Las luchas internas en la izquierda son duras. Pero las disputas personales son amargas y a menudo brutales. Tenemos que hablar sobre el porqué de las luchas por la dirección en nuestras organizaciones. Ciertamente, se apoyan en la defensa de las ideas. Pero hay que admitir que también hay rivalidades personales, por los más variados factores. Uno de ellos son los conflictos generacionales.
Hay muchas razones por las que cada uno de nosotros se compromete en la lucha socialista. Las personas son muy diferentes entre sí. Hay quienes luchan porque no pueden evitar resistir. Hay quienes perseveran porque son idealistas. A algunos les mueve, sobre todo, la indignación y la rabia, a otros la esperanza y la solidaridad.
Están los que luchan por los suyos, los que luchan por los demás, los que odian la injusticia, los que se enamoran de una idea, los que temen la catástrofe medioambiental o el peligro de las guerras. Unos no son mejores que otros. El mejor impulso es el que más dura.
¿Por qué algunos de nosotros aceptan el reto de asumir tareas de conducción? Cada uno de nosotros debe plantearse esta pregunta de forma radicalmente honesta. Al igual que la decisión de organizarse como militante, hay muchas y muy buenas razones para asumir el liderazgo. Pero es indispensable una voluntad apasionada de hacer la diferencia. No sirve el autoengaño en la forma disfrazada de desapego, desprendimiento o humildad que, a menudo, es el miedo a la responsabilidad.
La ambición degenera fácilmente en prestidigitación y, en su forma más exaltada, en mesianismo. La izquierda no necesita líderes “salvadores”, “elegidos”, “redentores”, “elegidos”. Este peligro no es irrelevante, en un país como Brasil, porque la tradición del caudillismo, por diversas razones, es inmensa. La trampa de idealizar los liderazgos es fatal. No sólo el dinero corrompe. El apetito de poder también deforma el carácter.
El peor modelo de funcionamiento es el que se apoya en la autoridad de un jefe incuestionable. La grandeza del gran líder es siempre una ilusión óptica. Nadie es infalible. La alternativa no tiene por qué ser un triunvirato en el papel de árbitro. El liderazgo colectivo es más complejo y lento, pero más fuerte y equilibrado.
Ya tenemos un amplio repertorio de experiencia en modelos de sucesión. Las transiciones, los cambios pueden ser naturales o artificiales, democráticos o manipulados, construidos o caóticos, planificados o turbulentos, consensuados o conflictivos, transparentes o palaciegos, justos o injustos. Siempre es complicado, y errar es común, por tanto.
La segunda es la ruptura generacional, el relevo brusco y, como consecuencia, la desmoralización de los veteranos. La ruptura del hilo de continuidad puede precipitar una deriva e incluso una fragmentación.
¿Cuál de los dos peligros es mayor? Depende de la historia y el contexto de cada corriente. Las presiones conservadoras para preservar los liderazgos más experimentados y prestigiosos son inexorables. También lo es la necesidad que sienten los cuadros más jóvenes de ser respetados.
La lucha interna es inevitable en cualquier agrupación política. Pero cuando el diseño de las disputas por los cargos coincide con una fractura generacional, se abre una peligrosa etapa de lucha por el liderazgo. La mayor responsabilidad está en manos de los mayores. Los jóvenes tienen derecho a ser temerarios, precipitados, atrevidos.
Hay tres factores que merecen ser examinados: (a) la dirección más fuerte es la más representativa del colectivo, la tradición y la renovación, la reputación y la lealtad; (b) la experiencia no debe confundirse con la capacidad; (c) la voluntad no debe confundirse con la fuerza.
Dos modelos son peligrosos: (a) no se prepara la sucesión y los viejos siguen siendo intocables; (b) se establece una solución legal para un problema político con límites de duración inflexibles, y se excluye a los viejos.
El reto de construir instrumentos de lucha estables y útiles es una apuesta por un proceso que tiene dimensiones históricas y supera la escala de los años. Hay que pensar en la escala de las largas duraciones. Una medida que va más allá del papel que, individualmente, ninguna persona puede cumplir. La formación de nuevos liderazgos es el reto de cualquier dirección. Esta es la fuerza de los colectivos.
Juntos no sólo somos más fuertes. Podemos ser mejores.
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