Estrategia

Apostarlo todo por el pueblo

El artículo que sigue forma parte de un dossier dedicado a Colombia que coordinamos desde Jacobin en el marco de la consulta popular impulsada por el gobierno del Pacto Histórico.

Santiago Pulido Ruiz

 

En los años sesenta, el teórico austrofrancés André Gorz reflexionó ante la dicotomía entre reforma y revolución. En un contexto en el que la izquierda europea debatía en torno al binomio «medidas graduales o ruptura radical con el orden vigente», Gorz propuso un camino alternativo que concebía las reformas como heraldo de las grandes transformaciones. De acuerdo a su planteo, las reformas no reformistas podrían operar como mecanismos de acumulación de fuerza para la clase trabajadora. Se trataba de una estrategia que, antes que desmovilizar al campo popular alrededor de pequeños cambios, activaba procesos de reorganización de la clase trabajadora en un doble sentido: por un lado, para obtener conquistas inmediatas; del otro, para que esas conquistas incrementen la confianza de la clase trabajadora en sí misma y acumulen fuerzas para la lucha más general o «estructural».

Bajo este argumento, sectores socialistas vieron con esperanza la llegada del gobierno de Gustavo Petro en 2022, luego de un inédito ciclo de movilizaciones populares que se extendió entre 2019 y 2021. La idea básica consistía en que el progresismo inauguraría una nueva situación política en el país a través de la propuesta o el impulso de distintas reformas sociales. La aprobación de tales reformas, a su vez, sembraría el hambre de más y mayores victorias, al punto de que el proceso de cambio fuese irreversible. No obstante, no toda la izquierda compartió tal valoración: para algunos sectores, el reformismo progresista era «una falsa ilusión» ante las grandes expectativas que había abierto el Paro Nacional, y la vía institucional-legislativa representaba poco más que un simple desgaste de fuerzas.

Transcurridos tres años de gobierno, podemos concluir que ambos sectores tuvieron razón, aunque por los motivos equivocados: la aprobación de las reformas, en efecto, generó sed de más victorias; sin embargo, al concentrar su margen de acción exclusivamente en el ámbito legislativo, el progresismo terminó posponiendo cualquier posibilidad real de cambio más profundo.  La dialéctica de los acontecimientos demostró que la discusión en torno a «reforma o revolución», además de ser una falsa disyuntiva, solo cobra sentido cuando es pensada en términos estratégicos y con plena conciencia del estado realmente existente de las fuerzas sociales.

En el caso colombiano, este debate quedó saldado rápidamente con el triunfo electoral del progresismo y el reflujo movilizatorio de las masas populares de abril: las estructuras organizativas del Paro Nacional se debilitaron al punto de desaparecer, y de tal ciclo de rebelión solo sobrevivieron sus consignas y demandas. Por su parte, la izquierda institucional logró consolidar un bloque de fuerzas democráticas alrededor de las reformas. El plan de transformaciones estructurales (reforma a la salud, reforma previsional, reforma laboral, reforma a la educación y reforma agraria) se convirtió en el eje central de la política nacional. Con esto, la estrategia de movilización permanente quedó provisoriamente descartada y su lugar como vehículo de la transformación nacional fue ocupado por la estrategia parlamentaria.

Sin embargo, a lo largo de estos tres años de mandato, el gobierno enfrentó un duro bloqueo legislativo a sus proyectos de reforma. La oposición logró construir una estrategia de contrarreforma efectiva en el Congreso, que cerró el paso a cualquier iniciativa de cambio. A mediano plazo, este mecanismo de clausura derivó en la ruptura de los acuerdos interpartidistas-policlasistas y reabrió la discusión (al interior de la izquierda) acerca de las estrategias de transformación en el Estado. En este artículo abordaremos los tres momentos de la estrategia política del progresismo que identificamos en el gobierno del Pacto Histórico y el horizonte de oportunidad que pueden representar iniciativas como la de la consulta popular.

Primer momento: el acuerdo nacional

Al inicio de su gobierno, la apuesta del progresismo pasó por la estrategia denominada «Acuerdo Nacional». Según este enfoque, los pactos interpartidistas en el Congreso y la incorporación de operadores políticos de la clase tradicional en distintos ministerios servían para garantizar un mínimo de acuerdos alrededor de la aprobación de reformas clave. Se trataba de una estrategia basada, fundamentalmente, en tres factores: el consenso entre las élites, la capacidad de los operadores políticos tradicionales para construir un estado de compromisos entre el Gobierno Nacional y el Congreso de la República y la voluntad política de reformar el estado de cosas.

Para esto, a las cinco reformas estructurales, el progresismo sumó dos iniciativas adicionales: la reforma política y la reforma tributaria, con el objetivo de que ambas funcionen como puntos de apoyo del programa de transformaciones. En un inicio, la idea del Acuerdo Nacional tenía como fin la aprobación del Plan Nacional de Desarrollo; el avance en la transformación del régimen de seguridad social, el sistema público de salud, el sistema educativo y el régimen de concentración de la tierra; el perfilamiento de las iniciativas de transición energética y Paz Total y la construcción de una nueva matriz fiscal-tributaria en un sentido redistributivo.

Sin embargo, dicho acuerdo terminó desmoronándose, y esto debido a dos razones: en primer lugar, por el recorte a las iniciativas de la reforma tributaria (que, en campaña, prometía grabar a los ultrarricos): en la disputa legislativa, la reforma tributaria perdió sus elementos más progresivos, principalmente, a partir de la supresión de la propuesta del impuesto a los más cuatro mil más ricos del país. Con esto, el gobierno de Petro se quedó sin buena parte del financiamiento para sus iniciativas. El segundo embate vendría por cuenta de la reforma política: este proyecto, aunque no planteaba directamente el problema de la democratización del régimen político y de partidos, buscaba darle al gobierno la posibilidad de conformar mayorías electorales a través de la opción de listas cerradas y la flexibilidad en el régimen de incompatibilidades.

La caída de la reforma política, sumada al recorte de la reforma tributaria, terminó por enredar la aprobación del resto de las reformas y por convertirse en el primer punto de inflexión en la relación entre el gobierno y el Congreso. Con el hundimiento de ambas iniciativas, el gobierno del Pacto Histórico perdió dos importantes puntos de apoyo, mientras que la oposición fue sumando fuerzas alrededor de la idea de una contrarreforma. El Acuerdo Nacional empezaba desmoronarse a paso acelerado, y la aprobación de las reformas quedaba a merced de una nueva estrategia del progresismo.

El resquebrajamiento del Acuerdo Nacional condujo al gobierno a tomar la decisión de reestructurar su gabinete ministerial. Esta decisión estuvo rodeada, fundamentalmente, de la publicación de una carta donde sectores liberales del gobierno cuestionaban los pilares de la reforma a la salud (la cual proponía, entre varios puntos, la eliminación de la intermediación financiera en el giro estatal a hospitales públicos). Esta segunda coyuntura representó el punto final del Acuerdo Nacional, la salida definitiva de los ministros liberales y la recomposición de una nueva estrategia de cambio, ya no concentrada en la capacidad de articulación de los operadores políticos en el órgano legislativo, sino en el diálogo directo entre las bancadas y el gobierno nacional.

Segundo momento: negociación uno a uno

Una vez roto el Acuerdo Nacional, el gobierno decidió implementar dos medidas de negociación. En un primer momento, la idea era alcanzar un mínimo acuerdo alrededor de las reformas a través del diálogo con jefes de partido, para que estas pudieran ser aprobadas en bloque en el Congreso. La negociación no se haría esta vez por medio de operadores políticos, sino directamente con presidencia. Pero a pesar de que se concertaron varios encuentros y los presidentes de partido prometían votos uniformes, los portavoces legislativos desafiaron sistemáticamente los acuerdos y continuaron sufragando en contra del cambio.

Para ese momento, varios sectores del movimiento popular cuestionaban la dirección estratégica del gobierno nacional e insistieron en la necesidad de acompañar las reformas sociales con un proceso de movilización social permanente. El gobierno intentó tímidamente convocar a algunas movilizaciones, pero sin que ello representara un desafío frontal contra el bloque de poder en el Congreso. A su vez, puso en marcha su segunda medida de negociación: arreglos con los congresistas, uno por uno. El objetivo de esta forma de negociación era que los presidentes de comisión, además de coordinar las ponencias de reforma, construyeran mayorías legislativas y obtuvieran el voto de aprobación en ámbitos más reducidos del Congreso.

Sin embargo, la estrategia legislativa del progresismo volvería a caer en la trampa de la derecha: con el desmoronamiento del Acuerdo Nacional y la desobediencia partidista de los portavoces de la oposición, comenzaría a tomar forma un bloqueo legislativo en el cual sectores tradicionales establecían acuerdos relativos sobre las reformas en la cámara baja del Congreso (Cámara de Representantes), pero una vez llegaba a plenarias de Senado decidían archivar los proyectos de reforma. La estrategia de la derecha, hasta ese momento, era más contundente y efectiva que lo que ideaba el gobierno.

Este mecanismo de acuerdos en la Cámara de Representantes y cierre legislativo en el Senado (fuese en plenaria o por archivo de comisión) consiguió hundir los proyectos de reforma a la salud y a la educación, trabar la jurisdicción agraria y, más recientemente, archivar la reforma laboral. Hasta ese punto, la derecha aprovechaba las posiciones estratégicas que mantenía en el Estado para frenar cualquier intento de reforma. Pese a no tener el poder de Gobierno, la oposición (en articulación con los grupos financieros-económicos) logró sostener lo que Bob Jessop denomina «patrones de selectividad estratégica del Estado»: aquellas formas estatales que favorecen determinadas estrategias políticas y actores sociales y dificultan otros, en función de cómo están organizadas institucionalmente.

No fue sino hasta la caída de la reforma laboral que el progresismo se decidió a plantear de manera directa una estrategia con eje en la movilización social: la consulta popular apareció como la tercera estrategia ensayada desde el gobierno ante el bloqueo legislativo urdido por la derecha. La gran movilización del pasado 18 de marzo confirmó que los mecanismos de participación ciudadana pueden ayudar a desbloquear el cierre institucional-legislativo de la derecha y sumar fuerzas sociales de cara al próximo escenario electoral.

Tercer momento: la consulta popular

Luego de estrellarse con la realidad de una élite antirreformista, el gobierno impulsó lo que ve como una última opción de gobernabilidad: la consulta popular, un mecanismo a través del cual la ciudadanía puede refrendar, extraparlamentariamente, la transformación del régimen de trabajo. Respecto de la consulta existen actualmente dos reflexiones a diferentes niveles: en un sentido más preciso, esta iniciativa tenía por objetivo recuperar, por vía de la consulta ciudadana, las formas de negociación colectiva, la afiliación sindical, los derechos laborales y restaurar la base organizativa de la clase trabajadora. En un sentido más general, la consulta era vista como un espacio en el cual el gobierno esperaba revalidar su legitimidad y destrabar el estado de inmovilidad de las reformas.

Al ver desbordado su repertorio de acciones, la derecha procuró instalar la narrativa de una supuesta «ruptura institucional» por cuenta de la consulta popular. Y esta misma reacción deja entrever que Gustavo Petro dio en la tecla. Aunque en un momento quizás ya un poco tardío, el gobierno del Pacto Histórico evidencia apostar por una estrategia democrática de movilización-popular-electoral que excede los estrechos límites de la democracia liberal, el consensualismo neoliberal y la conciliación de clases. Se trata, por ello mismo, de un movimiento estratégico que ubica la voluntad popular en la base de un nuevo contrato social.

Volviendo al inicio de este artículo, el gobierno de Gustavo Petro decidió rearticular el movimiento de masas al proyecto reformista, pero más por la consecuencia de sus desaciertos que por el replanteamiento objetivo de su estrategia de transformación. Debieron pasar tres años de continuas equivocaciones para darse cuenta de que, para reformar el neoliberalismo, resulta imprescindible construir un proyecto nacional-popular que haga de las masas populares el centro permanente de la disputa política.

Tal vez la izquierda colombiana deba rescatar mejor a algunos de los estrategas del primer ciclo de gobiernos progresistas en la región, como Chávez, Evo Morales o Correa, en su apuesta decidida por el pueblo, por el poder constituyente, por los mecanismos de participación ciudadana y por la refundación del Estado. A pesar de la descomposición política de estas experiencias, sus avances constitucionales continúan siendo la última reserva democrática del pueblo, un muro de contención ante el acecho neoliberal de la clase dominante.

La consulta popular apuntaba a constituirse en una posibilidad de autodeterminación nacional, en un mecanismo para tramitar reformas estructurales que combinara trabajo de base, movilización social y elecciones. Pero no es la única herramienta disponible para ello. La movilización permanente nunca fue un factor ajeno al ciclo de reformas. Si el progresismo no quiere perder su cuarto de hora, pasando como un reformismo de baja intensidad, debe apostarlo todo por el pueblo. El horizonte antineoliberal de las reformas es solo el contenido programático de la transformación, su adjetivo. Es hora de colocar al pueblo como sustantivo, como forma histórica del cambio.

Santiago Pulido

Estudiante de la Universidad de Tolima (Colombia) y editor de la revista Militancia y Sociedad.

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