Foto: Caetano López.
Al menos desde los años ‘60 del siglo pasado, aparece una serie de nuevas lecturas de Marx que rompen con la filosofía progresista de la historia. Estas nuevas teorías se concentran, en cambio, en la especificidad histórica del capital como forma social. Corrientes como la Neue-Marx Lektüre (Backhaus, Reichelt, Heinrich, Elbe) y la Wertkritik (Kurz, Trenkle, Scholz, Jappe) alemanas, la «lectura categorial» desarrollada por Postone, la «nueva dialéctica» de Arthur, entre otras, enfatizan que las formas sociales capitalistas son históricamente determinadas y no estaban llamadas a surgir por una necesidad histórica previa. En el capitalismo, las personas somos «dominadas por abstracciones», o el nexo social está constituido por las formas abstractas, ciegas e impersonales del capital, el valor y la mercancía. Solo bajo la égida del capital aparece una lógica social objetiva que estructura lo social en sentido de totalidad. Pero el surgimiento de esas formas sociales abstractas fue contingente: podría no haber ocurrido. Las nuevas lecturas de Marx, con todas sus diferencias, tienen un denominador común: estudian la «lógica del capital» como un sistema sincrónico de conexiones fundamentalmente internas como las que encontramos entre el valor, la mercancía y el capital. Un rasgo de estas lecturas es que leen a la sociedad moderna como el «sistema del capital», como un plexo de relaciones internas entre categorías sociales abstractas fuertemente articuladas en un orden lógico-estructural.
Ahora bien, el problema de la agencia y la contingencia reaparece también en el contexto de las nuevas lecturas marxianas, aunque planteado en términos de especificidad histórica. Si la lógica del capital como «sujeto automático» configura un sistema cerrado, ¿cómo es posible criticarla y, eventualmente, superarla?
Se suele decir que Marx no nos legó una teoría de la política, la acción y la transformación social de la magnitud, densidad conceptual y articulación intelectual de su crítica madura de la economía política. Esta «falta en el origen» de la tradición no se refiere solamente a la teoría del estado, sino también al más fundamental problema de la subjetividad. Sin una teoría del sujeto, la crítica del capitalismo permanece en el plano estructural. Las estructuras sociales delimitan posibilidades y constricciones histórico-objetivas para la acción humana. Las posibilidades reales, efectivas de la acción no son producto de una agencia subjetiva abstracta, separada del mundo, sino de determinaciones objetivas que enmarcan y constituyen al sujeto. La idea misma de subjetividad es materialista en este sentido. Cuando hablamos de subjetividad nos referimos a un sujeto descentrado, que no tiene soberanía pura sobre sí mismo porque es constituido por contextos estructurales (sociales, simbólicos, técnicos y hasta biológicos) que lo enmarcan o exceden.
Ahora bien, en la propia tradición marxista no hemos logrado una posición superadora sobre el problema de cómo se constituye y de dónde surge la subjetividad transformadora. Falta explicar el paso de la dimensión estructural-objetiva a la acción efectiva. En otras palabras: ¿cómo se constituye la subjetividad crítica, transformadora y potencialmente revolucionaria? ¿Cómo es posible el cambio histórico en la sociedad capitalista?
Llamo a esta perspectiva crítica antagónica del capital porque se funda en el antagonismo irreductible entre el capital y ese otro (no del todo) subsumido. Casi toda la crítica marxiana es inmanente en un sentido muy amplio. Es una crítica que parte de sociedad capitalista constituida, y no de postulados normativos formales o ajenos a las condiciones encarnadas de la práctica. Sin embargo, para estos teóricos hay dimensiones de la subjetividad que son parte de la sociedad capitalista pero son externas al capital, no son meros atributos de la acumulación y no son constituidas por la forma valor. Esta clase de crítica es inmanente en relación con la sociedad capitalista compleja y abierta, pero se funda en «entidades» parcialmente externas a los mecanismos de la valorización. Antonio Negri es tal vez el marxista que más enfatizó esta exterioridad parcial: «insistamos una vez más en la autonomía de los factores que se presentan en la síntesis. La separación del trabajo como capacidad, como valor de uso inmediato, es radical: su relación con el valor, es decir, con el mando, la propiedad, el capital, es inmediatamente forzada» (1991, p. 68).
La autonomía de clase es una cuestión ontológica, de independencia existencial entre el trabajo y el capital. Por usar la terminología de Enrique Dussel (1988), el «trabajo vivo» es exterior al valor y no se identifica con el trabajo asalariado, el trabajo subordinado al capital. La subjetividad incorporada del trabajo vivo no es creada por el capital y debe ser subsumida por él cada vez. En los términos más universales de la economía feminista, hay una contradicción fundamental entre vida y capital (como dice Amaia Pérez Orozco). Por decirlo con Bolívar Echeverría, la forma natural de producción, el trabajo concreto que crea valores de uso, está subordinada a la forma valor, pero no es creada por ésta. Subsumir es imponer una norma sobre una exterioridad: no es crear ni producir, sino subordinar y obligar. Las resistencias a la subsunción son, entonces, lo que hace posible la crítica del capital, en términos teóricos, y su eventual superación, en términos prácticos.
Guido Starosta, siguiendo a Juan Iñigo Carrera, elogia esta posición: «cualesquiera poderes transformativos que tengan los trabajadores (…) deben ser una determinación inmanente engendrada por el movimiento alienado del capital como sujeto, y no externos a él» (2004, p. 46). Postone y Starosta proponen una teoría de la constitución social (capitalista) de necesidades subjetivas capaces de trascender al capitalismo. El primero se refiere a los nuevos movimientos sociales, el segundo, a la lucha de clases. En ambos casos se proponen explicar la génesis de la agencia transformadora como un resultado de las dinámicas estructurales propias de la propia sociedad capitalista.
Hablo de una posición superadora porque también tengo acuerdos importantes con la posición de la crítica inmanente estricta. Comparto que es preciso explicar la agencia subjetiva a partir de determinaciones objetivas. Pero esas determinaciones objetivas que constituyen la subjetividad son irreductibles al capital o el valor. Dependen de un conjunto enmarañado de mecanismos y procesos (biológicos, psíquicos, sociales) complejos y múltiples que estructuran a la sociedad como sistema abierto. La subjetividad humana, al igual que la producción material, es transformada o moldeada, pero no constituida, por el capital y la forma valor. Esto lleva a pensar la contradicción entre el capital y el trabajo en términos a la vez antagónicos e inmanentes.
El capital presupone la igualdad y la libertad en términos no solo de legitimación sino también funcionales, ya que son condiciones formales del contrato de trabajo y por lo tanto de la explotación (y sin explotación, no hay acumulación). Al mismo tiempo, el capital niega esos principios y normas sociales, que presupone como lógica social. El contrato de trabajo da pie a formas de subordinación y coacción en la producción y la conducción de la vida económica. Esto posibilita su crítica inmanente. La forma social del capital niega los principios normativos que presupone de manera necesaria y constante. Es preciso hacer una crítica inmanente estricta del capital, y mostrar que esta forma social denega, de manera sistemática, estructural y necesaria, los principios normativos que enarbola, no solo para legitimarse sino también para funcionar.
Ahora bien, la oposición entre clases es también un antagonismo entre mecanismos, o regímenes de la realidad, exteriores entre sí. También es el caso que la subjetividad proletaria tiene una historia, necesidades, deseos, etc., otros que los puestos por el capital, en el simple sentido de que la dinámica del capital no es el único mecanismo que gobierna la subjetividad humana o la historia social de la clase trabajadora. Esa subjetividad surge de la densidad compleja de la biología y la historia social, transidas por temporalidades múltiples, transformadas pero no producidas por el capital. La dinámica de la acumulación siempre se enfrenta a y se articula con estructuras preexistentes, biológicas, culturales, sociales, cuya operatoria modifica pero no crea. La autonomía de clase no se refiere a la imaginaria unidad total de los sujetos proletarios, que resistirían al capital desde una intimidad incontaminada por lo social. En cambio, remite a dimensiones y procesos contradictorios en la subjetividad, que expresan en parte necesidades y potencialidades propias, diferentes de las gobernadas por el capital.
La lógica del capital es el aspecto principal de ese sistema agregativo complejo que llamamos sociedad capitalista. Ante todo, como decía arriba, esa lógica social impone constricciones muy fuertes a la acción. Por ejemplo, un Estado capitalista no puede obstruir la acumulación o interferir con la tasa de ganancia por mucho tiempo, o entra en crisis como Estado (sufre problemas de legitimación social y solvencia fiscal, etc.). Esa constricción estructural explica que muchos gobiernos progresistas, en momentos de ciclo económico a la baja, se vuelvan «ajustadores» más por el peso ciego del contexto que por voluntad perversa de los dirigentes. La dinámica estructural que impone esas políticas es irreductible a la correlación de fuerzas entre clases. Mandel resume las determinaciones estructurales del capital en diez «leyes», de las cuales la última es hoy rechazada por casi todo el mundo (el mismo Mandel ya dice, en su tiempo, que muchos marxistas no la aceptan).
Estas «leyes de Mandel» pueden parecer demasiado ligadas al marxismo ortodoxo, y seguramente les falta una comprensión más precisa del carácter históricamente determinado del valor y el capital como formas sociales. Con todo, la idea de una articulación discordante entre momentos necesarios y contingentes, internos y externos a la lógica social, me parece adecuada. Algunas determinaciones básicas de nuestra vida social son impuestas por la lógica interna del capital (por ejemplo, a largo plazo la baja de la tasa de ganancia es inevitable). Pero esas determinaciones solo operan efectivamente en un medio externo a esa lógica, en relación con variables parcialmente independientes de cualquier dinámica sistémica. Estas variables se explican por la inserción del capitalismo en un medio social y natural preexistente, parcialmente externo a la «ley del valor» y las categorías asociadas.
Esta manera de pensar es, de hecho, defendida por varios marxistas vinculados a las «nuevas lecturas de Marx», como el ya citado Chris Arthur, Richard Westra, Robert Albritton e incluso Kozo Uno. La dinámica de totalidad gobernada por un sujeto alienado (el capital) no se realiza nunca en la realidad histórica concreta. Solo se da en el nivel modélico de la abstracción teórica. Explicar la lógica del capital como si no tuviera exterior es necesario para abstraer el mecanismo de la acumulación del conjunto de factores contextuales que operan de manera concurrente en la vida histórica. Pero, en sistemas abiertos (es decir, en el mundo real), el capital no es el único poder causal operante (Estra 2018, p. 16). Volviendo a Mandel, la lucha de clases está entre esas variables parcialmente independientes:
Hay un desfasaje temporal entre la lucha de clases y el ciclo del capital. La razón es simple: la subjetividad proletaria no es un mero atributo de la acumulación, porque surge de una historia (social, biológica, cultural, psíquica) abierta y compleja, transformada por la acumulación pero irreductible a ella. Puede decirse algo similar de la naturaleza extrahumana. Como enfatiza la tradición ecomarxista preconizada por John Bellamy Foster, la naturaleza es externa al capital, que puede subsumirla pero no crearla. El medio ambiente, como la subjetividad humana, porta dinámicas y necesidades propias que no se deducen de la lógica social. Esto no significa que el capital se enfrente a una naturaleza prístina, no modificada por la tecnología y la sociedad. Significa que, cuando el capital subsume la naturaleza, ésta conserva su autonomía ontológica frente a la sociedad, y por lo tanto «devuelve el golpe» en una serie de efectos disruptivos o «rupturas metabólicas» (deterioro de los suelos, cambio climático, deforestación, extinción de especies, etc.).
Lo anterior significa que las formas del antagonismo social no se pueden derivar inmediatamente de la lógica del capital, aunque ninguna opera separada de la otra. El factor subjetivo desencaja temporalmente con las constricciones estructurales de la acumulación. No es su simple resultado interno. Los análisis que ponen todo el poder causal en la «correlación de fuerzas» entre clases son parciales, unilaterales, porque ignoran el factor estructural, las constricciones y posibilidades sociales impuestas por la «lógica del capital». Esos análisis desconocen que la lucha de clases (y la política en general) no opera en un vacío de determinaciones sociales, sino en un contexto atravesado por la compulsión a acumular como determinación social fundamental. Al mismo tiempo, los análisis que buscan deducirlo todo del movimiento del «capital como sujeto» son unilaterales porque reducen el elemento subjetivo o agencial al estructural, sin prestar atención al desfasaje temporal y causal entre ambos. Lo interesante es pensar siempre la interacción dinámica, llena de loops imprevisibles, entre las dos dimensiones, tanto a nivel nacional como internacional.
Desde un punto de vista materialista, la sociedad no es una totalidad autocontenida al modo de las estructuras simbólicas, donde todos los elementos son constituidos por relaciones internas. Es un sistema abierto, compuesto de múltiples mecanismos, una «desunidad descentrada», tanto como los sujetos. En un sistema abierto hay tanto relaciones internas (articuladas en una lógica de relaciones que se remiten entre sí), como relaciones externas entre elementos preexistentes, que conservan autonomía frente a la totalidad. La crítica del capitalismo, entonces, debe articular múltiples niveles de análisis, estudiar estructuras diversas, heterogéneas y recíprocamente irreductibles, prestar atención a la apertura y a la complejidad. La propia subjetividad transformadora debe ser explicada en términos objetivos, pero que contemplen la complejidad real de estructuras que organiza lo social, y que es irreductible al capital.
Estas consideraciones sugieren una corrección importante de las perspectivas puramente inmanentes, que reducen la sociedad capitalista a la dinámica del capital y sus mediaciones lógico-dialécticas. Los sistemas sociales son realmente emergentes y abiertos, por lo que implican siempre múltiples mecanismos en interacción (y no solo mecanismos sociales, también biológicos, biosféricos, etc.). La lógica del capital probablemente tenga más eficacia causal que otras dinámicas estructurales de la sociedad, pero afirmar que es la única estructura generativa sería caer en el reduccionismo social (¡y capitalista!). En el sistema abierto de lo social, la lógica del capital y la subjetividad humana se acomodan precariamente, pero desencajan.
Finalmente, creo que este modo de pensar la lógica del capital es el único que hace posible la razón estratégica. La estrategia política solo tiene sentido si hay posibilidades de agencia reales, pero estructuradas en un marco objetivo. La razón estratégica se opone tanto a la autonomía radical de la política como al determinismo estricto. Si la agencia subjetiva es un mero momento de la lógica social, se la puede descontar como un epifenómeno del mecanismo del capital, y entonces no tiene sentido hablar de estrategia política (en todo caso, el cambio llegará cuando la necesidad objetiva lo dicte, con independencia de nuestra agencia). A la inversa, si la subjetividad transformadora expresa un «momento político» de «contingencia radical», como se suele decir en los contextos posmarxistas, entonces tampoco es posible la racionalidad estratégica. La reemplaza, en ese marco, la idea mítica de la pura ruptura, la irrupción sin condiciones o el «acontecimiento». En un caso, el mecanismo objetivo secuestra la política. En el otro, la política aparece como ajena a toda determinación, como ruptura abstracta. Lo primero lleva a negar la acción, lo segundo, a mitologizarla. Entre ambas perspectivas, la posibilidad de la razón estratégica se enmarca en el juego de la contingencia y la necesidad, en la articulación compleja de estructuras discordantes y el arte del contratiempo y la tensión.
Bibliografía
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