El 20 de julio de 1925, en la entonces colonia francesa de Martinica, nació Frantz Fanon, militante tercermundista y uno de los mayores intelectuales del siglo XX. Ciudadano del mundo, Fanon vivió con la máxima intensidad, articulando como pocos el compromiso intelectual y la militancia política, siendo un ejemplo singular de la unión del radicalismo teórico con la praxis descolonizadora.
Desde su infancia y juventud en el Caribe, convivió estrechamente con la doble dimensión del colonialismo –la material y la subjetiva– y estuvo atravesado por acontecimientos de escala mundial, como la Segunda Guerra Mundial, que agudizaron su conciencia de los vínculos entre la violencia colonial, el racismo y la explotación económica.
En 1942, al alistarse en el ejército francés y ser enviado a Marruecos, Fanon inició su peregrinaje por el mundo. Tras participar en la victoriosa campaña de Aimé Cesaire para la alcaldía de Fort-de-France, se trasladó a Lyon en 1947, donde inició sus estudios de psicoanálisis forense. Como resultado de este periodo, en 1952 publicó su primer gran clásico, Piel negra, máscaras blancas, una obra indispensable para comprender los efectos subjetivos del colonialismo.
En Piel negra, máscaras blancas, Fanon describe cómo la empresa colonial crea una epidermización del mundo, en la que la «raza» llega a definir el lugar, la posición y el grado de humanidad de los individuos. Así, tomando como presupuesto la objetivación y reducción de los humanos a un signo, estereotipo o borrón, el racismo, al deshumanizar, interrumpe el proceso de reconocimiento y realiza una fractura en el proceso comunicacional. En otras palabras, la «raza» es también una colonización del lenguaje, que tergiversa su potencial humano. Esta noción, pronto veremos, es central para la posterior construcción de la estrategia revolucionaria fanoniana.
Como se expresa ya en las primeras líneas del libro, la base marxista permite a Fanon comprender cómo esta subjetividad patológica del colonialismo está enraizada en las condiciones materiales. Como afirmará en Los condenados de la Tierra: «en las colonias, la infraestructura económica es también una superestructura. La causa es la consecuencia». Al plantear en estos términos la economía política colonial, la cara oculta del desarrollo de las «sociedades civilizadas», Fanon hace explícito cómo el capital siempre ha dependido y dependerá de la acumulación primitiva y el avasallamiento de pueblos y territorios, que no pueden ser vistos como fenómenos periféricos, marginales o meras imperfecciones del capitalismo. Forman parte de su oscura constitución: por un lado, el capital produce la raza que produce la muerte; por otro, la posibilidad permanente de la muerte significa la raza que calibra el beneficio capitalista. Aquí está el molino satánico generando patologías y exterminios.
En 1953, Fanon se trasladó a Blida, en Argelia, entonces colonia francesa, donde asumió la dirección del hospital psiquiátrico. Al año siguiente, estalló la Guerra de la Independencia de Argelia. Las condiciones de segregación y violencia se intensificaron. Fue un punto de inflexión fundamental en la vida de Fanon: el contacto directo con la brutalidad del régimen colonial le hizo sentir una repulsión irreversible hacia Francia, al tiempo que generó en él un sentimiento de identificación total con el pueblo árabe.
En 1956, renunció al hospital e intensificó su actividad secreta en el Frente de Liberación Nacional (FLN), una de las principales organizaciones nacionalistas argelinas. En primera línea del conflicto, en los años siguientes trabajaría entre el norte de África y Francia en una intensa labor revolucionaria, difundiendo la causa de la descolonización, prestando ayuda médica a los guerrilleros argelinos, asistiendo a eventos internacionales (como el I y II Congreso de Artistas e Intelectuales Negros) en busca de apoyos para la lucha anticolonial. Todo ello sin interrumpir sus investigaciones sobre la psique de los sujetos colonizados.
Sobre la base de los conocimientos acumulados en la experiencia revolucionaria, Fanon escribió su último clásico, Condenados de la Tierra, publicado póstumamente en 1961. Como señala la traducción al inglés de 1973, es un libro de bolsillo sobre la revolución en el tercer mundo. Y más aún: con una sólida teorización de la realidad colonial y la lucha por la liberación, se ha convertido en una lectura esencial para los movimientos antiimperialistas, insurgentes y de igualdad social de todo el mundo. Uno de los temas centrales de la obra es la cuestión de la violencia. El contexto concreto en el que se escribió Condenados de la Tierra llevó a Fanon a sacar su teorización de la violencia del ámbito de la moral abstracta para formularla en el marco de la crítica del colonialismo, la estrategia y la praxis de la liberación.
El colonialismo hace proliferar las situaciones extremas, banaliza la indiferencia, convierte en cotidianos los actos repugnantes y habitúa el sadismo. En nombre de la civilización, el orden y los valores liberales, esta violencia hace estéril cualquier tipo de comunicación basada en el reconocimiento recíproco. De este modo, interioriza el deseo de no saber nada, de no implicarse y de carecer de empatía. Una violencia atmosférica y universal, que se siente en la espina dorsal, en la tensión muscular y en la asfixia de la respiración, que comprime y constriñe al colonizado, y acaba convirtiéndose en el único lenguaje de la colonización.
Aquí es donde aparece la otra cara de la violencia como doble. El colono enseña al colonizado que el único discurso que se entiende es el de la violencia. Entonces, los oprimidos deciden expresarse a través de ella, realizando una inversión: ahora es el colonizado quien le dice al colonizado que sólo entiende el lenguaje de la fuerza. Esta inversión proviene de una comprensión más amplia, a saber, que «la colonización y la descolonización son simplemente una relación de fuerzas». La violencia, pues, es un método de liberación ante una realidad de ausencia de la dialéctica del reconocimiento.
Pero es más. En primer lugar, la violencia anticolonial es un escándalo que interrumpe: suspende el mundo hasta ahora conocido. La realidad del colonialismo introyecta en el colonizado una mentalidad reprimida, en la que la única perspectiva de cambio es instalarse en el lugar del colonizador; el perseguido que sueña constantemente con convertirse en el perseguidor. El colonizado adopta una conducta de evasión, de no querer ver que su libertad depende de la destrucción del colonizador, al que a menudo ama y desea; pero también vive con una ira interior, que se vierte constantemente entre iguales o se canaliza en diferentes tipos de fatalismo (moral, institucional, espiritual). En este sentido, al ser un escándalo, la violencia contracolonial significa un movimiento de desinterés y rechazo absoluto por las mentiras y distracciones creadas por el colonialismo, así estimulando a los oprimidos a no contarse más fábulas: «los colonizados descubren lo real y lo transforman en el movimiento de su praxis, en el ejercicio de la violencia, en su proyecto de liberación».
En este sentido, la violencia contracolonial, basada en un deseo y una fuerza contra el colonizador, sirve de crítica al voluntarismo ciego, a los pacifistas, a los legalistas y a los partidos del orden, los que se presentan como interlocutores legítimos de la población y del descontento; esos mismos que actúan como vendedores de dolor y se aprovechan del sufrimiento ajeno en las alfombras verdes y las instituciones del mundo liberal. Al mismo tiempo, pone de manifiesto en el lenguaje la necesidad de un derrocamiento radical del sistema, sin remedios.
La descolonización aparece como un proceso histórico de desorden absoluto y de creación de nuevos pueblos, avanzando a través de todos los obstáculos que encuentra en el camino. Por lo tanto, es un escándalo contra la “hibernación” de los intelectuales y los partidos que sólo critican el sistema colonial pero no creen que pueda ser derrocado. Escándalo que despierta de esta terapia de sueño, redirigiendo la ira de los colonizados desde los salones, los burócratas y los pálidos líderes hacia su propia liberación. La violencia contracolonial tiene un profundo efecto desalienador y desmitificador; despierta y grita: “nuestros muertos también cuentan” y eso no se resuelve dentro de las reglas del juego.
Al ser una positividad formativa, anclada en la relación de antagonismo, la violencia contracolonial genera reconocimiento entre los colonizados. Articula una historia y un destino comunes. También permite prever otro futuro. Construye la argamasa de la solidaridad «trabajada con sangre y rabia». Es un momento afirmativo, casi «solar», como diría Mbembe. Tras el proceso de deshumanización creado por el mundo colonial, es un momento fundacional/constituyente y un gesto inaugural del sujeto político, que rechaza la sumisión y establece la voluntad de destruir y devastar. Convertir violentamente el universo en nada. Así, no sólo restablece la humanidad perdida del oprimido, que se convierte así en un nuevo sujeto, sino que reconstruye los vínculos de reconocimiento recíproco entre los colonizados, que llegan a verse como humanos entre todos los demás.
En este sentido, el colono se libera en y a través de la violencia, que opera como motor dialéctico. Esta violencia dialéctica es la praxis absoluta que actúa como mediación real, elemento agregador y de ruptura con lo establecido. Y al romper la interdicción discursiva, la violencia es un presupuesto organizativo de la lucha por la descolonización: permite a los colonizados superar sus diferencias, reconocerse, transformar el odio en economía política y canalizar el instinto en un superyó político. En sus efectos constitutivos, transformadores e inventivos, transforma al pueblo en un sujeto histórico en su lucha por la liberación. Y al crear y delimitar el antagonismo, permite la construcción, composición, articulación de alianzas dentro de la heterogeneidad de los oprimidos.
En este sentido, la violencia contracolonial actúa contra la materialidad del sistema colonial y la mente inhibida del colonizado en tres niveles: como escándalo interruptivo, como creador de antagonismo político y redes de solidaridad entre los oprimidos y, por último, como curación. Mbembe, por último, advierte que la violencia presenta siempre una dimensión incalculable e imprevisible, y puede ser un puente de salvación o una apertura peligrosa. Sin embargo, es evidente en la teoría de Fanon la confianza en la violencia revolucionaria como medio de creación de lo nuevo, instrumento de resurrección regeneradora y descolonizadora, capaz de hacer oídos sordos al orden represivo.
Ahí radica una de los aportes más valiosos de Fanon al mundo contemporáneo, aunque las condiciones que describió no sean del todo aplicables a las distintas realidades de nuestro tiempo. Si por un lado existe un sentimiento generalizado de resentimiento, descontento y sufrimiento debido a unas condiciones de vida cada vez más precarias, por otro, la inevitabilidad de las alternativas políticas se propaga en una institucionalidad estéril al cambio político enérgicamente democrático. En este contexto, la cuestión de la violencia queda reducida a una discusión de superioridad moral o monopolizada por populismos conservadores de todo tipo, ambos anclados en un rechazo a las transformaciones radicales.
Para el intelectual y el militante insurgente, esto es una necesidad, porque, como diría otro teórico del pueblo, el cantor brasileño Chico Science: “Puedo salir de aquí para organizar, puedo salir de aquí para desorganizar, que yo organizando pueda desorganizar, que yo desorganizando pueda organizar”. Del barro al caos como condición para otro futuro.
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