México se encamina a las mayores elecciones de su historia. El 2 de junio de 2024 se disputarán la presidencia, ambas cámaras del Congreso, nueve gubernaturas, treinta y una legislaturas estatales y miles de cargos locales. Sin embargo, un nombre que no aparecerá en ninguna papeleta es el del político más famoso de México: el actual presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), a quien la Constitución limita a un único mandato de seis años.
Pero esa circunstancia no le ha hecho menos blanco de ataques. A medida que se calienta la temporada electoral, AMLO sigue siendo el pararrayos de otra campaña, una que intenta vincularlo a él y al partido que fundó, Morena, con los cárteles de la droga. Veamos las diversas acusaciones que se hacen sobre su figura.
En su informe «Perspectivas de México», el instituto no decepcionó a sus donantes. En medio de su habitual blanqueo de argumentos de la derecha, incluyó la siguiente jugosa pepita: «Las organizaciones criminales pueden incluso convertirse en un importante aliado electoral de Morena en las elecciones de junio de 2024». Más adelante, redobla la apuesta de forma más directa:
No se presenta ninguna prueba que apoye tales acusaciones extremas, que simplemente se presentan como el más razonable de los análisis. En una entrevista posterior y favorable con el nominalmente progresista Texas Observer, Tony Payan, director del Centro para Estados Unidos y México de Baker, procedió a inyectar la acusación en el torrente sanguíneo de los medios de comunicación. «Es evidente que las organizaciones criminales han descubierto que tienen intereses políticos, y que éstos se alinean con Morena», declaró. «Por tanto, harán todo lo que puedan para lanzar apoyos en dirección a los candidatos de ese partido y reducir la probabilidad de victoria de los candidatos de la oposición. Eso puede implicar violencia mortal».
Con el titular «Se vislumbra un posible nexo entre Morena y criminales en Estados Unidos», la denuncia saltó la frontera y llegó al periódico conservador Reforma, y de ahí a otros medios de México. Por el camino, una acusación totalmente infundada se había transformado en algo que parecía un hecho.
A primera vista, la idea de que la campaña tirara por la borda su credibilidad por una miseria tan relativa era muy sospechosa. Pero eso era solo el principio: como el propio artículo exponía, el caso de la Administración para el Control de Drogas (DEA) se basaba en el testimonio de Roberto López Nájera, alias «Jennifer», antiguo operativo del cártel de los Beltrán Leyva. El único problema es que Nájera ha demostrado repetidamente ser un testigo poco fiable, cuyo testimonio ha dado lugar a una serie de condenas fallidas, entre ellas la de dos exgenerales (en un intento de rehabilitar a Nájera, el autor Tim Golden sostiene que su reputación había sido saboteada por «aparentes filtraciones del gobierno»). Tal era el estado de la investigación que, tras revisar las grabaciones clandestinas realizadas a uno de los agentes de la campaña en cuestión, los fiscales estadounidenses se sintieron «decepcionados» y archivaron el caso.
De hecho, la única revelación genuina del artículo de ProPublica pasó inadvertida: que en 2011, en vísperas de la segunda campaña presidencial de AMLO, la DEA propuso una operación encubierta de 5 millones de dólares contra los operativos de su campaña por temor a que, en palabras de un funcionario, «Si este tipo llega a la presidencia, podría cerrarnos» (algo que se hizo realidad, al menos en parte, con la Ley de Seguridad Nacional de 2021 de AMLO, que recorta las facultades de la agencia en suelo mexicano).
La confesión es realmente extraordinaria: en el mismo momento en que Genaro García Luna, ministro de Seguridad del presidente Felipe Calderón, estaba en connivencia con el cártel de Sinaloa —algo de lo que la DEA estaba ocupada viendo y no oyendo nada malo—, la agencia, en cambio, se esforzaba por tratar de tender trampas a los operativos de campaña de AMLO por el más mezquino de los intereses propios.
Enfrentados a las críticas en México por haber repetido simplemente una investigación cerrada de más de una década atrás (si realmente hubiera habido algo que incriminara a AMLO, ¿hay alguna duda de que se habría utilizado en su contra en las elecciones de 2012 y 2018?), ProPublica se sintió obligada a salir en defensa del artículo una semana después. Sin embargo, el intento de giro no fue convincente.
Mientras Golden informaba de que las grabaciones clandestinas habían decepcionado a los fiscales, el editor Stephen Engelberg intentaba ahora presentarlas como «incriminatorias, pero no decisivas», con la evidente intención de sugerir que el caso solo se cerró debido a la delicadeza diplomática de investigar a un otrora y futuro candidato presidencial. Y una vez más, lo verdaderamente revelador de la nueva redacción del editor fue algo totalmente distinto: ProPublica, según reveló Engelberg, había retrasado la publicación y reescrito el artículo a instancias de la DEA.
A partir de ahí, el artículo no es más específico: los esfuerzos de los funcionarios estadounidenses identificaron «vínculos potenciales» y «posibles lazos» entre los cárteles y los socios de AMLO, pero «no encontraron ninguna conexión directa» entre el presidente y las organizaciones criminales.
En un juego de seis grados de separación, «los registros muestran que un informante dijo a los investigadores que» uno de los ayudantes de AMLO se reunió con un líder del cártel de Sinaloa antes de las elecciones de 2018. En línea similar, «los investigadores obtuvieron información de una tercera fuente que sugería que los cárteles de la droga estaban en posesión de vídeos» que incriminaban a los hijos del presidente. Luego, tal vez teniendo en mente la poca fiabilidad de López Nájera del artículo de ProPublica, viene la advertencia general:
Cabría pensar que la labor de Feuer y Kitroeff era confirmar ellos mismos la información antes de publicar el artículo. Sin eso, la nota no supera el nivel de chismorreo… y de un chismorreo de segunda y tercera mano.
Al estilo de una novela policíaca de antaño, los errores ortográficos en los hashtags permitieron a Macías Tovar rastrear los orígenes de las tendencias hasta una serie de centros de trolls en España, Colombia y Argentina (esta última, debido a su crisis económica e hiperinflación, proporcionaba un valor especial para las operaciones de bot farm). Entre la oferta se incluía una red de «pornobots» que combinaban las difamaciones del narco con publicaciones y fotos subidas de tono. Impulsada con ímpetu artificial, la campaña de hashtags alcanzó unos doscientos millones de visualizaciones y reproducciones: una cifra que, como comentó AMLO irónicamente, superaba incluso al Superbowl.
Aprovechando la tendencia, la candidata presidencial de la oposición, Xóchitl Gálvez, insistió en que «este gobierno pactó con el crimen organizado, este gobierno pactó con los narcotraficantes». Ominosamente, Gálvez también ha avanzado la idea interesada de que la violencia relacionada con los cárteles podría llevar a la invalidación de las propias elecciones.
Pero incluso con el discurso que ahora impregna las redes sociales y los ataques de la oposición, algo ocurrió en el camino hacia el país de la difamación: el guion no salió según lo previsto. En el periodo de dos semanas que siguió al artículo del New York Times, Sheinbaum, de Morena, ganó cinco puntos en la encuesta de seguimiento de la campaña presidencial de 2024, mientras que Xóchitl Gálvez perdió cinco. Ante el rechinar de dientes de la derecha por proceder de uno de los suyos, Reforma salió con su encuesta que mostraba que la popularidad de AMLO había subido once puntos a 73% entre enero y marzo, el periodo de los ataques más duros. En respuesta, el caricaturista político José Hernández publicó un dibujo que mostraba el aumento de la popularidad de AMLO descansando sobre una base compuesta por los iconos de ProPublica, el New York Times y X/Twitter.
¿Por qué fracasó la ofensiva, que lo tenía todo en términos de dinero, acusaciones escabrosas y respaldo de medios de noticias «respetables»? Ante todo, por la naturaleza descuidada y reiterativa de los propios artículos, que se presentaban como instrumentos de ataque político más que de investigación desinteresada. Encontrarse con artículos que parecen documentos taquigráficos de la DEA, en resumen, genera sospechas.
En segundo lugar, hay una población mexicana politizada que se ha acostumbrado a años de informes y análisis sesgados de medios de comunicación internacionales, grupos de reflexión supuestamente no partidistas y corresponsales extranjeros que parecen hacer todo lo posible por insultar la inteligencia del público. Cuando Golden de ProPublica eligió un medio de comunicación mexicano para defender su artículo, por ejemplo, eligió Latinus, un medio ultraderechista varios grados peor que Fox News cuyo presentador, Carlos Loret de Mola, ha sido expuesto repetidamente por mentir y falsificar acontecimientos.
En tercer lugar está la crisis de prestigio de los medios corporativos a escala internacional. El 25 de febrero, días después del último artículo, migrantes mexicanos en Nueva York protestaron contra la cobertura del New York Times en la acera frente a la sede del periódico en Manhattan; al llegar en un momento en que la Dama Gris también está siendo objeto de intensas críticas por su cobertura de Gaza y la contratación de Anat Schwartz, la manifestación fue especialmente resonante.
Por último, AMLO ha utilizado su conferencia de prensa matutina diaria (su «mañanera») para rebatir los ataques en tiempo real. Con habilidad, ha enmarcado el debate como una defensa del honor y la soberanía nacionales frente a una alianza de poder político, económico y mediático extranjero. «Represento a un país, represento a un pueblo que merece respeto», dijo en medio de la polvareda. «Nadie va a venir aquí sin más —porque no somos delincuentes, tenemos autoridad moral— y solo porque sea el New York Times, sentarnos en el banquillo de los acusados. Eso era antes, cuando las autoridades de México se dejaban chantajear. Ahora no».
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