Kamala Harris hablando en el jardín sur de la Casa Blanca en Washington, DC, el 22 de julio de 2024. (Andrew Harnik/Getty Images)
Los analistas coincidían. Después del debate presidencial del 27 de junio, cuando pudo apreciarse el acelerado deterioro cognitivo del presidente Joe Biden, la elección parecía definida. Apenas unos días después, el atentado contra Donald Trump y su posterior nominación oficial, junto a J.D. Vance, en la Convención Republicana, hundieron a los demócratas en todas las encuestas. El magnate neoyorquino se preparaba no sólo para volver a la Casa Blanca, sino para controlar ambas Cámaras del Congreso, además de contar con una Corte Suprema ultraconservadora, modelada durante su mandato. El domingo 21 de julio, sin embargo, Biden cedió al reclamo casi unánime y declinó su candidatura. Fue un hecho histórico: un presidente, que había obtenido 14 millones de votos en las primarias renunciaba a su candidatura a 100 días de las elecciones. El partido, en crisis, se ordenó rápidamente para aclamar como candidata a la presidencia a la vice Kamala Harris —hasta ese momento con una trayectoria opaca—, y la campaña dio un vuelco vertiginoso. Esta semana, la Convención Nacional Demócrata, con encendidos apoyos de Biden, Barack y Michelle Obama, Hillary Clinton, Bernie Sanders, AOC y otros líderes demócratas, la confirmó formalmente como la primera candidata a la presidencia afroasiática. Junto al gobernador Tim Walz, como compañero de fórmula, ahora son los favoritos para ganar el voto popular. Sin embargo, en los estados decisivos la carrera está muy pareja. Con un enrevesado sistema electoral, lo que define es el colegio electoral. Cuatro veces en la historia, incluyendo los casos recientes de Bush y Trump, se alzaron con la presidencia candidatos que obtuvieron muchos menos votos que sus rivales. A 75 días de los comicios, la moneda está en el aire. ¿Qué se define el 5 de noviembre?
La convención de esta semana reflejó cabalmente el clima político optimista que reina entre los demócratas, algo impensable hace un mes. El lunes, el orador principal fue Biden, que dio un breve discurso antes de partir de vacaciones a California, para correrse del foco mediático. El martes hicieron su aparición estelar Barack y Michelle Obama, quien sonaba como favorita ante la caída de Biden, a pesar de que en reiteradas oportunidades ella manifestó que no procuraría un cargo electivo. Ambos se permitieron incluso chistes contra Trump, mostrando quizás una nueva estrategia: en vez de exagerar una indignación moral contra los trumpistas (cuestión que fracasó en la campaña de 2016), ahora parece que optaron por el humor, por reírse de los absurdos del líder ultraderechista. También se nota un cambio en la estrategia respecto de aquella elección. Si el foto de la poco carismática Hillary estaba puesto en que sería la primera presidenta mujer, la que lograra romper el techo de cristal, ahora casi ni se menciona este dato singular. Sí hubo en los discursos de los Obama, en cambio, referencias claras a la condición de afrodescendiente de Kamala. Michelle dijo, irónicamente, que estaba en juego un «empleo de negros», el de presidente, en relación a la reciente declaración racista de Trump. En la convención, Kamala recibió el apoyo del establishment del partido, incluida Hillary Clinton y Nancy Pelosi, pero también del ala izquierdista, destacándose los discursos de Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez (AOC), una de las diputadas más atacadas por Trump y con un futuro político promisorio. Si bien esta corriente no pudo plantear en las primarias una candidatura alternativa, a diferencia de 2016 y 2020, sigue siendo una voz potente en el partido. Y tanto Sanders como AOC van a renovar sus bancas.
Trump pone el énfasis en la supuesta crisis fronteriza (insiste con culpar a los inmigrantes latinoamericanos por la falta de empleos y problemas de seguridad, mientras el gobernador republicano de Texas militariza la frontera y amenaza incluso con una secesión), la economía (inflación, tenue recuperación post pandemia, estancamiento del salario mínimo, aumento de la pobreza e indigencia), la trampa en Ucrania (cada vez es más improbable un triunfo de Volodimir Zelenzky, mientras crece la oposición a seguir financiándolo) y el apoyo estadounidense a la ofensiva israelí contra Gaza, que está generándole al gobierno una creciente oposición en su propio partido, en particular entre los jóvenes. Esta semana, fuera del estadio en el que se realiza la Convención demócrata, hubo una movilización pro palestina denunciando el genocidio perpetrado por el ejército israelí.
En términos económico-sociales, Trump plantea una mayor desregulación de la economía, baja de impuestos, quitar resguardos medioambientales y otros beneficios para los más ricos y las corporaciones, con el argumento —que no se comprobó en su primer mandato— de que así se relocalizarían compañías estadounidenses que habían trasladado sus fábricas a Asia o a México. Kamala Harris presentó un programa económico un poco más intervencionista y distribucionista que el de Biden, y enseguida fue acusada de comunista por parte de los republicanos trumpistas («quieren que seamos Venezuela», es el nuevo leitmotiv). Tan corrida está la discusión política, que un reformismo neokeynesiano, mucho más tenue que el que planteó Franklin D. Roosevelt durante la Gran Depresión de hace un siglo, es inmediatamente catalogado como socialista. Vamos rumbo a la hiperinflación de la Argentina o Venezuela, declaró Trump la semana pasado, cuando en realidad, según la última medición oficial, la inflación interanual no llegó al 3%.
En cuanto a la política internacional, Harris, como Biden, representa a la fracción globalista, que promueve el multilateralismo unipolar y despliega una fuerte defensa de la OTAN y otros organismos internacionales, mientras que Trump, el preferido de los sectores americanistas, nacionalistas y aislacionistas, asegura que si él hubiera permanecido en la Casa Blanca los conflictos militares en Ucrania y Medio Oriente no hubieran estallado. La duda es qué posición tendrá si llega a la Casa Blanca. ¿Acaso retirará su apoyo a Zelensky? ¿Forzará a Netanyahu a un alto al fuego? Improbable, dado que lo recibió con honores en su residencia de Florida, hace algunas semanas. Por otra parte, crece la retórica contra Irán (al que se acusa de un complot para matar a Trump y de haber hackeado a funcionarios del partido republicano) y lo mismo ocurre contra Venezuela y Cuba.
Otro tema de debate va a ser la relación de Estados Unidos con China. El avance imparable del gigante oriental, punta de lanza del ascenso de Asia-Pacífico y del reordenamiento geopolítico global, en torno al grupo BRICS y a distintas iniciativas de cooperación, como la Ruta de la Seda, es la nueva obsesión tanto de demócratas como republicanos. Hoy crece la percepción del declive relativo del poderío estadounidense y las discusiones entre los especialistas giran en torno a cómo se va a procesar esa transformación del escenario global. Tanto la estrategia de guerra comercial de Trump como la política neokeynesiana de Biden fracasaron en recuperar la competitividad productiva estadounidense y en frenar el imparable avance chino y asiático. Estados Unidos, salvo el músculo militar y la influencia político-diplomática, tiene poco para ofrecer. Desde el punto de vista comercial, financiero y de inversiones, incluso sus aliados de Occidente cada vez dependen más de China y Asia. Harris parece dispuesta a continuar con la estrategia globalista de confrontar con China y Rusia, mientras que Trump coquetea con una posición algo más aislacionista.
Otro tema sobre el que insistirán los demócratas será el político-ideológico-institucional. Trump, ahora consolidado como la única voz potente en el partido republicano, persistirá con su política de «demolición» de todo lo establecido —fue y es su estrategia para presentarse, sin serlo, como un outsider—. El apoyo de periodistas ultrarreaccionarios como Carlson Tucker o Elon Musk, el hombre más rico del país y dueño de la red X, colabora en esta estrategia de demolición de los medios de comunicación tradicionales. En la narrativa de Trump, él se enfrenta a los lobistas de Washington, al Washington Post, la CNN y el New York Times, a Hollywood, a la cúpula de las Fuerzas Armadas y a las agencias de inteligencia, que quieren barrerlo. Harris, al igual que Biden en 2020, procurará ofrecerse como un muro de contención para sostener las instituciones y para que no se vulneren derechos de las minorías. El tema del aborto va a ser central en la campaña, y más ahora que la candidata es una mujer, que fue procuradora general en California. El vergonzoso giro de la Corte Suprema ultraconservadora, en junio de 2022, anuló el fallo del caso Roe vs. Wade, una resolución que en 1973 había legalizado el derecho al aborto en todo el país. Esto les permitió a los demócratas movilizar a sus bases y mejorar su suerte electoral en las legislativas de 2022. Intentarán repetir la estrategia de hace dos años.
George W. Bush desreguló los aportes electorales privados, en particular de las corporaciones y grupos de presión. En 2010 la Corte Suprema falló a favor de la desregulación de los lobistas. En 2016, por ejemplo, se registraron 2.368 SuperPACs (Comités de Acción Política) ante la Comisión Federal Electoral, grupos de lobistas que invirtieron más de 1.000 millones de dólares en esas campañas presidenciales. Si se suman los gastos de los aspirantes a las Cámaras de Representantes y de Senadores, las cifras se disparan. La carrera para controlar el Capitolio insumió 4.267 millones, de dólares. El gasto total estimado alcanzó la astronómica cifra de 7.000 millones de dólares hace ocho años. Y sigue creciendo desde entonces. Según la Comisión de las Elecciones Federales, en las de 2020 y 2022 se gastaron más de 14.000 millones en cada una. Sin ruborizarse, los candidatos se vanaglorian de las decenas de millones de dólares que recaudan cada semana.
El sistema electoral estadounidense determina la elección de presidente en forma indirecta, a través del colegio electoral. Y no todos los votos valen lo mismo. En cuatro ocasiones no llegó a la Casa Blanca el candidato presidencial que ganó el voto popular, sino el que consiguió más electores, estando así sobre representados algunos estados escasamente poblados. La última vez ocurrió en 2016: Trump ganó en colegio electoral, a pesar de que obtuvo 2.800.000 votos menos que Hillary Clinton. Lo mismo ocurrió en 2000, cuando Bush le ganó unas polémicas elecciones a Al Gore, habiendo obtenido medio millón de votos menos a nivel nacional. Además, existen muchos mecanismos de supresión del voto. Esto quiere decir que a millones de personas —pobres, negros e hispanos, en su mayoría—, en cada elección, se les niega el derecho político más elemental: el derecho a votar (el informe de la ACLU, American Civil Liberties Union, Block the Vote: Voter Suppression in 2020 muestra todos los mecanismos de supresión del voto, a quiénes afecta y por qué). La elección, además, se realiza en un día laborable (martes), el voto no es obligatorio y es necesario registrarse para poder participar. En 2016, por ejemplo, de una población total de 325 millones de personas, había habilitados para votar 231 millones, pero sólo ejercieron ese derecho 137 millones. La participación fue de apenas el 55% de los votantes habilitados (en las presidenciales de Argentina, en 2019, la participación llegó al 81%). Trump, entonces, se convirtió en presidente con apenas el 27% de los votos del total de personas en condiciones de sufragar.
Dicho esto, con el objetivo de evitar crear falsas expectativas, para Nuestra América no es lo mismo que vuelva Trump a la Casa Blanca a que se imponga Kamala Harris. Más allá de que representan a distintas fracciones de la clase dominante imperial, existen diferencias en las tácticas y las modalidades empleadas, en el uso de hard (Trump) o soft power (Harris), en apelar más al multilateralismo (Harris) o al unilateralismo (Trump) y en la retórica más o menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba o Venezuela. Y También en las alianzas con e impulso a líderes ultraderechistas. Esto último no debe ser minimizado. Trump nuevamente en la Casa Blanca implicaría un espaldarazo político-ideológico para Milei, y reforzaría a Bukele, Kast y otros exponentes de las ultraderechas reaccionarias en la región y en el mundo. Daría nuevos bríos al bolsonarismo para volver al poder en Brasil o a la oposición colombiana para cargar contra Petro. Marcaría, desde el punto de vista ideológico, una reofensiva contra cualquier política económico-social incluso tímidamente igualitarista, o contra los derechos sociales conquistados o por conquistar (sindicales, de las diversidades sexuales, del aborto legal, de las luchas de los pueblos originarios por las tierras o de los ambientalistas contra el extractivismo). Cuatro años más de Trump implicarían un corrimiento todavía mayor hacia a la derecha en Occidente, y en especial en América Latina. Es cierto que el magnate no promovió los mega acuerdos de libre comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó nuevas guerras en el extranjero. Pero el avance de la internacional ultraderechista apañada por los trumpistas y sus émulos latinoamericanos implicarían un mayor peligro para la región. La derrota de Trump, entonces, debilitaría al gobierno de Milei y a todas las fuerzas y líderes, en cada país de la región, que se referencian en ellos. Esta es otra razón para mirar con atención el proceso electoral que culminará el 5 de noviembre en Estados Unidos.
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