El resultado de las elecciones del pasado 6 de junio revela una complejidad que rebasa tanto a quienes anticipaban mayor abstencionismo, quienes vaticinaban un fuerte retroceso de Morena o quienes apostaban por su triunfo abrumador.
Comencemos destacando la importancia de la caída del abstencionismo: la participación ciudadana incrementó de un 47,72% en 2015 a un 52,67% en estas elecciones intermedias (esto es, un incremento de un 5%, con una participación apenas un 10,75% menor a las elecciones presidenciales de 2018), lo que es resultado de una mayor polarización e interés ciudadano en la vida política, a pesar de la pandemia, del bochornoso espectáculo de conflictos intrapartidarios y el bajo nivel del debate político.
Entre los adversarios de Morena se encuentran sectores importantes de la oligarquía y de los partidos de la derecha neoliberal: PAN (Partido Acción Nacional), PRI (Partido Revolucionario Institucional) y PRD (Partido de la Revolución Democrática), aglutinados en la coalición Va por México. A estos se suma una amplia gama de intelectuales derechistas, que lanzó un Manifiesto en contra del actual gobierno y clama por la intervención del presidente Joe Biden en los asuntos internos de México (so pretexto de que Andrés Manuel López Obrador es «nacionalista, estatista, populista y autoritario». En el campo opositor también se cuenta el clero —principalmente católico— que desató su furia anticomunista y una abrumadora mayoría de medios de comunicación, enfrascados en una guerra sucia y actuando en concierto con medios internacionales tan importantes como The Economist, New York Times o Die Welt. La actitud facciosa del Instituto Nacional Electoral (INE), finalmente, también procuró poner todo tipo de obstáculos.
Con sus 281 diputados, Morena mantiene la capacidad de aprobar el Presupuesto de Ingresos y Egresos (el gasto del gobierno), modificar leyes secundarias y otras facultades para mantener la gobernabilidad. Esto no excluye la posibilidad de mandar iniciativas de reforma constitucional progresistas, como la de recuperar la soberanía energética, que cuestionarían el carácter antipopular de los partidos de la derecha y generarían una enorme presión social para su aprobación. También es menester mencionar que, en un país tan machista, fueron electas seis mujeres: 5 de ellas de Morena y una del PAN (esta última, por cierto, bajo serias acusaciones de corrupción).
En su afán por confirmar una supuesta derrota de Morena, los medios y partidos de la derecha se apresuraron a afirmar que Morena había perdido la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados (que serían dos tercios de los 500, lo que le hubiera dado la capacidad de modificar la Constitución para echar abajo las reformas privatizadoras neoliberales). Pero esto es del todo falso, ya que Morena nunca tuvo esa capacidad: en 2018 su alianza alcanzó una representación de 308 diputados, por lo que tuvo que alcanzar acuerdos con el PRI para superar los 333 votos necesarios para realizar mínimas reformas a la Constitución.
La mejor respuesta al intento de la derecha para deformar el resultado electoral provino de algunas mentes sensatas de la propia derecha, como del exdirigente del PAN Gustavo Madero, quién señaló: «La alianza opositora se autoengaña, nos derrotó Morena». Y mientras solicita que se reconozca que perdieron el 80% de las gubernaturas en disputa, agrega: «Nos dieron una paliza [y esos nuevos territorios] les facilitarán la elección del 2024». Para confirmar su análisis, Gustavo Madero nos obsequia la siguiente tabla comparativa:
Para el grueso de la militancia de Morena, proveniente de organizaciones de izquierda y de los movimientos sociales democráticos y forjada en grandes luchas sociales desde 1968, la imposición antidemocrática de su actual dirigente, Mario Delgado (proveniente del ala derecha del partido) y de candidatos de su corriente (muchos de ellos o ellas, impresentables) ha caído como un balde de agua fría. Es natural, dado el desgaste que acarrea cualquier disputa interna, que la frustración de estos sectores de la militancia se haya traducido en un menor compromiso con la campaña y en votar de manera diferenciada o directamente abstenerse.
La estrategia de Andrés Manuel López Obrador para consolidarse giró en torno a buscar el voto conservador y de las clases medias, por lo que le vino muy bien la imposición del INE de Mario Delgado en la dirección del partido —un tipo mediocre, sin carisma ni capacidad de liderazgo—. Que la balanza haya terminado inclinándose para el lado de Delgado en lugar de apoyarse en los movimientos sociales y de izquierda fue otra de las causas del fracaso electoral de Morena en la CDMX (y, presumiblemente, también de la posibilidad de obtener un triunfo mucho mayor a nivel nacional). Pero dicha estrategia no resultó efectiva. Más bien todo lo contrario: no tuvo la capacidad de atraer a los grupos conservadores y sí le restó atractivo a la opción oficialista entre sectores populares.
Una vez terminado el proceso electoral, al interior de Morena se abre un periodo de fuertes debates sobre las grandes incongruencias entre las reivindicaciones democráticas del partido y la ausencia de democracia en su vida interna; de reivindicarse un partido-movimiento y estar alejado de los movimientos sociales; de luchar contra el autoritarismo y soportar cacicazgos internos; de un Estatuto que prohíbe la existencia de corrientes internas y soportar el dominio de una camarilla de derechas; y de terminar con la imposición de candidaturas de derecha, vestidos de izquierda, carentes de auténtico liderazgo partidario y social.
Diversas corrientes de izquierda al interior de Morena están demandando la convocatoria a un Congreso que haga un balance crítico de sus debilidades. Reclaman que debe elegirse democráticamente una nueva dirección, comprometida con los movimientos sociales y que adopte una postura crítica ante temas fundamentales, como el de una lucha más consecuente contra la corrupción, fincar responsabilidades penales a los expresidentes de la República o de terminar con la violencia e impunidad de los grupos criminales.
El resultado general de este proceso electoral confirma lo que viene expresando López Obrador retomando a Gramsci: «lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer». El problema es cómo evitar que lo nuevo nazca prematuramente o se tarde demasiado. En ambos casos, el resultado es fatal para todo proceso de transición.
Esa alternativa es posible, pero no caerá como maná del cielo. Habrá que construirla conscientemente. La desobediencia de amplios sectores de Morena a las imposiciones de su dirección, su gran espíritu de sacrificio por una causa que considera progresista, su disposición a ligarse a los movimientos sociales y retomar sus demandas (como la suspensión del pago de la deuda pública, un impuesto progresivo a las grandes fortunas, la renacionalización del sector energético o la Renta Básica Universal) y la elección, aunque muy minoritaria, de auténticas candidaturas de izquierda, ofrecen esperanzas en ese sentido.
Unificar y articular la agenda de la izquierda radical —dentro y fuera de Morena— con la de los movimientos sociales constituye, sin lugar a dudas, la clave para romper el nudo gordiano que nos paraliza.
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