El fascismo puede ser definido en términos clásicos a la vez como una ideología, como un movimiento y como un régimen. Designa, en primer lugar, un proyecto político de «regeneración» de una comunidad imaginaria –en general, la nación [1]– que supone una amplia operación de purificación o, dicho de otra forma, la destrucción de todo lo que, desde el punto de vista fascista, representa un obstáculo una homogeneidad fantaseada y una traba a su quimérica unidad, es decir, todo aquello que aleja a la comunidad de su esencia imaginaria y disuelve su identidad profunda.
En tanto movimiento, el fascismo se desarrolla y gana una gran audiencia presentándose como una fuerza capaz de desafiar al «sistema» reestableciendo al mismo tiempo «la ley y el orden». Es esta faceta profundamente contradictoria de revuelta reaccionaria, mezcla explosiva de falsa subversión y de ultraconservadurismo, la que le permite seducir a franjas sociales cuyas aspiraciones e intereses son esencialmente antagonistas.
Cuando el fascismo llega a conquistar el poder y a convertirse en un régimen (o, más precisamente, en un estado de excepción), tiende siempre a perpetuar el orden social independientemente de sus pretensiones «antisistema» que, algunas veces, llegan a presentarse como «revolucionarias».
Esta definición permite establecer una continuidad entre el fascismo histórico, el del período de entreguerras, y el que denominaremos aquí neofascismo, es decir, el fascismo de nuestro tiempo. Como veremos más adelante, afirmar una continuidad de este tipo no implica permanecer en la ceguera frente a las diferencias de contextos.
Se trata entonces de lo que Gramsci denominaba crisis de hegemonía (o «crisis orgánica»), cuyo componente central es la incapacidad creciente de la burguesía para imponer su dominación política mediante la fabricación de un consenso mayoritario de forma adecuada, es decir, sin apelar a un aumento considerable de los niveles de coerción física. En la medida en la que el elemento fundamental que caracteriza esta crisis no es un ascenso impetuoso de las luchas populares, ni mucho menos una sublevación capaz de crear fisuras profundas al interior del Estado capitalista, este tipo de crisis política no se deja caracterizar como crisis revolucionaria, aun si la crisis de hegemonía puede, bajo ciertas condiciones, desembocar en una situación de tipo revolucionario o prerrevolucionario.
La incapacidad proviene especialmente del debilitamiento de los vínculos entre representantes y representados o, más precisamente, de las mediaciones entre el poder político y la ciudadanía. En el caso del neofascismo este debilitamiento se traduce por la pérdida de fuerza de las organizaciones de masas tradicionales (partidos políticos, sindicatos, asociaciones), sin las cuales la sociedad civil se convierte en una consigna electoral (pensemos en las famosas «personalidades surgidas de la sociedad civil»), favorece la atomización de los individuos y los condena a la impotencia, dejándolos expuestos a nuevos afectos políticos, nuevas formas de reclutamiento y nuevos modos de acción. Sin embargo, este debilitamiento, que hace que la formación de milicias de masas sea prácticamente superflua para el neofascismo, es el producto mismo de las políticas burguesas y de la crisis social que no pueden evitar engendrar.
Al lanzar una ofensiva contra el movimiento obrero organizado, al quebrantar metódicamente todos los fundamentos del «compromiso social» de la posguerra, que dependía de una determinada relación entre las clases (una burguesía relativamente debilitada y una clase obrera organizada y movilizada), la clase dominante se volvió progresivamente incapaz de edificar un bloque social heterogéneo y hegemónico. A esto debe agregarse la fuerte inestabilidad de la economía mundial y las dificultades que encontraron las economías nacionales, todo lo cual debilitó de forma profunda y duradera el crédito que las poblaciones le daban a las clases dirigentes y la confianza que tenían en el sistema económico.
– en la abstención electoral, que es cada vez mayor (aun si se reduce excepcionalmente, cuando tal o cual elección resulta estar más polarizada) y que en la actualidad alcanza niveles históricamente inéditos;
– en la caída –progresiva o brutal– de una parte importante de los partidos institucionales dominantes (o la aparición en su interior de movimientos y de figuras nuevas, como el Tea Party y Trump en el caso del Partido Republicano de los Estados Unidos);
– en la emergencia de nuevos movimientos políticos o el ascenso de fuerzas que antes eran marginales;
– en la eclosión de movimientos sociales que se desarrollan más allá de los marcos tradicionales, es decir, que se desarrollan especialmente fuera del movimiento obrero organizado (lo que no quiere decir que no tengan ningún vínculo con la izquierda política o con los sindicatos).
En algunos contextos, el neofascismo es capaz de insertarse en movimientos sociales amplios (Brasil) o de producir por sí mismo movilizaciones de masas (India). También consigue que sus ideas penetren en algunas franjas de esos movimientos. Sin embargo, esto en general no es suficiente para que las organizaciones neofascistas se transformen en movimientos militantes de masas, al menos en esta fase, y las luchas extraparlamentarias siguen mostrando una tendencia que las acerca más a las ideas de emancipación social y política (anticapitalismo, antirracismo, feminismo, etc.) que al neofascismo. Aunque carezcan de cohesión estratégica y de un horizonte político común, y hasta de reivindicaciones homogéneas, estas luchas apuntan generalmente a la ruptura del orden social y le dan una existencia concreta a la posibilidad de una bifurcación emancipatoria.
En cualquier caso, el orden político se encuentra profundamente desestabilizado. No obstante, es evidente que este tipo de situaciones posibilita la aparición de movimientos fascistas –entre diferentes grupos sociales y por motivos contradictorios– a la vez como una respuesta fundamentalmente electoral (al menos en este estadio) al declive de la capacidad económica de las clases dominantes y como una alternativa al juego político tradicional.
En la situación actual, de la misma forma que durante el período de entreguerras, enfrentar la amenaza fascista supone no solamente desplegar luchas defensivas contra el endurecimiento autoritario, las políticas en contra de la inmigración, el desarrollo de las ideas racistas, etc., sino también (y sobre todo) que las franjas subalternas de la población –explotadas y oprimidas– logren unificarse políticamente alrededor de un proyecto de ruptura con el orden social y aprovechar la oportunidad que constituye la crisis de hegemonía.
Al hacer de la «nación» la solución frente a todos los desafíos –crisis económica, desempleo, «inseguridad», etc.–, invariablemente atribuidos a lo que se considera como extranjero (en particular, todo lo que tiene que ver, de una u otra forma, con la inmigración), el fascismo pretende erigirse en una fuerza «antisistema» y constituir una «tercera vía»: ni derecha ni izquierda, ni capitalismo ni socialismo. La bancarrota de la derecha y las traiciones de la izquierda le dan crédito al ideal fascista de una disolución de las divisiones políticas y de los antagonismos sociales en una «nación» por fin «regenerada» gracias a su homogeneidad política (que depende, en realidad, del fascismo), unánime ideológicamente (es decir, privada de todo medio de expresar públicamente cualquier forma de contestación) y «purificada» etnorracialmente (es decir, desembarazada de los grupos considerados intrínsecamente «alógenos», «inasimilables», «inferiores» y «peligrosos».
Pero, en un segundo tiempo, una vez que pasa lo que podría denominarse el momento «plebeyo» o «antiburgués» (rasgo al cual el fascismo no renuncia nunca del todo, al menos en el discurso, y esta es una de sus particularidades), los dirigentes fascistas aspiran a establecer una alianza con los representantes de la burguesía –generalmente por mediación de partidos o dirigentes políticos burgueses– para concretar su acceso al poder, utilizar el Estado en beneficio propio (principalmente con fines políticos, aunque también de enriquecimiento personal, como han mostrado todas las experiencias fascistas y como lo ilustran regularmente las condenas judiciales a los representantes de la extrema derecha por desviación de fondos públicos), prometiéndole al capital la destrucción de cualquier oposición. Nada queda de las pretensiones iniciales de una «tercera vía». El fascismo no propone más que hacer funcionar al capitalismo bajo el régimen de la tiranía.
Este proceso no puede dejar de suscitar, como reacción, las radicalizaciones racistas y masculinistas, que se despliegan de formas y en direcciones distintas aunque encuentran su plena coherencia política en el proyecto fascista. En efecto, este articula la representación delirante de un proceso de inversión, inconcluso o terminado, de las relaciones de dominación (con sus diversas mitologías, que constituyen la «dominación judía», el «gran reemplazo», la «colonización al revés», el «racismo antiblanco», la «feminización de la sociedad», etc.) y de la voluntad fanática que los grupos opresores tienen de mantener su dominación, cueste lo que cueste.
Si bien las extremas derechas se oponen en todas partes a los movimientos y a los discursos feministas, y aunque es cierto que no rompen nunca con una concepción esencialista de los roles de género, esto no quita que puedan adoptar circunstancialmente, de acuerdo a las necesidades políticas y a los contextos nacionales, una retórica de defensa de los derechos de las mujeres y de las minorías sexuales. Es como si utilizaran una sordina para mitigar algunas de sus posiciones tradicionales (prohibición del aborto, criminalización de la homosexualidad, etc.), enriqueciendo toda una gama de discursos nacionalistas que adquieren nuevas tonalidades. De esta forma, se responsabilizará a los «extranjeros» [2] por las violencias que sufren las mujeres y las personas homosexuales. El feminacionalismo y el homonacionalismo permiten así alcanzar nuevos segmentos del electorado, ganar respetabilidad política y, de paso, evitar cualquier crítica sistémica del heteropatriarcado.
El neofascismo está actualmente dividido por los fenómenos mórbidos asociados al capitaloceno. Una gran parte de los movimientos, las ideologías y los dirigentes neofascistas minimizan notablemente el calentamiento global (o, en algunos casos, lo niegan lisa y llanamente), defendiendo la intensificación del extractivismo (carbofascismo). A la inversa, algunas corrientes, que podríamos calificar como ecofascistas, pretenden elaborar una respuesta a la crisis medioambiental aunque no hacen más que reavivar y maquillar como «ecología» las viejas ideologías reaccionarias del orden natural, siempre asociadas a las representaciones de los roles y las jerarquías tradicionales, especialmente las de género pero también las de comunidades orgánicas cerradas (en nombre de la «pureza de la raza» o con el pretexto de la «incompatibilidad de culturas»). También utilizan frecuentemente la urgencia del desastre para proponer soluciones ultrautoritarias (ecodictaduras) y racistas (la mayoría de las veces justificando con su neomaltusianismo el incremento de la represión hacia las personas migrantes y el impedimento casi total de las migraciones).
Si bien los segundos siguen siendo en gran medida minoritarios en relación con los primeros y no disponen de corrientes políticas de masas, sus ideas se desarrollan hasta impregnar el sentido común neofascista. En este marco emerge también una ecología identitaria y las luchas medioambientales se convierten en un terreno crucial para los antifascistas. Este clivaje remite a su vez a una tensión intrínseca al fascismo «clásico», que lo coloca entre un hipermodernismo que exalta la gran industria y la técnica como índice y palanca de la potencia nacional (económica y militar), y un antimodernismo que idealiza la tierra y la naturaleza como los lugares en los que residen los valores auténticos con los cuales la nación debería reconectarse para rencontrar su esencia.
A menos que se tomen al pie de la letra –y, por lo tanto, se legitimen– sus pretensiones de mantenerse del lado de «los de abajo» y constituir un programa de transformación social que les sería favorable, o que se adopte una definición puramente formal/institucional del concepto de «revolución» (que se convierte simplemente en sinónimo de un cambio de régimen), el fascismo no podría ser definido de ninguna manera como «revolucionario»: toda su ideología y toda su práctica de poder tiende, por el contrario, hacia la consolidación y el reforzamiento, por medios criminales, de las relaciones de explotación y de opresión.
Es más: el proyecto fascista consiste en intensificar esas relaciones para producir un cuerpo social extremadamente jerarquizado (desde el punto de vista de la clase y del género), normalizado (desde el punto de vista de las sexualidades y de las identidades de género) y homogeneizado (desde el punto de vista étnico racial). La reclusión y los crímenes de masas (genocidio) no son solamente una consecuencia fortuita sino una potencialidad inherente al fascismo.
Para esto, se sirven de tres tácticas principales:
– la repetición parcial de elementos del discurso crítico y programático, aunque privado de toda dimensión sistémica y de toda mira revolucionaria. Por ejemplo, no critican los fundamentos del capitalismo, es decir, la relación de explotación sobre la cual reposa (capital/trabajo), la propiedad privada de los medios de producción ni la coordinación del mercado, pero sí su carácter globalizado o financierizado (lo cual les permite, como dijimos antes, retomar los antiguos elementos antisemitas del discurso fascista clásico, que siempre encuentra seguidores en ciertas franjas de la población). Desde este punto de vista, comprendemos que la crítica del libre mercado, e incluso el llamamiento al «proteccionismo», si no se vinculan de manera coherente con el objetivo de una ruptura con el capitalismo, tienen grandes probabilidades de fortalecer ideológicamente a la extrema derecha.
– la inversión de la retórica de las izquierdas y de los movimientos sociales para convertirla en un arma contra los «extranjeros», es decir, un arma contra las minorías raciales. Es la lógica del feminacionalismo y del homonacionalismo mencionados más arriba, pero también de la defensa «nacionalista» de la laicidad: aunque la extrema derecha se opuso a lo largo de toda su historia a los derechos de las mujeres y de la comunidad LGTBIQ o al principio de laicidad, algunas de sus corrientes pretenden ser sus mejores defensoras, lo que supone en el último caso una completa redefinición de la laicidad en un sentido agresivo para las personas musulmanas, incluyendo la discriminación (indisociablemente etnorracial y religiosa) que se esconde bajo la máscara de la defensa de los grandes principios republicanos amenazados por un supuesto «separatismo» musulmán.
– la inversión de la crítica feminista o antirracista, que argumenta que los grupos oprimidos se convirtieron en opresores. De esta manera, vemos cómo una multitud de ideólogos reaccionarios, a escala internacional, no solo afirman que el racismo y el sexismo habrían desaparecido, sino que son las mujeres, las personas no blancas y la comunidad LGTBIQ las que ejercen en la actualidad formas de dominación sobre los hombres, los blancos y los heterosexuales, con lo cual se supone que además contradicen el orden natural de las cosas. Este tipo de discurso es el mejor medio para convocar, sin decirlo explícitamente, a una operación supremacista de «reconquista», es decir, de autoafirmación blanca o masculina.
A la adopción de los métodos fascistas le precede siempre un conjunto de renuncias, por parte de la clase dominante, a algunas de las dimensiones fundamentales de la democracia liberal. Las arenas parlamentarias son cada vez más marginalizadas y evitadas, mientras el poder legislativo es acaparado por el ejecutivo y los métodos de gobierno se vuelven cada vez más autoritarios (decretos leyes, ordenanzas, etc.). Pero esta fase de transición entre democracia liberal y fascismo consiste sobre todo en la limitación creciente de las libertades de organización, de reunión y de expresión, e incluso del derecho a huelga.
De esta forma, sin grandes declaraciones se opera el endurecimiento autoritario, que hace reposar cada vez más el poder político sobre el mantenimiento y la lealtad de los aparatos represivos del Estado, entrando en una espiral antidemocrática: la vigilancia cada vez más estricta de los barrios populares y de inmigrantes; la obstaculización, la prohibición o la cruda represión de las manifestaciones; los juicios expeditivos hacia quienes protestan y el uso creciente de las penas de prisión; el despido cada vez más frecuente de los trabajadores y las trabajadoras que hacen huelga; la reducción del perímetro y de las posibilidades de acción sindical, etc.
Afirmar que la oposición entre la democracia liberal y el fascismo se produce entre dos formas políticas de la dominación burguesa, no significa en absoluto que el antifascismo, los movimientos sociales y las izquierdas deban mostrarse indiferentes al debilitamiento de las libertades públicas y de los derechos democráticos. Defender esas libertades y esos derechos, no implica promover la ilusión de un Estado o de una república concebidas como árbitros neutrales de los antagonismos sociales; es defender una de las principales conquistas de las clases populares de los siglos XIX y XX, a saber, el derecho de las personas explotadas y oprimidas a organizarse y a movilizarse para defender sus condiciones de trabajo y de existencia fundamentales. Esta es la base imprescindible para una conciencia de clase, feminista y antirracista. Pero también implica que estas deben afirmarse como una alternativa a la desdemocratización que define en términos esenciales al proyecto del neoliberalismo.
Allí donde el régimen liberal tiende a engañar a los grupos subalternos, cooptando a una parte de sus representantes, incorporando a algunos de sus militantes en el marco de coaliciones (como socios menores, sin voz ni voto), en negociaciones (el pretendido «diálogo social» en el cual los sindicatos o las asociaciones juegan un rol secundario), o al integrar algunas de sus reivindicaciones, el fascismo aspira a destruir toda forma de organización que sea inasimilable para el Estado fascista y a arrancar de raíz cualquier aspiración de organizarse colectivamente por fuera de los marcos organizativos fascistas o fascistizados. El fascismo se presenta en este sentido como una forma política que busca la destrucción casi completa de la capacidad de autodefensa de los grupos subalternos o su reducción a formas de resistencia moleculares, pasivas y clandestinas.
Sin embargo, hay que notar que, en esta obra de destrucción, el fascismo no puede garantizar la pasividad de una gran parte del cuerpo social exclusivamente a través de medios represivos o utilizando discursos que se enfocan en tal o cual chivo expiatorio: no puede estabilizar su dominación más que satisfaciendo realmente los intereses materiales inmediatos de ciertos grupos (trabajadores desempleados, trabajadores autónomos empobrecidos, funcionarios, etc.), o al menos aquellos que, al interior de estos grupos, son reconocidos por los fascistas como elementos «verdaderamente nacionales». En un contexto de abandono de las clases populares por parte de la izquierda, no podría subestimarse la fuerza de atracción de un discurso que promete conservar los empleos y las prestaciones sociales para estos elementos, que supuestamente son «verdaderamente nacionales» (de los cuales no puede dejar de repetirse que no son definidos por un criterio jurídico de nacionalidad sino por un criterio de origen y, por lo tanto, etnorracial).
El «pueblo», tal como lo entienden los fascistas, no designa ni un grupo que compartiría ciertas condiciones de existencia (en el sentido en que la sociología habla de clases populares), ni una comunidad política que incluiría a todas las personas vinculadas por una voluntad común de pertenencia, sino una comunidad etnorracial fijada de una vez por todas de forma tal de reunir a quienes serían «verdaderamente de aquí» (siendo el criterio de pertenencia al «pueblo» que se invoca pseudobiológico o seudocultural); esto equivale, en síntesis, a un cuerpo social librado de los enemigos (el «partido del extranjero») y de los traidores (las izquierdas), que se habrían puesto de su lado.
Respecto a la acción propiamente fascista, esta oscila por excelencia entre la ejecución punitiva conducida por brigadas armadas (bandas extraestatales o sectores del aparato represivo de Estado independizados o en vías de independizarse [3]), las manifestaciones de tipo militar y el plebiscito electoral. Mientras que la primera atacan a las luchas sociales y, más en general, a los grupos subalternos (trabajadores en huelga, minorías étnicas y raciales, mujeres en lucha, etc.), y se utiliza con el fin de desmoralizar al adversario y preparar el terreno para la implantación fascista, las segundas apuntan a producir un efecto simbólico y psicológico de masa, con el fin de movilizar los afectos en beneficio del líder, del movimiento o del régimen, y el tercero busca, en un conjunto de individuos atomizados, la ratificación de la voluntad del líder o del movimiento.
Aunque el fascismo efectivamente convoca a las masas, no lo hace en ningún caso para estimular su acción autónoma a partir de intereses específicos (política de clase), favoreciendo, por ejemplo, formas de democracia directa en el marco de las cuales sería posible discutir y actuar colectivamente, sino con el fin de sostener a los líderes fascistas y brindarles un argumento sólido en las negociaciones con la burguesía para acceder al poder. La participación popular en los movimientos fascistas –y, algunas veces, hasta en sus regímenes– es dirigida fundamentalmente desde arriba, tanto en sus objetivos como en sus formas, y supone un respeto absoluto hacia quienes, por naturaleza, estarían destinados a mandar.
No obstante, pueden encontrarse formas de movilización por abajo durante las primeras etapas del fascismo, entre las franjas plebeyas del fascismo que le proveen sus tropas de choque tomándose en serio sus promesas antiburguesas y su seudoanticapitalismo. Con todo, a medida que la crisis política se acentúa y se sella la alianza de los fascistas con la burguesía, no dejan de suscitarse tensiones entre estas ramas y la dirección del movimiento fascista. Esta última busca desembarazarse forzosamente de la dirección de estas milicias [4], intentando canalizarlas mediante su integración al Estado fascista en construcción.
En realidad, en lo que respecta a la acción, el fascismo no le ofreció jamás a las masas otra cosa más que la alternativa entre la aceptación –estridente o pasiva– de los deseos de los líderes fascistas, y el manganello [5], es decir, la represión (que, en los regímenes fascistas, llega muchas veces al límite de la tortura y la muerte, infligidas incluso en contra de algunos de sus más fervientes partidarios).
Pueden proponerse muchas hipótesis para explicar por qué los neofascistas son incapaces o no aspiran a construir milicias de este tipo:
– la deslegitimación de la violencia política, especialmente en el caso de las sociedades occidentales, que condena a la marginalidad electoral a los partidos políticos que se dotan de estructuras paramilitares;
– la ausencia de cualquier experiencia equivalente a la Primera Guerra Mundial en términos de brutalización de las poblaciones, es decir, de habituación al ejercicio de la violencia, que pondría a disposición de los fascistas a masas de hombres dispuestos a enrolarse y a ejercer la violencia en el marco de milicias fascistas armadas;
– el debilitamiento de los movimientos obreros y de su capacidad para estructurar, organizar y encuadrar, en términos sindicales y políticos, a las clases populares, que hace que los fascistas de nuestro tiempo no tengan al frente un adversario que les impondría la condición de hacer uso de la fuerza para imponerse, y de dotarse consecuentemente de un aparato de violencia de masas;
– el hecho de que los Estados son mucho más fuertes en la actualidad y disponen de instrumentos de vigilancia y de presión de una sofisticación inconmensurable con la de los Estados del período de entreguerras, hace que los fascistas de nuestro tiempo pueden tener la sensación de que la violencia estatal puede ser suficiente a la hora de aniquilar, físicamente si fuese necesario, cualquier forma de oposición;
– por último, el carácter crucial en términos estratégicos que tienen los neofascistas de distinguirse de las formas más visibles de continuidad con el fascismo histórico y, especialmente, con esta dimensión de la violencia extraestatal. En este sentido, debe recordarse que los partidos como el FN en Francia o el FPÖ en Austria han sido creados a partir de estrategias de legitimación elaboradas y puestas en funcionamiento por fascistas conocidos que colaboraron muy activamente con el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial.
Estas hipótesis permiten insistir en el hecho de que la constitución de las milicias de masas se habría vuelto necesaria y posible para los movimientos fascistas en el contexto específico del período de entreguerras. Pero ni la constitución de grupos armados ni el uso de la violencia política constituyen lo propio del fascismo, sea que se lo considere como un movimiento o como un régimen: no es que estos no ocupen un lugar central, pero otros movimientos y otros regímenes, que no pertenecen en absoluto a la constelación de los fascismos, han recurrido a la violencia para conquistar o mantener el poder, muchas veces asesinando a decenas de miles de opositores (sin hablar del uso legítimo de la violencia por parte de los movimientos de liberación).
La dimensión más visible del fascismo clásico, las milicias extraestatales, son en realidad un elemento subordinado a la estrategia de las direcciones fascistas, que las usan tácticamente en función de las exigencias impuestas por el desarrollo de sus organizaciones y la conquista legal del poder político (que supone, desde el período de entreguerras hasta nuestros días, presentarse bajo un disfraz respetable manteniendo a distancia las formas más visibles de violencia). La fuerza de los movimientos fascistas o neofascistas se mide entonces por su capacidad de utilizar –de acuerdo a la coyuntura histórica– la táctica legal y la táctica violenta, la «guerra de posición» y la «guerra de movimiento» (para retomar las categorías de Gramsci).
Es solo al final de este proceso de fascistización cuando aparece el fascismo –en la actualidad, evidentemente sin confesar su nombre y maquillando su proyecto, dado el oprobio universal que rodea a las palabras «fascismo» y «fascista» después de 1945– a la vez como una alternativa (falsa) para distintos sectores de la población y como una solución (real) para una clase dominante políticamente acorralada. Es entonces cuando, siendo un movimiento fundamentalmente pequeñoburgués, puede transformarse en un verdadero movimiento de masas, aun si su núcleo sociológico, que le brinda sus cuadros, sigue siendo la pequeña burguesía: trabajadores y trabajadoras independientes, profesionales liberales, cargos intermedios.
Si bien el primero encuentra evidentemente su principal terreno de expresión en los aparatos represivos de Estado (contando con esos agentes específicos de la fascistización que son los sindicatos policiales), no hay que olvidar la responsabilidad previa que recae sobre los dirigentes políticos del «extremo centro». Y si bien la violencia policial se inscribe en la historia larga del Estado capitalista y de una policía que nuclea generalmente a los elementos más racistas y autoritarios de la sociedad, es la crisis de hegemonía, es decir, el debilitamiento político de la burguesía, lo que vuelve a esta última cada vez más dependiente de su policía y del incremento, tanto de sus poderes como de su autonomía [7]: los ministros formalmente encargados de dirigir a las policías ya no cumplen esta función, sino que la defienden a toda costa, robustecen sus funciones, etc.
El ascenso del racismo combina igualmente la historia larga del Estado, particularmente en el caso de las viejas potencias imperiales en las cuales la opresión colonial y racial ha ocupado –y no deja de hacerlo en la actualidad– un lugar central, con la historia corta del campo político. Frente a la crisis de hegemonía, la extrema derecha y los sectores de la derecha –dando por sentado que estas fuerzas políticas representan fracciones de clase distintas– tienen como proyecto la solidificación de un bloque blanco bajo hegemonía burguesa, capaz de adoptar una forma de compromiso social en función de criterios etnorraciales mediante una política de expulsión sistemática de las personas no blancas o, dicho de otra forma, un compromiso de favoritismo racial. Además, haciendo valer sin cesar el peligro que representarían las personas migrantes, especialmente la población musulmana, para el orden público, pero también para la integridad cultural de la «nación», estas fuerzas justifican las licencias que se toman las policías en los barrios de inmigrantes, la represión a los movimientos sociales, en síntesis, el autoritarismo estatal.
De esta manera, podemos reconocer un asalvajamiento –para retomar el término de Aimé Césaire– de la clase dominante, que se delata sobre todo en las prácticas y en los dispositivos de represión que apuntan en primer lugar contra las minorías etnorraciales y, en segundo lugar, contra las movilizaciones sociales («chalecos amarillos», movilizaciones sindicales, antirracistas, antifascistas, ecologistas, etc.). Pero el asalvajamiento también aflora, cada vez con más frecuencia, bajo la forma de declaraciones públicas de ideólogos que llaman a usar armas letales contra las movilizaciones sociales y contra los barrios de inmigrantes y de quienes hacen de la islamofobia mediática y editorial una industria floreciente.
Para decirlo simplemente, la fascistización de la policía no se expresa ni se explica principalmente por la presencia de militantes fascistas en su seno, ni por el hecho de que los policías voten masivamente por la extrema derecha (tanto en Francia como en otros lugares), sino por su reforzamiento y por su autonomización (especialmente la de los sectores que tienen asignadas las tareas más brutales de mantenimiento del orden en los barrios de inmigrantes y en las movilizaciones). Dicho de otra forma, la policía se emancipa cada vez más del poder político y del derecho, es decir, de toda forma de control externo (sin siquiera hablar de un control popular inexistente).
El funcionamiento de la policía no se fascistiza a causa de la intervención externa de las organizaciones fascistas. Por el contrario, es porque su propio funcionamiento se fascistiza –evidentemente en grados desiguales según los distintos sectores– que se vuelve fácil para la extrema derecha difundir sus ideas en su interior e implantarse. En el caso francés, esto es particularmente visible dado que no asistimos durante estos últimos años al crecimiento del sindicato policial ligado directamente a la extrema derecha organizada (France Police-Policiers en colère), sino que más bien observamos un doble proceso: el ascenso de movilizaciones facciosas que vienen de las bases (aunque tienen la cobertura de la cúpula, puesto que no han sido objeto de ninguna sanción administrativa) y la radicalización derechista de los principales sindicatos policiales (Alliance y Unité SGP Police-FO).
En ciertas circunstancias históricas, la clase dominante puede llegar a hacer que emerjan nuevos representantes políticos, e incluso puede integrar ciertas demandas que provienen de los sectores subalternos para sentar las condiciones de un nuevo compromiso social (que le permiten no ceder el poder político a los fascistas para conservar su propio poder económico) [8]. Sin embargo, es poco probable que, en el contexto actual, las clases dominantes estén dispuestas a aceptar nuevos compromisos sociales sin una secuencia de luchas de alta intensidad que imponga una nueva relación de fuerzas menos desfavorable para las clases populares.
Aunque el proceso de fascistización no llega necesariamente al fascismo, la izquierda política y los movimientos sociales deben combatir al movimiento fascista. El éxito de los fascistas depende en última instancia de la capacidad –o, por el contrario, de la impotencia– de los sectores subalternos para ocupar con éxito todos los terrenos de la lucha política constituyéndose en un sujeto político autónomo capaz de imponer una alternativa revolucionaria.
– la construcción de una dictadura de tipo fascista o militar-policial (cuando los movimientos populares sufren una derrota histórica y la burguesía está demasiado debilitada o dividida en términos políticos);
– una normalización burguesa (cuando el movimiento fascista es demasiado débil como para construir un poder político alternativo y se despliega una respuesta popular considerable pero insuficiente para ir más allá de una victoria defensiva);
– una secuencia revolucionaria (cuando el movimiento popular es suficientemente fuerte como para organizar una coalición con las fuerzas políticas y sociales más importantes y embarcarse en una prueba de fuerzas con las fuerzas burguesas y con el movimiento fascista).
El asunto es complejo porque no basta con que el antifascismo afirme su feminismo y su antirracismo, con que critique al neoliberalismo o llame a defender la «laicidad», para que logre hacer que se manifieste el carácter reaccionario del antifascismo. En la medida en que la extrema derecha ha hecho propio al menos una parte del discurso antineoliberal, tiende cada vez más a adoptar una retórica de defensa de los derechos de las mujeres, hace uso de un seudoantirracismo de defensa de los «blancos» y se erige como protectora de la laicidad. Por lo tanto, el antifascismo no puede contentarse con fórmulas vagas en este terreno. Debe precisar necesariamente el contenido político de su feminismo y de su antirracismo, o incluso explicar lo que hay que entender por «laicidad», pues de lo contrario dejará puntos ciegos que los neofascistas no dejarán de aprovechar («feminacionalismo», denuncia del «racismo antiblanco» o falsificación/instrumentalización de la laicidad), pero corriendo también un riesgo paralelo: el de subirse al tren de los neoliberales (que tienen su propio feminismo, el del 1%, y su propio «antirracismo moral», que se expresa generalmente bajo la forma de un llamamiento a la tolerancia mutua). También debe precisar el horizonte político de su oposición al neoliberalismo o de su crítica a la Unión Europea, que no puede contentarse con proponer aquí como alternativa un «buen» capitalismo nacional por fin regulado.
Además, durante los últimos años pudo verse a plena luz la necesidad que tiene el antifascismo de inscribirse plenamente en la batalla política –necesariamente unitaria– contra el ascenso autoritario. Este último se expresa contra miles de personas musulmanas arrastradas por el barro, fichadas, vigiladas, discriminadas, descalificadas públicamente y frecuentemente encarceladas en la medida en que son sospechosas de «radicalización» (por lo tanto, de ser «enemigas de la nación», real o posible); contra las personas inmigrantes (privadas de sus derechos y acosadas por la policía); contra las personas que habitan en los barrios periféricos (acorralados por los sectores más fascistas de las fuerzas represivas, que gozan de una impunidad casi total), y contra las movilizaciones sociales que son reprimidas cada vez más por la policía y por la justicia (movimiento contra la reforma laboral, chalecos amarillos, etc.).
Por lo tanto, el desafío para el antifacismo no se reduce a establecer alianzas con los y las militantes de otras causas, que dejarían inalterado a cada socio, sino de definir y de enriquecer el antifascismo a partir de las perspectivas que emergen al interior de las luchas sindicales, anticapitalistas, antirracistas, feministas o ecologistas, para nutrirlas al mismo tiempo de una perspectiva antifascista). En estos términos podrá renovarse y progresar el antifascismo, no como un combate sectorial, un método particular de lucha o una ideología abstracta, sino como un sentido común que impregne e implique al conjunto de los movimientos emancipatorios.
Notas
[1] La civilización –«blanca» o «europea»– puede jugar el rol que cumplía la raza («aria» en la ideología nazi), sobre todo cuando este último referente se ha vuelto políticamente insostenible a escala masiva luego del genocidio de los judíos en Europa.
[2] Categoría eminentemente extensible, dado que incluye a quienes, teniendo o no la nacionalidad de un país, no son considerados como verdaderos autóctonos (en el caso de Francia, los supuestos «franceses de raíz», los «verdaderos franceses», etc.). Desde este punto de vista, un viejo inmigrante europeo –naturalizado o no– será considerado por la extrema derecha como menos extranjero, al menos si es blanco y de cultura cristiana, que un individuo nacido francés en Francia, con padres a su vez nacidos en Francia, pero cuyos abuelos vienen, por ejemplo, de Algeria o de Senegal.
[3] Puede pensarse, en el caso de la Francia contemporánea, en las brigadas anticriminales.
[4] Puede releerse con este propósito La resistible ascensión de Arturo Ui de Bertolt Brecht.
[5] Nombre que se le da en italiano al garrote con el cual la policía golpea a los militantes obreros o a cualquier persona que se oponga a los fascistas. El manganello y su uso fueron objeto de una especie de culto en la Italia fascista.
[6] Retomamos aquí la fórmula de Angelo Tasca, propuesta en su clásico libro Naissance du fascisme.
[7] Lo que le permite, en el caso francés, atacar directamente a las fuerzas políticas (se recordará la manifestación de los sindicatos policiales frente al local de La France Insoumise), y manifestarse sin autorización, con armas y autos de servicio, muchas veces utilizando capuchas, sin correr el riesgo de recibir ninguna sanción administrativa ni judicial).
[8] Puede pensarse en el caso de Roosevelt y del New Deal en los Estados Unidos de los años 1930, que no bastó para superar realmente la crisis del capitalismo estadounidense (hubo que esperar a la guerra), pero que sirvió para suspender la crisis política.
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