En agosto de 1893, cuando el presidente de la organización la llamó para hablar durante la sesión del Congreso de Zúrich de la Segunda Internacional, Rosa Luxemburgo se abrió paso sin dudar entre una multitud de delegados y activistas que se amontonaban en el hall. Era una de las pocas mujeres presentes y estaba en la flor de su juventud. De complexión delgada, una malformación en la cadera la había obligado a cojear desde los cinco años. En efecto, la primera impresión que produjo en muchas de las personas que la veían por primera vez era la de ser una criatura frágil. Aunque luego, parada sobre una silla para hacerse escuchar mejor, cautivó rápidamente a toda la audiencia con la sutileza de su razonamiento y la originalidad de sus posiciones.
Desde su punto de vista, la demanda central del movimiento obrero polaco no debía ser la de un Estado polaco independiente, tal como habían sostenido todos antes de ella. Polonia todavía estaba bajo un gobierno tripartito, dividido entre los imperios alemanes, austrohúngaro y ruso; su reunificación estaba generando muchas dificultades y los trabajadores debían posar su mirada sobre objetivos que sirvieran para impulsar luchas prácticas en nombre de necesidades específicas.
En una línea de argumentación que desarrollaría durante los años siguientes, atacó a quienes se concentraban exclusivamente en los temas nacionales y dejaban de lado la lucha proletaria en un sentido más amplio. Advirtió que se corría el peligro de que la retórica del patriotismo fuese utilizada para restarle importancia a la lucha de clases y para mantener la cuestión social en un lugar relegado. Sostenía que no había necesidad de añadirle el «sometimiento a la nacionalidad polaca» a todas las formas de opresión sufridas por el proletariado.
Supo compensar las dificultades que enfrentaba con su espíritu independiente y su autonomía, una virtud que con frecuencia ocasiona problemas incluso en los partidos de izquierda. Daba cuenta de una inteligencia vivaz y era capaz de desarrollar ideas nuevas y defenderlas sin sobresaltos, con una franqueza encantadora, frente a figuras de la talla de August Bebel y Karl Kautsky (en cuya formación tuvieron el privilegio de tratar directamente con Engels). Su meta no era repetir una y otra vez las palabras de Marx, sino interpretarlas históricamente y, si era necesario, profundizar algunas sus ideas. La libertad de alzar la voz para enunciar su propia opinión y de expresar posiciones críticas al interior del partido era para ella un derecho inalienable. El partido tenía que ser un espacio en el cual convivieran distintas perspectivas, con el único requisito de que quienes se unieran a la organización compartieran sus principios fundamentales.
La cuestión no era mejorar el orden social existente, sino construir un orden completamente diferente. El rol de los sindicatos –que solo eran capaces de arrebatarles a los patrones condiciones más favorables en el marco del modo de producción capitalista– y la revolución rusa de 1905 suscitaron algunas ideas sobre los posibles agentes y acciones que podrían generar una transformación radical de la sociedad. En el libro Huelga de masas, partido y sindicatos (1906), que analizaba los principales acontecimientos que se desarrollaban en amplias regiones del Imperio ruso, Luxemburgo destacaba el rol fundamental de las capas más numerosas y más desorganizadas del proletariado. A sus ojos, las masas eran las verdaderas protagonistas de la historia. En Rusia, el «elemento espontaneidad» –un concepto que llevó a que algunas personas la acusaran de sobrestimar la conciencia de clase de las masas– había sido un factor importante y, consecuentemente, el rol del partido no debía ser el de preparar la huelga de masas sino el de posicionarse como dirección «de todo el movimiento».
Para Rosa Luxemburgo, la huelga de masas era «el pulso vivo de la revolución y al mismo tiempo su motor más poderoso». Era el verdadero «método de movimiento de la masa proletaria, la forma fenoménica de la lucha proletaria en la revolución». No se trataba de una acción aislada, sino de la suma total de un largo período de lucha de clases. Señaló además que debía prestársele atención al hecho de que, «en la tormenta del período revolucionario», el proletariado se transformaba a tal punto que «hasta el bien supremo, la misma vida, por no decir nada del bienestar material, significa muy poco en comparación con los ideales de la lucha». En este proceso, los trabajadores ganan en conciencia y en madurez. Las huelgas de masas en Rusia habían mostrado cómo, durante tales períodos, «la incesante acción recíproca entre las luchas políticas y las económicas» era de tal naturaleza que una podía transformarse inmediatamente en la otra.
Este choque cobró todavía más relevancia luego de la Revolución rusa de 1917, a la cual ella brindó su apoyo incondicional. Preocupada por los acontecimientos que se desarrollaban en Rusia –por ejemplo, los problemas que planteaba la reforma agraria–, fue la primera en el campo comunista en observar que un estado de emergencia prolongado tendría una influencia degradante sobre la sociedad. En el texto póstumo titulado La revolución rusa (1922 [1918]), destacaba que la misión histórica del proletariado, en el momento de la conquista del poder político, era «crear una democracia socialista en reemplazo de la democracia burguesa, no para eliminar la democracia». El comunismo implicaba «la participación más activa e ilimitada posible de la masa popular, la democracia sin límites». Un horizonte político y social completamente diferente solo podría ser alcanzado a través de un proceso complejo de este tipo, y no si se reservaba el ejercicio de la libertad «solo para los que apoyan al gobierno, solo para los miembros de un partido».
Luxemburgo estaba firmemente convencida de que, a causa de su misma naturaleza, «no se puede decretar el socialismo», que debe expandir la democracia y no reducirla. Escribió que «lo negativo, la destrucción, puede decretarse; lo constructivo, lo positivo no». Este era un «territorio nuevo» y solo la «experiencia» sería capaz de «corregir y abrir nuevos caminos». La Liga Espartaquista, fundada en 1914 con posterioridad a una ruptura con el SPD, y que luego se convirtió en el Partido Comunista de Alemania (KPD), declaró explícitamente que nunca ejercería el gobierno a menos que hubiese una voluntad clara e inequívoca de la gran mayoría de la masa proletaria de toda Alemania.
A pesar de adoptar decisiones políticas opuestas, tanto los socialdemócratas como los bolcheviques concebían la democracia y la revolución como dos procesos alternativos. Por el contrario, en el caso de Rosa Luxemburgo, debe decirse que el núcleo de su teoría política era la unidad indisoluble de las dos. Su legado ha sido explotado en los dos sentidos: los socialdemócratas, cómplices de su brutal asesinato en manos de fuerzas paramilitares de derecha cuando tenía solo 47 años, lucharon contra ella durante mucho tiempo destacando sin ningún reparo los acentos revolucionarios de su pensamiento, mientras que los estalinistas evitaron dar a conocer mejor sus ideas dado su carácter crítico y su espíritu libre.
Este cuadro estaba lejos del optimismo que pintaban los escenarios reformistas y, para resumirlo, Luxemburgo utilizó una fórmula que adquirió una amplia resonancia durante el S. XX: «socialismo o barbarie». Explicó que el segundo término podría ser evitado solo gracias a la lucha consciente de las masas y, dado que el antimilitarismo implicaba un elevado nivel de conciencia política, fue una de las grandes defensoras de la huelga general contra la guerra, un arma que muchos otros –hasta el propio Marx– habían subestimado. Argumentó que el tema de la defensa nacional debía ser usado en contra de los nuevos escenarios de guerra y que la consigna «¡Guerra a la guerra!» debía convertirse en la piedra de toque de la política de la clase trabajadora. Tal como escribió en La crisis de la socialdemocracia alemana (1915), texto también conocido como El folleto Junius, la Segunda Internacional explotó porque fracasó a la hora de «dirigir al proletariado de todos los países en una sola táctica y un solo accionar común». Por lo tanto, de ahí en adelante el objetivo principal del proletariado, tanto en tiempos de guerra como de paz, debía ser la lucha contra el imperialismo y el bloqueo de nuevas conflagraciones.
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