El planeta arde. “La casa está en llamas”, gritan jóvenes militantes ecologistas; y el conjunto de la ciudadanía, a escala global, comienza a comprender que algo grande está ocurriendo. Huracanes cada vez más devastadores azotan aquí y allá. Los desiertos avanzan en Asia, en África, en Brasil. El calentamiento global es ya una realidad que se percibe a simple vista o a simple piel. El agua potable se ha convertido en un lujo para millones de personas. Y la lista sigue, y sigue.
Imbéciles, criminales, mercenarios y mercenarias bien pagados por corporaciones capitalistas persisten en seguir negando el cambio climático. Pero ya casi nadie les cree: la cosa es obvia incluso para quien no se quiere enterar. Sin embargo los combates nunca son fáciles. Las estrategias cambian. Se dice entonces por ejemplo que no está demostrado que el aumento de la temperatura sea producido por acciones humanas: son cambios propios de la naturaleza ante los que poco o nada se puede o se debe hacer. Pero la inmensa mayoría de la comunidad científica piensa lo contrario. Y la enorme velocidad del proceso es prueba bastante clara de que el calentamiento global se debe esencialmente a emisiones de carbono producto de humanas actividades. Los acuerdos internacionales para reducir las emisiones ratifican sobradamente esta conclusión. Pero los acuerdos no se cumplen, las metas no son alcanzadas. Y la bomba está a punto de estallar.
Entonces aparece otra estrategia, vieja como el capitalismo, pero que siempre se puede remozar. Siempre útil, siempre lista, siempre potencialmente eficaz: la carta nacional, el nacionalismo. Y entonces se pretende instalar que las emisiones de carbono son producto de las flatulencia de la vacas del sur (para escamotear lo que les corresponde a las automotrices del norte); se cierran las fronteras para que las hordas africanas que huyen de la miseria (ahora acrecentada por la veloz desertificación producida por el aumento de las temperaturas) no ingresen en la pulcra Europa, o los famélicos mexicanos y centroamericanos dejen de emigrar por cientos de miles a los Estados Unidos de los sueños devenidos pesadillas. Y junto a los enfoques nacionalistas se cuela una perspectiva individualista, muy a tono con la sensibilidad posmoderna: todos y todas seríamos responsables, democráticamente por igual. Así se simple; así de falso. De una u otra forma la esencia discursiva es la misma: responsabilizar a cualquiera, a lo que sea, a cualquier cosa, pero evitar a toda costa que las miradas se posen en el verdadero responsable: el sistema económico capitalista orientado por la ganancia privada y necesitado de un crecimiento económico permanente. Porque la cosa es clara, clarísima. No hay capitalismo sin crecimiento. Esto es indudable. Pero no hay crecimiento ilimitado en un planeta finito. No menos indudable, no menos claro. El capitalismo es el verdadero enemigo de la naturaleza. El capital depreda, esto ya lo dijo Marx en páginas que muchos marxistas pasaron por alto, a las dos fuentes de toda riqueza: el trabajo y la naturaleza. Diferentes formas de reformismo más o menos keynesiano pudieron por un tiempo atemperar el carácter antagónico de la relación trabajo/capital. Pero el costo ha sido el arribo a una situación catastrófica -hoy ya evidente para quien no quiera cegarse- de la relación capital/naturaleza.
Curiosamente, uno de los autores más injustamente olvidados de la tradición marxista fue un auténtico precursor de la voluntad de vincular a la tradición emancipatoria comunista del movimiento obrero y la ecología política. Se trata de Manuel Sacristán (1925-1985).
Pero el traer a la memoria al autor de Panfletos y materiales no tiene que ver con un acto de reparación histórica, aunque también. Sucede que Sacristán no fue sólo un precursor en reflexionar y actuar sobre una problemática que hoy es urgente. Bien miradas las cosas, su enfoque de la cuestión parece esencialmente acertado. Y además es verdaderamente programático: una excelente brújula, un útil mapa para orientarse y para avanzar con conciencia y praxis ecológica en la perspectiva del socialismo revolucionario. No se trata de volver a sus textos para hallar allí todas las respuestas. De hecho, uno de los aspectos más destacables del ecologismo socialista de Manuel Sacristán se funda en el llamado a estudiar los problemas con denuedo, asumiendo que no tenemos todas las respuestas. Nos insta a abandonar la fácil crítica meramente filosófica, para aplicar el máximo rigor científico huyendo de las simplificaciones bien-pensantes. La crítica es necesaria, indispensable, sostuvo, pero el conocimiento bien fundado no lo es menos. Así lo dejó claro, por ejemplo en una conferencia cuyo motivo no resulta hoy (casi cuatro décadas después) en absoluto extraño: “¿Por qué faltan economistas en el movimiento ecologista?”.
Superando las miradas puramente sensibleras de la cuestión ecológica, las tentaciones no racionales (cuando no directamente irracionalistas), las perspectivas simplistas, Sacristán abonó por un marxismo ecologista que combinaba inclaudicable firmeza en los principios con sutil e informado conocimiento. Una cosa es el amor a la naturaleza y el respeto a las culturas -cosas ambas que Sacristán instó siempre a cultivar, y cultivó-, otra muy diferente es la ignorancia, por buenas intensiones que se tengan. En tal sentido alguna vez dijo:
Cuando ya despuntaba el relativismo posmoderno, el “todo vale”, la reducción despistada de ciencia a ideología (con la consiguiente consecuencia de dejar en manos de las corporaciones la producción científico-técnica), el aplanamiento de todo conocimiento bajo un perezoso “tu tienes tu verdad y yo la mía”, Sacristán supo ver con claridad tanto la potencia indubitable de la ciencia como sus peligros, y discriminar en dónde reside cada una de estas dimensiones:
La ciencia es potente porque es epistemológicamente sólida. Esto es lo que la hace política y socialmente peligrosa. No se trata, pues, de denunciar o renunciar a la ciencia, sino de colocarla al servicio de las humanas necesidades, antes que de la acumulación de capital (recrear la alianza entre el movimiento obrero y la ciencia). Cuando ya comenzaban a proliferar enfoques románticos que idealizaban el pasado, la naturaleza o a otras culturas supuestamente “armónicas” por medio de enfoques ideológicos que tendían a rechazar el conocimiento científico en sí mismo, Sacristán apeló a un doble compromiso. Y por eso supo decir sin subterfugios: “Al pie de la letra, me parece falso que sólo en la ciencia sea posible la comparación. Lo que sólo es posible en la ciencia es la valoración comparativa. Todas las culturas están igual de cerca de Dios, dijo Ranke. Hay que añadir: pero no todas las ciencias”. Y con esto de fondo, extrajo conclusiones político-ideológicas no menos sugerentes:
¿Que esto es más complicado que ser unilateralmente cientificista o anficientificista? De acuerdo. Pero me parece que el problema de nuestra sociedad y nuestra cultura ha llegado ya a tal grado de complicación que hay que empezar a no ser simplistas y aceptar, a la vez, que uno tiene que jugárselas por los indios de Brasil y también por la conciencia científica del espíritu revolucionario.
Apelar a este doble compromiso es hoy en día tan necesario como hace 40 años, y más urgente. Y conviene reparar qué significa el “jugárselas” de Sacristán. En nuestros tiempos de academicismo sin compromisos políticos o con compromisos dentro de lo permisible, hay que recordar que Manuel Sacristán desarrolló casi toda su vida bajo la bota del franquismo, contra el que militó sin ninguna tregua, y sí con renuncias y costos. En dos ocasiones -en 1956 y en 1965- rechazó Sacristán atractivos ofrecimientos de centros universitarios extranjeros de primer nivel para elegir la dura y (materialmente) pobre vida de combatiente del PSUC (el partido de los comunistas catalanes) en la España dictatorial. Cuando Manuel Sacristán decía “jugársela”, era jugársela. Sin comillas.
La comprensión cabal de los problemas ecológicos entrañaba para Sacristán la necesidad de asumir profundas transformaciones, no sólo sociales, sino también personales. Para él ya era muy claro, a finales de los años setenta, que lo personal es político. En una conferencia de 1983 afirmó:
Y luego precisó, como para que nadie se llamara a engaño:
Consecuente con este diagnóstico informado y realista, Manuel Sacristán no se privaba de extraer las consecuencias políticas incluso en el plano personal, en la propia vida privada:
En el marxismo, la utopía escatológica se basa en la comprensión de la dialéctica real como proceso en el que se terminan todas las tensiones o contradicciones. Lo que hemos aprendido sobre el planeta Tierra confirma la necesidad (que siempre existió) de evitar esa visión quiliástica de un futuro paraíso armonioso. Habrá siempre contradicciones entre las potencialidades de la especie humana y su condicionamiento natural. La dialéctica es abierta. En el cultivo de los clásicos del marxismo conviene atender a los lugares en los que ellos mismos ven la dialéctica como proceso no consumable.
Marxismo depurado, podríamos decir. Atento a las terribles señales de la realidad pero sólidamente parado en los principios: no engañar, no engañarse. Por eso podía concluir afirmando que “hemos de ver que somos biológicamente la especie de la hybris, del pecado original, de la soberbia, la especie exagerada”. El desarrollo capitalista entraña, necesariamente, desmesura. Y una desmesura potencialmente auto-destructiva de la propia especie humana. Ante ello, el Sacristán ecológicamente consciente reivindicará el valor de la mesura. Apeló, pues, al desarrollo de “una ética revolucionaria de la mesura y la cordura”. Esto es, mesura en el consumo, mesura en la relación con la naturaleza, mesura en la producción de bienes. Pero la mesura no se contraponía al radicalismo. Al contrario, Sacristán asumía que en términos ecológicos había que ser muy radical. Los problemas son tales, y de tal magnitud, que no hay ni tiempo para el gradualismo ni es sensato el reformismo. La crisis ecológica en la que se estaba sumergiendo la humanidad era una crisis que exigiría soluciones radicales, revolucionarias. Y no es que esperara Sacristán grandes e inminentes éxitos del movimiento obrero revolucionario. Mas bien al contrario, en 1981 declaró sin atenuantes que se vivían tiempos de derrota, y que nadie de su generación viviría cambios sociales progresivos. Ello no obstante, y a pesar del sólido posicionamiento del capitalismo y del naciente neo-liberalismo, la dialéctica perversa del desarrollo capitalista continuaría operando: el capitalismo llevaría ineludiblemente a una situación de crisis ecológica colosal. Podía dudar Sacristán de si se hallarían soluciones a tiempo. De lo que no dudaba es de que las soluciones, si las hubiera, tendrían que ser revolucionarias. Vale decir, con cambio radical de las estructuras económicas y con modificación sustantiva de las finalidades sociales. Tampoco dudó respecto a que el movimiento obrero debería ser un actor clave. En tal sentido escribió:
La clase trabajadora debía ser vista, y tendría que verse a si misma, “como sustentadora de la especie, conservadora de la vida”. En esta línea de pensamiento, Sacristán exploró las opciones políticas, proponiendo simultanear prácticas indispensables a dos niveles: el del ejercicio del poder estatal y el de la vida cotidiana. Ambos necesarios, ambos insuficientes sin la complementariedad del otro. Pero también aclaró:
Problemas colosales, soluciones radicales. Pero se trata de un radicalismo no alocado, un radicalismo científicamente informado y mesurado. Su perspectiva política ahondaba todavía analizando problemas conexos, que siguen siendo hoy nuestros problemas. Por ejemplo sostuvo que “la crisis ecológica aumenta la validez y la importancia del principio de planificación global y del internacionalismo”.
Manuel Sacristán ya lo sabía: el crecimiento económico ilimitado es una ilusión criminal. Lo que nuestra especie y el resto de las especies que comparten con nosotros este planeta necesitan es un reparto igualitario de las riquezas (que no son pocas) y de los esfuerzos, reducir las actividades industriales y el consumo superfluo, planificar la economía y equilibrar el metabolismo socio-natural. Nada de esto es posible sin abolir el capitalismo como modo de producción.
Fredric Jameson dijo alguna vez que hoy en día es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pues bien, hay que atreverse a imaginar el fin del capital. Al menos para empezar. Y quizá no nos quede mucho tiempo.
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