El domingo 17 de diciembre de 2023, por segunda vez en poco más de un año, los chilenos votaron en referéndum «a favor» o «en contra» de un proyecto de nueva Constitución, que pondría fin a la promulgada en 1980 durante la dictadura de Augusto Pinochet (y reformada varias veces desde 1989). Esta nueva elección nacional tiene lugar cuatro años después de la gran revuelta social de 2019, que sacudió la hegemonía neoliberal establecida en el país andino desde hacía 5 décadas, y dos años después de la elección de Gabriel Boric, el joven presidente de la izquierda progresista (apoyada en una coalición del Partido Comunista y el Frente Amplio, en alianza con parte de la vieja Concertación que gobernó la transición post-dictadura).
El primer plebiscito constitucional (2022) fue para «aprobar» o «rechazar» la propuesta de nueva constitución redactada por una Convención con representantes mayoritariamente anti-neoliberales y con participación de pueblos originarios, movimientos sociales y paridad de género. Se trataba de un proyecto que recogía décadas de luchas sociales y aspiraba a un Chile democrático sobre la base de amplios derechos sociales. Por el contrario, el plebiscito de este domingo fue redactado por un Consejo de mayoría de extrema derecha, con el Partido Republicano a la cabeza, que profundizaba el régimen político de la constitución de 1980 y restringía derechos sociales.
En general, varios cuadros del gobierno reconocen que este resultado da un poco de «aire fresco» a un ejecutivo que se ha caracterizado desde sus inicios por una débil capacidad de cambio y algunas reformas tímidas y contradictorias (avances en la gratuidad de la salud, disminución del tiempo de trabajo semanal y aumento del salario mínimo). Lo que marca sobre todo la administración Boric es su ausencia de voluntad, ni siquiera mínima, de enfrentarse a los sectores dominantes y empresariales y de intentar movilizar «desde abajo» a sectores populares, mientras que, aparte del PC, no tiene ningún vínculo real con los sectores obreros y subalternos. Minoritario en el Parlamento, encerrado en una lógica parlamentarista y de gestión del aparato estatal, y al no haber logrado imponer su reforma tributaria, Boric depende cada vez más del Partido Socialista y sus aliados (pilares del neoliberalismo desde 1990), que han entrado con fuerza en La Moneda y están encarnados por la ministra del Interior, Carolina Tohá. Sumido en un caso de corrupción (Caso Convenios) y enfrentado a un sistemático y terriblemente eficaz bombardeo de los monopolios mediáticos capitalistas que centraron los debates publicos en el narcotráfico, la inseguridad y el rechazo a los migrantes, al gobierno le toca padecer más que impulsar la agenda política. En esa línea, y a pesar de la protestación de múltiples militantes honestos o de la crítica de dirigentes como el alcade comunista Daniel Jadue, el gobierno ha seguido militarizando el territorio Mapuche conocido como Wallmapu, defendiendo a los Carabineros y la amplia impunidad para los responsables de la represión de octubre de 2019, y proponiendo leyes que criminalizan las luchas por el derecho a la vivienda. La presencia de figuras de la izquierda como la ministra y vocera Camila Vallejo, no cambia esta orientación general, que también está provocando una gran desmovilización entre las bases del Frente Amplio y el PC.
En esta situación, la principal amenaza para los sectores populares de Chile es la emergencia exitosa de una fuerza política de extrema derecha que logre capitalizar las derrotas de todos los actores mencionados aquí arriba. Demás está decir que el triunfo de Milei en Argentina influye sobre esta intuición. Pero en un escenario de polarización política, cuando un gobierno progresista ha sido incapaz de cumplir su programa, no es descabellado visualizar un próximo gobierno de derecha/extrema-derecha, y esto explica que las principales figuras presidenciables en las encuestas hoy sean Kast y Matthei.
Ante este horizonte infame, la izquierda y los movimientos sociales, feministas y populares tienen la obligación de sacar lecciones estratégicas de los últimos cuatro años. Por una parte, la moderación programática que ha encarnado el oficialismo ha tenido como efecto, al mismo tiempo, la decepción de su base electoral y la renuncia a adoptar caminos de movilización popular para contrarrestar el bloqueo parlamentario de la oposición. Cuando enfrentado a una terca oposición, el gobierno prefiere remover sus pretensiones de cambio y terminar aprobando «con éxito» proyectos despojados de su intención inicial, se envía un mensaje claro: en tiempos de crisis, no hay alternativa a la claudicación programática. No hay lugar para apoyar un programa de cambios sobre las bases sociales, llamándolas a movilizarse. Visto así, el gobierno ha renunciado precisamente a lo poco que puede hacer en tiempos de crisis y bloqueo parlamentario: utilizar esa pequeña fracción del poder para forzar un enfrentamiento abierto por el programa y evidenciar las posiciones de cada actor en disputa. Por el contrario, ha preferido reeditar la «política de los acuerdos» elitarios, en las alturas, sin el pueblo que caracterizó a la centroizquierda social-liberal de la transición.
Por otra parte, la izquierda y los movimientos sociales harían bien en aprovechar este momento de cierres y aperturas para hacer una profunda autocrítica sobre la dispersión organizativa que implican las luchas sectoriales, cada una en su ámbito o en su territorio, sin la construcción de un espacio común de disputa por el poder en torno a un programa transversal y de independencia de clase. Una notable excepción a esto ha sido el caso del feminismo desarrollado en torno a la Huelga General Feminista impulsada por la Coordinadora Feminista 8M, que ha buscado hacer del feminismo una visión global que pueda enfrentar programática y organizativamente el conjunto de los problemas nacionales.
En términos clásicos, este nuevo ciclo enfrentará a las izquierdas y los movimientos sociales al problema de la construcción partidaria, en cuanto desarrollo de una fuerza política capaz de dar golpes unificados en una dirección común. Esto requiere, en primer lugar, identificar las razones por las cuales la rebelión de octubre fracasó en imponer por sus propios medios los términos de la salida a la crisis, y por las que tuvo que transmutarse en proceso constituyente acordado y diseñado por y desde el Congreso. Antes que culpar a los «traidores» de turno que habrían pervertido la potencia de la revuelta social, este cierre de ciclo obliga a pensar en las propias carencias: una dispersión de demandas sociales sin referencia al hilo conductor de las causas estructurales de la crisis del capitalismo neoliberal chileno/global, un archipiélago de organizaciones sin una actividad común más que la movilización callejera, una desconexión entre los núcleos militantes y la masa movilizada, y la persistencia de modos de organización artesanales que no fueron capaces de aprovechar la irrupción masiva y popular de la revuelta en nuevos referentes políticos alternativos con presencia nacional.
Si la principal amenaza en Chile para el campo popular es hoy un ascenso de la extrema derecha, entonces lo que está a la orden del día es identificar todos los caminos por los cuales es posible frenar y compartir pie a pie ese proceso regresivo. Creemos que esto pasa principalmente por el resurgimiento de las reivindicaciones que puedan sacar a la clase trabajadora de Chile de la creciente precarización que experimenta, y una fuerza política que conecte esas soluciones con un relato de transformación profunda, a la raíz, que rompa con el régimen político y económico imperante que pone freno a una salida transformadora a la crisis. Si Kast y otras expresiones neofascistas chilenas representan una salida a la crisis con características conservadoras, autoritarias y nacionalistas que refuerzan el régimen, entonces el camino para las izquierdas y los movimientos sociales habrá de ser un camino de luchas sociales y conflicto de clase en clave anticapitalista, feminista y ecosocialista, dirigida a hacer estallar las causas de la crisis, al tiempo que resuelve sus síntomas más inmediatos con soluciones materiales de corto plazo. Sin esta combinación, la extrema derecha seguirá teniendo la vía libre para convencer a los sectores populares de que el actual progresismo no está de su lado, y que la única solución es confiar en su plataforma de competencia del penúltimo contra el último.
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