Estrategia

Una guía para el socialismo en el siglo XXI

Erik Olin Wright fue el mayor teórico de clase de esta época, cuya obra combinaba la claridad con un profundo compromiso moral con la emancipación humana. Su libro póstumo Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI es el broche perfecto de una carrera dedicada a profundizar en la teoría marxista y la política socialista.

En un breve compendio, Wright defiende tanto la injusticia del capitalismo como los principios básicos que podrían guiar la búsqueda de un orden social más humano. Sostiene de forma persuasiva que, aunque muchas de las características institucionales del capitalismo contemporáneo son muy diferentes de las que propiciaron el auge del socialismo hace un siglo, el núcleo del sistema —que motivó la búsqueda de un acuerdo más justo— sigue siendo en gran medida el mismo y, por lo tanto, los argumentos para trascender el capitalismo siguen siendo convincentes.

Pero, ¿cómo se puede conseguir una sociedad más libre? Wright observa que la izquierda ha adoptado varias estrategias. Pero en líneas generales pueden amalgamarse en dos: una estrategia revolucionaria, que busca sustituir el capitalismo con una ruptura decisiva, y otra más gradualista. La mayor parte del libro se dedica a desgranar estas estrategias y a recomendar cómo se pueden aprovechar sus lecciones para superar el capitalismo en nuestro tiempo.

Destrozar el capitalismo

La primera estrategia, adoptada por gran parte de la izquierda socialista del siglo XX, consiste en aplastar el capitalismo. Esta es la clásica vía revolucionaria al socialismo. Supone la toma del poder por parte de un grupo radical, normalmente por medios violentos, pero también potencialmente a través de elecciones. Su elemento definitorio no es tanto la confianza en la revolución, sino lo que ocurre después: que suprime la contrarrevolución por la fuerza y luego construye rápidamente nuevas instituciones socialistas.

Wright argumenta —correctamente, en mi opinión— que tal ruptura con el sistema parece muy poco probable hoy en día, al menos en el mundo capitalista avanzado. Pero, curiosamente, lo rechaza no por su viabilidad sino por su conveniencia. Observa que los partidos socialistas han dirigido con éxito revoluciones, pero que estos estados revolucionarios han establecido nuevos sistemas que no superan las pruebas morales cruciales. En casi todas partes han instaurado regímenes políticos muy autoritarios —peores en la mayoría de los aspectos que las democracias burguesas— e incluso si consiguieron asegurar algunas ganancias materiales para sus ciudadanos, éstas apenas equivalían a la visión de emancipación social de nadie. Infiere que sus características moralmente objetables son una consecuencia del camino hacia el poder: que las revoluciones crean sistemas como estos.

Eso puede ser cierto. Pero para ir más allá, Wright también podría haberse preguntado si un camino revolucionario es siquiera posible en el mundo actual. La mayoría de los Estados están profundamente arraigados en sus sociedades; gozan de una amplia legitimidad, aunque el modelo neoliberal haya perdido autoridad y la disponibilidad de canales democráticos para expresar la disidencia haya tendido a dejar de lado las estrategias revolucionarias como único camino hacia la justicia social.

En el otro lado de la ecuación, las clases dirigentes están poderosamente unidas; el propio Estado dispone de recursos inimaginablemente mayores que hace cien años para vigilar y neutralizar a los grupos radicales; y las posibilidades de ruptura política parecen remotas en el mejor de los casos. Todos estos factores sugieren que lo que Lenin describió como las condiciones básicas para la revolución —cuando la clase dominante ya no es capaz de gobernar a la antigua usanza, y cuando las clases inferiores ya no están dispuestas a aceptar su dominio— no se dan en todo el mundo capitalista avanzado. Si esto es así, lo que nos queda es la segunda estrategia general de Wright.

Erosión del capitalismo

Esta es la «vía socialdemócrata al socialismo». En contraste con la primera vía, que prevé una ruptura repentina, esta vía alternativa es agregativa. En el esquema de Wright, esta estrategia abarca en realidad varias subestrategias distintas. Puede adoptar cualquiera de las siguientes formas:

  1. Desmantelamiento del capitalismo. La idea aquí es alcanzar el poder y luego promulgar reformas económicas que socaven el poder estructural de la clase capitalista. Al reducir su poder, se establecen las condiciones para un impulso final hacia el socialismo.
  2. Domar el capitalismo. Mientras que el desmantelamiento del capitalismo está orientado a trascender el sistema y sustituirlo por el socialismo, la estrategia de domesticación tiene un objetivo más modesto: aprobar reformas que simplemente traten de mitigar sus daños. Sería algo así como el New Deal en Estados Unidos o, más ambiciosamente, la socialdemocracia nórdica.
  3. Resistir al capitalismo. Esta estrategia difiere de las anteriores puesto que, mientras que las dos primeras buscan alcanzar el poder del Estado, esta abjura de él por completo. Trata de matizar las aristas del capitalismo movilizando el poder fuera del Estado. Wright no da ejemplos, pero quizás lo que tiene en mente es el «horizontalismo» de los años 90 y principios de los 2000.
  4. Escapar del capitalismo. Lo que distingue a esta estrategia es que, mientras todas las demás buscan enfrentarse al sistema de alguna manera, ésta gira en torno a la salida. Se basa en la búsqueda de nichos dentro del sistema para crear subcomunidades más humanas, o en esfuerzos más individualistas como cambiar tus elecciones diarias, cultivar tu propia comida o elegir diferentes ocupaciones. Esto se llama a veces «política de estilo de vida».

Wright sugiere que cualquier estrategia anticapitalista viable provendrá de alguna combinación de estas cuatro. Hay dos aspectos de este conjunto que merecen algún comentario. El primero es que resulta algo sorprendente que se describa la «huida del capitalismo» como una estrategia anticapitalista. Es hostil al capitalismo, o al menos puede serlo; pero es difícil ver cómo es una estrategia, ya que este concepto connota una perspectiva sobre cómo lograr objetivos políticos.

La cultura escapista no ha consistido en suplantar el capitalismo con un nuevo orden social, sino en encontrar una forma de construir un nuevo estilo de vida dentro de él. Y el propio Wright expresa cierta inquietud al incluirla como medio para erosionar el capitalismo. De hecho, tenía razón al tener dudas, ya que tiene el potencial de socavar el proyecto por completo.

El segundo punto que vale la pena señalar es que Wright no da prioridad a ninguno de ellos sobre los demás, razón por la cual los subsume en la categoría más amplia en primer lugar. La idea, presumiblemente, es que se recurrirá a diferentes combinaciones y permutaciones, dependiendo del contexto. La división en estas subcategorías pretende ayudarnos a comprender mejor las ventajas y desventajas de cada una de ellas, para poder diseñar mejor una estrategia política. Pero también tiene el efecto de igualar su posición política y moral.

Estrategia sin poder

Al recomendar una estrategia multidimensional para erosionar el capitalismo, Wright resucita un enfoque que fue adoptado por el movimiento socialista en su época de esplendor. La izquierda clásica, hasta la Segunda Guerra Mundial, también enlazó la idea de cambiar las relaciones sociales en los intersticios del capitalismo con la estrategia de desmantelar su poder económico y domar sus excesos.

Pero hay una diferencia crucial entre el enfoque de Wright y el socialista clásico. Para la izquierda clásica, la multidimensionalidad de la estrategia se organizaba como una jerarquía funcional: los diversos componentes de su política se hacían orbitar en torno a la tarea de construir la capacidad de la clase obrera. Así, la creación de sindicatos, los diversos órganos de propaganda, las cooperativas de trabajadores y las pequeñas «economías de reparto» se pusieron al servicio del fin de crear una cultura de solidaridad e identidad de clase, para la búsqueda del poder.

En el marco de Wright, hay una ambigüedad con respecto a esta cuestión. Es posible que pretenda que las subestrategias individuales estén vinculadas a un proyecto de clase. Pero en las ocasiones en que aborda el curso real de la transición del capitalismo al socialismo, la idea misma de la lucha de clases está ausente. Su modelo preferido no es una búsqueda organizada del poder, como sugieren las dos primeras subestrategias, sino un deslizamiento gradual hacia el socialismo mediante la acumulación de prácticas no capitalistas.

Wright se acerca mucho a un tipo de política «intersticial» que fue recomendada por algunos miembros de la izquierda en la década de 1990. Lo describe así:

Una forma de desafiar al capitalismo es construir relaciones económicas más democráticas, igualitarias y participativas, siempre que sea posible, en los espacios y grietas de este complejo sistema. La idea de erosionar el capitalismo imagina que estas alternativas tienen el potencial, a largo plazo, de llegar a ser lo suficientemente prominentes en las vidas de los individuos y las comunidades como para que el capitalismo pueda eventualmente ser desplazado de su papel dominante en el sistema. [énfasis añadido]

Cabe destacar dos aspectos de esta conceptualización. En primer lugar, en este enfoque, los elementos socialistas no se construyen necesariamente dentro de las instituciones centrales del capitalismo, como el lugar de trabajo, sino en sus intersticios, precisamente donde el poder capitalista está ausente. Wright describe estas áreas como espacios, intersticios y nichos. En segundo lugar, la construcción de estos nichos no está directamente vinculada a la construcción de la capacidad de clase, sino al aumento de su relevancia en la vida de los individuos. La estrategia parece depender de un aumento agregado de su peso dentro del sistema, de manera que en algún momento desplazarán las prácticas prototípicamente capitalistas.

El problema de esta estrategia es sencillo. Es de esperar que los capitalistas se contenten con permitir la colonización de los intersticios —la ampliación del alcance de las relaciones no mercantilizadas en la vida de la gente— siempre que no toque los fundamentos de su poder. Así, por ejemplo, se pueden abrir cientos de bibliotecas, fundar cooperativas de alimentos y crear comités de barrio para coordinar los servicios públicos. Todo ello encarna principios no mercantilistas y cooperativos, que Wright considera la base para construir instituciones no capitalistas en la vida de la gente. Y los capitalistas estarán perfectamente contentos de acomodarlos. Ninguno de ellos toca la fuente de su poder real en la sociedad. Pero si las nuevas instituciones desafían el poder capitalista, se puede predecir que la reacción será muy diferente.

Cualquier recomendación para «aumentar las relaciones socialistas» en la vida de la gente tiene que considerar que esto puede tomar dos formas. Pueden ser cambios en el estilo de vida y la interacción que mejoren la vida de la gente y enriquezcan la textura de sus relaciones sociales, pero que dejen intactos el poder y las prerrogativas de los capitalistas, como ocurre con la política de estilo de vida. O pueden ser cambios que hacen todo eso y también invaden las prerrogativas de los empresarios. Un ejemplo clásico es el movimiento sindical.

Mientras que los capitalistas estarán perfectamente contentos de acomodar e incluso fomentar lo primero, no hay razón para suponer que se quedarán de brazos cruzados mientras se desarrolla lo segundo. De hecho, si la historia sirve de guía, deberíamos esperar que se muevan rápidamente para desmantelar y hacer retroceder las innovaciones que desafíen su poder. Esta es, en esencia, la experiencia de las últimas cuatro décadas, en las que los capitalistas de todo el mundo avanzado se han mostrado bastante unidos a la hora de hacer retroceder los elementos de la socialdemocracia que amenazaban sus intereses como los sindicatos, los servicios hasta ahora desmercantilizados y los controles medioambientales.

Cualquier propuesta para construir instituciones «socialistas» en la sociedad capitalista tiene que enfrentarse a este dilema: ¿Cómo mantener estas instituciones y construir sobre ellas cuando, en el momento en que desafíen realmente el poder capitalista, desencadenarán una respuesta hostil? La respuesta de la izquierda clásica a esto era apoyar las innovaciones en el poder organizado del trabajo, para anclarlas en una estrategia de clase. Pero en el libro de Wright hay un inquietante silencio sobre este asunto.

No puede ser que no fuera consciente del problema: toda la carrera de Wright se dedicó a teorizar la lucha de clases y la capacidad de clase. Incluso en este libro hay un capítulo entero dedicado a la agencia política. Pero la discusión es casi totalmente conceptual, no estratégica. Wright se limita sobre todo a definir los elementos centrales de la agencia política —intereses y compromisos morales— y a defender la importancia de la moral en el compromiso político, lo cual es totalmente loable. Pero nunca aborda directamente la cuestión que, para los anticapitalistas, ha estado en el centro de todos los debates en torno a la agencia: cómo construir la capacidad para impulsar nuestro proyecto político, y quién podría ser el electorado de la política anticapitalista.

Esta reticencia es indicativa de un cambio que se estaba produciendo en las opiniones de Wright cuando escribió este libro. Por un lado, sigue considerando que el sistema económico es capitalista en un sentido marxista clásico y que, por tanto, está dominado por esa clase. Pero parece ser ambivalente, incluso pesimista, a la hora de otorgar un gran peso al movimiento obrero como ancla de la estrategia socialista.

Hay muchos motivos para este pesimismo, por supuesto. Los órganos tradicionales de la política obrera están en declive en todas partes y lo han estado durante algún tiempo. Podemos esperar que se recuperen, pero no tenemos pruebas reales de que lo hagan. Quizás los días de la política de clase organizada hayan quedado atrás. Wright tiene todas las razones para ser cauteloso en su tratamiento de la agencia. Pero al no afrontar nunca esta cuestión de frente, se coloca en una posición difícil. Porque si está de acuerdo, como parece, en que la clase capitalista sigue siendo dominante, entonces no puede evitar la cuestión de cómo los anticapitalistas se enfrentarán a ese poder una vez que construyan instituciones diseñadas para socavarlo.

¿Cómo, entonces, avanzará la agenda anticapitalista? Wright parece apoyar su estrategia en una base mucho más amplia que la de la clase obrera tradicional. En lo que parece ser un giro polanyiano, sugiere que el poder para impulsar la agenda anticapitalista se derivará de un crecimiento de la solidaridad, no dentro de la clase obrera en sí, sino en la sociedad en general.

Este ethos solidario se desarrollará a partir de las instituciones no capitalistas que la izquierda implante en los nichos del capitalismo. A medida que las nuevas normas de cooperación y confianza se generalicen, constituirán la infraestructura moral de los nuevos movimientos sociales y las nuevas coaliciones que impulsen la agenda anticapitalista. De ahí que Wright mantenga la idea de que el socialismo requerirá una agencia política. Pero el agente será más difuso y más fluido que la propia clase obrera.

Este argumento se basa en la suposición de que el desarrollo de un ethos solidario rejuvenecerá a la izquierda. Pero Wright tenía que haberlo defendido más extensamente, porque es una proposición dudosa. La solidaridad puede tener usos políticos bastante divergentes. De hecho, como ha demostrado el sociólogo Dylan Riley, los países que cayeron en el fascismo en la Europa de entreguerras eran también los que tenían las sociedades civiles más ricas, la mayor densidad de asociaciones cívicas, la cultura cívica más vibrante, todos ellos indicadores de una cultura solidaria. La razón por la que fueron en esa dirección en lugar de en una socialista fue precisamente porque el capital pudo establecer los parámetros de la contestación política, y pudo hacerlo porque abrumó al movimiento obrero organizado. Lo que podría haber sido una infraestructura social para un movimiento socialista emergente acabó convirtiéndose en un semillero de su contrario.

Una rica cultura solidaria no sustituye ni puede sustituir a la fuerza organizativa de clase. En el caso del argumento de Wright, hay una implicación clara. Supongamos que seguimos su recomendación de construir instituciones solidarias en los intersticios del capitalismo, pero no lo hacemos como la izquierda clásica —como parte de un movimiento de la clase obrera— sino como una iniciativa difusa, dirigida por los ciudadanos, que se extiende a través de las clases. Ahora digamos que algunas de estas instituciones desencadenan una respuesta hostil por parte del «1%», y utilizan una combinación de amenazas e incentivos para desmantelarlas. Por otro lado, dejan intactas las innovaciones que no amenazan sus intereses. Si todo lo que la izquierda tiene a mano es su ethos solidario, sin un poder compensatorio al de la clase patronal, es difícil ver cómo defenderá con éxito la embestida.

Esto no es una mera conjetura. La historia de la era neoliberal no es solo el desmantelamiento de las antiguas instituciones no capitalistas, sino la erosión constante del propio ethos solidario que la socialdemocracia había construido durante cinco décadas. En otras palabras, lo que hemos presenciado es la incapacidad de la sociedad civil para hacer frente al poder del capital, una vez que el movimiento obrero entró en declive. El ethos duró tanto tiempo porque los sindicatos y los partidos estaban ahí para protegerlo y alimentarlo. Si se les quita de en medio, la cultura entra en declive.

Ahora bien, si la cultura solidaria no es suficiente para defender las instituciones no capitalistas, habrá inevitablemente un proceso de selección social: las instituciones que amenacen al capital serán seleccionadas en contra, mientras que las que sean neutrales con respecto a los intereses capitalistas seguirán en pie. Pero esto es solo para decir que la estrategia es autodestructiva.

A medida que los actores sociales descubran que carecen de la capacidad de sostener instituciones que realmente amenacen al capital, se instalarán en prácticas que mejoren la calidad de sus relaciones sociales, pero que nunca lleguen a salir de los nichos e intersticios del sistema. O, dicho de otro modo, la amplia estrategia de erosionar el capitalismo se derrumbará en solo escapar del capitalismo.

Esta es la ironía del esquema de Wright. Al dignificar este componente particular como una estrategia, da licencia y justificación a algo que nunca fue una estrategia anticapitalista en absoluto. Es más, su evasiva sobre el problema del poder hace muy plausible que ésta sea la única parte del esquema que sobreviva.

Renovación de la clase obrera

La solución sencilla para el argumento de Wright es integrarlo en un proyecto de renovación de la clase obrera. Esto equivaldría a una resucitación de la estrategia socialdemócrata clásica, pero con el beneficio de la retrospectiva obtenida de un siglo de experiencia política. Si lo abordamos de esta manera, si insistimos en que las diversas innovaciones institucionales que describe —presupuestos democráticos, democracia en el lugar de trabajo, subvenciones de renta básica, financiación comunitaria— se vinculen a un proyecto de aumento de la capacidad de clase del trabajo, entonces el libro adquiere un cariz muy diferente.

Ahora, todas las innovaciones que recomiendan para mejorar la democracia pueden ser puestas a prueba por la medida en que permiten a la izquierda no solo construir nuevas relaciones sociales dentro del capitalismo, sino cambiar el equilibrio político entre el trabajo y el capital. Esto requerirá que abandonemos la noción de que el socialismo se producirá cuando el peso agregado de las prácticas sociales no mercantilizadas desplace lentamente la forma de la mercancía, como implica el argumento de Wright. Significará volver a la idea de que no se puede conseguir nada serio sin luchar.

Pero hay un problema. No podemos descartar el escepticismo de Wright sobre la posibilidad de la política de la clase trabajadora simplemente porque es un pensamiento inoportuno. Hace ya más de tres décadas que el movimiento obrero está en declive. Y aunque hay algunas señales de vida que resurgen, con huelgas en algunos sectores, sigue siendo bastante modesto en comparación con los estándares históricos.

No hay pruebas fehacientes de que la izquierda haya descubierto cómo organizar el trabajo en los nuevos entornos laborales, en un capitalismo desindustrializado en el que los pequeños comercios sustituyen a las gigantescas fábricas de antaño. Es muy posible que el movimiento obrero masivo y organizado que antes se asociaba a la izquierda sea ahora cosa del pasado. Solo lo sabremos a medida que avancemos, cuando los socialistas traten de integrarse de nuevo en la clase obrera (o, más bien, si deciden hacerlo).

En cualquier caso, es posible que el escepticismo de Wright esté justificado. Pero incluso así, dudo que su visión estratégica sea viable. El reto central para la izquierda sigue siendo, como siempre lo ha sido, que sus objetivos son y serán siempre combatidos por el agente social más poderoso de la sociedad moderna, los capitalistas, y que el segundo agente más poderoso, el Estado, está controlado en gran medida por el primero. Por esta razón, ningún anticapitalismo viable puede eludir la cuestión del poder.

Así, si la posibilidad de resucitar un movimiento obrero ha pasado, lo más probable es que las perspectivas del socialismo se hundan con él.

La izquierda se encuentra en un momento crucial. Las organizaciones e instituciones políticas que construyó a lo largo de un siglo se están desmoronando o están en profunda crisis. La mayor parte de la intelectualidad progresista se ha visto superada por una visión estrecha y tribal y un profundo desprecio por los trabajadores. Los obstáculos a un orden social igualitario y humano son tan desalentadores que muchos antiguos socialistas han tirado la toalla y han abandonado el juego. El mérito de Wright es que, aunque llegó a dudar de algunas de las creencias que había mantenido durante décadas, se negó a renunciar a su compromiso con la emancipación social. Y aún más, conservó la idea fundamental de Marx de que había límites reales e inaceptables a la emancipación dentro del capitalismo.

Quizá no haya ningún teórico contemporáneo que haya hecho más que Wright para aclarar las fuentes estructurales de la injusticia en la sociedad moderna. Aunque las propuestas estratégicas que recomienda Cómo ser anticapitalista puedan ser dudosas, sigue contribuyendo poderosamente al proyecto de reconstrucción de la izquierda, porque reafirma el vínculo esencial entre la justicia social y el anticapitalismo.

Vivek Chibber

Profesor de sociología en la Universidad de Nueva York. Es editor de Catalyst: A Journal of Theory and Strategy.

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