Las empresas emergentes de Silicon Valley que fabrican autos son un fenómeno relativamente nuevo. Casi desde la invención del automóvil, Ford, VW, BMW, Toyota y un puñado de fabricantes de automóviles con motores de gasolina y diésel dominaban el sector, mientras los recién llegados startups tuvieron pocas oportunidades.
Al fin y al cabo, los titanes automovilísticos pasaron décadas desarrollando su conocimiento con gigantescos departamentos de investigación, acumulando un «capital constante» en forma de gigantescas fábricas que se ubican desde Alemania hasta México con el fin de lograr que la entrada en el mercado de potenciales competidores potenciales exija capitales completamente exorbitantes. Desde hace años existe una feroz competencia en el mercado del automóvil. En palabras del antiguo jefe de BMW, Eberhard von Kuenheim: «Hay demasiados coches en el mundo, pero muy pocos BMW».
Así y todo, los inmensos costes de entrada al mercado y la fuerte competencia no han obstaculizado que Tesla, la empresa estadounidense liderada por Elon Musk, consiga hacerse un hueco entre los gigantes del mercado de cuatro billones de dólares.
Los tres pilares del sorpresivo éxito de Tesla son, en primer lugar, las innovaciones técnicas de la empresa, con las que Musk encaja perfectamente con las nuevas exigencias de protección ambiental de los recientes acuerdos internacionales. Segundo, esa adecuación a estándares ambientales le permite sacar provecho político y económico de los gobiernos del Norte. En tercer lugar, todo lo anterior atrae al capital financiero, convirtiendo la empresa en el fabricante de automóviles con mejor financiamiento sin siquiera tener un modelo de ventas rentable.
En rigor, el Tesla es menos un coche digitalizado que un smartphone rodante. El software para la conducción autónoma se actualiza constantemente mediante «actualizaciones por el aire», lo que diferencia fundamentalmente al Tesla de los otros competidores. O al menos esa es la promesa que hace el fabricante a sus fieles seguidores.
La empresa ha decidido redefinir la idea misma del «coche» y centrarse precisamente en las tecnologías hasta ahora descuidadas por la industria. La imagen de Elon Musk como emprendedor visionario forma parte intima de esta estrategia de redefinición tecnológica e incluso de su modelo empresarial: el cultivo de la imagen, proyectando la idea de una empresa ecológica y futurista, tiene sus frutos económicos. En consonancia con esta estrategia, el producto de la empresa se dirige a una clientela que quiere comprar juguetes técnicos de alta gama y sentir, además, que están salvando el mundo.
Así, el modelo de negocio de Tesla es denominado por algunos —con admiración— como «Insane Mode» (modo locura) y, si se compara con el business as usual, las cosas en Tesla son realmente «locas»: la relación entre el capital invertido y los ingresos generados por la empresa es completamente disímil. La producción del primer modelo de Tesla, el «Roadster», cuesta unos 200.000 dólares y se vende por una media de 90.000 dólares; es decir, el modelo de negocio Tessa consiste en vender coches con pérdidas durante años, si no décadas.
Dicho de otra manera: Tesla solo tiene éxito porque la empresa cuenta con un enorme apoyo político.
Implícito en este programa se encuentra el siguiente diagnóstico: hay que poner fin a las carreteras saturadas y a la destrucción del medio ambiente, ambas causadas por el exceso de coches importados. ¿La solución al problema? Los coches eléctricos, sobre todo de fabricación estadounidense.
Como todo lo anterior, Tesla es una de las empresas que más se beneficiará de subvenciones gubernamentales en el mundo. El Departamento de Energía de Estados Unidos ha inyectado un total de 465 millones en la empresa desde su fundación en 2008. La única condición que plantea el Estado es que Tesla utilice el dinero para alcanzar la rentabilidad en un momento futuro. Tesla recibirá otros 1.900 millones de dólares para construir fábricas de baterías, un punto crucial en la cadena de valor del coche eléctrico.
Esta medida política también supone que otras empresas automovilísticas pueden compensar su existente flota de motores combustibles al comprar una serie de «derechos de contaminación» de Tesla. Esto proporcionaría a Tesla mayores ingresos, aunque procedentes de las arcas de otras empresas. Es decir, Tesla gana dinero con el negocio de los motores de combustión al tiempo que se declara tecnológica e ideológicamente superior.
Sin embargo, las subvenciones del Estado y del sector empresarial representan apenas una parte del apoyo a Tesla. Mucho más decisiva es la voluntad política de los principales países consumidores de automóviles de prohibir los motores diésel y de gasolina. En última instancia, son los Estados capitalistas del Norte los que deciden entregar su suerte a la nueva tecnología y abrir el mercado mundial a Tesla. Y es esa disposición estatal la que convierte a la empresa en una de las más codiciadas de todas en esa arena donde se hacen los juicios más decisivos respecto a las corporaciones: la bolsa de valores.
La lógica del mercado bursátil dicta que la confianza de los accionistas se debe cuidar a cualquier costo, por lo que Elon Musk hace un constante autobombo: con creciente pomposidad, sigue retocando la imagen de su empresa de acuerdo con el frenesí propio de la locura financiero-capitalista. Hace tiempo que la empresa vale mucho más que todos sus competidores del sector juntos, concretamente alrededor de 1 billón de dólares. El hecho de que Tesla se haya librado de la insolvencia por los pelos un par de veces (por ejemplo, cuando surgieron repentinamente dudas sobre la viabilidad del proyecto de «conducción autónoma») no ha mermado la confianza.
Por supuesto, las fuentes de esta riqueza son la naturaleza y el trabajo, por más que se repita una y otra vez la mentira de que «el dinero se multiplica por sí mismo«. Sin embargo, el hecho de que sean otros quienes exploten directamente las fuentes de riqueza para luego transmitirla indirectamente a Tesla es una realidad insostenible. La ventaja técnica que goza Tesla —y, por tanto, la propuesta de venta única de la marca, que es el factor que le permite apoyarse en sus inversores— se reduce cada vez más cuanto más se lanzan los titanes de la industria a transformar sus productos y procesos de producción.
Como era de esperar, los sindicatos, los horarios de trabajo y otras limitaciones físicas y/o políticas se consideran obstáculos superables en esta ofensiva de expansión de la propia industria automovilística. En su planta de Fremont, California, por ejemplo, Musk mantuvo la producción en el peor momento de la pandemia de COVID-19, abriendo las puertas de la fabrica a pesar de la contravención de la cuarentena.
Obviamente, un patrón que no muestra el menor respeto por una pandemia ni por la vida de sus empleados tampoco va a tolerar cualquier tipo de representación sindical: los sindicatos no existen en Tesla. La jornada laboral en Tesla es ilimitada, y todas las demandas de salario extraordinario por horas extras están cubiertas por el salario mensual. Tesla también ignora los salarios acordados colectivamente. El resultado es una gran cantidad de días de enfermedad, una alta rotación de personal y una cantidad de accidentes de trabajo superior a la media. El mercado de valores también se utiliza en la explotación del trabajo. En Tesla, los salarios se pagan en parte en forma de opciones sobre acciones. De este modo, la empresa retiene una parte de los costes salariales como anticipo de capital. Al mismo tiempo, la empresa responsabiliza a sus empleados del éxito de la empresa.
En lo que concierne a la labor «visionaria» del CEO Elon Musk, la famosa frase de Marx le calza como anillo al dedo: « La producción capitalista, por consiguiente, no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción sino socavando, al mismo tiempo, los dos manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador».
En el mismo artículo de Tagesspiegel se puede leer el modo en que la propia naturaleza queda al margen de la reestructuración «ecológica» de la industria alemana. Tesla ha recibido ya 16 licitaciones de diversa índole por parte de políticos alemanes: está autorizada a construir varias cuencas de infiltración y contra incendios según el nuevo «concepto de drenaje descentralizado de aguas pluviales», contra el que la Naturschutzbund y la Grüne Liga (uniones para la conservación de la naturaleza y la biodiversidad), entre otros, han planteado una serie de objeciones en base a preocupaciones ambientales. Las cuencas, dice el organismo, «sobresalen en el acuífero superior, y la fábrica se encuentra en una zona de protección del agua potable». La Asociación de Aguas de Strausberg Erkner, muy versada en el tema, también plantea dudas, pero la autoridad responsable las considera infundadas. La megafábrica también está situada junto a una zona forestal que incluye una zona de protección del agua.
Aún así, la nueva industria no se trasladará a otro lugar, porque solo en esa zona se da la combinación ideal de una gran ciudad con aeropuerto, ingenieros y la correspondiente infraestructura, así como el acceso a una mano de obra barata según los estándares de Europa Occidental. Además, Tesla exige que se le exima de las leyes habituales de concesión de licencias: la construcción y la tala de árboles se realizarán a la «velocidad de Tesla». El Estado alemán le sigue el juego y concede 19 permisos anticipados para ello, al tiempo que exime a Tesla de las restricciones de tiempo de trabajo.
La razón que se aduce para estas amplias concesiones es que están en consonancia con los ambiciosos objetivos climáticos del Estado. Valga la ironía: para salvar el mundo, lo poco de agua subterránea y de bosque que aún le queda a Alemania tienen que ser sacrificados.
Todo lo anterior revela una verdad fundamental respecto a la próxima fase de modernización digital y climática de la sociedad capitalista: la descarbonización del transporte automovilístico no significa el fin de la destrucción del planeta, como tampoco la potencia cada vez mayor de los medios técnicos de producción no anuncia el fin de la explotación en las fábricas. Más bien, Tesla demuestra que las promesas de los supuestos tecnovisionarios apuntan realmente a un futuro diferente en tanto descarbonizado, pero que sigue fundando sus ganancias a costa del trabajo asalariado y de la naturaleza.
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