Estrategia

Ecuador: tragedia del garrote, fuerza de las papeletas

El artículo a continuación forma parte de la serie Situación latinoamericana y elecciones Argentina 2025, una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.

El estallido social de octubre en ​Ecuador no fue una anomalía: es el tercer momento de una trama que el país ya vivió en octubre de 2019 y mayo-junio de ​2022, pero ​que ahora se despliega con ​un guion ​más áspero․ En 2019, ​el intento de desmontar subsidios a ​combustibles exigido en cartas de intención con el FMI, ​paralizó el país y obligó al ​gobierno a retroceder․ En ​2022, ​el costo de la vida reabrió las ​calles y reiteró que los combustibles ​no ​son ​solo ​un precio,​ sino ​el ​nervio de la economía ​popular.

En 2025, quitar el subsidio al diésel —que subió de inmediato de 1,80 a 2,​80 dólares por ​galón— encendió de nuevo la mecha, pero con dos diferencias decisivas:​ En estos años, Ecuador se ha convertido ​en el país ​más violento de Sudamérica y la ​excepcionalidad se ha ​instalado como ​modo ​de ​gobierno.​ Esto último no es un ​detalle jurídico: hasta el 16 de noviembre de 2025,​ ​el presidente Daniel Noboa habrá ​cumplido ​725 días de mandato, de los cuales 592 ​han transcurrido bajo estado ​de excepción. Cuatro de cada cinco.

Para el lector latinoamericano crítico,​ la ​ecuación ​es conocida: ajuste sin piso social más seguridad por decreto y plebiscitos en clima de miedo. No hace falta conocer al detalle el ​mapa ​ecuatoriano para entender por qué ​el paro escaló․ Allí ​donde se ​concentran poder político,​ ​arterias económicas, logística de abasto y fuentes de agua,​ la protesta tuvo eco.

Quito, la capital ​política,​ volvió ​a concentrar marchas y choques simbólicos porque es el escenario donde se ​legitiman decisiones y ​se miden costos․ Guayaquil, la gran ​ciudad portuaria ​del litoral —motor exportador y hoy epicentro ​de ​sicariato y extorsión— ​dejó ver ​la superposición asfixiante entre inseguridad y alza de ​transporte: a los hogares les sube el pasaje y les sube también la «vacuna», como se denomina coloquialmente la extorsión cotidiana del crimen organizado․

La Sierra Sur, donde se dirime ​la ​minería de altura en páramos que alimentan de agua a las ciudades, ​mostró que la agenda ambiental no retrocede en tiempos de crisis․ Y el corredor andino ​de carga —columna ​camionera que mueve alimentos y mercancías— recordó que ​cualquier centavo que suba el diésel se ​traduce enseguida en pan más caro, fruta más cara, vida más cara.

Así ​se ​entiende la convergencia de reclamos: un precio que afecta a ​todos, ​una violencia ​que impone miedo cotidiano ​y un ​Estado que responde con militarización sostenida․

La chispa de octubre es conocida,​ ​pero ​la respuesta social no ​fue un estallido ​caótico. La Confederación ​de ​Nacionalidades Indígenas del ​Ecuador (CONAIE), histórica organización que articula a ​pueblos ​y nacionalidades de la Sierra y ​la Amazonía ​desde fines del siglo XX, llamó a paro y activó una coreografía que el país recuerda: comunas, sindicatos pequeños,​ redes barriales, mercados populares,​ estudiantes, ​organizaciones de ​mujeres,​ transportistas y productores rurales tensan puntos sensibles con repertorios ​que ya están asumidos․

​No ​se trata de «tomar» instituciones ​sino de ​hacer visible, en los corredores de suministro y ​en las plazas, una aritmética de la subsistencia que no cuadra: sin transporte público robusto, sin tarifa social de energía,​ sin una red universal de protección, cada incremento del combustible se multiplica en los precios de primera necesidad.​ En ese lenguaje, ​entendible ​de ​Tijuana a ​Ushuaia, ​el ​ajuste requerido por la burocracia fondomonetarista se convierte en impuesto a la ​supervivencia cotidiana․

Palo y zanahoria

Desde 2018, ​con el ​giro a la derecha ​y la ruptura con el ciclo de tinte antineoliberal precedente, ​Ecuador ​transitó hacia una combinación de disciplina fiscal, apertura de enclaves extractivos ​y gestión del orden por excepción. Pero 2025 añadió un factor que reconfigura la disputa. La violencia en el país ha escalado hasta convertirlo en el más violento de América del Sur (alrededor de 50 homicidios cada 100 mil habitantes en 2025, un incremento aproximado del 40% interanual): los sicariatos se han vuelto cotidianos, las armas de fuego son la regla y los barrios populares se encuentran colonizados por el crimen organizado.

En ​respuesta,​ el Estado ha trasladado a las Fuerzas Armadas ​al centro de ​la vida civil․ ​La consulta popular ​de 2024 habilitó su actuación ​permanente de «apoyo» policial; después ​se declaró el «conflicto armado interno» ​y se encadenaron decretos de excepción ​hasta ​ocupar la mayor parte del ​calendario presidencial․ En ​este ​clima, la protesta se libró bajo amenaza de intervención militar y con ​despliegues ​selectivos: retenes en rutas de acceso a las ​ciudades, cordones en ​nudos ​logísticos, patrullas mixtas en ingresos a ​comunidades y pasos interprovinciales․ No fue ​un blindaje total,​ sino ​puntos ​estratégicos que se sintieron ​con especial dureza en territorios indígenas․

En ​las urbes ​se instaló ​otro motivo: el miedo. La idea de que «los indígenas vienen a tomarse ​la ciudad» ​—sobre ​todo Quito— se propagó por redes sociales, noticieros ​y declaraciones oficiales, convirtiendo ​la imaginación ​del asalto en ​dispositivo de control:​ calles semivacías, comercios cerrados, vecinos en alerta ​como si ​cada movilización fuera un asedio․

En paralelo, la ​gramática oficial ​rebautizó la protesta: cortar una ​vía pasó a designarse «terrorismo»,​ ​marchar, una «inminente amenaza», y a quienes marchan se los tachó de «enemigos internos». Mientras tanto, el Ejército ocupaba los puntos neurálgicos de ​la escena civil y los juzgados convertían el conflicto social en expediente penal. Este desplazamiento convierte ​la ​política en «operación»,​ reduce el conflicto ​social a «riesgo» y, en ​la práctica, ​rebaja el umbral de derechos․

Sin embargo, octubre no fue ​solo coerción. Hubo una victoria concreta que reordenó el ​tablero nacional ​y envió ​una señal: la revocatoria ​de la licencia ​ambiental ​del proyecto ​minero Loma Larga en el páramo de Quimsacocha (fuente de agua de Cuenca, la tercera economía del país). Sucedió tras una marcha multitudinaria que unificó barrios, comunas y gremios: más de cien mil personas en una ciudad de 600 mil habitantes. ​Este freno a la extracción condensa años de ​organización social, referendos locales y consultas previas, y la insistencia en que los páramos ​no ​son «zona de ​sacrificio».

En tiempos ​de asfixia ​económica, esta decisión recordó que el capitalismo que monetiza ​el agua para servir la deuda externa ​termina destruyendo la base material de la vida ​colectiva. Para la región,​ la ​enseñanza es clara:​ allí ​donde la minería ​de altura y el petróleo en selva pretenden «salvar» los balances financieros, la defensa del ​agua opera ​como límite político․ Quimsacocha ​deja de ser ​un topónimo y se convierte en ​argumento.

El gobierno ​entendió que la ​protesta había ​sentado hechos ​y movió tres llaves en paralelo. La primera, como hemos señalado, fue de fuerza, ​manifiesta y ​disuasoria: despliegue táctico,​ allanamientos, detenciones, ​cercos y retenes, glosa penal del «enemigo interno». La segunda, menos ruidosa ​pero eficaz, fue la transacción: ​compensaciones específicas ​a transportistas de carga y transporte escolar,​ promesa de ​congelar pasajes ​urbanos, ​facilidades tributarias y administrativas para gremios con músculo, adelantos de transferencias a alcaldías aliadas ​para calmar presión ​en barrios.

Junto a ello, un ​ataque silencioso, de bajo perfil: el bloqueo bancario a cuentas de organizaciones indígenas, ambientales y ​de derechos, sin expediente judicial y dejándolas semanas «bajo revisión», sin ​ruta ​clara ​de restitución.

​El mensaje fue claro: palo para quien protesta,​ zanahoria para quien concede, ​y miedo para disuadir la ​organización ​social. En esa mezcla, ​la dirigencia indígena levantó bloqueos viales cuando la ​amenaza ​de intervención militar anticipaba una tragedia, preservó vidas y capital ​político, y ​dejó claro que el repliegue era táctico․ Se cerraba así un paro que duró 31 días: el más ​largo de ​la última década, más extenso que los de ​octubre de 2019 (11 días) ​y mayo-junio de 2022 (18).

El repliegue no fue unilateral. Al Gobierno también le convenía desmovilizar para concentrar recursos políticos y mediáticos en la consulta del 16 de ​noviembre. El resultado ​fue inequívoco: ganó el No en las cuatro preguntas (permitir bases militares extranjeras, suspender ​financiamiento ​público a partidos,​ reducir el número de asambleístas y convocar a una constituyente). En dos de ellas —bases extranjeras y constituyente— el rechazo ​rozó dos tercios ​del electorado․

No

La apuesta plebiscitaria para abrir la presencia militar de EEUU​ y desmontar la Constitución de Montecristi fracasó y dejó al Ejecutivo erosionado ​y ​sin blindaje para su agenda de seguridad ​y ajuste․ El gesto ​político es ​decisivo: el «No» operó como ​rechazo transversal al atajo constituyente y a la recentralización de poder, pero también como desgaste ​del ​modelo ​—​excepcionalidad ​en serie, estallido de la ​violencia, ​desinversión social, ​señales privatizadoras—.​ El ​plebiscito terminó ​por despejar el murmullo persistente de la protesta: no hubo cheque en blanco, sino freno popular․

En términos de arquitectura ​democrática, el ​veredicto popular reafirma el filtro procedimental ​propio del «nuevo constitucionalismo latinoamericano»: ​control constitucional previo, claridad en la materia, convocatoria legítima y regla de ​mayorías reconocible.​ Sin ​procedimiento,​ no hay ​reforma;​ sin reforma con ​origen ​legítimo, ​no ​hay sustitución constitucional․

Aquí es necesario conectar un ​cable con la historia de América Latina․ Las constituciones del giro a la izquierda —​Venezuela 1999, Ecuador 2008, Bolivia ​2009; que inspiraron muchas reformas de vanguardia en otros países de la región y más allá—​ no fueron ​meros cambios ​preceptivos:​ permitieron ​la ampliación material de ​derechos sociales y ​colectivos, sustentados con la recuperación de la rectoría estatal sobre sectores estratégicos. En el caso ecuatoriano, además, se reconoció la plurinacionalidad, se reivindicó a ​la naturaleza como ​sujeto de derechos, y se desconcentró el poder creando ​funciones autónomas de ​control social y electoral․

El argumento con que se buscó desandar ese ​camino —repetido en las ​cajas ​de resonancia de ​la ​derecha: portavoces oficiales, ​medios alineados,​ cámaras ​empresariales y ​universidades ​de élite—, señalaba que ese ​marco «no permite ​la inversión»․ ​En rigor, lo ​que la Constitución de Montecristi impide es ​que la inversión pase por encima de ​derechos, territorios y ​bienes ​comunes como si se trataran de tierra de nadie. Llamarla «obstáculo» ​es ​nombrar aquello que vino a ​frenar: la captura capitalista de la vida ecosocial bajo la coartada de la prioridad monetaria․

Por eso la consulta no fue un mero anexo técnico, sino la continuidad política de la ​represión y la asfixia social de octubre․ Bajo estado de excepción,​ con militares en ​la calle ​y ​con un país fatigado por el miedo, se ​plebiscitó un paquete ​que — aunque ​fragmentado en ​preguntas— ​empujaba a entregar la soberanía territorial, recentralizar poder y​relativizar las demandas sociales ​contra el programa de ajuste.

No hace falta que ​las ​papeletas digan cada cosa con nombres explícitos;​ basta con ​mover las ​bisagras ​institucionales adecuadas ​para que el resto ​venga por inercia․ La consigna de destruir la Constitución de Montecristi buscaba recortar derechos reconocidos como exigibles —​salud, educación y ​seguridad social— y trasladarlos al mercado vía privatización. Además, proponía someter los derechos ​de la naturaleza al trámite de licencias, anular la plurinacionalidad y reconcentrar funciones para facilitar la selectividad punitiva y ​la expansión extractiva, que ya desangran al país.​

En clave ​regional,​ el mensaje es ​serio:​ las derechas pueden intentar torcer un ​paradigma constitucional ​garantista ​sin una contrarrevolución estridente,​ ​con una combinación de excepcionalidad permanente,​ administración del miedo ​y plebiscitos a ​medida․

Para las izquierdas latinoamericanas que buscan orientación contra el avance de las derechas, ​las líneas de tensión quedan claras. Primero, cuando el ajuste se descarga en combustibles sin que exista un piso social previo —transporte público de calidad, energía con tarifa social, empleo formal con salarios dignos, circuitos de compra pública para la agricultura popular—, el «equilibrio macroeconómico» se convierte en un impuesto al hogar, y la calle responde con razón.

Segundo, la seguridad, en ese marco, no puede ser ​un atajo para torcer derechos: estados de excepción ​concatenados y militares de patrulla no son ​política ​pública, son una administración ​del ​miedo que debilita el control civil, normaliza la excepcionalidad y sustituye investigación y ​justicia ​por reflejo punitivo.

Tercero, el pluralismo ​jurídico —anclado en ​la plurinacionalidad y ​en los derechos de la naturaleza—​ no es declarativo: ​es el ​contrapeso ​a la irracionalidad de la acumulación, pues habilita otra racionalidad, ​donde territorio, agua y comunidades ​pesan ​más que la tasa ​de retorno del capital․

Cuarto, la Constitución de Montecristi es, con ​todas sus contradicciones, un dique que ​hoy ​impide ​que la «inversión» privatice salud,​ educación y seguridad ​social, que el extractivismo avance sin consulta y ​sin reparación, que ​se ​debiliten los órganos ​de ​control ​y la seguridad se gobierne por decreto․

Si luego del rechazo popular se intenta romper el ​candado constitucional por la fuerza en nombre de la «inversión» y la «mano dura», lo que llegará ​no será la paz social: será la extinción de las libertades, ​derechos convertidos en ​mercancía, territorios ​disponibles para la depredación capitalista y ​un Estado menos controlado y ​más punitivo.

El «No» clausuró el atajo, pero no el conflicto. La ​disputa se desplazará del «cambio por plebiscito» al «cambio por gestión»: el gobierno intentará avanzar con decretos,​ reglamentos, «urgencias» económicas, intervención militar y ajustes presupuestarios. La excepcionalidad seguirá como ​incentivo —más toques de queda, más controles,​ más narrativa de guerra—​ y ​la caja fiscal ​será el pretexto para ​recortar y privatizar. ​

La pelea se traslada a ese terreno: ​seguir la letra chica,​ responder rápido en calle y ​en tribunales, y obligar a que ​toda medida pase ​por control civil․ No hay victoria total a la vista, sino pequeñas batallas encadenadas, tanteos y contrataque, sector por sector, barrio por barrio․

Lecciones

Volvamos a los hechos ​que abrieron ​y cerraron octubre. Se aumentó el precio del diésel,​ se activó una protesta amplia,​ el Estado respondió con fuerza y con compensaciones selectivas,​ y la dirigencia social ​decidió evitar una ​tragedia, mientras el presidente preparaba el tinglado electoral․ ​Primero, la tragedia del garrote; luego, la farsa de las papeletas.

En ​ese vaivén se produjo una revocatoria ambiental emblemática en Quimsacocha, ​que revitalizó ​a los movimientos ​socioambientales; ​se expuso ​el uso ​desmedido de la excepcionalidad; ​se mostraron las grietas ​de la justicia cuando se ​criminaliza ​protesta con tipos ​de ​terrorismo. En contraparte, el gobierno intentó desconectar el descontento popular con ​la consulta del 16 de noviembre․

La respuesta popular fue terminante: negó ocupación militar extranjera, negó recortes a la democracia, negó constituyente. La farsa electoral del poder se convirtió en fuerza de las papeletas. Porque no solo ganó el No; ​ganó la ​idea ​de que una Constitución no se ​cambia por atajo, ​que si se quiere reescribir el pacto social hay ​que ​pasar por reglas claras,​ convocatorias legítimas,​ elecciones ​reconocibles y mayorías nítidas․ Esa ​fue la ​innovación del nuevo constitucionalismo latinoamericano y, por esta vez, funcionó como ​muralla democrática frente al ​proyecto regresivo de la derecha.

Para una ​izquierda que milita y organiza, la lección ​es táctica y ​estratégica ​a la vez:​ protestar para abrir el campo, litigar para fijar el ​marco ​y votar para cerrar la puerta․ Sin eufemismos: soberanía popular en acto. En la fase expansiva del ciclo fijamos reglas que luego nos permiten el recaudo en la fase recesiva. Así se ​frena ​el desmontaje de la derecha: ​calle + procedimiento + urnas; triángulo virtuoso ​que, por esta ​vez, hizo retroceder el ​guion reaccionario․

Lo que ocurrió el 16 de noviembre ​no sentencia la historia, pero sí ​la reordena․ El futuro inmediato se moverá entre tres ​ritmos que pueden solaparse․ Uno es ​el estancamiento tenso: el gobierno administra la excepcionalidad, baja el volumen del conflicto ​y estira ​controles; ahí la tarea es ​sostener organización de base,​ documentar abusos, fortalecer redes de abastecimiento y defensa legal,​ y no ​dejar que el miedo desarme la vida común․

Otro es la recalibración acotada: el gobierno concede ​lo mínimo ​en lo social y promete eficacia en ​seguridad; en tal caso, hay que exigir presupuesto y plazos medibles, abrir datos, vigilar ​compras públicas y que toda política ​de seguridad tenga control ​civil y resultados verificables. El tercero ​es la apuesta autoritario-judicial:​ intentos de saltar ​controles por ​arriba,​ ​disciplinar con sumarios y reglamentos; aquí se impone ​la alerta ​temprana, la coordinación amplia, el paro selectivo, la prensa alternativa y el litigio táctico․

​En todo caso, no decidirá otro golpe de urnas, sino la suma diaria ​de ​decisiones de un Ejecutivo contramayoritario y ​nuestra capacidad de vigilarlas, frenarlas o imponer correcciones․ Esa es la medida del período que empieza: organización, procedimiento y calle trabajando juntos․

Octubre de 2025, con su combinación de cifras duras, victorias territoriales y rechazo popular ​en el horizonte, ​obliga a decirlo sin adornos: ​o recuperamos la iniciativa política ​—derechos y garantías como límite, suma social como método, bienes comunes ​por encima ​del cálculo de corto plazo—​, o naturalizamos la excepción ​como normalidad y dejamos que los réditos del capital privado dicten la constitución material de nuestras ​vidas․ Esta ​elección ​ya no es ecuatoriana: ​es ​latinoamericana. Y el reloj, bajo ​decreto, siempre corre más rápido․

Juan Guijarro

Investigador independiente, militante comprometido. Estudiante del Doctorado en Derecho en la Universidad Andina Simón Bolívar - sede Quito.

Recent Posts

La izquierda está saliendo de la edad oscura neoliberal

Vivek Chibber describe cómo cuatro décadas de neoliberalismo distorsionaron a la izquierda radical, pero también…

1 día ago

Epstein afirmó haber interferido en las elecciones israelíes

Nuevos archivos revelan que Jeffrey Epstein afirmaba haber participado en la campaña de 2019 de…

1 día ago

El problema de las analogías con el fascismo

En las décadas de entreguerras, muchos observadores del ascenso del fascismo no entendieron qué tenía…

2 días ago

Donald Trump, Jeffrey Epstein e Israel

Sabemos que Donald Trump estuvo muy cerca de un abusador sexual de menores tan prolífico…

2 días ago

Zohran Mamdani sabía cómo manejar a Donald Trump

A Donald Trump le encanta elegir «ganadores» y «perdedores». Y ahora mismo, a ojos del…

3 días ago

Una crítica radical al corazón del capitalismo verde

Flavia Lamas, presidenta de la Asamblea de la Cuenca de Salinas Grandes, relata la forma…

3 días ago