En una conferencia de prensa conjunta con la Administración para el Control de Drogas (DEA) el 14 de abril, el Departamento de Justicia anunció que estaba levantando cargos contra veintiocho miembros de la cúpula del cártel de Sinaloa, entre ellos tres hijos del exlíder del cártel, Joaquín «El Chapo» Guzmán. «Hoy, el Departamento de Justicia anuncia importantes medidas contra la mayor, más violenta y más prolífica operación de tráfico de fentanilo del mundo, dirigida por el cártel de Sinaloa y alimentada por empresas químicas y farmacéuticas chinas», anunció el fiscal general Merrick Garland.
Por su parte, la directora de la DEA, Anne Milgram, pintó un cuadro escabroso de un cártel de Sinaloa «más despiadado, más violento, más mortífero» bajo los llamados Chapitos, uno cuya operación global de fentanilo se irradia desde México a Asia y América Central, controlando cada etapa del proceso de producción y realizando actos gratuitos de violencia sobre los enemigos, incluyendo electrocuciones, ahogamiento simulado y alimentarlos vivos con tigres. De ahí que, en el transcurso de un año y medio, la agencia se infiltrara «proactivamente» en el cártel, «obtuviera un acceso sin precedentes a los niveles más altos de la organización y los siguiera por todo el mundo».
Pero, por otro lado, la presentación sirvió para tres propósitos claros. En primer lugar, trasladó la culpa de la epidemia de fentanilo a un enemigo extranjero fácil de identificar (como ha concluido incluso el conservador Instituto Cato, el fentanilo es contrabandeado en su inmensa mayoría por ciudadanos estadounidenses y para ciudadanos estadounidenses). En segundo lugar, implicó convenientemente a China, el enemigo de turno de Estados Unidos, identificándola con los macabros excesos del crimen organizado y las muertes espantosas. Y en tercer lugar, trató de justificar la incursión clandestina de dieciocho meses de la agencia en territorio mexicano, llevada a cabo en flagrante violación de la Ley de Seguridad Nacional de 2020, que limita significativamente las acciones de las agencias de inteligencia extranjeras en suelo mexicano.
No es que el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador se lo creyera. En su conferencia de prensa matutina del lunes siguiente arremetió contra la operación, calificándola de «intromisión abusiva y prepotente que no debe aceptarse de ninguna manera». Y continuó:
Dos días después, como si se hubiera programado para corroborar los comentarios de AMLO, la Associated Press (AP) informó que el director de la DEA, Milgram, estaba siendo investigado por un organismo federal de control por presuntamente otorgar millones en contratos sin licitación a por lo menos una docena de amigos y antiguos asociados a «costos muy superiores a los pagados a funcionarios del gobierno».
Entre ellos, un contrato de casi 400 000 dólares para el expolicía y compinche de Nueva Jersey José Cordero, 4,7 millones de dólares por servicios administrativos a un contratista conocido como Clearing —incluidas facturas de 257 dólares la hora para una antigua asociada de Milgram, Lena Hackett— y 1,4 millones de dólares pagados al bufete de abogados y grupos de presión WilmerHale por una revisión externa ampliamente criticada de las desastrosas operaciones de la agencia en el extranjero que pasó por alto una serie de escándalos de corrupción de alto nivel (se trataba de la misma empresa, estrechamente vinculada tanto a la familia Trump como a la industria de los combustibles fósiles, de la que emanó el actual embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar).
El 27 de abril, en una comparecencia ante el Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes, Milgram se negó a responder preguntas sobre la investigación de los contratos sin licitación. Sin embargo, encontró mucho tiempo para sermonear al gobierno de AMLO —«Queremos que los mexicanos trabajen con nosotros y queremos que hagan más»—, así como para lanzar una amenaza velada («Iremos a donde nos lleven las pruebas y los hechos»).
O el caso del agente John Costanzo, Jr, acusado de facilitar información sensible al intermediario y exagente Manny Recio, que a su vez estaba al servicio de —sí— abogados defensores de Miami. O el caso del agente Chad Scott, el «demonio blanco» condenado a trece años por «robar dinero a sospechosos, falsificar registros gubernamentales y cometer perjurio durante un juicio federal». O el caso del agente Nathan Koen, condenado a once años por miles de dólares en sobornos del narcotraficante californiano Francisco González Benítez. O el caso del agente Fernando Gómez, condenado a cuatro años por ayudar a una red de narcotraficantes a evitar ser detectados por las fuerzas de seguridad.
O el caso destacado del agente José Irizarry, condenado a doce años por dirigir una amplia operación de blanqueo de dinero que incluía, según él, a agentes federales, fiscales, informadores y contrabandistas de los cárteles, todos ellos parte de
¿Y quién, según Irizarry, le enseñó las herramientas del oficio? El mismísimo Rey del Contrabando, Diego Marín, defendido por el amigo de Nicholas Palmieri en Miami, David Macey. Así se cierra el círculo.
En la semana siguiente a la audiencia del Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes, AMLO retomó el tema de la política exterior de Estados Unidos y su aparato de inteligencia. En su conferencia de prensa del 3 de mayo, dijo:
Al día siguiente, tras referirse al escándalo Milgram, se centró en las agencias de inteligencia estadounidenses en general: «No son eficaces, no actúan de acuerdo con la verdad, hay mucha deshonestidad y corrupción (…) ¿Por qué no investigan en profundidad las causas [de la drogadicción]? Se puede hacer desaparecer el fentanilo, ¿y luego qué? ¿No se puede crear otra droga? ¿Si hay consumo, si hay demanda?».
Todo esto está muy bien: un uso sostenido del púlpito intimidatorio en formas nunca vistas en la presidencia mexicana desde hace décadas. Pero cabe destacar que, frente a las operaciones de la DEA, AMLO se negó a tomar medidas directas contra la agencia, lo que podría implicar la expulsión de sus agentes, el bloqueo de la cooperación o, al menos, la presentación de una nota diplomática de protesta (como lo hizo, por ejemplo, en el caso de la financiación de la administración Biden de las organizaciones de oposición en México a través de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional [USAID] y la Fundación Nacional para la Democracia [NED]).
Existe el peligro, por tanto, de que estas críticas se queden en el ámbito de lo puramente retórico, parte de una maquinaria matutina de conferencias de prensa que ha llevado a AMLO a la lista de los diez más destacados en todo el mundo hispano, un desahogo que refuerza en lugar de desafiar el statu-quo.
Aunque cambiar el debate es un primer paso necesario, no puede ser un fin en sí mismo. Frente a una larga e inquebrantable historia de intervencionismo estadounidense, de intromisión abierta y encubierta y de corrupción y connivencia que ha quedado al descubierto en los últimos años, AMLO —o probablemente su sucesor— podría descubrir muy pronto que se necesita una medicina más fuerte.
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