Protesta contra las medidas económicas del gobierno de Daniel Noboa en Quito, Ecuador, el 12 de octubre de 2025. (Reuters / Karen Toro)
El estallido social de octubre en Ecuador no fue una anomalía: es el tercer momento de una trama que el país ya vivió en octubre de 2019 y mayo-junio de 2022, pero que ahora se despliega con un guion más áspero․ En 2019, el intento de desmontar subsidios a combustibles exigido en cartas de intención con el FMI, paralizó el país y obligó al gobierno a retroceder․ En 2022, el costo de la vida reabrió las calles y reiteró que los combustibles no son solo un precio, sino el nervio de la economía popular.
En 2025, quitar el subsidio al diésel —que subió de inmediato de 1,80 a 2,80 dólares por galón— encendió de nuevo la mecha, pero con dos diferencias decisivas: En estos años, Ecuador se ha convertido en el país más violento de Sudamérica y la excepcionalidad se ha instalado como modo de gobierno. Esto último no es un detalle jurídico: hasta el 16 de noviembre de 2025, el presidente Daniel Noboa habrá cumplido 725 días de mandato, de los cuales 592 han transcurrido bajo estado de excepción. Cuatro de cada cinco.
Para el lector latinoamericano crítico, la ecuación es conocida: ajuste sin piso social más seguridad por decreto y plebiscitos en clima de miedo. No hace falta conocer al detalle el mapa ecuatoriano para entender por qué el paro escaló․ Allí donde se concentran poder político, arterias económicas, logística de abasto y fuentes de agua, la protesta tuvo eco.
Quito, la capital política, volvió a concentrar marchas y choques simbólicos porque es el escenario donde se legitiman decisiones y se miden costos․ Guayaquil, la gran ciudad portuaria del litoral —motor exportador y hoy epicentro de sicariato y extorsión— dejó ver la superposición asfixiante entre inseguridad y alza de transporte: a los hogares les sube el pasaje y les sube también la «vacuna», como se denomina coloquialmente la extorsión cotidiana del crimen organizado․
La Sierra Sur, donde se dirime la minería de altura en páramos que alimentan de agua a las ciudades, mostró que la agenda ambiental no retrocede en tiempos de crisis․ Y el corredor andino de carga —columna camionera que mueve alimentos y mercancías— recordó que cualquier centavo que suba el diésel se traduce enseguida en pan más caro, fruta más cara, vida más cara.
Así se entiende la convergencia de reclamos: un precio que afecta a todos, una violencia que impone miedo cotidiano y un Estado que responde con militarización sostenida․
La chispa de octubre es conocida, pero la respuesta social no fue un estallido caótico. La Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), histórica organización que articula a pueblos y nacionalidades de la Sierra y la Amazonía desde fines del siglo XX, llamó a paro y activó una coreografía que el país recuerda: comunas, sindicatos pequeños, redes barriales, mercados populares, estudiantes, organizaciones de mujeres, transportistas y productores rurales tensan puntos sensibles con repertorios que ya están asumidos․
No se trata de «tomar» instituciones sino de hacer visible, en los corredores de suministro y en las plazas, una aritmética de la subsistencia que no cuadra: sin transporte público robusto, sin tarifa social de energía, sin una red universal de protección, cada incremento del combustible se multiplica en los precios de primera necesidad. En ese lenguaje, entendible de Tijuana a Ushuaia, el ajuste requerido por la burocracia fondomonetarista se convierte en impuesto a la supervivencia cotidiana․
En respuesta, el Estado ha trasladado a las Fuerzas Armadas al centro de la vida civil․ La consulta popular de 2024 habilitó su actuación permanente de «apoyo» policial; después se declaró el «conflicto armado interno» y se encadenaron decretos de excepción hasta ocupar la mayor parte del calendario presidencial․ En este clima, la protesta se libró bajo amenaza de intervención militar y con despliegues selectivos: retenes en rutas de acceso a las ciudades, cordones en nudos logísticos, patrullas mixtas en ingresos a comunidades y pasos interprovinciales․ No fue un blindaje total, sino puntos estratégicos que se sintieron con especial dureza en territorios indígenas․
En las urbes se instaló otro motivo: el miedo. La idea de que «los indígenas vienen a tomarse la ciudad» —sobre todo Quito— se propagó por redes sociales, noticieros y declaraciones oficiales, convirtiendo la imaginación del asalto en dispositivo de control: calles semivacías, comercios cerrados, vecinos en alerta como si cada movilización fuera un asedio․
En paralelo, la gramática oficial rebautizó la protesta: cortar una vía pasó a designarse «terrorismo», marchar, una «inminente amenaza», y a quienes marchan se los tachó de «enemigos internos». Mientras tanto, el Ejército ocupaba los puntos neurálgicos de la escena civil y los juzgados convertían el conflicto social en expediente penal. Este desplazamiento convierte la política en «operación», reduce el conflicto social a «riesgo» y, en la práctica, rebaja el umbral de derechos․
Sin embargo, octubre no fue solo coerción. Hubo una victoria concreta que reordenó el tablero nacional y envió una señal: la revocatoria de la licencia ambiental del proyecto minero Loma Larga en el páramo de Quimsacocha (fuente de agua de Cuenca, la tercera economía del país). Sucedió tras una marcha multitudinaria que unificó barrios, comunas y gremios: más de cien mil personas en una ciudad de 600 mil habitantes. Este freno a la extracción condensa años de organización social, referendos locales y consultas previas, y la insistencia en que los páramos no son «zona de sacrificio».
En tiempos de asfixia económica, esta decisión recordó que el capitalismo que monetiza el agua para servir la deuda externa termina destruyendo la base material de la vida colectiva. Para la región, la enseñanza es clara: allí donde la minería de altura y el petróleo en selva pretenden «salvar» los balances financieros, la defensa del agua opera como límite político․ Quimsacocha deja de ser un topónimo y se convierte en argumento.
El gobierno entendió que la protesta había sentado hechos y movió tres llaves en paralelo. La primera, como hemos señalado, fue de fuerza, manifiesta y disuasoria: despliegue táctico, allanamientos, detenciones, cercos y retenes, glosa penal del «enemigo interno». La segunda, menos ruidosa pero eficaz, fue la transacción: compensaciones específicas a transportistas de carga y transporte escolar, promesa de congelar pasajes urbanos, facilidades tributarias y administrativas para gremios con músculo, adelantos de transferencias a alcaldías aliadas para calmar presión en barrios.
Junto a ello, un ataque silencioso, de bajo perfil: el bloqueo bancario a cuentas de organizaciones indígenas, ambientales y de derechos, sin expediente judicial y dejándolas semanas «bajo revisión», sin ruta clara de restitución.
El mensaje fue claro: palo para quien protesta, zanahoria para quien concede, y miedo para disuadir la organización social. En esa mezcla, la dirigencia indígena levantó bloqueos viales cuando la amenaza de intervención militar anticipaba una tragedia, preservó vidas y capital político, y dejó claro que el repliegue era táctico․ Se cerraba así un paro que duró 31 días: el más largo de la última década, más extenso que los de octubre de 2019 (11 días) y mayo-junio de 2022 (18).
El repliegue no fue unilateral. Al Gobierno también le convenía desmovilizar para concentrar recursos políticos y mediáticos en la consulta del 16 de noviembre. El resultado fue inequívoco: ganó el No en las cuatro preguntas (permitir bases militares extranjeras, suspender financiamiento público a partidos, reducir el número de asambleístas y convocar a una constituyente). En dos de ellas —bases extranjeras y constituyente— el rechazo rozó dos tercios del electorado․
En términos de arquitectura democrática, el veredicto popular reafirma el filtro procedimental propio del «nuevo constitucionalismo latinoamericano»: control constitucional previo, claridad en la materia, convocatoria legítima y regla de mayorías reconocible. Sin procedimiento, no hay reforma; sin reforma con origen legítimo, no hay sustitución constitucional․
Aquí es necesario conectar un cable con la historia de América Latina․ Las constituciones del giro a la izquierda —Venezuela 1999, Ecuador 2008, Bolivia 2009; que inspiraron muchas reformas de vanguardia en otros países de la región y más allá— no fueron meros cambios preceptivos: permitieron la ampliación material de derechos sociales y colectivos, sustentados con la recuperación de la rectoría estatal sobre sectores estratégicos. En el caso ecuatoriano, además, se reconoció la plurinacionalidad, se reivindicó a la naturaleza como sujeto de derechos, y se desconcentró el poder creando funciones autónomas de control social y electoral․
El argumento con que se buscó desandar ese camino —repetido en las cajas de resonancia de la derecha: portavoces oficiales, medios alineados, cámaras empresariales y universidades de élite—, señalaba que ese marco «no permite la inversión»․ En rigor, lo que la Constitución de Montecristi impide es que la inversión pase por encima de derechos, territorios y bienes comunes como si se trataran de tierra de nadie. Llamarla «obstáculo» es nombrar aquello que vino a frenar: la captura capitalista de la vida ecosocial bajo la coartada de la prioridad monetaria․
Por eso la consulta no fue un mero anexo técnico, sino la continuidad política de la represión y la asfixia social de octubre․ Bajo estado de excepción, con militares en la calle y con un país fatigado por el miedo, se plebiscitó un paquete que — aunque fragmentado en preguntas— empujaba a entregar la soberanía territorial, recentralizar poder yrelativizar las demandas sociales contra el programa de ajuste.
No hace falta que las papeletas digan cada cosa con nombres explícitos; basta con mover las bisagras institucionales adecuadas para que el resto venga por inercia․ La consigna de destruir la Constitución de Montecristi buscaba recortar derechos reconocidos como exigibles —salud, educación y seguridad social— y trasladarlos al mercado vía privatización. Además, proponía someter los derechos de la naturaleza al trámite de licencias, anular la plurinacionalidad y reconcentrar funciones para facilitar la selectividad punitiva y la expansión extractiva, que ya desangran al país.
En clave regional, el mensaje es serio: las derechas pueden intentar torcer un paradigma constitucional garantista sin una contrarrevolución estridente, con una combinación de excepcionalidad permanente, administración del miedo y plebiscitos a medida․
Para las izquierdas latinoamericanas que buscan orientación contra el avance de las derechas, las líneas de tensión quedan claras. Primero, cuando el ajuste se descarga en combustibles sin que exista un piso social previo —transporte público de calidad, energía con tarifa social, empleo formal con salarios dignos, circuitos de compra pública para la agricultura popular—, el «equilibrio macroeconómico» se convierte en un impuesto al hogar, y la calle responde con razón.
Segundo, la seguridad, en ese marco, no puede ser un atajo para torcer derechos: estados de excepción concatenados y militares de patrulla no son política pública, son una administración del miedo que debilita el control civil, normaliza la excepcionalidad y sustituye investigación y justicia por reflejo punitivo.
Tercero, el pluralismo jurídico —anclado en la plurinacionalidad y en los derechos de la naturaleza— no es declarativo: es el contrapeso a la irracionalidad de la acumulación, pues habilita otra racionalidad, donde territorio, agua y comunidades pesan más que la tasa de retorno del capital․
Cuarto, la Constitución de Montecristi es, con todas sus contradicciones, un dique que hoy impide que la «inversión» privatice salud, educación y seguridad social, que el extractivismo avance sin consulta y sin reparación, que se debiliten los órganos de control y la seguridad se gobierne por decreto․
Si luego del rechazo popular se intenta romper el candado constitucional por la fuerza en nombre de la «inversión» y la «mano dura», lo que llegará no será la paz social: será la extinción de las libertades, derechos convertidos en mercancía, territorios disponibles para la depredación capitalista y un Estado menos controlado y más punitivo.
El «No» clausuró el atajo, pero no el conflicto. La disputa se desplazará del «cambio por plebiscito» al «cambio por gestión»: el gobierno intentará avanzar con decretos, reglamentos, «urgencias» económicas, intervención militar y ajustes presupuestarios. La excepcionalidad seguirá como incentivo —más toques de queda, más controles, más narrativa de guerra— y la caja fiscal será el pretexto para recortar y privatizar.
La pelea se traslada a ese terreno: seguir la letra chica, responder rápido en calle y en tribunales, y obligar a que toda medida pase por control civil․ No hay victoria total a la vista, sino pequeñas batallas encadenadas, tanteos y contrataque, sector por sector, barrio por barrio․
En ese vaivén se produjo una revocatoria ambiental emblemática en Quimsacocha, que revitalizó a los movimientos socioambientales; se expuso el uso desmedido de la excepcionalidad; se mostraron las grietas de la justicia cuando se criminaliza protesta con tipos de terrorismo. En contraparte, el gobierno intentó desconectar el descontento popular con la consulta del 16 de noviembre․
La respuesta popular fue terminante: negó ocupación militar extranjera, negó recortes a la democracia, negó constituyente. La farsa electoral del poder se convirtió en fuerza de las papeletas. Porque no solo ganó el No; ganó la idea de que una Constitución no se cambia por atajo, que si se quiere reescribir el pacto social hay que pasar por reglas claras, convocatorias legítimas, elecciones reconocibles y mayorías nítidas․ Esa fue la innovación del nuevo constitucionalismo latinoamericano y, por esta vez, funcionó como muralla democrática frente al proyecto regresivo de la derecha.
Para una izquierda que milita y organiza, la lección es táctica y estratégica a la vez: protestar para abrir el campo, litigar para fijar el marco y votar para cerrar la puerta․ Sin eufemismos: soberanía popular en acto. En la fase expansiva del ciclo fijamos reglas que luego nos permiten el recaudo en la fase recesiva. Así se frena el desmontaje de la derecha: calle + procedimiento + urnas; triángulo virtuoso que, por esta vez, hizo retroceder el guion reaccionario․
Lo que ocurrió el 16 de noviembre no sentencia la historia, pero sí la reordena․ El futuro inmediato se moverá entre tres ritmos que pueden solaparse․ Uno es el estancamiento tenso: el gobierno administra la excepcionalidad, baja el volumen del conflicto y estira controles; ahí la tarea es sostener organización de base, documentar abusos, fortalecer redes de abastecimiento y defensa legal, y no dejar que el miedo desarme la vida común․
Otro es la recalibración acotada: el gobierno concede lo mínimo en lo social y promete eficacia en seguridad; en tal caso, hay que exigir presupuesto y plazos medibles, abrir datos, vigilar compras públicas y que toda política de seguridad tenga control civil y resultados verificables. El tercero es la apuesta autoritario-judicial: intentos de saltar controles por arriba, disciplinar con sumarios y reglamentos; aquí se impone la alerta temprana, la coordinación amplia, el paro selectivo, la prensa alternativa y el litigio táctico․
En todo caso, no decidirá otro golpe de urnas, sino la suma diaria de decisiones de un Ejecutivo contramayoritario y nuestra capacidad de vigilarlas, frenarlas o imponer correcciones․ Esa es la medida del período que empieza: organización, procedimiento y calle trabajando juntos․
Octubre de 2025, con su combinación de cifras duras, victorias territoriales y rechazo popular en el horizonte, obliga a decirlo sin adornos: o recuperamos la iniciativa política —derechos y garantías como límite, suma social como método, bienes comunes por encima del cálculo de corto plazo—, o naturalizamos la excepción como normalidad y dejamos que los réditos del capital privado dicten la constitución material de nuestras vidas․ Esta elección ya no es ecuatoriana: es latinoamericana. Y el reloj, bajo decreto, siempre corre más rápido․
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