La supermayoría de la derecha en la Corte Suprema de Estados Unidos está en pie de guerra. Pretende anular el derecho al aborto y despojar a la Agencia de Protección Ambiental de sus poderes, mientras los demócratas en la Cámara de Representantes solo atinan a responder entonando un «God Bless America». En España, un poder judicial igual de militante está intentando bloquear leyes progresivas y realizando campañas de lawfare contra los políticos de izquierda.
Keir Starmer, líder de la oposición y ex Fiscal del Estado, intenta cultivar una imagen de juez imparcial, aun cuando el primer ministro, Boris Johnson, ostenta la idea de que existe una ley que rige en su caso y otra que rige en el caso de la gente común. La fuerza policial en la capital de Gran Bretaña enfrenta un proceso de medidas especiales después de una vergonzosa sucesión de escándalos, pero Starmer insiste miserablemente en que el laborismo es el partido que reclutará a la mayoría de los agentes de la fuerza.
De ambos lados del Atlántico, la ruta hacia una victoria socialista parece estar bloqueada por personas que insisten en que el capitalismo puede, y hasta cierto punto debe, conducir a la expansión de las libertades individuales. La tarea de la izquierda es encontrar una forma de hablar sobre la ley en la que la libertad humana ocupe un lugar fundamental sin olvidar en ningún momento que todo derecho existe únicamente porque muchas personas lucharon y murieron por él.
Un buen comienzo son los textos de Marx sobre los derechos y la ley. Marx escribió en una época parecida a la nuestra. Nosotros estamos organizándonos a la sombra de la derrota de 1968. Marx escribió después de la muerte de la Revolución francesa de 1789 y de los intentos de revitalizarla.
Marx se había reunido con un grupo de judíos religiosos que lo habían invitado a reclamar ante la asamblea provincial de Rhineland. Marx estuvo de acuerdo y los ayudó. Armado con esa experiencia, su respuesta fue contraria a la de Bauer: había que conquistar los derechos de las minorías oprimidas.
El panfleto que escribió después es uno de los textos más polémicos de Marx. Refleja su formación hegeliana y la tendencia de su mentor a concebir la vida en términos de categorías abstractas, como si ellas, y no las personas, fueran el objeto de la historia. La segunda mitad del panfleto de Marx especula con la función social del judaísmo en términos que reflejan las ideas antisemitas dominantes en la época. Sin embargo, la primera mitad del panfleto está libre de esa carga y brinda un argumento sin paralelo en la teoría social clásica.
Marx analiza la constitución adoptada en Francia durante la revolución de 1789, los derechos a la igualdad, a la libertad, a la seguridad, etc. Destaca que:
La exigencia de derechos universales podría haberse convertido en la exigencia de una vida colectiva, de participar «en la comunidad, y concretamente, en la comunidad política». En cambio, terminó convirtiéndose en el derecho a separarse de la masa del pueblo. La «libertad» se redujo hasta el punto de que no queda más que el derecho a hacer «todo lo que no dañe a otro». Para Marx, esta era una noción insatisfactoria y reducida de la libertad humana:
¿Quién es el titular legítimo de los derechos legales? En Sobre la cuestión judía, Marx hizo derivar su respuesta de la constitución de la Francia revolucionaria, que era —junto a la Constitución de Estados Unidos— uno de los dos grandes documentos legales del siglo dieciocho. Ese individuo legal es un individuo que goza de su derecho aislado del resto de la sociedad, una persona que quiere que la dejen en paz, que quiere hacer dinero. Pero, ¿cómo hace crecer su riqueza?
Quince años después, Marx volvió sobre sus escritos de este período y resumió su tesis de la siguiente manera:
Esta última crítica terminó dominante el resto de la vida intelectual de Marx.
En el contrato entre trabajador y capitalista, la relación real entre las partes está en todo sentido en desacuerdo con la realidad percibida. La sociedad trata al capitalista como el dueño de la propiedad y asume que es quien crea la riqueza. Sin embargo, es el trabajador el que ofrece su trabajo al capitalista y crea el valor del que surgen las ganancias.
Los trabajadores no son esclavos. Un trabajador puede ser dueño de sus posesiones, incluso de un hogar propio. Y, sin embargo, por más pudiente que sea un trabajador particular, no tiene la propiedad de los medios de producción, y es por eso que está obligado a trabajar para alguien más. Por lo tanto, cuando negocia los términos del contrato con el empleador, lo hace como un subordinado.
En el momento de la redacción del contrato, el patrón tiene más recursos. El empleador tiene una serie de acuerdos previos en los que encuentra respaldo, la riqueza acumulada del propietario o de su empresa. La necesidad de comer y de pagar por todos los otros costos de vida fuerzan al trabajador a aceptar los términos impuestos por el patrón.
La ley enfrenta este problema con dos supuestos incompatibles y recurrentes. Por un lado, el capitalista es el dueño de la propiedad. En todo sistema legal desde la Revolución francesa en adelante, la propiedad goza de una protección especial. Incluso instrumentos legales tan celebrados como la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, o la Convención Europea sobre Derechos Humanos, defienden los derechos a la propiedad privada.
Por otro lado, ciertas áreas legales como la ley laboral existen porque, sin ellas, los patrones impondrían contratos que harían que la vida de los trabajadores fuera insoportable. La ley intenta mantener el balance entre estos dos principios: los derechos a la propiedad y la necesidad de rectificar la ventaja del capital.
El conflicto está estructurado en la relación contractual entre las dos partes:
En este contexto Marx escribió que «entre derechos iguales, es la fuerza la que decide».
En otros términos, entre las grandes divisiones de la sociedad (clase, género, etc.), emergen intereses sociales que generan reivindicaciones irreconciliables. Están trabados en un conflicto que ninguna de las partes tiene fuerza de ganar completamente. El Estado es producto de sus antagonismos. Media entre ellos haciendo la ley y garantizando los derechos de cada una de las partes.
De esto se sigue que la función de la ley no es asegurar que una de las partes «pierda» o «gane» en este terreno, sino mantener a ambas en cierto nivel de equilibrio. La ley fija estas relaciones y castiga a cualquiera que exceda los límites que impone. En este sentido, la ley colabora con la creación misma de esas relaciones sociales.
Si una de las partes decide exigir una victoria decisiva, no lo logrará su objetivo más que saliendo del marco restringido de la ley. Un movimiento social está obligado a organizar protestas masivas, a exigir un cambio legal que transforme el balance de fuerzas entre partes enfrentadas o a embarcarse en una insurrección que ponga en cuestión la existencia misma de la ley. Por otro lado, en el campo de los propietarios, también existen estrategias equivalentes: el populismo, el fascismo, etc. Cambiar el equilibrio de la ley implica romper con la ley.
La cuestión del derecho al aborto se planteó en la Corte Suprema en 2022 porque durante los cuarenta y nueve años desde el fallo Roe vs. Wade, los conservadores no dejaron de organizarse ni un momento con el fin de anularlo. Organizaron marchas de cientos de millones; sus soldados más radicales llegaron a bombardear clínicas que garantizaban el derecho al aborto y a perpetuar tiroteos contra los voluntarios que participaban de ellas. Esa violencia cambió los términos del debate y persuadió a los republicanos de que, si se unían en la reivindicación de la criminalización del aborto, ganarían el respaldo de una minoría militante activa y comprometida.
Pensemos de dónde viene la supermayoría republicana en la Corte Suprema. En una situación de conflicto intenso, los dos partidos adoptaron enfoques distintos frente a la nominación de jueces. En 2016, después de la muerte de Antonin Scalia, los republicanos bloquearon la propuesta de reemplazo de Barack Obama citando el supuesto principio de que un presidente no debería tener derecho a hacer una nominación durante el último año de su mandato.
En contraste, en 2020, cuando murió Ruth Bader Ginsburg, los republicanos insistieron en que Donald Trump, que evidentemente no renovaría su mandato, tenía derecho a nominar el reemplazo. Lo pero de todo es que los demócratas estuvieron de acuerdo y aceptaron jugar con las reglas tramposas de Mitch McConnell. Entonces, un sector estaba dispuesto a usar la fuerza para conquistar la victoria, mientras que el otro eligió el consenso.
Los socialistas en los Estados Unidos viven un momento de derrotas legales: no solo la anulación de Roe vs. Wade, sino también la prohibición judicial del control de armas o la aprobación de un número récord de leyes transfóbicas. Como dejó en claro Clarence Thomas, los próximos objetivos de la derecha judicial son los derechos reproductivos, el matrimonio igualitario y los derechos de los homosexuales. Los republicanos tienen una supermayoría en la corte y están dispuestos a usarla.
La izquierda, en respuesta, debe deshacerse de la idea de que la ley es «nuestra» y de que será favorable a nuestras causas independientemente de si nos organizamos para defenderla. La ley puede convertirse en un escudo, pero solo si los jueces y los legisladores están forzados a respetarla por la presión aplastante de un movimiento que no abandone las calles. Como dijo Marx, entre derechos iguales decide la fuerza.
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