediando.

Como sea, ¿qué es Lo que no fue? ¿Cuál es su género? A los fines de ensayar una respuesta, el primer gesto consistiría en ubicar la obra dentro de los estrechos márgenes de la novela histórica, surgida de la mano de Walter Scott y tematizada de forma clásica por Georg Lukács como una suerte de genealogía del proyecto de la burguesía. De ser así, Ferrari habría sucumbido a una tentación de la que no se habría salvado prácticamente nadie. Creo, sin embargo, que entre Lo que no fue y expresiones recientes de la novela histórica progresista o de izquierdas como El hombre que amaba a los perros o La Capitana yace un abismo.

Vale decir: la literatura de Ferrari en general, y Lo que no fue en particular, se encuentra lejos del pastiche del que hablaba Fredric Jameson en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. No nos hallamos ante una expresión más de aquella incapacidad, tan antigua como actual, según la cual «los productores de cultura» no tienen «lugar al que volverse que no sea el pasado: la imitación de estilos caducos, el discurso de todas las máscaras y voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura hoy global». En otras palabras: estamos no ante un precipitado más de la moda nostálgica –lo que el crítico musical Simon Reynolds denomina retromanía y que en cuanto tal, dice Jameson, supone un «síntoma sofisticado de la liquidación de la historicidad, la pérdida de nuestra posibilidad vital de experimentar la historia de un modo activo»– sino, en todo caso, ante aquello que Enzo Traverso y algunos más han llamado melancolía de izquierda.

Lo que el propio Jameson sugiere en relación a la obra de E. L. Doctorow –el autor atiende a ella a los fines de registrar el destino posmoderno de la antigua forma expresiva de la novela histórica– vale, por lo menos en parte, para la de Ferrari. En efecto: el trabajo del escritor argentino pone en crisis «la vieja forma de interpretación social e histórica que constantemente esboza y sostiene». Al igual que en el caso de Doctorow, «ningún simpatizante de izquierdas puede leer» el peculiar realismo de Ferrari «sin ese punzante malestar que define la manera genuina de arrostrar nuestros propios dilemas políticos actuales». 

Hay algo más, sin embargo. La experimentación con el género de la novela histórica por Ferrari propuesta es efectuada a los fines de demostrar –escribe el autor– que «solo el pasado es modificable», que es solo sobre él que tenemos algún tipo de injerencia.

El presente […] es un engaño de los sentidos, una parcela de tiempo inexistente, una ficción de la narrativa. Ahora, no es nada; ahora, en el mismo momento que terminamos de decirlo, es, de hecho, pasado.

Y el futuro nunca llega, claro, siempre está dos pasos adelante. Además no sólo puede ser siempre modificado, sino que es indefectiblemente modificado: cada movimiento que hacemos o dejamos de hacer transmuta los futuros posibles y, por eso, es lo mismo que si nada lo hiciera.

Lo único que permanece vivo y modificable, entonces, es el pasado; cada nuevo evento, cada idea, cada cosa que sucede, le da nueva vida y provoca una lectura distinta de lo que pasó […]

Sin futuro, sin presente, sólo el pasado está acá, con nosotros. 

Ante esta exclusiva existencia del pasado –del pretérito, de lo sido–, lo único que queda, entonces, es elegir –«porque siempre hay que elegir». Por lo general, no hay muchas más opciones. Suele tratarse, de hecho, de la única alternativa posible. Elegir. Tomar las decisiones que haya que tomar y contar una historia. Pues en definitiva todo se reduce a eso. Poco importa si la historia que hay que contar es real, probable o falsa. Y Ferrari, por supuesto, lo sabe.

Lo que sucedió.

Lo que pudo haber pasado.

Lo que no fue.

 

Que de lejos parecen moscas

Si en Lo que no fue se experimenta con la novela histórica, en Que de lejos parecen moscas –trabajo publicado originalmente en 2011– se lo hace con el policial y el relato negro. La cita de ¿Quién mató a Rosendo? que hace las veces de una advertencia –«si alguien quiere leer este libro como una simple novela policial, es cosa suya»– revela, de hecho, que se trata de una de las más logradas manifestaciones del género que se hayan escrito. Con lo que lidian los lectores, efectivamente, es con la historia de las clases dominantes vernáculas desde la dictadura hasta el presente. El señor Machi –«un hombre de negocios, un selmei men»; como él mismo se define– es el típico nuevo rico de los noventa –y que la novela, en términos históricos, se sitúe apenas después del año 2003 es por demás sintomático– que ve a propios y ajenos como «un montón de pedacitos que de lejos parecen moscas. Moscas enloquecidas. Que pueden ser un poco molestas, pero que no asustan a nadie». 

La historia comienza cuando el señor Machi encuentra un cadáver en el baúl de su BMW, atado con las esposas de peluche rosa que usa con sus amantes. No es el primer ni último cadáver que aparecerá en el relato, pues los muertos con los que los miles de señores Machi cargan suelen retornar una y otra vez, a la manera de fantasmas o espectros. Porque –y este es el punto clave– detrás de la emergencia de sujetos despreciables como el protagonista de la novela hay una derrota histórica y, por añadidura, muertes. Muchísimas muertes. Y al tematizar de manera formidable lo que hubo de venir después de dicha derrota, Que de lejos parecen moscas pinta un gran retrato de la misma. Lo hace, por ejemplo, desde el punto de vista de Cloaca Pereyra, el encargado de la seguridad del señor Machi:

Por dios, eso creían que era hacer política, los muy pelotudos, así pensaban que nos ganaban. Hay que reconocerlo: los hicimos mierda, los zurdos se quedaron sin brújula. O mejor: les metimos la brújula en el culo. Nos los cogimos de parado. Y ahora no saben qué hacen, ni contra quién.

¿Existe acaso una descripción más apropiada de la derrota que ésta? Quedarse sin brújula, no saber qué hacer ni contra quién: eso es la derrota. En eso consiste y de eso trata.

Todos nosotros

Con esta descripción a la mano, querría ahora volver a Trotski –pues si hablamos de literatura, siempre será pertinente volver a él– y, puntualmente, a la siguiente sugerencia del más grande de sus biógrafos: «la derrota de Trotski estaba preñada de victoria» –se trataba, como ha sabido sugerir también Daniel Bensaïd en Trotskismos, de «una victoriosa derrota». Y digo que pretendo regresar a Trotski puesto que el último libro de Ferrari trata, precisamente, sobre su muerte, su derrota –la derrota de todos aquellos que vinieron después de él– y la desquiciada voluntad de volverla del revés para, así, de una vez por todas, dar lugar a la victoria. 

En Todos nosotros (2019), esa voluntad toma cuerpo a través de la experimentación no ya únicamente con la novela histórica y/o el policial sino también con el género de la ciencia ficción y, más en lo específico, con un tópico literario que –de H. G. Wells para acá– se ha convertido en todo un clásico: el de los viajes en el tiempo. Como veremos, el de Ferrari es un ejercicio que no tiene absolutamente nada que envidiarle al new weird de China Miéville –pienso, sobre todo, en El consejo de hierro, la tercera entrega de la trilogía de Bas-Lag.

El argumento es relativamente sencillo: «una tarde cualquiera de 1988», el Gordo Felipe Caballero abraza una obsesión que lo acompañará durante el resto de su vida: «apagar la vida de un tipo que se llamó Ramón. Ramón Mercader del Río». Surge entonces la idea de construir una máquina para viajar en el tiempo –más precisamente, al 20 de agosto de 1940– e impedir el asesinato de Trotski. Años más tarde, Mario Barrett, excompañero de militancia del Gordo Felipe en el MAS –«el gran partido trosko en la vuelta de la democracia»–, rendirá homenaje a su amigo y el proyecto por décadas tramado.

Ahora bien, la estructura narrativa propuesta complejiza la relativa sencillez de la trama. Todos nosotros es una novela coral, escrita de manera fragmentaria y laberíntica, en la que hasta las cosas hablan. En el rompecabezas ideado por Ferrari, hay una multiplicidad de personajes que se suman al Gordo Felipe y Mario a la hora de contar la historia, entre los que destacan los cuatro vampirizados a Paco Ignacio Taibo II –escritor a quien el autor dedica el libro–, Hank McPherrar –a quien los lectores de la obra de Ferrari ya conocíamos de Y es probable que no quede ninguno (2015)– y Esteban Volkov, nieto de Trotski también fuera de la ficción. Hasta Miguel di Liborio, tío abuelo por parte de madre de una amiga del Gordo Felipe, vuelve a vivir en Todos nosotros –esta vez, como la identidad que ha de asumir Mario en 1940.

Al igual que Trotski y los trotskistas en general, al igual que el Gordo Felipe, Mario y muchos otros personajes de la novela, al igual que tantos más de los suyos, Ferrari intenta entonces –haciéndose para ello de las armas que le ofrece la literatura– trocar la derrota en victoria. Todos nosotros constituye tanto un examen del pasado de las izquierdas como una oda a la generación de la que el propio autor forma parte –con sus virtudes y sus defectos, por supuesto. De ahí el título, el cual a su vez remite a una parte de la grabación que el Gordo Felipe deja como testamento a su amigo:

Por las dudas te lo decimos ahora. Gracias, Mario.

Bueno, es tu turno: hacé esto y hacelo bien.

Por todos nosotros.

Pero, sobre todo, por nosotros.

[Mira a la cámara fijo –como si fueran mis ojos, como si escuchara la pregunta que hago–, la señala primero, después a su propio pecho].

Vos y yo.

[Hace una pausa, lo que me da tiempo de asimilar el impacto de que se haya nombrado en singular].

Nosotros […]

Una vez más: ¡Salud, hermano! ¡La tierra será el Paraíso!

 

Convencido de que «la amistad es el primer comunismo» –eso al menos es lo que, en un pasaje de la novela, el Jefe Fierro le dice a Mario, con lo cual es como si el propio Taibo II se lo dijera al autor–, Ferrari cuenta la historia de un conjunto de fundidos que hicieron lo que pudieron. Todos ellos se encuentran junto a los que fueron desarmados y desterrados en el pasado: los militantes del MAS, los milicianos del POUM –y los anarquistas de la Confederación Nacional del Trabajo, claro: el de la Guerra Civil Española fue uno de los tantos momentos de afinidades revolucionarias en los que las banderas rojas y negras flamearon juntas–, la Oposición de Izquierda al estalinismo y la degeneración de la URSS, etc. Al tanto de que «todo el que se inclina ante los hechos consumados es incapaz de preparar el porvenir», estos derrotados de la historia, sin embargo y pese a todo, lo siguieron intentando, pues siempre supieron demasiado bien que nada –absolutamente nada– es definitivo o inmutable.

En breve: como Taibo II, como el propio Ferrari, todos ellos se encuentran perfectamente al tanto de lo que saben y lo que son. Solos, tuvieron que buscar aliados y un lugar del que sostenerse. ¿Quién puede reprochar a los miles de Felipe Caballero que existieron (y aún existen) el haberse tenido que apoyar en el delirio? A fin de cuentas, el extravío, el disparate, el absurdo incluso, fue a lo que recurrió Louis Auguste Blanqui, l’enfermé del Fort de Taureau, al lanzarse al infinito y librar una última batalla cosmológica. Fue de lo que estuvo hecha la última jugada de Trotski, llevada a cabo cuando, en medio de la persecución y el acorralamiento, llamó a conformar una nueva Internacional –la IV–, cuyas tareas principales querían ser tan elementales como pretenciosas: transmitir una herencia, preparar el porvenir.

Y si de últimas jugadas se trata, para terminar permítaseme dirigirme hacia el final de la novela –más precisamente, hacia el desenlace del guion que el Jefe Fierro escribe para un Mario Barrett puesto ya en los zapatos de Miguel di Liborio–, pues allí –spoiler alert– es dicho lo que todos y cada uno de nosotros –en nuestra locura pero también en el mayor de los raptos de nuestras lucideces– quisiéramos decir. En efecto: antes de tirar tres veces del gatillo del arma que hará que explote el pecho de uno de los mayores villanos de todos los tiempos, alguien que podría ser cualquiera de nosotros exclama: «Che, vos, Mercader y la concha de tu madre». Y entonces el héroe que salvó a quienes venían después al recordarles que «la vida es hermosa», que debían liberarla de «todo mal, opresión y violencia» para así poder disfrutarla «plenamente», es a su vez salvado.

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