Imagina una ciudad de 5 millones de habitantes en la que las temperaturas superan habitualmente los 37 grados. Ahora imagina esa ciudad sin agua. Dos de los embalses de la ciudad se han secado, las escuelas han recortado las horas de clase y las estanterías de los supermercados se han vaciado de agua embotellada en un ataque de pánico. Las colas de coches serpentean por las calles para comprar el agua que puedan mientras los residentes de las zonas más afectadas vagan de un barrio a otro en busca de un depósito, un grifo o cualquier cosa que les permita llenar los recipientes vacíos que han arrastrado. Las colas se extienden durante horas.
No se trata de un ejercicio de imaginación distópica ni un spin-off de Mad Max: esto es la ciudad de Monterrey, en México, hoy.
Monterrey es también la sede de la industria nacional de refrescos y cerveza, cuyas fábricas —para enfado de los residentes locales— no han dejado de bombear millones de galones de agua durante toda la crisis. De hecho, quince de los mayores acaparadores de agua (entre ellos el gigante del acero Ternium y dos filiales de Coca-Cola) tienen su sede en la ciudad y representan, por sí solos, 11.800 millones de galones anuales, más de sesenta veces la cantidad asignada para uso doméstico.
En el campo cercano, los ranchos de lujo se jactan de tener presas privadas y lagos artificiales llenos de agua desviada de los ríos cercanos. Y mientras el gobernador García se enfrasca en quijotescos intentos de sembrar nubes para que llueva, también encontró tiempo para asistir a la ceremonia de inauguración de otro pozo profundo para Heineken, otro gran acaparador de agua, que compró la emblemática empresa cervecera mexicana Cuauhtémoc en 2010. Todo esto explica en gran medida por qué los activistas locales han adoptado el siguiente lema sobre el origen de la crisis: «No es sequía, es saqueo».
Y como el agua del grifo —cuando llega— es imbebible, casi todo el mundo se ve obligado a comprar agua potable privada en forma de envases de cinco galones conocidos como garrafones: un lucrativo negocio en el que multinacionales como Bonafont, propiedad de Danone, se afianzan cada vez más.
Con fuentes de agua públicas prácticamente inexistentes y con seis de cada diez ríos sufriendo graves niveles de contaminación, la cruda realidad en México es que, si no se tiene dinero para un garrafón o combustible para hervir el agua, lo que se acaba bebiendo es casi seguro que está contaminado. No debería sorprender a nadie, pues, que los mexicanos sean los mayores consumidores de agua embotellada del mundo (y también de refrescos, lo que alimenta una epidemia de diabetes).
Nada de esto se debe, como podría pensarse, a la falta de oferta. Todo lo contrario: México ocupa el cuarto lugar global en cuanto a la cantidad de agua extraída del suelo. El problema radica en la salvaje desigualdad de su distribución. De esta agua, apenas el 1% se destina al uso doméstico; el 99% restante se destina a alimentar las voraces fauces de la agroindustria y el sector minero del país, junto con otras industrias a gran escala como la de alimentos procesados, la inmobiliaria, la química, la farmacéutica y la de autopartes. Una quinta parte del agua del país está en manos de un reducido grupo de 3304 concesionarios, que extraen agua de 99 de sus 115 acuíferos explotables.
El culpable de tan nefasta situación no es difícil de rastrear: la Ley de aguas nacionales, aprobada por el gobierno de Salinas de Gortari en el período previo al TLCAN en 1992. Como muchas otras cosas aprobadas en los años de Gortari, la ley fue diseñada para transferir recursos públicos a manos de las empresas. Y ese objetivo fue cumplido con creces: según Elena Burns Stuck, subdirectora de administración del agua de la agencia federal CONAGUA, el 75% de todas las licencias de agua se han emitido desde que se aprobó la ley, debido a la presión de los tribunales.
El sistema, señala, fue diseñado para crear mercados de agua artificiales: una vez que se determinaron legalmente los acuíferos, se repartieron unas 250.000 licencias en el acto para inflar sus precios. Así comenzó un sistema de exceso de licencias que no ha hecho más que empeorar a medida que la agencia se ve obligada a entregar más y más permisos. En todo el país, explica Burns Stuck, «ha surgido una industria de abogados que obtienen licencias para sus clientes, presentando reclamaciones contra la agencia por no expedir las licencias en un plazo de sesenta días, como exige la ley actual». Durante años, pues, las licencias se han expedido sin límite, sin inspecciones sobre el terreno y sin controlar si se utilizaban para sus fines originales o —como sucede regularmente— se vendían y revendían.
En conjunto, estas élites controlan unos 730.000 millones de litros de agua. Mientras tanto, Coca-Cola, Pepsi, Danone, Nestlé, Bimbo y Aga chupan otros 133.000 millones de litros (35.000 millones de galones) al año del suelo. Mientras que más de un tercio de los hogares mexicanos carecen de agua corriente en sus casas, estas y otras empresas están literalmente chupando el agua bajo sus pies para vendérsela en botellas, latas y cartones.
Muy conscientes del enorme potencial de mercado que supone la escasez de agua, los bancos mexicanos —casi todos de propiedad extranjera— han entrado en el juego. El Santander tiene treinta y cinco licencias, el HSBC veinticinco y el BBVA diez. Solo dos de estas licencias, en Nayarit y en la Cuenca Lerma-Santiago, le permiten explotar más de 130 millones de galones cúbicos de agua al año. Todo ello mientras los bancos en México obtienen beneficios récord y mientras el agua se cotiza como una mercancía en mercados bursátiles como la Bolsa Mercantil de Chicago.
Ante esta situación, no es de extrañar que la gente haya empezado a tomar cartas en el asunto. En Querétaro, los residentes han marchado y bloqueado las calles en protesta contra una nueva ley del gobierno estatal que permite la privatización de los servicios de agua. En Chiapas, los ciudadanos se han movilizado contra los pozos de Coca-Cola en la región. En Puebla, organizaciones de activistas han protestado contra sus propios servicios de agua privatizados, que datan de hace casi una década. Y en el pueblo de Juan C. Bonilla, Puebla, los residentes fueron más allá, ocupando una planta embotelladora de Bonafont durante casi un año antes de ser desalojados el pasado febrero. Según el alcalde, la planta solo podrá funcionar como centro de distribución en el futuro, sin acceso a los acuíferos de la ciudad.
Aunque se trata de un primer paso necesario, el acuerdo no solo es temporal, sino que, dado que estas empresas suelen tener derechos sobre más agua de la que realmente necesitan o utilizan, solo supone una devolución voluntaria del exceso que nunca deberían haber tenido en primer lugar.
En México, el agua no es solo un derecho legal sino, en teoría, también constitucional. Si bien el artículo 27 establece que el agua es primordialmente propiedad de la nación, el artículo 4 es muy claro al decir que «toda persona tiene derecho al acceso, disposición y saneamiento del agua para su consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible».
Tal como están las cosas, esta disposición es letra muerta. Si bien AMLO ha sido claro en definir la soberanía energética y alimentaria como asuntos de seguridad nacional, no ha hecho el mismo argumento para el agua, donde es más aplicable.
Su administración debería proceder de inmediato a la derogación de la Ley de Aguas Nacionales, sustituyéndola por una que respete la Constitución al reconocer los derechos públicos y comunitarios sobre el recurso, junto con disposiciones claras y vinculantes para su conservación. También debería, como ha hecho en otros ámbitos, revisar todos los contratos y licencias, revocando los que sean abusivos o hayan sido emitidos o adquiridos mediante corrupción y fraude.
Dado que la habitabilidad futura de grandes franjas del país pende de un hilo, pocas cosas son más urgentes.
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