Blanc escribe sobre los objetivos y aspiraciones de los revolucionarios socialistas a la vez con simpatía y con espíritu crítico, metodología que, desde una perspectiva marxista y siguiendo al fundador de este enfoque, debería ser considerada como esencial en las investigaciones teóricas y empíricas. Los movimientos socialistas revolucionarios fueron poderosos, incluso dominantes, en cuanto a los proyectos emancipatorios de las periferias no rusas. En Georgia, en Finlandia, en Latvia, en Polonia y en otras partes, fueron los movimientos de liberación nacional de las dos primeras décadas del siglo veinte.
Como sociólogo histórico, Blanc utiliza el experimento natural que brinda la diversidad de la estructura política zarista —en la que la autonomía del Gran Ducado de Finlandia permitió la actividad de un movimiento obrero legal y la realización de elecciones, situación totalmente diferente de la represión de la política independiente en el resto del imperio—para argumentar que «los movimientos insurreccionales exitosos [como los bolcheviques] en general surgen únicamente bajo condiciones de autoritarismo», mientras que la «ruptura anticapitalista bajo condiciones parlamentarias [como en Finlandia] requiere la elección previa de un partido obrero en el marco de las instituciones democráticas del Estado» (p. 7).
Después afirma que la experiencia de los socialdemócratas finlandeses, que salieron más militantes después de la revolución de 1905, contradice la idea tradicional de que el parlamentarismo conduce inevitablemente a la moderación socialista. De esa manera, supera el rusocentrismo habitual en este tipo de estudios y la creencia en el excepcionalismo bolchevique, evidente en una buena parte de las investigaciones anteriores, y utiliza los casos comparativos de los socialistas de las fronteras para explicar las decisiones estratégicas y las victorias y las derrotas en los momentos insurreccionales.
Magníficamente equipado con competencia lingüística en ocho idiomas y dedicado a la lectura de las fuentes de archivo y publicadas, Blanc pone en juego una pasión y una energía que permiten explorar diligentemente la evidencia documental de su investigación exhaustiva sobre el movimiento obrero prerrevolucionario de Rusia. En línea con la obra de Lars Lis y de Erik van Ree, conecta la política de los socialdemócratas de la Rusia zarista con Karl Kautsky, de quien afirma que terminó siendo caricaturizado por los estudios liberales occidentales, incluso los marxistas, como un reformista más que como un revolucionario.
El comentario del Programa de Erfurt que hizo Kautsky fue un texto fundacional, una ventana hacia el marxismo para los jóvenes militantes letones, ucranianos y judíos. En los regímenes parlamentarios, los socialistas podían aprovechar la oportunidad de construir un partido obrero de masas, trabajar en las instituciones disponibles y, como sucedió en Alemania, conquistar una amplia representación, incluso una mayoría, en la legislatura con el fin de prepararse para la ruptura revolucionaria con el capitalismo.
Esta vía al poder no existía en Rusia. Pero sí en Finlandia, donde los socialdemócratas aplicaron la estrategia de Kautsky. Como dice Blanc, «Tanto Kautksy como sus compañeros bajo el zarismo insistían en que el marxismo era un método, no un dogma; por lo tanto, la táctica y la estrategia debían estar fundadas siempre en una valoración estricta de la situación concreta» (p. 14). Hasta que la socialdemocracia alemana tomó una posición equívoca en cuanto a la entrada de su país en la Primera Guerra Mundial, Vladimir Lenin consideraba a Kautsky el epítome de la ortodoxia marxista. Fue solo después que empezó a referirse a él como el «renegado» que una vez había sido marxista.
Fundando su análisis en el contexto social del zarismo tardío en vez de contentarse con una simple historia intelectual, Blanc afirma que no fue la moderación de Kautsky, sino la arraigada burocracia del SPD, la que determinó su adaptación al régimen imperial en Alemania. En cambio, en Rusia, en vez de las presiones de la democracia burguesa hacia la colaboración con los liberales y las clases medias, la eliminación autocrática de toda política alternativa y la ausencia de canales políticos y organizaciones obreras consolidadas, condujeron a los partidos socialistas a adoptar posiciones intransigentes en relación con el régimen. No quedaba otra posibilidad. «A comienzos del siglo, el nacionalismo político era extremadamente débil, el populismo ruso [socialismo orientado hacia el campesinado] prácticamente había colapsado, no había ninguna corriente liberal democrática fuerte», escribe Blanc.
Aunque los bolcheviques conservaron su aversión a la colaboración con los liberales, los mencheviques, los socialdemócratas georgianos y ucranianos y los marxistas más moderados, después del fracaso de la revolución de 1905 intentaron hacer alianzas con los liberales y en algunos casos, hasta con los nacionalistas. Esta fue la gran división estratégica que conduciría hacia la cisma fatal de 1917.
Aunque eso vale en el caso de elementos importantes de la socialdemocracia finlandesa, la mayoría de los historiadores del movimiento, incluso la evidencia que aporta Blanc, demuestran que una relativa moderación definió el partido hasta 1917. Esta tesis se adecúa al argumento principal de Blanc de que, donde el parlamentarismo era posible, los partidos socialistas tendían a ser más moderados, mientras que en los Estados donde esas instituciones y posibilidades de organización abierta no existían, como en Rusia, la militancia de los partidos socialistas era más revolucionaria. En mi opinión, Blanc sobreestima el radicalismo de los socialdemócratas finlandeses, que estaban profundamente divididos hasta el momento previo a su catastrófica —y fatal— decisión de tomar el poder por las armas en enero de 1918.
El primer partido marxista del imperio, fundado en 1882, fue el Partido «Proletario» Polaco, del que Norman Naimark escribió una pionera y completa monografía en 1979. Los partidos judíos se organizaron antes que los rusos y que la mayoría de los otros, y en 1905 muchos partidos marxistas importantes trabajaban, entre otros, con los letones, los finlandeses, los georgianos, los ucranianos, los polacos y los lituanos. Los musulmanes llegaron más tarde, pero terminaron uniéndose a los partidos o fundando comités y organizaciones como Hummet, la de los musulmanes del Cáucaso.
Los partidos no rusos, como la Socialdemocracia del Reino de Polonia y Lituania (SDKPIL), de Rosa Luxemburgo, y el Bund judío criticaban la noción leninista de un partido político centralizado, y la mayoría de los socialistas no rusos tampoco aceptaban su idea de un Estado ruso posrevolucionario con autonomía regional en vez de nacional y cultural. Salvo el Partido Socialista Polaco (PSP) de Józef Piłsudski y otras organizaciones pequeñas, nadie quería separarse de Rusia y defendían más bien una estructura federal que reconociera las nacionalidades étnicas.
Recién en enero de 1918, en un momento en que Rusia estaba desintegrándose en Estados separatistas, Lenin se dejó convencer y aceptó tanto la autonomía cultural nacional territorial y el federalismo como base de la República Socialista Federativa Soviética Rusa (RSFSR), y, más tarde, la Unión de las Repúblicas Socialistas (URSS). Con todo, los bolcheviques atraían a los militantes no rusos más radicalizados por el respaldo intransigente de Lenin a la autodeterminación nacional incluso en el caso en que condujera a la separación y porque en 1917 el partido se había convertido en «la corriente política que más apoyaba las reivindicaciones de los grupos nacionales oprimidos en todo el imperio» (p. 65).
Blanc muestra que no solo los rusos, sino también los mencheviques georgianos, junto con el Bund judío, el PSP-Facción Revolucionaria, hasta cierto punto el USDRP ucraniano y otros partidos periféricos adoptaron esta posición más moderada para disgusto de Lenin, que estaba horrorizado frente a la colaboración de clases y contaba con los campesinos más que con la burguesía. El Partido Obrero Socialdemócrata Letón (LSDSP), el SDKPIL, la izquierda del PSP y muchos de los socialdemócratas finlandeses adoptaron la misma posición que los bolcheviques.
Una diferencia entre la práctica de los sociólogos históricos y la de ciertos historiadores demasiado empíricos parece ser que los primeros tienden a fijarse en el bosque completo mientras que los segundos se pierden en los árboles. Pero retomando la formulación de Marx del problema de la agencia versus la estructura —«Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado»—, los análisis de Blanc combinan factores estructurales y otros más centrados en los agentes.
«Las trayectorias divergentes de las organizaciones socialistas en todo el imperio después de 1905», escribe, «son difíciles de explicar si no se consideran las decisiones políticas que tomaron los dirigentes del partido, especialmente después de la derrota de la primera revolución rusa» (p. 198). Sin embargo, esas decisiones estratégicas, una vez tomadas, se mantuvieron hasta la revolución siguiente y determinaron el lado de la barricada en el que se encontraría cada partido durante y después de octubre de Octubre de 1917. Como dice todavía más enfáticamente Blanc:
Los bolcheviques de las dos capitales rusas, Petrogrado y Moscú, mostraron ser «suficientemente influyentes, radicales y flexibles en términos tácticos» para aprovechar las profundas divisiones sociales, que se ensancharon a lo largo de 1917, hasta conquistar el apoyo de los obreros urbanos y de los soldados, fundamental a la hora de conquistar y conservar el poder. Blanc pone tanto énfasis en los obreros que pierde de vista la necesidad de discutir el rol clave de los soldados, hombres armados, sin los cuales los bolcheviques nunca habrían podido tomar el poder. Tanto la revolución de febrero como la de octubre fueron revoluciones de obreros y de soldados, y es una pena que Blanc solo cite en su bibliografía el primer libro de Allan Wildman sobre los orígenes de la socialdemocracia rusa, y omita mencionar sus indispensables y magistrales dos tomos sobre el rol de los soldados en 1917.
Blanc es muy crítico de la literatura académica existente sobre la socialdemocracia rusa y señala los defectos de muchos autores que hicieron colaboraciones esenciales en este campo. Su objetivo es brindar a los socialistas del presente y del futuro estrategias posibles para producir una necesaria ruptura con el capitalismo.
«El principal motivo», dice,
Mostrando que los marxistas suelen diferir en cuanto a la estrategia, Blanc identifica la estrategia correcta en lo que define como «marxismo ortodoxo», es decir, la posición de Kautsky, que valoraba la flexibilidad sin dejar de tener siempre en mente la necesidad de la revolución. Los bolcheviques lo comprendieron bien cuando adoptaron una estrategia de hegemonía obrera, es decir, una estrategia que rechazaba la colaboración con los liberales y con la burguesía. Los mencheviques y otros «colaboracionistas» rompieron con la estrategia socialdemócrata que descartó las alianzas con la burguesía liberal después de 1905. Además, los socialistas moderados tendieron en general a mirar hacia adentro y a negar la importancia de la revolución internacional y anticolonial que Kautsky enfatizaba.
Blanc toma a Finlandia como un ejemplo donde el parlamentarismo engendró un movimiento socialista radical y no uno acomodacionista, un «ejemplo largamente ignorado» de «la viabilidad potencial de una estrategia no insurreccional para construir poder obrero y avanzar hacia una ruptura anticapitalista» (p. 407). Pero a partir de mi investigación y de mi lectura, además de las de otros colegas, la historia muestra que la moderación y el compromiso sincero con la democracia parlamentaria y con el sufragio universal tenían una influencia tan extraordinariamente poderosa en un partido dividido que impidieron que los radicales iniciaran una revolución hasta enero de 1918, que terminó siendo demasiado tarde para triunfar.
La parte estructuralista de su argumento, a saber, «la importancia causal de los regímenes gubernamentales», parece estar confirmada en el caso de Finlandia: las condiciones autoritarias conducen a la intransigencia obrera y socialista, como sucedió en Rusia, pero «la presencia de libertades democráticas e instituciones parlamentarias» fomenta la moderación, «la organización sindical y la política electoral, es decir, “la lucha de clases democrática”» (p.406). Pero queda poco claro qué tan fuerte fue la militancia del partido finlandés después de 1905. En este punto, es probable que el sociólogo histórico se haya perdido en el bosque, sin notar que hay muchos árboles diferentes agrupados en arboledas bastante distintas que requieren considerar más específicamente la variedad de circunstancias en la que trabajan los socialistas.
Blanc minimiza el rol de Lenin en 1917, pero demuestra convincentemente que la principal preocupación de los bolcheviques era que el partido y los trabajadores llevaran la revolución democrática —no socialista— tan lejos como fuera posible, algo totalmente inconcebible en una coalición con la burguesía. Como escribió Lenin en octubre de 1915 y en otras ocasiones, la «tarea que enfrenta el proletariado de Rusia es la consumación de la revolución democrático-burguesa en Rusia con el fin de encender la revolución socialista en Europa». El error fatal de los socialistas moderados de Petrogrado fue haber mantenido sus vínculos con los liberales mucho tiempo después de que esa alianza se había vuelto tóxica.
Además de sacar a Rusia de la guerra mundial, se suponía que la toma del poder soviética de octubre continuaría la revolución democrática sin la burguesía, no para avanzar inmediatamente hacia el socialismo en Rusia, sino para estimular una revolución en el extranjero que haría posible una transición hacia una sociedad no capitalista.
«Y mientras el año se hacía eterno», concluye Blanc:
Para los obreros, octubre fue una defensa de febrero.
Blanc termina lamentando el replanteamiento que hicieron los bolcheviques después de Octubre, según el cual 1917 fue una revolución socialista en vez de una democrática, el rechazo del parlamentarismo por parte de la Komintern y el reflujo de la oleada revolucionaria posterior a la guerra mundial, que condujo a la «derrota de la revolución en el exterior y a su degeneración en Rusia» (p. 393). Volviendo su atención hacia las fronteras imperiales de Rusia, Blanc muestra que la revolución internacional se detuvo en seco cuando los regímenes radicales de Baku, Letonia, Bielorrusia, Estonia, Finlandia y otros lugares perdieron contra los liberales y los conservadores, que tenían el respaldo de las intervenciones extranjeras.
En Polonia y en Ucrania, las regiones más importantes en cuanto a la expansión de la revolución hacia el oeste, no solo las fuerzas extranjeras, sino también las acciones intransigentes y precipitadas de los ultraizquierdistas socavaron la exportación del bolchevismo. El Ejército Rojo conquistó Ucrania para los soviéticos, pero sufrió una derrota decisiva en las puertas de Varsovia.
En un epílogo, Blanc concluye que hubo una oportunidad de triunfo socialista en Europa después de la guerra, pero
Los partidos leninistas y comunistas renunciaron erróneamente a la posibilidad de ganar elecciones parlamentarias. Como supondría un marxista, «La estructura social sienta los parámetros del conflicto político, pero no determina directamente sus resultados» (p. 406). La agencia de los partidos, de los actores individuales y colectivos, y sus decisiones estratégicas también deben ser explicadas. Los errores que traen consecuencias costosas también son una posibilidad.
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