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«El juego del calamar» no está tan lejos como parece

El drama surcoreano El juego del calamar se ha convertido en el lanzamiento de serie más exitoso de Netflix, acumulando más de 111 millones de visitas en todo el mundo en sus primeras cuatro semanas. A diferencia de otras ficciones distópicas populares, los personajes de El juego del calamar no son residentes de un universo alternativo, un futuro cercano u otro planeta. El horror que constituye la concepción del programa no es lo que podría ocurrir después de una catástrofe o si dejáramos que las crisis siguieran avanzando. La distopía de El juego del calamar es el mundo contemporáneo.

Y aunque los elementos históricos, culturales y económicos hacen que la trama sea específica de Corea del Sur —un país cuya historia se ha visto marcada por el encubrimiento de la brutalidad por parte del establishment, y cuyo presente ve a sus hogares enfrentarse a una de las tasas de deuda personal más altas del mundo—, su éxito global muestra que gran parte de esa distopía resuena más allá.

En el primer episodio de El juego del calamar, su protagonista, Gi-hun, lucha por encontrar el dinero necesario para hacerle un regalo a su hija en su cumpleaños. Agobiado por las deudas de años de desempleo y la adicción al juego, depende de la buena voluntad de su anciana y enferma madre. Más tarde, nos enteramos de que Gi-hun perdió su trabajo después de que una huelga y una ocupación en su fábrica fueran interrumpidas violentamente por la policía, que golpeó a su colega hasta la muerte delante de él, un argumento inspirado en la huelga de la Ssangyong Motors de 2009. Hasta aquí, mucho realismo social.

Pero las cosas pronto toman un giro más extraño. En un aparente golpe de suerte, a Gi-hun y a otras 455 personas, todas ellas con deudas similares, se les ofrece la posibilidad de competir en una serie de juegos infantiles por un premio total de 45 600 millones de wons surcoreanos, unos 28 millones de libras o 39 millones de dólares. Pero hay una trampa: los perdedores serán fusilados.

Horrorizados tras descubrir lo que está en juego, los jugadores votan por abandonar. Sin embargo, al enfrentarse de nuevo a la realidad de la vida en el exterior —donde se encuentran huyendo de la policía, luchando con las facturas médicas o maltratados por los empleadores que se niegan a pagar—, pronto regresan. Deciden que el juego no es más brutal que el que se juega en su vida cotidiana.

Más tarde, nos enteramos de que el torneo se transmite para el entretenimiento de un grupo de gente VIP de habla inglesa. A medida que se acerca el penúltimo partido, estas personas acuden a la remota isla para presenciar el clímax en persona; se reclinan en lujosos sofás con chaquetas de fumador, beben whisky escocés, hacen chistes sobre sexo y se preguntan medio interesados cuál de sus jugadores favoritos sobrevivirá.

El juego del calamar se ha descrito como una alegoría del capitalismo en general, pero estos VIP enmascarados sugieren que se refiere a un tipo particular de capitalismo en un momento concreto. Las personas a las que representan los VIP no son solo capitalistas que se apropian de la plusvalía de nuestro trabajo; son sádicos que promulgan una brutalidad que es posible gracias a un sistema global totalmente hegemónico: un capitalismo tan seguro de sí mismo, tan inmune al desafío, que ya no tiene que fingir. El juego puede ser un secreto, pero la brutalidad equivalente del mundo exterior no lo es.

Una parte de esta hegemonía se consigue a través del anonimato. Mientras la brutalidad de Los juegos del hambre de Suzanne Collins se transmite a las masas como mecanismo de control social, El juego del calamar se juega a puertas cerradas. La implicación es que en el mundo real hay poca necesidad de control: los jugadores ya se han resignado al sistema del que se benefician los VIP porque no ven otra alternativa.

En El juego del calamar, además, el anonimato actúa para reforzar la hegemonía. Su objetivo es mantener la creencia de que las cosas suceden así no porque unos pocos se beneficien de ello, sino porque tienen que hacerlo; no hay otra forma de que el mundo pueda funcionar. Cuando se le pregunta qué le gustaría apostar en una partida final contra el organizador del torneo, Gi-hun responde con razón: «Cualquier cosa. De todos modos, puedes quitarme todo si quieres».

Esta frase —un rechazo al espejismo de la igualdad de condiciones— no es representativa de la actitud de los jugadores a lo largo del espectáculo. El testaferro enmascarado del torneo vende la creencia de que cada partida representa una verdadera meritocracia, libre de los prejuicios que inhiben el éxito digno en el mundo exterior. La mentira, por supuesto, es que los jugadores no se enfrentan entre sí: están jugando contra un sistema, y el sistema tiene las probabilidades a su favor.

De hecho, El juego del calamar sostiene que la ilusión del éxito es una de las mayores crueldades de la clase dirigente. La experiencia de Gi-hun antes del primer juego se contrapone a la de su mejor amigo de la infancia y competidor, Sang-woo. Éste dejó el pueblo para estudiar en la Universidad Nacional de Seúl y, según cree Gi-hun, ha estado viajando por negocios desde entonces. Pronto nos enteramos de que Sang-woo ha estado huyendo después de cometer varios delitos financieros y acumular millones de wons en deudas, deudas que le hacen volver a estar junto a Gi-hun.

A lo largo de varios episodios, surge una crueldad por parte de Sang-woo que parece imposible de desligar del resentimiento particular que siente al encontrarse jugando por dinero junto a otros que nunca tuvieron su potencial; no hace falta nada para desviar su ira de una élite a cuyas filas se le negó la admisión y hacia sus compañeros. Mientras él los mata, las verdaderas élites observan y se ríen. Podemos suponer que el premio de 28 millones de libras es irrelevante para ellos, como lo sería para la mayoría de los verdaderos ricos de hoy en día.

En parte, es la articulación creativa de estos argumentos anticapitalistas —el realismo capitalista, la ilusión de la meritocracia— lo que ha hecho que El juego del calamar sea tan popular. Pero esa popularidad ha creado a su vez las condiciones para recepción apolítica del programa, que en el peor de los casos ha visto sus temas regurgitados en forma de «lecciones de vida» individuales ofrecidas al servicio de la rutina.

En muchos sentidos, esto demuestra la tesis central de El juego del calamar: cuanto más se extiende un problema como la pobreza o la deuda, más se nos dice que experimentarlo es solo culpa nuestra, y más nos engañamos pensando que nosotros, como individuos, tenemos la capacidad de solucionarlo. En una sociedad que sigue embelesada por los mitos del capitalismo, la línea que separa la realidad de la distopía es cada vez más difusa.

Esta contradicción se encuentra en el corazón de la serie, representada por los paralelismos entre la maldad de colores brillantes del mundo de los VIP y la mundanidad gris de la vida de Gi-hun, su madre y los millones y millones de personas resignadas a vivir a duras penas. ¿Por qué es más aceptable la represión violenta de la organización de los trabajadores, del esfuerzo por liberarse de esa miseria, que los juegos a muerte en nombre de los multimillonarios?

Eso plantea otra pregunta: ¿con qué rapidez podrían incorporarse juegos como éstos a nuestro sentido de lo «normal»? Algo así parece inimaginable, pero lo que parece inimaginable, sugiere El juego del calamar, no está tan lejos como podríamos pensar.

Francesca Newton

Editora de Tribune.

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