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El pensador canadiense C. B. Macpherson insistió en que el "individualismo posesivo" del capitalismo limitaba el florecimiento humano.

Macpherson quería un socialismo que incluyera al individuo

El pensador canadiense C.B. Macpherson insistía en que el «individualismo posesivo» del capitalismo limitaba el florecimiento humano. En su lugar, quería una sociedad socialista democrática en la que las personas pudieran establecer relaciones significativas y expresar todo el espectro de la individualidad humana.

Reseña de The political thought of C.B. Macpherson, de Frank Cunningham (Palgrave, 2019).

 

C.B. Macpherson era una leyenda en los círculos de la teoría política canadiense, conocido por su lectura minuciosa de difíciles textos teóricos. Consiguió sacar a la luz supuestos y tensiones ocultas con una rara combinación de agudeza académica y mordacidad. Pero como autor de libros con títulos áridos como Democratic Theory: Essays in Retrieval y Democracy in Alberta: Social Credit and the Party System, la reputación de Macpherson quedó en las puertas de la universidad.

Por suerte, el excelente libro reciente de Frank Cunningham, The Political Thought of C.B Macpherson, nos ofrece una visión más completa e interesante tanto del hombre como del núcleo socialista democrático de sus escritos. En las hábiles manos de Cunningham, Macpherson se revitaliza como una figura que no sólo puede enseñarnos sobre las limitaciones y fortalezas de la tradición liberal clásica, sino que puede ofrecernos una visión inspiradora para un futuro socialista democrático.

¿Qué es el individualismo posesivo?

La obra que dio a conocer a Macpherson fue Teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke. Nominalmente una historia de la teoría política inglesa de principios de la modernidad, el libro tenía ambiciones mucho más grandes.

El objetivo de Macpherson era analizar las raíces de lo que denominó “individualismo posesivo”: la idea de que en el estado de naturaleza cada uno de nosotros es un individuo atómico, separado de todos los demás, definido por una búsqueda incesante del deseo que nos exige desarrollar nuestras habilidades y trabajo para adquirir lo que queremos. Los seres humanos naturales no deben nada a la sociedad ni a los demás, ni a la hora de desarrollar sus capacidades ni de disfrutar de sus bienes.

Lejos de ser natural, Macpherson demuestra que el individualismo posesivo surgió gracias a una combinación contingente de acontecimientos históricos y nociones ideológicas cambiantes. En particular, los enfrentamientos entre el absolutismo aristocrático y el parlamentarismo capitalista en la Gran Bretaña del siglo XVII proporcionaron un terreno fértil para que filósofos como Thomas Hobbes, James Harrington y John Locke concibieran la naturaleza de la sociedad siguiendo las pautas del mercado.

Según estos teóricos, la propiedad surge al mezclar el trabajo con la materia, lo que crea un derecho a lo que se produce. Un agricultor que pone una valla alrededor de una parcela y luego labra la tierra está mezclando su trabajo con la tierra, que en consecuencia se convierte en su propiedad junto con las zanahorias y las papas que brotan de ella.

Este ideal de trabajo -deberíamos quedarnos con lo que trabajamos- ha sido ideológicamente poderoso. Los conservadores todavía lo utilizan para justificar las grandes desigualdades.

Pero como señala Macpherson, el ideal de trabajo es inviable incluso como base moral de la sociedad capitalista. Si es cierto que tenemos derecho a los frutos de nuestro trabajo, ¿cómo es que los trabajadores hacen algo pero los capitalistas tienen entonces derecho a ello como su propiedad? Al fin y al cabo, no fue Ray Kroc quien hizo un millón de hamburguesas ni Donald Trump quien construyó la Torre Trump. Si realmente creemos que la gente tiene derecho a lo que ha trabajado para crear, entonces es imposible defender el sistema capitalista.

La solución de Locke fue extender la noción de contrato a la relación entre los empresarios capitalistas y los trabajadores. Argumentó que los trabajadores no tienen derecho a quedarse con lo que producen si han acordado contractualmente trabajar para su empleador.

Por supuesto, los trabajadores podrían negarse a entregar lo que han creado y decidir disfrutarlo ellos mismos. O podrían decidir unirse y exigir democráticamente cambios en la sociedad. Los individualistas posesivos, por tanto, llegaron a reconocer la necesidad de un Estado poderoso que pudiera garantizar los derechos de los empleadores a vivir de lo que produjera el trabajo de sus empleados.

La ironía es que el individualismo posesivo pasó de concebir a las personas como átomos que no debían nada a nadie más, a exigir un leviatán que salvaguardara los intereses de unos pocos privilegiados. Como dice Macpherson casi al final de Individualismo: “No se trata de que cuanto más individualismo, menos colectivismo; más bien, cuanto más exhaustivo sea el individualismo, más completo será el colectivismo”.

Repensar el individualismo liberal y el socialismo

La historia crítica del individualismo posesivo de Macpherson constituye la piedra angular de su legado. Pero Cunningham nos recuerda que, además de ser un agudo lector del pensamiento liberal clásico, Macpherson fue también un socialista democrático que dedicó mucho tiempo a teorizar sobre los problemas del capitalismo contemporáneo y lo que podría sustituirlo.

El socialismo de Macpherson surgió de su creencia de que el capitalismo impedía a los seres humanos desarrollar plenamente sus “poderes productivos” y sus “capacidades”. Los mercados capitalistas generan estratificación: unos pocos elegidos se dan el lujo material de desarrollar sus capacidades, mientras que todos los demás se limitan a mejorar el estrecho abanico de habilidades necesarias para desempeñar su trabajo. Además, las sociedades individualistas posesivas cultivan un sentido del yo atomista y alienante que anima a los individuos a competir por bienes y honores escasos. La codicia es buena e inevitable. El trabajo del Estado, mientras tanto, es fomentar la competencia capitalista hasta el punto en que los individuos comienzan a dañarse físicamente unos a otros; e incluso esa línea puede ser cruzada si el capital exige, por ejemplo, una intervención imperialista o la supresión de movimientos radicales.

Macpherson insistía en que el liberalismo tenía razón al enfatizar el valor del individualismo –criticando a los estados socialistas autoritarios por pisotear la libertad individual– pero que se equivocaba al asumir que el único tipo de individualidad era el posesivo. A los ojos de Macpherson, es mejor un “individualismo normativo” en el que cooperamos unos con otros para formar comunidades significativas y democráticas que facultan mutuamente a sus miembros para expresar su individualidad. Esta posición se asemeja a lo que he llamado el individualismo “expresivo” en lugar de “posesivo” de John Stuart Mill. Pero Macpherson le da un tinte mucho más democrático.

Este argumento tiene muchos aspectos positivos. El individualismo atomista y posesivo es teóricamente inverosímil y empíricamente poco sólido. Las personas construyen su sentido del yo no simplemente trabajando y adquiriendo, sino formando relaciones significativas y desarrollando y ejercitando sus diversas capacidades. La sociedad individualista posesiva es indeseable precisamente porque su manía competitiva erosiona las relaciones humanas y, lo que es peor, porque sus desigualdades significan que muchos nunca podrán desarrollar más que una fracción de sus capacidades.

Al mismo tiempo, Macpherson tiene razón al afirmar que no debemos correr en dirección contraria, subordinando el individualismo al tradicionalismo cultural (como insistirían los críticos socialmente conservadores del liberalismo) o a los movimientos políticos (como ocurre con algunos experimentos socialistas). Por el contrario, nuestro objetivo debería ser crear una sociedad más sinceramente individualista que reconozca que ser capaces de formar conexiones profundas con otros y potenciarse mutuamente en la búsqueda de la buena vida es lo que nos permite ser verdaderamente autodeterminados y libres.

La democratización es un complemento necesario, ya que nos permite deliberar sobre el tipo de mundo compartido que queremos construir. No por casualidad, ésta es una de las razones por las que los individualistas hiperposesivos como los neoliberales desconfían tanto de la democracia.

Macpherson y el neoliberalismo

Cunningham dedica gran parte de su libro a aplicar el pensamiento de Macpherson a cuestiones contemporáneas, desde el neoliberalismo hasta las luchas feministas y por la justicia racial. Reprocha, con razón, a Macpherson por respaldar los objetivos de los movimientos de derechos civiles y feministas sin abordar las cuestiones que estos plantean, una omisión desafortunada, ya que ambos habrían aportado al análisis del individualismo posesivo de Macpherson.

Por ejemplo, Domenic Losurdo señala que los argumentos de Locke a favor del individualismo posesivo no sólo fueron fundamentales para justificar la coerción capitalista en los países del Norte (el argumento está bien resumido por mi difunto amigo Connor O’Callaghan); también animaron la denigración de Locke del trabajo de los indígenas como ineficiente y su argumento de que no tenían derecho a la tierra que habían habitado durante siglos. Era mucho mejor que fueran sustituidos por colonos blancos trabajadores e industriosos que realmente hicieran un buen uso de ella.

Una de las secciones más interesantes del libro de Cunningham es aquella en la que extiende el análisis de Macpherson al tema del neoliberalismo. Muchos liberales clásicos e igualitarios seguían manteniendo ideales humanistas de justicia e igualdad moral que les hacían ser escépticos a la hora de extender la lógica del individualismo posesivo a todos los ámbitos de la vida. Algunos pensadores liberales como Mill llegaron incluso a la conclusión de que el liberalismo y el capitalismo eran fundamentalmente incompatibles.

Los pensadores neoliberales no tenían esos recelos: elaboraron una teoría de “mercado puro”, sostiene Cunningham, que reducía el ideal liberal a lo que requería el capital. Macpherson murió en 1987, durante los días de gloria de las contrarrevoluciones de Reagan y Thatcher. Estaba profundamente preocupado por sus ataques al estado de bienestar y al régimen democrático, y argumentaba enérgicamente contra figuras como Milton Friedman que el neoliberalismo no se ajustaba ni a la justicia ni a la naturaleza humana.

Aquí creo que debemos separarnos de Macpherson y de Cunningham. Yo diría que el neoliberalismo resulta interesante precisamente porque es el momento histórico en que los defensores del capitalismo se dieron cuenta de que el individualismo posesivo no reflejaba la naturaleza humana. La mayoría de nosotros no pensamos en nosotros mismos (ni queremos pensar en nosotros mismos) como máquinas desconectadas y sibaritas que compiten entre sí, deseosas de transformar nuestras propias personalidades en capital social.

Reconociendo esta realidad, y queriendo acelerar la colonización del mercado en todas las esferas de la vida, los neoliberales trataron tanto de aislar al capitalismo de las presiones democráticas como de construir instituciones que pudieran remodelar a las personas a la imagen del individualismo posesivo. Al mismo tiempo, intentaron injertar sus ideas en las instituciones del orden internacional liderado por Estados Unidos, desterrando para siempre el espectro de la socialdemocracia y, donde existía, del socialismo.

El proyecto neoliberal tuvo un éxito magnífico durante un tiempo, y sólo recientemente hemos visto una revuelta generalizada contra el esfuerzo de meter toda la humanidad en el saco del individualismo hiperposesivo. Si esto terminará con una política de izquierdas renovada o con una explosión reaccionaria es una cuestión abierta. Pero la visión socialista democrática de Macpherson puede inspirarnos a pensar más ampliamente en los zig-zags ideológicos de los defensores del capitalismo, y en los elementos positivos del liberalismo que pueden extraerse de su contradictorio legado.

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