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Liberen a Britney

Todos deberíamos prestar atención al testimonio de Britney Spears. Exponiendo por primera vez las condiciones de su tutela legal, Spears denunció haber sido sometida a rehabilitaciones forzadas, a una esterilización completa —luego de que se le negara la extracción de un dispositivo contraceptivo— y a realizar giras mundiales bajo coerción.

Dijo que durante mucho tiempo no supo que existía la posibilidad de romper la tutela que pesa sobre su persona y sobre sus propiedades, es decir, se la privó de su derecho a apelar su estatus legal. Luego de declarar durante veinticinco minutos ante juzgado de Los Ángeles, confesó:

Me gustaría hablar con ustedes para siempre, porque apenas cuelgue el teléfono, lo único que voy a escuchar van a ser esos noes […] Merezco los mismos derechos que cualquiera.

La oposición más visible a los tutores es el movimiento #FreeBritney, formado por un grupo de fans que tiene una presencia considerable en las redes sociales y critica la situación legal extraordinaria en la que vive la cantante. Durante mucho tiempo, la prensa hegemónica ignoró el escrutinio público al que el grupo somete el proceso legal que la familia intenta mantener a toda costa en la esfera privada. Pero durante las últimas semanas, el grupo logró una cobertura importante en el New Yorker y algunos demócratas, como Elizabeth Warren, están usando el caso para exigir que se recaben más datos y se supervisen más de cerca las tutelas legales en los Estados Unidos.

Es cierto que algunas voces del caótico #FreeBritney acarician los bordes de la teoría de la conspiración. Pero hay que decir la industria de la música pop, con todo su secretismo y su explotación, por un lado, y su ilusión de familiaridad, por el otro, contribuye activamente a este tipo de especulaciones delirantes.

Alimentar la industria Britney

Esta telenovela sobre millonarios de Los Ángeles no parece ser un asunto de gran interés para los socialistas. Sin embargo, la industria de la música, como cualquier otra empresa capitalista, es un sitio de explotación. Deberíamos conocer su funcionamiento y los desafíos que plantean algunos artistas, y deberíamos preguntarnos si es posible crear una cultura popular libre de explotación y de abusos.

Los periodistas suelen contar la historia de la vida de Britney Spears como una parábola sobre otros sistemas: el acoso y el ataque que apunta contra las mujeres poderosas, o la rutinaria restricción de las libertades que pesa sobre aquellos a quienes se considera mentalmente incapaces de lidiar con su autonomía. Sin duda, estos temas son importantes. Contribuyen a explicar el cruel tratamiento mediático que recibió la cantante durante los años 2000, y arrojan algo de luz sobre las extralimitaciones que definen el sistema de «cuidados» aplicado a aquellas personas que tienen negada su autonomía: un informe de la revista Forbes de 2015 contó el caso de una mujer a la que una agencia le había cobrado 50 dólares por hora simplemente por abrir sus cartas mientras se recuperaba de un infarto.

A pesar de que estas comparaciones tienen sentido, no deja de ser sumamente extraño que una persona de treinta años esté bajo tutela legal absoluta. El caso más cercano es el de Amanda Bynes, otra estrella adolescente de Estados Unidos que también sufrió una crisis muy difundida por los medios. En general, este tipo de disposiciones se aplican a gente muy anciana o que sufre algún tipo de discapacidad (lo que, por sí mismo, no deja de plantear toda una serie de problemas). Es difícil imaginar que un juzgado imponga una medida similar a cualquier madre de veinte años que no tenga un patrimonio de varios millones de dólares y cuyo colapso psíquico no haya sido el centro de atención de todo el mundo.

La tutela comenzó luego de que Spears sufriera una enorme crisis en 2007, aguijoneada por la prensa amarillista y por la blogósfera de chimentos sobre la farándula. La cantante se paseaba por la esfera pública desde 1992, cuando se unió al Club de Mickey Mouse. En un primer momento, se habló de un acuerdo facilitado por la corte que se aplicaría de forma «temporaria». Durante los días posteriores, empezó a decirse que Spears había pasado cinco días sin dormir. En 2013, la cantante confirmó que había sido diagnosticada con trastorno bipolar.

La primera solución, aplicada rápidamente en un período de crisis, parece haber sido principalmente un medio de estabilizar la industria Britney Spears mucho más que de contener a la persona.

Su tutela legal está vigente desde entonces, aunque periódicamente sale a luz alguna disputa entre los miembros de la familia para definir quién está a cargo: por ejemplo, en 2019 Spears se peleó públicamente con su padre. El acuerdo implica que su tutor se hace cargo de todo, desde su transporte hasta su cartera de valores. Fue la corte, y no Spears, la que nombró a un abogado que se supone que debe ayudarla a salir de la situación de tutela.

Esta tutela indefinida deja abierta la posibilidad de que se controlen prácticamente todos los aspectos de la vida de la artista. Una de las revelaciones más impactantes divulgada por el New Yorker fue que Spears no tiene acceso a un teléfono personal y con frecuencia se ve obligada a pedir el de algún desconocido, para llamar a gente con la perdió contacto hace mucho tiempo. Antes de que se le exigiera firmar un acuerdo de confidencialidad, el rapero Iggy Azalea declaró que pasó un rato con Spears y pudo ver que su equipo controlaba hasta «cuántas gaseosas tomaba».

Un abogado especialista en tutelas declaró en Vulture:

Una parte considerable de las tutelas pasa por la coerción, en el sentido de que estos tipos suelen agitar una zanahoria y decirte «Si X, Y, o Z, te dejamos ver a tu novio». […] Spears ni siquiera puede subirse al auto con su novio. Así de ajustada la tienen.

Durante los trece años que lleva la tutela legal, Britney Spears no dejó de cumplir con todas las tareas que se esperan de una estrella del pop mundial y se subió al escenario alrededor de quinientas veces. Casi la mitad de estos shows fueron realizados en el marco de una residencia en Las Vegas que recaudó 137 millones de dólares. Su línea de perfumes genera alrededor de 30 millones de dólares por año. Desde 2007, lanzó cuatro discos de estudio y sus ingresos son de aproximadamente 70 millones de dólares.

En uno de esos shows —Brighton Pride 2018— algunos fans observaron que, antes de agradecer al público, Spears se acercó a un bailarín y le preguntó, «¿Dónde estamos?». En ese momento creyeron que se trataba de un gesto divertido, que estaba un poco cansada: después de todo, es bastante común que los artistas desorientados metan la pata cuando intentan gritar el nombre de la ciudad en la que están cantando. Pero ahora es difícil no pensar que se trataba de la manifestación de un ritmo de trabajo poco natural.

Spears dijo hace poco que fue «obligada» a hacer esa gira luego de que la empresa que la representa amenazó con denunciarla. Sus fans dicen que hace muchos años la cantante viene dando muestras de cansancio y desorientación, tanto en los shows como en las entrevistas. En 2019 por fin logró tomarse un descanso.

Las giras mundiales son físicamente extenuantes, hasta para los artistas mejor pagos, por no decir nada de los bailarines y el personal técnico, que en general trabaja en condiciones muy precarias. Con todo, Spears lleva una década sin parar mientras sigue atrapada en ese arcano legal que limita hasta las más mínimas libertades individuales aduciendo que es en beneficio de su salud mental.

Parece una versión particularmente cruel del sistema legal capitalista: se socava la libertad individual, supuestamente en beneficio de la persona afectada, para luego utilizar las restricciones con el objetivo de embarcarla en giras forzadas por todo el mundo.

Más allá de Britney

El caso Spears es particularmente perturbador, pero estas condiciones de explotación son muy comunes en la industria de la música pop. La cantante Jesy Nelson, exmiembro de Little Mix, declaró que, luego de sufrir un accidente, recibió «cerca de cincuenta inyecciones» con las que se garantizó que sería capaz de completar su gira por Estados Unidos. Por su parte, Rebecca Ferguson, cantante británica, contó que la industria de la música, con sus abusos y acosos, la dejó exhausta y al borde del suicidio cuando recién estaba comenzando su carrera. También contó que a un niño que era parte de la banda lo «golpearon contra la pared» por desafiar las decisiones de la discrográfica y declaró que a ella misma, en una sesión de grabación, le inyectaron adrenalina para que siguiera trabajando.

Sin embargo, las experiencias de la mayoría de los artistas permanecen en las sombras: muchos se ven obligados a firmar acuerdos de confidencialidad sobre sus propias condiciones laborales, mientras que otros, descartados en fases tempranas de su carrera, abandonan la industria sin que nadie los escuche. Por ese motivo, Ferguson está exigiendo que se conforme una institución encargada de brindar asesoramiento legal independiente a los artistas. En las condiciones actuales, los artistas muchas veces firman contratos siendo muy jóvenes, con poco o ningún respaldo legal, agradecidos como están de recibir aunque sea un reconocimiento menor por parte de la industria.

A medida que los servicios de streaming desplazan las ventas físicas, la música pop depende cada vez más de las giras y de los ingresos que genera el marketing. Las giras exigen son difíciles y extenuantes, y el marketing requiere aplicar un control muy estricto sobre la imagen de los artistas, para protegerla de hipotéticos riesgos vinculados a su reputación. El control y la explotación son indisociables del hecho de ser una celebridad del mundo del espectáculo bajo el capitalismo. Cuando el viejo modo de producción capitalista de la música tambalea, el control sobre los recursos remanentes —el artista— se intensifica.

Sería injusto presentar a Britney Spears como una triste víctima de la explotación, o a sus fans como gente ingenua engañada por la industria. Sus shows más importantes y su carisma fueron realmente cautivadores, y las rutinas de baile de las primeras etapas de su carrera pocas veces fueron igualadas. El disco Blackout de 2007 es uno de los documentos más ricos de la cultura popular de esa década. Es audaz en cuanto a la experimentación y representa una parodia inteligente de la paranoia de la artista.

Por su parte, los fans muchas veces parecen demasiado dispuestos a continuar la invasión de la vida privada y la construcción de mitos típicas de los medios de la farándula. Pero lo cierto es que los más inteligentes lograron visibilizar una estructura legal compleja que claramente fomenta el abuso y la explotación. Evidentemente, a esta altura la relación entre los fans y la artista trascendió el sueño de una mera transacción económica que deseaban imponer las discográficas.

Es muy fácil despreciar la cultura de masas como un mero producto vulgar del capitalismo. Por supuesto, la crítica cultural tiene sentido. Pero es mejor evadir las conversaciones moralistas y pensar prácticamente cómo podemos crear una mejor cultura popular, del mismo modo en que lo hacen los fanáticos del deporte cuando critican a los monopolios o exigen que la industria responda al control de los simpatizantes y de los afiliados. Los fans son capaces de atravesar la ideología que justifica la explotación y simpatizar con la humanidad de los artistas: eso es algo que tenemos que recuperar.

Los problemas de Britney Spears pueden parecer muy distantes de los de cualquier artista que está iniciándose en el rubro. Pero su caso muestra la forma en que el capital es capaz de obstaculizar la libertad humana, aun en el caso de una capitalista modelo, y ejemplifica situaciones que son muy frecuentes en la industria del entretenimiento. Para solucionar estos problemas es necesario criticar toda la estructura, desde la miseria que paga el sector que lucra con el streaming hasta la desigualdad que existe entre los artistas y las discográficas.

Sean O’Neill

Escritor y DJ irlandés radicado en Londres. Publica en VICE, i-D, and Crack.

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