El domingo 7 de febrero se realizaron elecciones generales en Ecuador, un país que en 2016 eligió como presidente a Lenin Moreno, candidato designado y promovido por Rafael Correa. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde aquella ocasión, empezando por el pronto viraje neoliberal de Moreno. Hoy, en medio de la pandemia, de una aguda crisis económica y una fuerte desconfianza frente a la política, los resultados electorales revelan una apuesta por el cambio pero también una disputa abierta por el sentido del mismo. La opción gira en torno a transformaciones a favor de las mayorías, con mayor participación del Estado y bienestar social, o un renovado neoliberalismo, con algunos retoques reformistas que profundice el individualismo y la fragmentación.
Los resultados electorales, que dan como ganador de la primera vuelta a Andrés Arauz, joven candidato del correísmo –seguido por el banquero Lasso, por Yaku Pérez, candidato del Partido indígena Pachakutik, y el empresario Xavier Hervaz– reflejan tal disputa. Tomando en cuenta este escenario, ensayamos aquí un análisis de los resultados de Ecuador y las opciones que se delinean para las propuestas progresistas. En segundo lugar, abordamos la posibilidad de un nuevo ciclo político en los Andes, que supere la primera oleada progresista con mayor protagonismo popular, cuidado del ambiente y compromiso con las luchas de las mujeres, asumiendo el viejo desafío mariateguista de ser «continuidad y ruptura».
El inicio de la pandemia en marzo del 2020 tuvo un efecto desmovilizador, pero el horizonte crítico instalado por las protestas de octubre se hizo presente en la campaña electoral. De un lado, afirmó un eje crítico al gobierno y a los candidatos afines a sus políticas; del otro, potenció las demandas de cambio asociadas en buena parte a la estabilidad y a los logros socioeconómicos del correísmo. El 32% obtenido por Andrés Arauz demuestra que logró canalizar bastante bien esta línea de críticas y expectativas. Pese a que no fue suficiente para ganar en primera vuelta, el resultado es muy bueno, sobre todo tomando en cuenta la dura campaña de persecución que enfrentó el espectro correísta, que incluyó la proscripción del partido y la judicialización de sus principales líderes (el mismo Rafael Correa junto con autoridades electas como la prefecta de Pichincha, Paola Pabón). Vale mencionar, también, el buen desempeño de Arauz como candidato: se puso al hombro una campaña nada fácil, tensionada entre el legado de Correa y la necesidad de mostrarse con autonomía y capacidad de gobernar.
Junto al correísmo, otra opción crítica al sistema que obtuvo buenos resultados electorales es la encabezada por Yaku Pérez, candidato indígena del movimiento Pachakutik quien, sin grandes propuestas programáticas, supo aprovechar los límites del correísmo y el hartazgo frente a dicho eje antagonista. Vale recordar que Correa marcó un parteaguas en la relación entre el Estado y los actores sociales, afectando dinámicas corporativas que significaron, por ejemplo, el distanciamiento con el sindicato docente y su partido maoísta MPD, que hoy apoya a Yaku. En un sentido similar, Correa rompió puentes con el movimiento indígena –especialmente con la CONAIE, que si bien no respalda orgánicamente a Yaku sí lo identifica como uno de los suyos–.
A ello se agrega la constante subvaloración correísta de las demandas del movimiento feminista y la confrontación con la agenda ambiental, que no es patrimonio de ONGs sino un reclamo social cada vez más presente especialmente en los jóvenes. Si en la segunda vuelta Arauz se enfrenta al banquero Lasso, tendría que tender puentes con Yaku Perez y recomponer las deterioradas relaciones con estos sectores sociales. Si en la segunda vuelta el contrincante de Arauz es Pérez, el correísmo tendrá que vadear los anticuerpos y las desconfianzas de las clases medias sin renunciar a los ejes transformadores, demostrando ser una propuesta de gobierno mucho más consistente y preparada que la de Pérez, de quien –más allá de algunos ejes discursivos– se sabe poco de su proyecto de gobierno, equipo y fuentes de financiamiento.
Con este escenario en Bolivia, lo que pueda ocurrir en Ecuador y Perú pueden marcar un viraje en la región andina hacia una política de integración que anteponga el bienestar de las mayorías a los intereses de los grupos de poder que se han beneficiado a costa de los sacrificios del pueblo.
En Ecuador, el triunfo de Andrés Arauz en primera vuelta abre una puerta de esperanza para consolidar una propuesta antineoliberal. Sin embargo, no es un escenario fácil, pues las tensiones presentes en el campo popular pueden terminar jugando a favor de la derecha. En un país marcado por un historial de polarización, traición y reacomodos será importante seguir de cerca los alineamientos y respaldos que articulen los candidatos en segunda vuelta. Erróneamente, políticos e intelectuales han centrado la discusión en qué tan «izquierdista» o que tan «indígena» es Yaku Pérez, como si tal clasificación o descalificación en uno otro bando garantizara per se su compromiso con banderas de renovación y críticas al sistema.
La cuestión no debería pasar por encumbrar al mejor y más renovado izquierdista o al más puro indígena ambientalista, sino más bien por asegurar la articulación de un bloque antineoliberal que apueste por un nuevo ciclo de redistribución y justicia social y ambiental en el marco de la plurinacionalidad y la diversidad. En la segunda vuelta, Arauz y el correísmo deberán demostrar que son capaces de liderar este bloque, ampliado alianzas por izquierda y potenciando también la apuesta por la renovación de sus líderes.
En Perú, las elecciones se realizarán en medio de una grave crisis política, reflejada en los tres presidentes que desfilaron durante 2020. El fuerte impacto sanitario y económico derivado de la pandemia desnudó todas las deficiencias estructurales de la salud pública y la economía peruana, marcadas por la informalidad y la corrupción. Las elecciones se presentan en un marco de gran fragmentación política, desafección y rechazo a la clase política que ha gobernado los últimos años.
Además, a diferencia de Ecuador y Bolivia, Perú no tuvo un gobierno progresista. Lo más cercano a una experiencia de ese tipo fue la experiencia de Ollanta Humala, que llegó al poder con un discurso que prometía transformaciones y a los pocos meses se alineó completamente con los grupos de poder. Sin embargo, en 2016 y bajo el liderazgo de Verónika Mendoza, se pudo concretar una propuesta que aglutinó distintas luchas populares y quedó muy cerca de pasar a la segunda vuelta.
De cara a 2021, Verónika y el Movimiento Nuevo Perú han logrado consolidarse como opción de gobierno alternativa a la derecha neoliberal y participan en la coalición de izquierdas Juntos por el Perú. Según las encuestas, Juntos se encuentra segundo en las preferencias electorales, desarrollando una campaña que ha empalmado bien con el ánimo critico desplegado en las protestas de noviembre de 2020, siendo la única que levanta claramente la bandera de una nueva Constitución para llevar adelante cambios de fondo. En medio de la dura crisis, el eventual triunfo de Mendoza podría cerrar ciclo neoliberal impuesto por Alberto Fujimori en 1992 y abrir uno distinto.
Todo indica que, entre febrero y abril, la disputa en los Andes se tornará intensa. Hay espacio para consolidar un bloque alternativo al neoliberalismo que mantenga el legado plebeyo, democratizador y redistributivo del primer ciclo progresista, pero que a la vez trascienda sus límites. En tiempos de pandemia, que nos han demostrado como nunca los límites del sistema y las consecuencias del cambio climático y el abandono estatal, es urgente mantenerse unidos para anteponer el bienestar de los pueblos y estar a la altura del desafío.
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