Historia

Cuatro excepcionalidades chinas

El artículo a continuación fue publicado originalmente en Communis. Lo reproducimos en Revista Jacobin como parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.

En Civilización material, economía y capitalismo, siglos XV-XVII, sostiene Braudel que en los siglos XIII o XIV ninguna comparación entre China y Europa difícilmente habría autorizado a predecir que Occidente llegaría a sobrepasar a Oriente[1], sino quizás todo lo contrario, por cuanto los flujos invariablemente desfavorables para Occidente de metales preciosos hacia Oriente a lo largo de los siglos habrían sido una de las pruebas del mayor desarrollo de este último, así como de la asombrosa diferencia entre ambos en términos de expansión demográfica. La conquista de los océanos y, por consiguiente, el papel hegemónico de las potencias europeas en el mercado mundial habría decidido a favor de estas últimas una desigualdad cada vez mayor y, finalmente, la posterior colonización de Oriente.

¿Por qué había abandonado China las rutas comerciales que exploraba desde Malaca y la India hasta Ormuz y el Golfo Pérsico y que, de ese modo, les aseguraba a sus juncos un intenso tráfico comercial? ¿Por qué había renunciado a las prometedoras perspectivas en su comercio con el Islam y la India? Según Braudel, el repliegue de China sobre sí misma en los siglos siguientes se explica por la necesidad prioritaria de defender sus fronteras septentrionales. Las oleadas de invasiones procedentes de las estepas, milenario flagelo que había azotado ininterrumpidamente al Reino del Medio, condujeron a la construcción del mayor proyecto defensivo de la historia precapitalista, la Gran Muralla. Las prioridades defensivas del Imperio y la preservación de la unidad territorial habrían inhibido las dinámicas comerciales que se fortalecían a medida que aumentaba la prosperidad de las rutas del comercio con el Islam y la India y habrían bloqueado una posibilidad evolutiva diferente. La apuesta por la seguridad habría hecho que el Imperio se interiorizara y garantizado la unidad política del Estado —a diferencia de Europa, que se pulverizó en innumerables Estados—, y habría, además, sido un factor de obstrucción del desarrollo del comercio y de la disputa por el control de los océanos. Por controvertida —si bien harto sugerente— que sea, esa hipótesis nos permite analizar la desigualdad en términos de desarrollo entre Occidente y Oriente durante los últimos quinientos años, hasta la Segunda Guerra Mundial y la victoria de la revolución en China.

La principal conclusión de Braudel, de carácter político, fue que la perdurabilidad de la unidad política del Estado en China, unidad que se habría destruido en Europa bajo los efectos del hundimiento del Imperio Romano, había sido el obstáculo para una dinámica de expansión comercial a través del Océano Índico que hubiese podido propiciar una disputa por la hegemonía sobre el mercado mundial en formación. La etapa política que vivimos se caracteriza por la inversión de esa hegemonía histórica. China amenaza la supremacía de la tríada liderada por Estados Unidos y es ya la mayor potencia comercial. Estados Unidos mantiene la supremacía financiera y militar. Beijing está adoptando una estrategia de concertación, mientras apuesta por la negociación, pues prefiere ganar tiempo. No es esa la estrategia de Washington bajo Trump. En toda la historia del sistema de Estados jamás se ha producido una transferencia pacífica del liderazgo. En el siglo XVII, Ámsterdam y Londres midieron fuerzas en el curso de tres guerras. En el siglo XVIII, Francia e Inglaterra lo hicieron en cuatro y no fue sino con la derrota de Napoleón en Waterloo que se pudo consolidar la superioridad británica. En el siglo XX, Alemania desafió esa supremacía en dos guerras mundiales. ¿Podrá ocurrir esta vez una transición pacífica por medio de sucesivos acercamientos? Nadie lo sabe.

Las esperanzas que todas las corrientes socialistas o revolucionarias del siglo XIX depositaron en el proletariado como sujeto social —cuando no todos los socialistas eran revolucionarios ni todos los revolucionarios eran socialistas— presentan un marcado contraste con el escepticismo de estos inicios del siglo XXI. Sin embargo, no parece razonable descartar la posibilidad de que se produzcan crisis revolucionarias de gran envergadura en los países más urbanizados. Una de las razones más profundas de ese cambio de actitud nos remite a la cuestión del sustitucionismo social, que se hizo sentir en una escala sin precedentes en lo que podríamos llamar la tercera oleada de la revolución mundial de posguerra, cuando el eje de la lucha de clases se desplazó hacia Asia, América Latina y África. Después de todo, la victoria de la revolución china, la mayor revolución campesina del siglo XX, una revolución socialista en la que el proletariado urbano —postrado por la aplastante derrota de 1927— en esencia no desempeñó ningún papel, más que un proceso sui generis, marcó un hito, durante un cuarto de siglo, en lo que respecta al tránsito de la fase democrático-nacional de las revoluciones antimperialistas a la fase anticapitalista. El sustitucionismo social, como ya decíamos, tuvo lugar en una escala y una proporción asombrosas y superó (y tomó por sorpresa) a todo lo que el marxismo clásico hubiera podido imaginar en términos de radicalización de las masas campesinas.

A menudo Lenin se refería a las «dos almas» del campesino arruinado: una hambrienta de tierra y propiedad, y la otra nostálgica de igualdad, soñadora de un pasado comunal en que la aldea poseía y cultivaba la tierra en común. La historia reciente de América Latina —y más allá— también nos ha proporcionado ejemplos de nuevos «Münzer» y sus modernos «anabaptistas». En la célebre correspondencia de Marx en las décadas de 1870 y 1880 con los narodniks, organización revolucionaria que veía en la revolución agraria el motor de la revolución rusa, ya se había planteado la cuestión del sustitucionismo social, sin que Marx descartase a priori esa posibilidad. Aun así, el proceso de la revolución mundial de la posguerra fue más allá de lo que se podía haber previsto. En China surgió una república obrera y campesina, un Estado dirigido por un partido-ejército revolucionario que rompió con el capitalismo.

Es imposible comprender el contexto actual si no partimos de una referencia fundamental que está en la raíz de la primera «excepcionalidad china»: China, decíamos anteriormente, conoció la mayor revolución campesina de la historia, pero una que al mismo tiempo fue una revolución socialista «sin proletariado». Deutscher ofrece una interesante explicación del papel desempeñado por el liderazgo de Mao Zedong, a quien se presenta como jefe de un ejército campesino más que de un partido obrero, rompiendo así con el «bloque de las cuatro clases» bajo la presión del imperialismo estadounidense:

El maoísmo, que enrumbó a la revolución más allá de la fase burguesa, tenía como resortes no sólo compromisos ideológicos, sino un interés nacional vital. Estaba decidido a transformar a China en una nación moderna e integrada. Toda la experiencia del Kuomitang estaba ahí para demostrar que ello no podría lograrse sobre la base de un capitalismo atrasado y en gran parte importado a la vez que superpuesto a la clase terrateniente y patriarcal. La propiedad nacional de la industria, del transporte y de la banca y una economía planificada eran requisitos esenciales para cualquier desarrollo racional, incluso incompleto, de los recursos de China y para cualquier avance social. Para que esas condiciones se dieran, era necesario iniciar una revolución socialista. Y fue eso precisamente lo que hizo Mao. Lo cual no quiere decir que transformara a China en una sociedad socialista, sino que utilizó hasta el último gramo de energía de la nación para erigir la estructura socioeconómica indispensable para el socialismo y para insuflar vida, desarrollar y educar a la clase obrera, la única que podía hacer del socialismo una realidad definitiva.[2]

El destino político suele ser implacable ante los errores teóricos. Quienes en la izquierda mundial subestimaron la capacidad de los dirigentes chinos para hacer y defender la revolución se equivocaron. Pero en la situación actual, existe el peligro opuesto: una defensa exaltada de China que concluya que estamos ante un país en transición al socialismo. Lo que parece estar en marcha es un lento desplazamiento del equilibrio político de poder en el sistema de Estados en favor del Oriente, lo que constituye una proeza histórica espectacular. Durante los últimos cuarenta años, China no se ha propuesto transitar al socialismo, como hizo entre 1949-1978, sino al capitalismo. Es esa la segunda excepcionalidad de China: es la economía capitalista más dinámica del mundo. Es esa, de hecho, la fórmula oficial de los dirigentes chinos: la necesidad de una NEP a largo plazo, o transición al capitalismo, para que, dentro de dos o más generaciones, podamos dar un nuevo giro histórico y reiniciar la transición al socialismo. Sin embargo, no es esa una buen estrategia política, pues no apuesta por por un proyecto marcado por la época de sus propios sujetos hoy vivos. Dentro de cincuenta años, la mayoría de nosotros, y de la población china, habrá muerto. Creer en un discurso ideológico de esa índole equivale a apostar por la vida después de la muerte. Nadie puede predecir con ningún rigor lo que ocurrirá en el mundo o en China en los próximos diez años.

Un modelo económico que trae como consecuencia la profundización de la desigualdad social por tiempo indefinido no puede considerarse socialista. La propia dirección del Estado chino teorizó la necesidad de métodos capitalistas para asegurar el crecimiento económico más exuberante de los últimos treinta años. En perspectiva, el proceso de restauración capitalista habría comenzado primero en China, donde la transición tuvo lugar desde arriba, y sólo después, inspirado por el «espíritu pionero» de Deng Xiaoping, Gorbachov habría tomado la misma decisión estratégica.

Durante décadas, las corrientes «campistas» se dedicaron sin descanso a la defensa incondicional de los «logros» de la construcción del socialismo en la URSS, a pesar de que las pruebas socioeconómicas, entre otras cosas, ponían al desnudo cada vez más con mayor claridad que el régimen burocrático de Brézhnev podía haber sido cualquier cosa (de ahí la interminable polémica sobre su naturaleza histórica y de clase) menos un régimen en transición al socialismo. Si hay una conclusión «firme como el granito» que se pueda extraer de la derrota histórica de la URSS es que una casta burocrática, la nomenklatura, se consolidó en el poder durante tres generaciones y cultivó sus propios intereses. Ante la crisis, esa clase se dividió y sus facciones se enfrentaron entre sí casi al punto de desembocar en una guerra civil. Al final la facción que favorecía la restauración capitalista se alzó con el triunfo. Es imposible analizar la experiencia china del siglo XXI sin tener en cuenta que el liderazgo de Deng Xiaoping estudió y asimiló las lecciones del proceso iniciado por Gorbachov, y hasta ahora ha conseguido evitar los mismos errores. Es esa la tercera excepcionalidad china: la restauración ha generado, quizás, un híbrido de capitalismo de Estado, pero la dirección del Partido Comunista sigue en el poder.

El Estado chino era una república obrero-campesina con grotescas deformaciones burocráticas que inició una transición al socialismo, pero tropezó con obstáculos objetivos colosales: el descomunal retraso histórico heredado de la colonización imperialista durante más de cien años. Cuarenta años después de iniciada una restauración controlada del capitalismo, ¿cuál es hoy la naturaleza social de ese Estado? El hecho de que exista un híbrido de relaciones sociales capitalistas y poscapitalistas no autoriza a sostener que el Estado chino sea ya capitalista, por cuanto la burguesía no está en el poder. Un ejercicio de abstracción exigiría llegar a la conclusión de que el aparato burocrático del partido-ejército está situado por encima de las clases sociales y sustituye a la burguesía al servicio de ésta. Hipótesis absurda. Los símbolos no son más que puntales ideológicos, pero ninguna burguesía aceptaría que la bandera roja fuese la bandera nacional de su Estado, ni llamar comunista a su partido. Pero la ausencia de la burguesía interna al mando de las palancas de control del Estado tampoco valida que se siga hablando de un Estado obrero, si el programa de gobierno ha favorecido durante cuarenta años la acumulación ilimitada de capital privado, ha fortalecido a la burguesía y ha aumentado la desigualdad social. Cuarenta años es más que una generación. Nos encontramos, pues, ante un dilema teórico. La mejor hipótesis —según nos enseña el método— es la más simple de ellas. Si quienes han controlado el Estado durante casi medio siglo son una casta burocrática consolidada en torno a un proyecto de restauración, entonces quizás la mejor manera de caracterizar al Estado sería la de que se trata de un Estado burocrático.

Es esa la cuarta excepcionalidad china: la naturaleza social del Estado ha cambiado, pero el régimen político no. En lenguaje marxista, se habría producido una contrarrevolución social sin una revolución política democrática. La definición según la cual el Estado seguiría siendo una república obrera parece insostenible tras cuarenta años de restauración capitalista. Si esa hipótesis fuera coherente, el desafío teórico consiste en comprender cuándo se produjo el cambio de Estado. Y, lo que es más importante, ¿por qué? Históricamente, todo indica que comenzó con el «reemplazo» del núcleo dirigente que se había formado bajo Mao Zedong durante la Revolución Cultural, entre 1966 y 1976, conocido como la «Banda de los Cuatro»: Jiang Qing (esposa de Mao), Zhang ChunqiaoWang Hongwen y Yao Wenyuan en asociación con el general Lin Biao. La lucha entre facciones fue feroz y despiadada. Un mes después de la muerte de Mao, los miembros de la Banda de los Cuatro se vieron apartados del poder y encarcelados tras un golpe palaciego dirigido por Hua Guofeng[3]. Deng Xiaoping, uno de los principales dirigentes históricos del partido desde la Larga Marcha hasta el triunfo de la revolución, y quien había sido encarcelado, torturado y exiliado durante la Revolución Cultural, fue rehabilitado y llevado al poder en 1978, permaneciendo a la cabeza del partido, del ejército y del Estado hasta la década de los noventa.

La cuestión es cómo fue posible cambiar la naturaleza social del Estado sin cambiar el régimen. Un Estado burocrático es un fenómeno histórico nuevo. El hecho de que ello no haya ocurrido antes no significa que no sea posible. En la sociedad contemporánea, no sólo existen clases sociales determinadas por el lugar que ocupan en el proceso de producción; es decir, a grandes rasgos, capitalistas, obreros y clase media. Existen otras categorías sociales, como la del lumpen, que se desprende del proletariado, o la delincuencia organizada, facción pequeñoburguesa e incluso burguesa, cuando se enriquece en la ilegalidad, o grupos sociales especiales más homogéneos, como los intelectuales profesionales, los eclesiásticos y la policía. Pero el fenómeno social más importante es el de la alta burocracia estatal.

La experiencia histórica posrevolucionaria en la Unión Soviética conoció la formación, por primera vez, de una casta de especialistas en la dirección del partido, el ejército, la policía y el Estado. Sería insensato ignorar el hecho de que la clase obrera también genera en sus organizaciones su propia burocracia, incluso antes de conquistar el poder. Una casta privilegiada no es lo mismo que una clase de propietarios. Disfruta de prebendas, ventajas, prestaciones e inmunidades, pero no del usufructo del derecho de herencia, garantía de la transmisión blindada de la riqueza. La tragedia histórica de la restauración capitalista en la exURSS y en Europa del Este confirmó que el proyecto político y social de toda burocracia es el aburguesamiento. Habrá, por supuesto, excepciones a título individual. Pero un juicio marxista no puede basarse en excepciones. Las relaciones promiscuas entre las familias de la cúpula del Partido Comunista y la burguesía interna son públicas. Algunos ejemplos fueron tan escandalosos que fueron castigados por el propio régimen.

Estado y régimen político no son la misma cosa. En diferentes momentos, a un mismo Estado pueden corresponder diferentes regímenes políticos. Un régimen político es la forma institucional que adopta la gestión del Estado, la arquitectura del ejercicio del poder. En China, el régimen político es el de una dictadura del partido-ejército que mantiene un control monolítico sobre el poder. Lo cual no debe inducirnos a concluir que en el seno de ese régimen no existen luchas políticas. Hasta en los regímenes de partido único existen facciones, corrientes de opinión y camarillas, más o menos formales o disimuladas, y reglas que gobiernan las disputas por los puestos, responsabilidades y proyectos en dependencia del mayor o menor apoyo interno de que se disponga, en relación directa con diferentes presiones sociales. En este caso, estamos ante un régimen que es una dictadura, pero que no es un régimen totalitario.

Una de las peculiaridades de China ha sido la del culto a la personalidad de los dirigentes y la máxima concentración del poder en manos de una persona. La inmensa autoridad de Deng Xiaoping, el último líder de la generación prerrevolucionaria, favoreció cierta descentralización tras los excesos «asiáticos» del período de Mao Zedong. Pero desde 2012, Xi Jinping ha revertido esa tendencia. No es sólo por razones relativas a la defensa del país contra cualquier amenaza o peligro exterior que el régimen político se ha mantenido tan cerrado y autoritario. Sería frívolo ignorar la importancia de la masacre de la plaza de Tiananmen en 1989. En Tiananmen se reprimió a jóvenes que aún coreaban La Internacional: se cometió contra ellos un crimen y se infligió un trauma histórico. No fue un «momento Kronstadt», si lo fuésemos a comparar con la revolución rusa. La escala era diferente. Pero desde una perspectiva histórica, la represión del soviet de Kronstadt luego de haber caído en manos de sus elementos anarquistas constituyó un grave error.

Es imposible olvidar que el campismo fue una deformación ideológica de consecuencias irreversibles. La destrucción del internacionalismo tras el divorcio de las luchas en Occidente y Oriente, y la asociación del socialismo con la tiranía burocrática en la URSS son algunas de las derrotas más severas que hayan sufrido el marxismo en cuanto movimiento político y, en general, el movimiento obrero. A la estrategia campista le incumben en ello responsabilidades ineludibles. La existencia de países en los que se expropió la propiedad privada de los grandes medios de producción, aunque sus regímenes políticos adolecieran de aberrantes deformaciones burocráticas, un híbrido histórico, necesariamente transitorio, colocó a la izquierda mundial en una situación paradójica y desconcertante. Debía defender la naturaleza social de los Estados frente a la presión imperialista que pugnaba por la restauración del capitalismo y, al mismo tiempo, apoyar las movilizaciones de los trabajadores y de la juventud en favor de las libertades democráticas en contra de aquellos regímenes políticos opresores. En otras palabras, debía hacer una defensa condicionada por el signo de clase del conflicto. Algo mucho más complejo que la defensa o la oposición incondicionales.

La oscilación del péndulo no ha seguido nunca la misma trayectoria, dando lugar a desequilibrios: estalinofilia o estalinofobia. El mismo problema político se plantea hoy, aunque en una dimensión diferente, en relación con Irán o Corea del Norte. La defensa de los países independientes frente a la agresión imperialista no exime de la crítica y la demarcación frente a los regímenes dictatoriales. En resumen, el campismo simplifica lo que no se puede reducir a fórmulas unilaterales. Si lo mejor de la nueva izquierda mundial adopta un nuevo campismo, esta vez de alineamiento incondicional con el Estado chino, las consecuencias serán nefastas. Los dilemas del internacionalismo no son cosa simple. No se puede escapar de esta encrucijada teórica. Gran parte de las divisiones y de las alianzas en las filas de la izquierda en las próximas décadas dependerán de la respuesta que se ofrezca a esa cuestión. Pero no se puede exigir a los jóvenes que se sumen a una causa socialista cuya bandera ha sido mancillada.

Notas

[1] Fernand Braudel, Civilização material, economia e capitalismo. Séculos XV-XVIII. 1. As estruturas do cotidiano, São Paulo, Martins Fontes, 1997, pp. 21, 34, 36. (Véase en castellano Civilización material, economía y capitalismo, siglos XV-XVIII. 1. Las estructuras de lo cotidiano (trad. Isabel Pérez-Villanueva Tovar), Alianza Editorial, Madrid, 1984. [N. del T.])

[2] Isaac Deutscher, Ironias da História, ensaios sobre o comunismo contemporâneo, Rio de Janeiro, Civilização Brasileira, 1968, p.133. El subrayado es mío. (Véase en castellano Ironías de la historia (trad. Juan Ramón Capella), Ediciones Península, Barcelona. La traducción es mía. [N. del T.])

[3] El juicio contra los miembros de la Banda de los Cuatro tuvo lugar en 1980. A Jiang Qing y Zhang Chunqiao se los condenó a muerte (penas conmutadas por cadena perpetua), mientras que a Yao Wenyuan y Wang Hongwen se les impuso una sentencia de veinte años de prisión.

Valerio Arcary

Historiador, militante del PSOL (Resistencia) y autor de O Martelo da História. Ensaios sobre a urgência da revolução contemporânea (Sundermann, 2016).

Recent Posts

El genocidio en Gaza y quienes lo niegan

Los sionistas suelen afirmar que llamar «genocidio» a lo que ocurre en Gaza banaliza otros…

3 horas ago

La suerte no debería determinar nuestro destino

Los socialistas aceptan que cierto grado de desigualdad puede ser inevitable en una sociedad compleja.…

1 día ago

El plan de Preobrazhensky para construir una economía socialista

El marxista ruso Yevgeni Preobrazhensky elaboró uno de los planes más sofisticados para construir una…

2 días ago

Lula venció a la derecha, pero eso no lo hace de izquierda

La experiencia del nuevo gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil pone de…

3 días ago

Nos merecemos mucho, mucho más tiempo libre

Hay mucho más en la vida que el trabajo. Todos tenemos familias, amigos y un…

4 días ago

Bolivia, ¿fin de ciclo?

Pese al evidente giro a la derecha, las últimas elecciones bolivianas no modificaron la estructura…

5 días ago