Javier Milei posando con Elon Musk en la Gigafábrica de Texas el 12 de abril de 2024, en Austin, Texas. (Presidencia de la Nación Argentina / Handout / Getty Images)
Desde Francia hasta Corea del Sur, se multiplican los signos de crisis democrática. Donald Trump toma posesión de su cargo por segunda vez, rodeado de una camarilla de multimillonarios de extrema derecha como Elon Musk y Peter Thiel, y es un momento oportuno para reconsiderar la relación entre capitalismo y democracia.
Existe una versión burda del marxismo que presenta a la democracia como un conjunto de derechos políticos que fueron conquistados por la burguesía en su lucha contra el antiguo régimen y las prerrogativas de derecho divino del monarca. Desde esta perspectiva, la tarea del socialismo sería continuar esta lucha a nivel económico, contra el poder indebido conferido por la propiedad privada de los medios de producción.
En un momento en el que muchos Estados supuestamente democráticos están generando preocupantes tendencias autoritarias, vale la pena recordar que la burguesía siempre intentó condicionar las libertades democráticas a la preservación de sus propios intereses. Por eso, la defensa y la extensión de esas libertades siempre fueron fruto de grandes luchas populares y feministas.
Por esta razón, el socialismo puede reclamar legítimamente esta herencia de lucha por los derechos democráticos para desarrollarla y darle un contenido real. De hecho, el ejercicio de las libertades democráticas es una condición esencial para la autoemancipación humana.
De 1789 a 1792, la Revolución Francesa introdujo un sistema de votación limitado a una minoría de contribuyentes y le concedió al rey el poder de vetar las leyes aprobadas por el parlamento durante un período de casi seis años. Durante el periodo de la monarquía constitucional, la Asamblea Legislativa eliminó los obstáculos a la expansión de la producción y el comercio: se pusieron a la venta las tierras de propiedad común; se abolieron los monopolios comerciales y los controles de precios y los peajes mediante el Decreto Allarde de marzo de 1791. También se abolieron los gremios comerciales mediante la Ley Le Chapelier de junio de 1791, que además prohibió las primeras organizaciones de trabajadores.
Esto sentó un precedente para lo que vendría después. Si bien la burguesía estaba en general a favor de una forma de gobierno más representativa, también quería restringir ese derecho de representación a una élite privilegiada. Durante la mayor parte del siglo XIX, los documentos fundacionales, tanto de las monarquías constitucionales como de las repúblicas, restringieron severamente las libertades democráticas. Los sistemas de votación basados en impuestos eran la norma.
En 1795, el diputado francés termidoriano Boissy d’Anglas justificó este estado de cosas en los siguientes términos:
En Francia, el sufragio «universal» (masculino) no arraigó hasta la Tercera República, tras la supresión de la Comuna de París en 1871. En Alemania, también se remonta a 1871 para las elecciones al parlamento nacional. Sin embargo, el derecho de voto seguía basándose en el pago de impuestos en los estados, sobre todo en el estado más grande y poderoso de Alemania, Prusia. Esos derechos se restringieron aún más por las leyes antisocialistas de Otto von Bismarck a nivel federal de 1878 a 1890.
El sufragio masculino pleno se introdujo en Gran Bretaña en 1918 y en Italia en 1919. Las mujeres obtuvieron el derecho al voto en Australia, Nueva Zelanda y Escandinavia antes de 1914, pero en Alemania y Gran Bretaña no lo lograron hasta después de la Primera Guerra Mundial (aunque en este último país, solo podían votar hasta 1928 las mujeres mayores de treinta años que poseyeran una determinada cantidad de propiedades). En Francia e Italia, las mujeres tuvieron que esperar hasta 1945 para acceder al sufragio.
En todas partes, el derecho al voto fue una conquista de la movilización popular y no un regalo de la burguesía. El progresista escritor noruego Henrik Ibsen lo expresó bien en febrero de 1871: «Quien posee la libertad de otra manera que como un objeto que se busca, la posee muerta y sin espíritu, porque la noción de libertad tiene esta peculiaridad de que siempre se expande a medida que se adquiere».
Dicho esto, la extensión del derecho de voto tuvo algunas consecuencias beneficiosas para la burguesía. El sufragio universal obviamente da mayor credibilidad al sistema democrático burgués, que puede afirmar que expresa la voluntad de la mayoría, sobre todo desde que los partidos obreros de numerosos países comenzaron a participar de los órganos ejecutivos del Estado, desde finales del siglo XIX y principios del XX.
Pero esta no era la única ventaja de este sistema de gobierno para la élite capitalista. El parlamento elegido por sufragio universal permitía a la burguesía buscar compromisos entre sus diversas facciones. El sistema multipartidista también hacía posible, si era necesario, presentar alternativas gubernamentales sin amenazar su dominio del orden social.
La democracia burguesa nunca dejó de ser un sistema basado en el gobierno de una oligarquía —el poder de una clase pequeña y privilegiada—, aunque requiera del consentimiento periódico del pueblo. Se hace un uso superficial de los derechos democráticos. En su libro El odio a la democracia, Jacques Rancière la define acertadamente como una «forma mixta, nacida de la oligarquía, redirigida por las luchas democráticas y perpetuamente reconquistada por la oligarquía».
¿Cuáles son sus limitaciones? La mayoría de estas características se pueden encontrar en sistemas de este tipo:
En este modelo, el presidente es el «punto focal de varios centros y redes de poder administrativo», que se convierten en el «partido político efectivo de toda la burguesía, actuando bajo la hegemonía del capital monopolista». La alternancia de partidos en el poder se reduce a un ejercicio de prestidigitación, abriendo la puerta a un verdadero «partido de Estado dominante».
Este estatismo autoritario, explicó Poulantzas, «no es ni la nueva forma de un auténtico estado de excepción ni, en sí mismo, una forma de transición hacia tal estado: representa más bien la nueva forma “democrática” de la república burguesa en la fase actual del capitalismo».
Según observó Poulantzas, esta forma de gobierno difiere del fascismo en que este último es el resultado de una «crisis del Estado» y «nunca se establece a sangre fría». Su existencia «presupone una derrota histórica de la clase trabajadora y del movimiento popular».
Sin embargo, insiste en que el estatismo autoritario contiene «elementos dispersos de totalitarismo» y «cristaliza su disposición orgánica en una estructura permanente paralela al Estado oficial». Por lo tanto, no se puede descartar que, tras una profunda derrota del movimiento social, pueda desarrollarse «cualquier proceso de tipo fascista», no desde el exterior (como el fascismo histórico), sino a partir de «una ruptura dentro del Estado, siguiendo líneas que ya han sido trazadas en su configuración actual».
En Francia, el 10 de agosto de 1792, la toma del Palacio de las Tullerías por las masas plebeyas de la capital condujo a la abolición de la monarquía, a la elección de la Convención por todos los hombres adultos y a la votación de la Constitución el 24 de junio de 1793. Este documento fue el más avanzado en la historia de la democracia representativa, aunque nunca se implementó debido a la guerra de Francia con sus vecinos, seguida de la reacción termidoriana.
En términos económicos, estas tendencias más radicales aún defendían el derecho a la propiedad privada, que concebían como propiedad de pequeños artesanos, dueños de sus herramientas. Asociaban la riqueza indecente de los empresarios con abusos, como el acaparamiento y los monopolios, que la ley debería prohibir. Por otro lado, tras la expropiación de los bienes de la Iglesia, que representaban aproximadamente el 10 % de las tierras cultivables de Francia, a finales de 1789, así como la de los aristócratas que habían huido al extranjero, los campesinos sin tierras obviamente no compartían la misma religión de la propiedad privada.
La Constitución de 1793 también establece la libertad de opinión, de reunión, de prensa y de religión, así como «la protección de las libertades públicas contra quienes nos gobiernan». Defiende el derecho al trabajo y al bienestar como «una deuda sagrada que la nación tiene con sus miembros». Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, celebra la insurrección como «el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes».
Este texto tenía por objeto codificar las formas de democracia directa (asociaciones populares, comités revolucionarios) que habían surgido espontáneamente en miles de comunas. Preveía la elección de diputados al Cuerpo Legislativo Nacional por un período de un año por parte de las asambleas populares. Se les debían presentar los proyectos de ley, con la posibilidad de impugnarlos, y la revisión de la constitución debía proceder de la misma manera.
Según otras partes del documento, la Legislatura debía nombrar un consejo ejecutivo de veinticuatro miembros, que se renovaría anualmente por mitades. La jerarquía de los rangos militares debía respetarse solo durante los períodos de servicio en las fuerzas armadas.
Sin embargo, esta constitución carecía de dos aspectos democráticos fundamentales. El primero se refería a los que habían sido esclavizados en las colonias francesas. La Convención finalmente votó a favor de la abolición de la esclavitud el 4 de febrero de 1794, debido a la revuelta de esclavos liderada por Toussaint Louverture y la amenaza de ocupación británica y española de la francesa Saint-Domingue.
El segundo se refería a los derechos de la mujer. Los redactores de la Constitución ni siquiera contemplaron la posibilidad de reconocer los derechos políticos de las mujeres, llegando incluso a votar la prohibición de las asociaciones y sociedades populares de mujeres el 30 de octubre de 1793.
Esta medida sexista fue seguida por el confinamiento de las mujeres en sus hogares el 23 de mayo de 1795, tres días después de los Disturbios del Pan parisinos, que también exigían la aplicación de la Constitución de 1793. Estas dos negaciones de los derechos democráticos pesarán mucho en el futuro de los movimientos de emancipación en Francia y más allá.
Tras la experiencia de la Comuna de París de 1871, Karl Marx vio a la Revolución Francesa como una «escoba gigantesca» que barría las últimas «reliquias de tiempos pasados», antes de que Napoleón retomara la tarea de construir un estado tentacular iniciado por la monarquía. En 1885, Friedrich Engels hizo una autocrítica retrospectiva de su propio llamamiento y el de Marx de 1850 a la «centralización más estricta» del poder tras una revolución en su Alemania natal, atribuyéndolo a un malentendido sobre la historia de la Revolución Francesa:
Se opuso al hecho de que la constitución soviética de julio de 1918 limitara el derecho de voto «solo a aquellos que viven de su propio trabajo». Esta restricción, argumentó, se aplicaría «no solo a las clases capitalistas y terratenientes, sino también a la amplia capa de la clase media, e incluso a la propia clase trabajadora», ya que la crisis económica de la Rusia posrevolucionaria significaba que «crecientes sectores del proletariado» se veían reducidos a actividades informales por la destrucción del aparato productivo.
A principios de la década de 1930, ante el peligro del fascismo, León Trotsky insistió en la importancia de defender los «baluartes y bases de la democracia proletaria» que podían encontrarse «dentro del Estado burgués», priorizando la defensa de las organizaciones de la clase trabajadora (sindicatos, partidos políticos, clubes educativos y deportivos, cooperativas, etc.), pero también de sus logros políticos y materiales (legislación social, derechos civiles y políticos).
Hoy, en un momento en que la gran mayoría de la gente perdió de vista el horizonte del socialismo, las aspiraciones democráticas juegan un papel central en la lucha por arrebatarle el control de nuestras vidas a las ganancias capitalistas y de la vida pública a los gobiernos oligárquicos que las dirigen. Esto explica la consigna de «democracia real, ¡ahora!» que surgió en las ocupaciones callejeras de 2011, no solo en la región árabe, sino también en España y Estados Unidos, así como en los movimientos franceses Nuit Debout y los Chalecos Amarillos.
De hecho, cualquier política seria de oposición hoy en día está necesariamente guiada por la cuestión central de cambiar el régimen político. Como argumentó Trotsky en 1934, al discutir una situación con ciertas similitudes con la nuestra, caracterizada por la crisis económica y el auge de la extrema derecha: «No basta con defender la democracia; hay que recuperar la democracia».
El auge de la extrema derecha en Francia ha ido acompañado del crecimiento de tendencias…
El expresidente colombiano Álvaro Uribe fue condenado este mes por sobornar a testigos, lo que…
La administración Trump opera con frecuencia por fuera de la lógica del interés propio capitalista,…
En una extensa entrevista, Alberto Toscano retorna sobre la historia del fascismo y reivindica el…
Aunque las travesías en pateras representan una parte ínfima y cada vez menor de la…
La visionaria autora japonesa de ciencia ficción Izumi Suzuki anticipó nuestro malestar actual hace décadas,…