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Transeúntes en el Paseo del Prado, junto al Capitolio, La Habana, Cuba. (Foto: Daniel Berehulak / cortesía de The New York Times).

El movimiento de lo social

Las protestas del 11 de julio de 2021 en Cuba anunciaron lo que todavía parece inaceptable: que la crisis no remite tan solo al ámbito de lo político y económico, sino al de lo social subjetivo, al fondo mismo de la cultura y de lo que hasta ahora habíamos entendido por pueblo y nación.

El artículo a continuación fue publicado originalmente en Communis. Lo reproducimos en Revista Jacobin como parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.

 

Del ayer que puede seguir siendo imagen de futuro

En Cuba, las cosas ya no andan juntas, los tiempos son de angustia, zozobra, malestar. Angustia que emerge de la confrontación con algo real, con un abismo, un pavor. Es ya una experiencia de lo social, en Cuba, darse cuenta de que todo se ha vuelto heterogéneo, dispar, y de que, más allá de lo que separa y une, todo está ya dividido. Comienza ahora a formar parte de esa experiencia la insidiosa sospecha de que tal vez siempre haya sido así, de que siempre lo haya estado, de que todo es cuestión de grado, de gradación.

El presente, una vez más, sale en busca de su pasado. Pero no habría novedad en esa constatación, tan habitual para la generalidad de las sociedades, si en la trayectoria vital de quienes habitan Cuba no estuviera aún latente un ayer en que no eran así las cosas, en que ni siquiera se concebía ya que pudiesen ser de otro modo. Era aquel un tiempo desbordado de subjetividad, con un sentido revolucionario de unidad que atravesaba y mantenía en su lugar —a la vez intemporal en su eterna justeza y proyectado con inquieta esperanza hacia la figura utópica de un futuro que se dejaba para quienes estaban por venir— las altas y bajas esferas de la vida, la política, la economía, la cultura, la sexualidad, el deseo mismo. En aquel dejar para quienes aún no habían nacido el futuro imaginado latía un presente entero, que se bastaba a sí mismo. Es ese presente, en el que tan bien se estaba —el de la justa pobreza como riqueza por repartir—, lo que se nos ha escapado.

¿Qué procesos visibles o subterráneos tuvieron lugar en el seno de la sociedad cubana para que aconteciera la fecha volcánica del 11 de julio de 2021, que se ha instalado ahora entre nosotros como recuerdo y, a la vez, como presagio de una fractura o de un abismo? En todo sentido, el 11 de julio se proyecta como un desafío y como una trampa para el pensamiento, que se revela incapaz de procesar la complejidad de la trayectoria que se le adelanta y lo reta. Aquellas jornadas anunciaron lo que todavía parece inaceptable: que la crisis no remite tan solo al ámbito de lo político y económico, sino al de lo social subjetivo, al fondo mismo de la cultura y de lo que hasta ahora habíamos entendido en Cuba por pueblo y nación.

Cabe decir que en Cuba el tránsito histórico ha sido siempre abrupto, que todo cambio fue siempre violento, apresurado, tembloroso, que el tránsito histórico siempre se tradujo en una experiencia sincrónica desajustada y fragmentaria. Solo en situación revolucionaria ha sido capaz la sociedad cubana de revelar y re-presentar de forma íntegra la trama de su dispersión, el latente caudal mayor de sus afluentes encontrados, la posible unidad de sus discordias, es decir, también aquello del orden de lo invisible. La revolución, en efecto, no es solo un cambio «material» radical, pues sus capacidades se prueban en el registro de la cultura densa o profunda. Lo crucial, empero, tiene que ver con el punto de vista, con la posición política desde la que se aborda la totalidad: en rigor, solo desde el lugar de los humildes se podría reconstruir la totalidad cubana dispersa[1].

El sustrato de lo histórico

Nos compete la historia en su presencia viva, la historia vivida en tiempo presente. Puesto que la historia nuestra es un artefacto cultural, y está anclada —en su dimensión de relato— en el acto triunfal del primero de enero de 1959, que se proyecta como una continuidad abstracta y una unidad impoluta, no es en el interior de esa estructura discursiva donde se podría escarbar en la naturaleza de las fragmentaciones actuales. No es solo que los intentos por cubrir la conflictividad social con argucias discursivas agravan el problema, sino que es preciso sacar a la luz esos enfrentamientos como condición para tomar partido, para redescubrir el punto de vista de los de abajo, pues desde allí se capta mejor lo quebrado y las posibilidades de volver a empalmar las cosas, a relacionarlas con algún sentido.

Es cierto que la Revolución triunfante en 1959 cargaba con lo contradictorio y rico de aquella perspectiva de los de abajo, pero solo un ejercicio de forzada metafísica podría concluir que la fuerza de aquel momento es cosa eterna y que aquella perspectiva de los de abajo es invariable en el tiempo.

Urge reencontrarse con lo pasado desde la diferencia, echando a ver lo que ahora, en crisis, se ha tornado evidente, por aquello que decía Lenin sobre las crisis como momentos de revelación de la verdad[2]. Si se trata de inicios, el modo de producción es una palanca arranque intelectual, abstracta, pero útil. Sin duda entre 1970 y 1990 los altos grados de estatización y un cierto desprecio social por la acumulación capitalista funcionaron como diques de contención al despliegue de la lógica del capital. Pero la caída de la URSS volvió insostenible una vasta superestructura estatal, dependiente de aquel orden internacional ya extinto. Está claro que no existía otra alternativa económica que reinsertarse en el mercado mundial. Lo que sería importante recordar es que esa reinserción ocurrió por arriba pero también por debajo. Por arriba, la reintegración en el mercado mundial estuvo mediada y controlada por el Estado, mientras que, por debajo, la expansión del capital cubano se efectuó a pesar de las restricciones del Estado, en un continuo y ascendente proceso de expropiación de la riqueza social en sus múltiples formas, incluida la propiedad estatal.

Aquella sociedad, en gran medida estatizada, al amparo del orden (ideológico) bipolar, comenzó a ver fragmentadas sus lógicas de socialización mientras se expandía en su seno un circuito capitalista de producción e intercambio. Y habría que pensar el trauma profundo de una población en «trance doloroso» de la asignación política —planificada y centralizada— de los recursos, a una gestión cada vez mayor de las riquezas, o pobrezas, en manos de una instancia pre-política, impersonal, descentrada y estratificada como el mercado.

Hubo allí un cambio subjetivo de gran calado. Cambio, por demás, que habría de tener lugar sobre la base de las características diferenciadas de lo social en Cuba. La Revolución no podría borrar la violencia histórica de la economía de plantación y de la colonia, cultura inicial de esta tierra en que la política era dominada por extranjeros, la economía por una sacarocracia blanca y habanero-matancera, mientras una masiva esclavitud africana sostenía la gloria azucarera del naciente país y estamentos criollos pugnaban por hacerse cargo de sus propios asuntos.

He aquí una hipótesis que apunta al retorno de los momentos originarios, que son los instantes en que la gente establece los fundamentos del futuro[3]. No habría un solo momento originario en la historia del país, sino una consecución compleja, que se debate entre el azar de los tiempos y la agencia de sus fuerzas actuantes. Importa, sobre todo, entender la forma en que lo social permanece dividido, tal como si la relación tuviera memoria.

Una sociedad abigarrada

Se puede ensayar una división cruzada, jerárquica si se quiere, que parta de un sustrato ambiental o geográfico. Está claro que también en Cuba existe una disociación, característica del desarrollo del capitalismo, entre el campo y la ciudad, y que Cuba misma, desde sus orígenes, es parte de la periferia del sistema mundial. El asunto es encontrar lo específico de esa disposición ambiental de la sociedad cubana, para lo cual se podría partir de lo que, hace un tiempo ya, señalaba Juan Pérez de la Riva como la diferencia entre Cuba A y Cuba B. La esencia de aquella división radicaba en la constitución de una zona azucarera e industrial en la región de La Habana-Matanzas, con una relación de autonomía con respecto a los destinos y lógicas productivas del resto del país (Cuba B)[4].

La riqueza de esa distinción es notable en lo que respecta a las dinámicas políticas y culturales que, hasta hoy, han atravesado y sostenido axialmente el devenir de Cuba. Pero cabría cuestionarse la perpetuidad de esa condición, sobre todo cuando la evolución del capitalismo durante la república oligárquica llevó a que la industria azucarera se expandiera a todo el país, sin que ello se tradujera en la quiebra de la supremacía habanero-matancera.

Que tal división perdura, ya no sobre la base de la industria azucarera sino del turismo —no por azar tan potente en esa misma zona— apenas es objeto de impugnación teórica. Si es cierto que la división se mantiene, no es ya como la que existiría entre dos Cubas autónomas, sino como un continuo proceso de expropiación por la zona habanero-matancera de las riquezas del resto del país, en particular de la región oriental. Se ha transitado de la autonomía a una relación de centro-periferia, se han entrelazado los destinos de las dos regiones, pero bajo la férula de una nítida jerarquía.

Los registros de discriminación regionalista, las dinámicas migratorias, las especificidades locales de la cultura en Cuba dan cuenta de esa división y, en buena medida, la legitiman, le otorgan un asidero ideológico. No obstante, esa distancia —en apariencia insalvable— se ve atenuada por lo que Pérez de la Riva identificaba como enclaves de Cuba A en Cuba B, que a la luz de hoy se podrían identificar como semiperiferias, es decir, mediaciones que reducen la polaridad entre la periferia y el centro[5]; tal es el caso de múltiples cabeceras provinciales, como Camagüey y Santiago, y de regiones como Trinidad y Baracoa.

Tampoco cabe duda sobre la voluntad de la Revolución de 1959 de superar esa diferencia, pero la expansión del capital a partir de 1990 ha venido a acentuar las distancias. Hoy Oriente se le antoja a La Habana un lugar tan lejano como Palestina; al punto de que, desde hace mucho más tiempo que los inicios inmediatos trazables de la actual crisis, a los emigrados de Oriente a la capital se los ha llamado palestinos: Cuba se ha alargado culturalmente, no para abarcar más, sino para dar lugar a vacíos más notables. No cabría entonces sorprenderse ante la existencia moderna de barracones de población oriental, ya sea en infames albergues en zonas campestres del occidente del país o en los hacinados y periurbanos llega-y-pon que pululan en los lindes de la ciudad de La Habana; formas de expropiación, en suma, de la riqueza a manos del renaciente capital nacional, que connotan una relación de exterioridad, de extrañamiento respecto de lo interno mismo del país.

No sería esta, es cierto, la única división, pero figura aquí como la primera, no por mero azar, sino por la creencia en su poder movilizador, acaso por encima de las demás. De seguirse aquella hipótesis sobre el momento originario que se repite, la identificación cultural con relación a los territorios de Cuba vendría a ser la réplica de las pequeñas patrias criollas de la época colonial. Cabría sospechar que ello nos dice algo sobre la salud de la patria grande, o al menos sobre su fragmentación.

Pero antes de dar ese salto a lo político, también cabría pensar en lo que se encuentra una vez que se ha delimitado el territorio: hay familias, unidades productivas y de consumo que reproducen a la sociedad en su conjunto. Como en otras formaciones, aquí también la mujer ha sido el sostén reproductivo e invisible del conjunto de nuestra historia, también aquí las disidencias sexuales han servido como pavor disciplinario de la norma reproductiva. Lo sorprendente en Cuba es la forma en que las estructuras simbólicas de la norma sexual se sostienen y reproducen, sobre todo si se consideran las condiciones de hacinamiento, flexibilidad habitacional, flujos migratorios y otras herencias históricas —desde la aberrante conquista española a los barracones de esclavos— que favorecen relaciones sexuales cambiantes, diversas y promiscuas, mucho más ricas que la ley heterosexual y monogámica predominante. Se podría decir que las estructuras simbólicas vienen a contener las enormes energías libidinales en el seno de lo social cubano, a encauzarlas en propósitos económicos o políticos restrictivos[6].

Quizás las razones para ello estén asociadas con la renovada fuerza del momento familiar. El repliegue estatal iniciado en los noventa discurrió en paralelo con la contracción del espacio público, de manera similar a como se han reducido las asignaciones centralizadas y ha aumentado la importancia de la familia para la supervivencia. Abandonadas a su propio arbitrio, en condiciones de precariedad, estrés, incertidumbre, las familias han visto reafirmadas su carga reproductiva y su valor cultural. Con tímidos compromisos políticos y cambiantes relaciones laborales, con identidades colectivas que se diluyen entre la crisis de hegemonía y la mercantilización, la vida se confina al ambiente familiar, el éxito no sobrepasa los umbrales de lo doméstico.

Es lógico que el realismo doméstico perdure como convicción de que no existe otra forma familiar para resistir los embates de la vida diaria. La familia suple la estabilidad que es muy difícil encontrar en una vida arrojada a la flexibilidad y al cambio vertiginosos del capitalismo contemporáneo. En ese sentido, lo familiar es también una frontera, un cierto aislamiento desde el cual es difícil construir comunidad, pues se tiende a carecer de algo en común, sobre todo si el repliegue de lo estatal muchas veces se lo ha llevado consigo. Es así como el peso de la trayectoria familiar se incrementa a la hora de saber cuál es la colocación óptima del individuo en esa sociedad. Si algo permitía el anterior orden estatizado era la parcial superación del peso familiar sobre los individuos.

Lo dicho tiene, por cierto, raíces étnicas y de clase. La racialidad en Cuba es, sin dudas, un elemento estructurador del orden simbólico, cuyos orígenes son francamente estamentarios, en el sentido más feudal del término. Ello remite al trauma originario de la esclavitud negra a manos de la sacarocracia blanca, condición de casta en que, como es habitual, las clases sociales se imaginaban a partir de su sustrato étnico. Se ha hablado profusamente de la forma en que las revoluciones cubanas vinieron a violentar esa división estamentaria, pero cabría pensar que su suplantación por relaciones más directamente clasistas se relaciona, acaso con similar fuerza, con el avance del capitalismo.

Visto en tales términos, el capitalismo en Cuba no pudo lograr ni se planteó una igualación de razas, sino que subsumió el racismo en su lógica de explotación, en cuanto elemento favorable a su dominación, siempre dependiente de diferencias que sostuvieran el intercambio desigual. Lo cual significa que el arranque igualitario de las revoluciones se ha visto constreñido por la pervivencia de aquella lógica de castas. Sin embargo, ello no debe llevarnos a pensar que existe una correspondencia directa entre raza y clase en Cuba, sino que, en el plano productivo, la clase capitalista tiende a desplazar a los cuerpos negros hacia los empleos de mayor explotación bajo un principio de exclusión cultural; mientras que, en el plano de lo simbólico, la imagen de los herederos de África tiene un componente de clase asociado con la esclavitud, con el proletariado manual y con las economías precarias. Todo lo cual remite, en suma, a una fuerte conexión entre clase y etnicidad en Cuba, que ha sido tan variable como permanente a lo largo de su historia[7].

Y así continuó ocurriendo que los patriarcas blancos, principalmente de la zona habanero-matancera, mantuvieron su dominación política y económica sobre el resto del país, mientras que el resto del pueblo, ennegrecido, oriental, feminizado, permanecía en exclusión: eran la parte de los que no tienen parte[8]. Es de allí de donde el capital naciente expropia sus principales riquezas. ¿Acaso no cabría esperar que aquella parte de los que no tienen parte se reconstituya a partir de los retrocesos implícitos en las crisis que han asolado al país desde 1990? Ello sucede, qué duda cabe, con la misma fuerza con que se mueven las placas tectónicas en el subsuelo. Pese a ello, no podría entenderse semejante fenómeno en su genuina complejidad sin considerar un cambio fundamental en el reino de lo político: el tránsito violento, traumático también, de un dominio colonial y un Estado oligárquico a un Estado nacional-popular a partir de 1959.

El momento estatal

Quiere esto decir que el Estado emergido de la Revolución de 1959 no sería ya un Estado corporativo y estamentario, como aquel de la república, que fuera expresión —en su mayor parte— de los privilegios de clase, raza, sexo y región. Era aquel, en efecto, un andamiaje político directamente vinculado con sus bases sociales. El nuevo Estado revolucionario, acentuó el vínculo con sus bases sociales y las democratizó, al punto de transitar por completo de la cualidad oligárquica a la nacional-popular. Era el Estado de aquellos pertenecientes a la parte que no había tenido parte, pero ahora contenidos en una construcción nacional-popular unitaria, en la cual se tendía a borrar las diferencias sociales. Esa borradura acontecía en el plano de un pensamiento radicalmente igualitario, republicano y de fuerte vocación asistencial y soberana.

Es sabido que la movilidad social ascendente provocada por la revolución fue un fenómeno generalizado que no llegó a subvertir las fracturas históricas que hasta entonces habían obstaculizado esa movilidad, no solo porque buena parte de los grupos dominantes en el nuevo Estado provinieran de capas medias del período anterior, sino porque el propio sujeto nacional-popular se subjetivaba como un ente homogéneo, consciente de las diferencias, pero solo como si se tratase de matices de segundo grado. Y ante el Estado, por cierto, todos cuentan como ciudadanos, como sujetos políticos, más allá de las diferencias históricas.

Cierto es que se pretendió sobrepasar profundas diferencias, en muchas ocasiones sin atacarlas de frente, pero aun así existía una correspondencia subjetiva tan fuerte entre el Estado y lo social que cabría hablar de la manera en que, en el proceso de aquella revolución triunfante, había llegado a cuajar una sociedad estatal, profundamente politizada. De modo que el interés de las mayorías tendía a traducirse en interés del Estado y viceversa. Se antoja hoy imposible pensar ese proceso sin a su vez interrogarse por el Estado socializado que la ecuación del cambio revolucionario presuponía y que, ese sí, no supo más que insinuarse. Solo que la crisis de los noventa cortó el espeso caudal de esa fluidez. El modo de vida capitalista conlleva una paulatina despolitización, al emerger una relación con el mundo que se percibe como aislada y natural, en vez de sistémica e histórica. Quien, en su dimensión existencial, mantuvo un vínculo fuerte con el Estado, también sostuvo, en cambio, una perspectiva política de la vida nacional.

Se ha producido una disociación esencial entre el Estado y su base social. En la coyuntura de crisis, se reactivaron y actualizaron los remanentes de la «parte de los que no tienen parte» en la sociedad cubana, de forma tal que su tránsito al circuito capitalista ocurrió con silenciosa y terrible naturalidad. Hay en ello el inicio de un cambio cualitativo en el Estado, desde el momento en que inicia un proceso de separación con respecto a lo social que no es solo material, relativo a sus bases, sino también subjetivo. En efecto, también en los noventa sucumbió un paradigma de sociedad y un proyecto de futuro para amplios segmentos de la población. La paulatina retirada biopolítica del liderazgo histórico de la Revolución no ha hecho más que acentuar esa separación subjetiva.

Ni en cuanto a las fuerzas vivas de la sociedad, ni en cuanto a la relación de lo social con lo estatal se puede hablar de una imbricación tan estrecha como aquella de los inicios del proceso revolucionario. Tampoco se trata, por cierto, de una reemergencia oligárquica en lo estatal, pues, he aquí lo decisivo: el Estado se ha vuelto semi-autónomo con respecto a lo social. En tiempo de revolución es impensable la autonomía de lo político; lo que se piensa, por el contrario, es la dominación absoluta que ejerce la política no solo ya sobre la sociedad, sino también sobre la historia toda. La verdadera autonomía de lo político puede tener lugar solo ante el dominio de lo económico, ecuación reconocible tanto en la expansión de las relaciones capitalistas como en la propia cultura de las gentes en Cuba, que ahora valoran las capacidades de supervivencia ―es decir, el registro económico de la vida― como el fundamental, por encima de cualquier otro.

Cuatro proyecciones de lo político

La semi-autonomía del Estado actual, y de la esfera de lo político en su conjunto, supone un reto adicional al pensamiento, que no puede derivar proyecciones políticas directas a partir del segmento de lo social que se analice. De hecho, acaso el estudio de la semi-autonomía de lo político debería iniciarse por la ampliación de lo que alguna vez no fueron más de dos proyectos políticos antagónicos: el de la contrarrevolución, sustentado por la oligarquía cubana de Miami y en estrecho contubernio con el imperialismo estadounidense; y el de la Revolución, directamente traducido en la política de Estado que lideraba Fidel. En la crisis actual ya no se trataría de una división de esa índole, puesto que sobre la base de tal dicotomía no se podría entender un acontecimiento como el del 11 de julio. Cual si se tratase de un antagonismo que se bifurca, hoy es preciso hablar de cuatro horizontes políticos que pugnan y se complementan, se hibridan y superponen, sin que acabe por imponerse la fuerza imperativa de ninguno de ellos.

1. Hay algo de arcaico en el proyecto de la contrarrevolución asentada en Miami y Washington. Ese proyecto es el cenit de una trayectoria reaccionaria en el pensamiento cubano, cuyos orígenes, más allá del batistato y de la oligarquía republicana, se deben rastrear en la propia colonización española. Cada vez que ese proyecto se proclama a las puertas de una reconquista es imposible no remitirse al espíritu saqueador de aquellas hordas de ibéricos incultos y advenedizos que se apoderaron de Cuba, a ese origen reaccionario de la isla. Aunque hay lugar en su memoria para la creatividad autónoma de la sacarocracia colonial, las acciones traicionan sus palabras y terminan por aproximarse más a Diego Velázquez que a Arango y Parreño. No significa esto que sean un cenáculo de élite desligado de las multitudes, por el contrario, sus adeptos se reproducen en forma ampliada y acaso su poder de convocatoria popular-fascista sea indicativo de que la Revolución no ha fenecido en la subjetividad de lo nacional-popular.

2. No es esa la condición del proyecto de la Revolución, que cabría pensar como uno actualmente fragmentado y, en cierto sentido, ampliado. La representación de este se adentra por completo en la trayectoria de las ideas revolucionarias en Cuba, en el polo opuesto de la tradición reaccionaria. A la cabeza del Estado y en posesión de los medios de producción ideológicos dominantes, se encuentra una subjetividad cuya lógica de funcionamiento es —en esencia— estatal, aunque no se limite al marco de lo institucional, pues a la vez constituye una creencia social bastante extendida. Se lo podría llamar realismo revolucionario, en la medida en que esa subjetividad política se percibe como continuación de la revolución desatada en 1959 y de su naturaleza nacional-popular, pero también en que cancela otras alternativas revolucionarias y constriñe la capacidad imaginativa y de disenso político, pues se encuentra convencida de que la suya es la única forma viable —es decir, realista, y en ello lo geopolítico, realidad abrumadora, ha devorado por completo a lo nunca por completo liberado filosófico— de ser y hacer la revolución[9]. Es esa la ideología dominante, si algo así fuera pensable en esta sociedad abigarrada; y es, qué duda cabe, la lengua de la burocracia estatal, que es su base social reproductiva.

Se trata de una proyección cerrada más que excluyente, indispuesta y torpe ante el reto de re-construir consenso, empachada de una autopercepción de fortaleza institucional que olvida o menosprecia el desafío hegemónico. No obstante, pone un énfasis notable en la esfera de lo simbólico, como si allí y no en lo real se verificara la verdad de las cosas. Ello guarda relación con su matriz profundamente ideológica. Ese énfasis en lo simbólico se percibe, desde estratos sociales externos a esa perspectiva, como una superestructura a ratos asfixiante, pero fundamentalmente desligada de sus condiciones concretas de vida; lo cual no hace más que reforzar una percepción de autonomía estatal, es decir, de separación subjetiva entre un nosotros y un ellos. A lo cual se suma el grado de deslegitimación resultante de las torpezas políticas de la dirección del Estado, lugar que la burocracia no estaba capacitada para colmar tras la salida del liderazgo histórico, sobre el que esa función recayó de manera casi exclusiva durante más de medio siglo.

3. Una tercera proyección, de un vigor intelectual más dialogante con las corrientes contemporáneas de la izquierda, gravita en torno al Estado desde un formato diferente al resto de las proyecciones. Pretende recuperar el ideario republicano y democrático-representativo de los grupos políticos existentes en la historia revolucionaria y estatal de Cuba. Es amplio su espectro político, pues abarca desde propuestas de pluripartidismo liberal —más cercanas al proyecto de la contrarrevolución— a reformas institucionales de orientación popular-nacional e incluso socialistas. De tal anchura es su propia trayectoria histórica.

En el caso de ese tercer horizonte cabe hablar de una proyección seducida por la dimensión institucional de las cosas, por lo que su resonancia en el seno de lo popular-nacional, en el fondo social cubano, es intelectual en el sentido tradicional del término, es decir, no orgánica. Empero, su base social posee una influencia notable, pues gira en torno a las capas medias y a diversos grupos intelectuales y académicos. Su socialización por vías indirectas, su capacidad de diálogo con los sectores de poder, su lenguaje entendible en el marco epistemológico estatal, todo ello apunta, en última instancia, a un ascenso de esa perspectiva en los escalones del poder, aunque ello acontezca al estilo del consejero ilustrado que al estilo de la toma del poder o del intelectual orgánico. Avanza más en el pensamiento que en lo personal, y ello es verificable en el tono de múltiples reformas aplicadas por el Estado cubano en la última década.

4. Hay un cuarto horizonte de lo político en las subjetividades de Cuba, cuyo devenir histórico es consustancial a la reactivación de aquella «parte de los que no tienen parte» en el seno de la sociedad. Su emergencia tiene un nombre: 11 de julio, y sus antecedentes se remontan a los sucesos del 5 de agosto de 1994 y se extienden hasta las numerosas protestas locales que tuvieron lugar, sobre todo, entre mayo y octubre de 2022. Hay en esos actos un impulso primordialmente expresivo, manifestante, de descarga visceral, escéptica de sus propios medios, como si su lógica profunda no fuera otra que la emergencia a la luz de un sustrato cultural agresivo, desplazado y por largo tiempo silenciado. Su relación de exterioridad con respecto a un Estado que garantiza apenas una parte de su reproducción vital, mientras el resto acontece en las fauces del mercado, y la convicción de que el discurso de las instituciones no solo no responde a sus condiciones reales de vida y a sus no menos reales necesidades, sino que apenas guarda relación alguna de correspondencia con ese real, los conduce a ese tipo de actos explosivos. No tendrían lugar semejantes erupciones si existiera una sociedad civil en relación orgánica con el constructo estatal, que funcionase como un registro de representación, mediación y contención. Pero algo así no existe ya, la sociedad civil de Estado sigue una trayectoria burocrática y su horizonte político es, casi por entero, estatal-partidista. Entretanto, la sociedad civil de esa otra parte de lo social, precaria e inestable, difusa y descentrada, no es verdaderamente reconocida como interlocutora del gobierno y carece de los mecanismos para ganarse, por entero, ninguna beligerancia.

Sucede algo paradójico en ese registro de lo social, pues más allá de la decisiva influencia de las relaciones capitalistas en sus paupérrimas condiciones de vida, el Estado se les presenta como único responsable y culpable de sus desgracias. Intercede en ello una imagen de lo político centrada en lo estatal. Acaso por ello, esas emergencias no han consolidado organizaciones políticas o asociaciones de mediana o larga duración: suponen que no les compete, suponen que eso es asunto de los intelectuales o del Estado. Es a él a quien le hablan en sus protestas, de él demandan atención, reconocimiento, negociación. Es cierto que la manifestación es un momento de autodeterminación de lo local, pero en última instancia esa autonomía es una descarga catártica de energía im-política, incapaz de encauzarse en un proyecto colectivo y consensuado. No hay labor intelectual, en el sentido de disputa hegemónica, en esos actos, por lo que no encuentran otras palabras para expresar su disenso que las consignas abstractas y oligárquicas del bloque contrarrevolucionario. No tienen, por así decirlo, un lenguaje propio, no logran expresar sus propios intereses con sus propias palabras.

Entre palabras impropias y visiones fragmentarias

He aquí que una emergencia profunda de lo social exige del Estado una vocación más popular-nacional, pero con palabras del enemigo que conducen, indefectiblemente, a una tremenda, mayúscula confusión. Tal vez no pueda ser de otra forma, tratándose de un sustrato social que jamás ha podido desplegar a plenitud sus propias capacidades políticas, es decir, sus destrezas de autodeterminación. No habitan ellos en el espacio privado de las clases burguesas, ni en el espacio normativo y jerárquico del Estado, sino que el suyo es un espacio descompuesto, decadente, pre-moderno, fragmentario. Tampoco su tiempo conoce la linealidad de las estrategias de gobierno o de las trayectorias socialmente ascendentes de los sectores favorecidos; el suyo es un tiempo cíclico, por ser lo suficientemente breve y cambiante como para terminar siendo tormentosamente repetitivo. ¿Cabría esperar otro tipo de emergencias desde ese fondo histórico?

Poseen, acaso, una imagen amable de sí mismos, pero carecen de un relato autolegitimante, de una trayectoria simbólica e histórica a la cual asirse, en la cual posicionarse, por lo que no tienen un mapa político de la situación, carecen de orientación y destino. Es decir, no han logrado construir un punto de vista, una posición epistemológica diferente, singular. De ahí que echen mano a otras consignas disponibles en su acervo político. Lo cual remite a las carencias de su labor intelectual y autoorganizativa. En medio de una crisis total, del avance feroz del capitalismo y del repliegue de un modelo de vida centrado en la presencia hegemónica del Estado, su cultura se encuentra en estado de disponibilidad, son capaces de usar palabras de los otros, aunque les sean impropias. No se trata, empero, de una actitud pasiva: estamos ante una disociación de lenguajes, un desentendimiento o choque cultural, si se prefiere. En efecto, es una pugna, y uno de sus resultados podría ser la fractura entre la «parte de los que no tienen parte» y el proyecto revolucionario. He ahí el mayor de los peligros. La situación se ha configurado como un empate de fuerzas y es sabido que el estancamiento del «movimiento real que supera el estado actual de cosas», es decir, de la Revolución misma, es sinónimo de retroceso.

Las revoluciones, sin embargo, jamás anuncian su llegada, y de esta coyuntura conservadora aún podrían emerger inesperados aconteceres. Se ha dicho que hay una falta en lo subjetivo que es del orden de lo intelectual y del tránsito de la manifestación a lo autoorganizativo. Algún discurso tendrá que dar cuenta de los movimientos reales de lo social. Queda entonces por decir la palabra que brote de aquel fondo, que sea carne de la gente y, a la vez, destello fulminante, anuncio de un mejor destino en el que reconocerse y relacionarse una nueva mayoría: un nuevo lenguaje capaz de ser hoy espíritu y, mañana, carne del después de este tiempo de angustias.

 

Notas

[1] Gyorgy Lukács, Historia y conciencia de clase (trad. Francisco Duque), Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1970.

[2] V. I. Lenin, «Las enseñanzas de la crisis», en Obras escogidas, t. VI (1916-1917), Editorial Progreso, Moscú, 1973, pp. 148-150.

[3] René Zavaleta Mercado, «Cuatro conceptos de democracia», en La autodeterminación de las masas, Siglo XXI y CLACSO, México D. F. y Buenos Aires, 2015, pp. 121-146.

[4] Juan Pérez de la Riva, «Una isla con dos historias», en El barracón y otros ensayos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, pp. 75-90.

[5] Immanuel Wallerstein, Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos. Un análisis de sistemas-mundo (trad. Juan María López de Sa y Madariaga), Akal, Madrid, 2004.

[6] Herbert Marcuse, El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada (trad. Antonio Elorza), Planeta-Agostini, Barcelona, 1993 [1954].

[7] Lorgio Orellana Aillón, La caída de Evo Morales, la reacción mestiza y el ascenso de la gente bien al poder, Universidad Mayor de San Simón, Agencia Sueca para el Desarrollo Internacional, Instituto de Estudios Sociales y Económicos, Cochabamba, 2020.

[8] Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía (trad. Horacio Pons), Nueva Visión, Buenos Aires, 1996.

[9] Mark Fisher, Capitalist Realism: Is there no alternative? Zero Books, Londres, 2009.

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