El mandato de Angela Merkel será recordado como la paradoja más cruel que hayan enfrentado Alemania y Europa. Por un lado, dominó la política europea como nadie en tiempos de paz y deja una cancillería alemana mucho más poderosa que la que recibió. Pero, por otro lado, la forma en que acumuló ese poder debilita la economía alemana y condena a la Unión Europa a un estancamiento secular.
El poder de Alemania es el resultado de tres excedentes inmensos: el superávit comercial, el superávit estructural del gobierno federal y la afluencia de dinero extranjero a los bancos de Frankfurt, consecuencia de una eurocrisis de combustión lenta que parece no tener fin.
Aunque Alemania surca ríos caudalosos de dinero, nutridos por los afluentes mencionados, termina malgastándolo. En vez de pensar en el futuro e invertirlo en infraestructura, pública o privada, lo exporta (p. ej., lo invierte en el extranjero), o lo utiliza para comprar activos improductivos en el país (p. ej., departamentos en Berlín o acciones de Siemens).
¿Por qué las empresas alemanas, o el gobierno federal, no pueden invertir productivamente ese flujo dinero en Alemania? Sucede que —y aquí debemos buscar uno de los motivos de la cruel paradoja— ¡los excedentes existen precisamente porque no son invertidos! En otros términos, bajo el mandato de Merkel, Alemania hizo un negocio faustiano: mediante la restricción de las inversiones, acumuló excedentes del resto de Europa y del mundo, pero es incapaz de invertirlos sin perder su capacidad futura de extraer nuevos excedentes.
Si profundizamos en sus orígenes, notamos que los superávits que empoderaron a Alemania bajo el gobierno de Merkel son el resultado de forzar a los alemanes, y, luego, a todos los contribuyentes europeos, a rescatar a los inanes banqueros de Frankfurt, aun a condición de generar una crisis humanitaria en la periferia de Europa (especialmente en Grecia). De esta manera, el gobierno de Merkel fue capaz de imponer una austeridad sin precedente, tanto a los trabajadores alemanes como a los no alemanes (aunque, por supuesto, los casos no son equivalentes).
En síntesis, las bajas tasas de inversión nacional, la austeridad universal y la promoción del enfrentamiento entre los orgullosos pueblos europeos fueron los medios de los que se sirvió el gobierno de Merkel para transferir riqueza y poder a la oligarquía alemana. Es una pena que con eso haya conducido también a dividir al país, que hoy queda a la zaga de la próxima revolución industrial en el marco de una Unión Europea completamente fragmentada.
El método del que se sirvió Angela Merkel para ejercer su poder a lo largo y ancho de Europa —y que llevó, paso a paso, a la cruel paradoja de la que hablamos— se deja resumir en tres capítulos.
No hay mejor definición de veneno político. Mientras el capitalismo mundial convulsionaba, Merkel y Peer Steinbrück, su ministro de Finanzas socialdemócrata, abrían paso a las medidas de austeridad que impactarían en la clase obrera y empezaban a promover el mantra tradicional y contraproducente de los sacrificios que hay que hacer en medio de una recesión. Ella misma había sermoneado durante años a sus diputados sobre las virtudes del ahorro cuando se trataba de hospitales, escuelas, infraestructura, seguridad social y medioambiente. Entonces, ¿cómo le daba la cara para implorarles ahora que firmaran un cheque descomunal a cuenta de esos banqueros que, segundos atrás, estaban nadando en ríos de dinero? La necesidad es la madre de la humildad, así que la canciller Merkel respiró hondo, entró al Bundestag —el espléndido edificio del parlamento federal, diseñado por Norman Foster—, comunicó las malas noticias ante la perplejidad de los diputados y abandonó el lugar con el cheque solicitado.
«Bueno, esto es todo, lo logré», debe haber pensado. Pero no era cierto. Pocos meses después irrumpió otra tormenta de llamadas telefónicas que exigían sumas similares para los mismos bancos. ¿Por qué? El gobierno griego estaba a punto de quebrar. Si eso sucedía, desaparecerían los 102 000 millones de euros que el país debía a los bancos alemanes, y, probablemente, poco tiempo después, los gobiernos de Irlanda y de Italia declararían el default, todo lo cual equivaldría a cerca de medio billón de euros de créditos alemanes. Los mandatarios de Francia y de Alemania compartían el interés —tasado en alrededor de 1 billón de euros—de impedir que el gobierno griego dijera la verdad, es decir, que confesara su insolvencia.
Fue entonces cuando el equipo de Angela Merkel encontró la forma de rescatar a los banqueros alemanes por segunda vez, pero sin tener sincerar sus intenciones en la Bundestag: dibujarían el segundo rescate de sus bancos como un acto de solidaridad con esos parásitos de Europa, el pueblo griego. Luego convencerían a otros europeos, incluso a los mucho más pobres eslovacos y portugueses, de costear un crédito que llenaría momentáneamente las arcas del gobierno griego, antes de terminar en las manos de los banqueros alemanes y franceses.
Sin saber que en realidad estaban pagando por los errores de los banqueros franceses y alemanes, los pueblos eslovacos y finlandeses, al igual que los alemanes y los franceses, creyeron que estaban apoyándose los unos a los otros para saldar sus deudas. Entonces, en nombre de la solidaridad con los insoportables griegos, la señora Merkel plantó las semillas del odio entre todos esos pueblos orgullosos.
¿Cuál era el punto de ese doble «Nein» tan absurdo? Si consideramos que Merkel insistiría en cualquier caso para que Grecia tomara el préstamo más grande de la historia —era parte de su estrategia para garantizar el segundo rescate oculto de los bancos alemanes—, la explicación más plausible es también la más triste: su doble «Nein», que duró varios meses, logró infundir tal desesperación en el primer ministro griego que, finalmente, este aceptó el programa de austeridad más destructivo de la historia. Entonces, Merkel mató dos pájaros de un tiro: rescató subrepticiamente a los bancos alemanes por segunda vez y empezó a propagar una austeridad universal por el continente. El incendio que comenzó en Grecia no tardó en expandirse a todos los países, incluidos Francia y Alemania.
La deuda pública era de nuevo inevitable, incluso en Alemania, pues los gobiernos intentaban reemplazar los ingresos perdidos durante la cuarentena. Si existía un momento propicio para romper con el pasado, era ese. Todos pedían a gritos que Alemania invirtiera sus excedentes en una Europa que simultáneamente debía democratizar sus procesos de toma de decisiones. Sin embargo, el último acto de Angela Merkel fue asegurarse de que esa oportunidad pasara de largo.
En marzo de 2020, durante el ataque de pánico combinado que siguió a las cuarentenas europeas, trece dirigentes de gobiernos de la UE, incluido Macron, el presidente de Francia, exigieron una deuda común —el denominado eurobono— que contribuiría a trasladar la pesada deuda nacional de los hombros de nuestros débiles Estados hacia los de la UE, con el fin de evitar que se generalizara una austeridad masiva al estilo griego durante los años pospandémicos. Como era de esperarse, la canciller Merkel dijo: «Nein». Luego, ofreció un premio consuelo: un Fondo de Recuperación que no sirve en ningún sentido para aunar fuerzas frente al incremento de las deudas públicas nacionales, ni para presionar para que los excedentes acumulados por Alemania se repartan en favor de los intereses de largo plazo de su pueblo.
Con un estilo típicamente merkeliano, el objetivo del Fondo de Recuperación fue fingir que se cumplía con ese mínimo necesario que exigen la mayoría de los europeos —incluidos los alemanes—, ¡pero sin hacer nada en realidad! Ese último acto de sabotaje de la señora Merkel tuvo dos dimensiones:
En primer lugar, el tamaño del Fondo de Recuperación es, intencionalmente, insignificante en términos macroeconómicos, es decir, es demasiado pequeño como para defender a los pueblos y a las comunidades más débiles de la UE de la austeridad que inevitablemente llegará, una vez que Berlín de luz verde a la «consolidación fiscal» para controlar la expansión de las deudas nacionales.
En segundo lugar, el Fondo de Recuperación, en realidad, transferirá la riqueza de los norteños pobres (p. ej., alemanes y neerlandeses) a los oligarcas de Europa del sur (p. ej., contratistas italianos y griegos) o a las empresas alemanas que gestionan los servicios públicos de la zona sur (p. ej., Fraport, que controla los aeropuertos griegos). Nada mejor que el Fondo de Recuperación de la señora Merkel para garantizar con tanta eficiencia el envilecimiento de la guerra de clases europea y de la división Norte-Sur. Ese fue su último acto de gobierno: el sabotaje de la unidad política y económica europea.
Arruinó intencionalmente todas las posibilidades de unir a los europeos.
Complotó con destreza para minar cualquier transición verde en Alemania y en Europa.
Trabajó incansablemente para debilitar la democracia en una Europa totalmente antidemocrática.
Y, aun así, cuando miro el paquete de políticos anónimos y banales que están luchando para reemplazarla, tengo mucho miedo de terminar extrañando a Angela Merkel. Aunque mi valoración de su mandato no se modifique en términos analíticos, sospecho que, más pronto que tarde, pensaré en su gobierno con más cariño.
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