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En El capital, Marx recurre con frecuencia a la imaginería patentemente gótica de los vampiros y los hombres lobo, los espectros y los sepultureros (Richard Haidinger / Flickr)

Marx en Halloween



La vida bajo el capitalismo es la experiencia del horror, y no hay mejor guía para ello que Karl Marx.

Al igual que el antagonista aparentemente omnipotente de cualquier película de terror, el capitalismo no solo es irrefrenablemente terrorífico. Aterroriza en su aparente imbatibilidad.

«El mundo desbocado», argumenta Chris Harman en un libro sobre el capitalismo zombi, «es el sistema económico tal y como lo describió Marx, el monstruo de Frankenstein que se ha escapado del control humano; el vampiro que satura la sangre de los cuerpos vivos de los que se alimenta».

El diagnóstico invita a la gran pregunta: ¿cómo nos orientamos políticamente dentro de una dinámica social cuya esencia misma es el horror?

Este es un interrogante abordado por el propio Karl Marx, cuyos escritos rebosan de tropos y figuras nacidas de lo gótico, y que merece la pena revisar en Halloween.

«El capital», nos dice Marx, «es trabajo muerto que, como un vampiro, solo vive chupando trabajo vivo, y vive tanto más cuanto más trabajo chupa. El tiempo durante el que el trabajador trabaja es el tiempo durante el que el capitalista consume la fuerza de trabajo que le ha comprado». O, en una formulación más grotesca:

El capital entregado a cambio de la fuerza de trabajo se convierte en necesidades, mediante cuyo consumo se reproducen los músculos, los nervios, los huesos y los cerebros de los trabajadores existentes, y se engendran nuevos trabajadores.

En estas dos frases, ambas tomadas del único libro publicado que el propio Marx llevó a término, suena más a Mary Shelley que a una obra de economía política, convocando a vampiros depredadores, monstruos no muertos y cuerpos desmembrados.

Tanto Drácula como Frankenstein han sido leídos como cuentos del capitalismo. El vampiro es, por supuesto, un capitalista empeñado en la expansión imperial:

Había una sonrisa burlona en el rostro hinchado que parecía volverme loco. Este era el ser que yo estaba ayudando a trasladar a Londres, donde, tal vez, durante los siglos venideros, podría saciar su lujuria de sangre, y crear un nuevo y cada vez más amplio círculo de semidemonios para alimentarse de los indefensos. La sola idea me volvía loco. Me invadió un terrible deseo de librar al mundo de semejante monstruo.

El monstruo de Frankenstein es, por el contrario, la encarnación zombificada de la retribución proletaria:

Todos, excepto yo, descansaban o disfrutaban. Yo, al igual que el archienemigo, llevaba un infierno dentro de mí; y al encontrarme antipático deseaba arrancar los árboles, sembrar el caos y la destrucción a mi alrededor, y luego sentarme a disfrutar de la ruina.

Pero a diferencia de las novelas de Stoker y Shelley, el relato de Marx no es solo gótico. Sus descripciones de un modo de producción bañado en sangre son premonitorias del horror tal y como lo vemos en el cine más reciente. Lo que les falta a estas descripciones en cuanto al sentido de la moral que comparten los novelistas góticos, lo compensan con una fría racionalidad.

Los horrores de Marx son irremediables y absolutos. Cuando insiste en que el capitalismo es el modo de producción que «viene goteando de la cabeza a los pies, por todos los poros, con sangre y suciedad», se compromete realmente, como escritor dotado y estilista magistral, a transmitir específicamente ese tipo de horror.

En otras partes de El capital, cuando vuelve la imagen del vampiro, el énfasis narrativo se desplaza del depredador burgués al trabajador explotado, y específicamente al cuerpo obrero aniquilado:

Hay que reconocer que nuestro obrero sale del proceso de producción de forma distinta a como entró. En el mercado se encontraba como propietario de la mercancía «fuerza de trabajo» cara a cara con otros propietarios de mercancías, comerciante contra comerciante. El contrato por el que vendió al capitalista su fuerza de trabajo demostró, por así decirlo, en blanco y negro que se deshizo de ella libremente. Concluido el trato, se descubre que no era un «agente libre», que el tiempo por el que es libre de vender su fuerza de trabajo es el tiempo por el que está obligado a venderla, que de hecho el vampiro no perderá su dominio sobre él «mientras haya un músculo, un nervio, una gota de sangre que explotar».

El vampiro se revela solo cuando ya es demasiado tarde, cuando la fachada de sutilezas legales se convierte en un pacto maligno, fáustico, ineludible hasta la muerte de cualquiera de las partes.

Es importante desde el punto de vista estilístico el material citado al final, tomado de una descripción hecha en otro lugar por Friedrich Engels. La cita de Engels confirma que la sustancia orgánica del capital, su propia sangre vital expropiada, es el interior del trabajador.

Si bien Marx recurre con frecuencia a la imaginería patentemente gótica de los vampiros y los hombres lobo, los espectros y los sepultureros, aquí podemos ver que sus relatos sobre el capital también adquieren un gusto por las vísceras humanas, con frases que se abren paso a través de cartílagos corporales:

Podemos decir que la plusvalía descansa sobre una base natural, pero esto es permisible solo en el sentido muy general de que no hay ningún obstáculo natural que impida absolutamente que un hombre se desprenda del trabajo necesario para su propia existencia y cargue con él a otro, como tampoco hay obstáculos naturales inconquistables que impidan a un hombre comer la carne de otro.

La acumulación capitalista es, como sabe Marx, un crimen cuyo análogo más evidente es el canibalismo. Nacidos en la relación salarial no somos sujetos humanos. Solo somos nuestra capacidad de trabajo, lo que significa servir nuestros órganos musculares, nerviosos y cerebrales, y consumir los de nuestros amigos y familiares, así como los de completos extraños.

Estas descripciones góticas no son meramente decorativas. Al contrario, llegan a la esencia misma de la vida bajo el capitalismo. Nos recuerdan cómo se mutilan los cuerpos y los cerebros para convertirlos en mercancías. Literalmente: solo tenemos que pensar en las deformaciones, lesiones y muertes causadas por las tensas condiciones de trabajo en todos los niveles de la industria capitalista, desde los traumas neurológicos hasta los ataques al corazón, pasando por los huesos rotos, los miembros amputados y las muertes en masa.

En sentido figurado, cada minuto y cada hora de trabajo asalariado es un minuto y una hora más en la que nuestros cuerpos están conectados a una gran máquina que solo vive drenando nuestras sustancias vitales.

La vida bajo el capitalismo es la experiencia del horror, el desmenuzamiento irreversible de la sustancia humana y su consumo necrófago. Al igual que el sombrío destino de las víctimas de cualquier película de terror, cuyos cuerpos son borrados hasta quedar irreconocibles y tan frecuentemente ingeridos por otros humanos, una vez que nuestro trabajo sucumbe al valor esa transformación es totalmente irreparable. Así lo reflexiona el poeta Keston Sutherland en un ensayo brillantemente nauseabundo sobre la jerga de Marx: «Todo lo que es carne se funde en hueso, y viceversa; y ningún esfuerzo de escrutinio, voluntad o imaginación acalorada, por muy poderosamente analítico o moral que sea, es capaz de invertir el proceso industrial de esa delicuescencia».

La lección puede expresarse así: todos habitamos la misma historia de terror y todos deberíamos sentirnos intensamente agitados por ello. Pero, aunque no podamos deshacer lo que ya se ha hecho, esa repugnancia podría ser un catalizador para la revolución. Tal vez esto es lo que Marx estaba tratando de enseñarnos con su marca única de horror gótico.

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