El domingo 6 de junio los peruanos fuimos a las urnas a elegir presidente entre Keiko Fujimori y Pedro Castillo. Se llegaba a la jornada electoral en un ambiente polarizado. De un lado, el fujimorismo y la derecha peruana —con el soporte de los grupos de poder— se presentaban como alternativa para salvar el país de la «amenaza comunista». Del otro lado, Castillo concentraba el respaldo de los sectores populares que, hartos de la clase política, demandaban cambios de fondo.
Se sabía que los resultados serían apretados; ya lo habían sido en 2016, cuando Kucynzky se impuso a Fujimori por 42 mil votos. Pero a diferencia de aquella vez, donde se enfrentaban dos proyectos de derecha, ahora estaba en juego la supervivencia misma del régimen. El reconocimiento de un triunfo de Pedro Castillo no sería algo que las élites estuvieran dispuestas a asumir fácilmente.
El 15 de junio, con el 100% de las actas contabilizadas, la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) publicó que Pedro Castillo ganaba la elección con el 50,12% de los votos sobre el 49,87% de Keiko Fujimori: más de 44 mil votos de diferencia. Castillo ya hubiera podido ser proclamado presidente, pero la impugnación de miles de votos por parte del fujimorismo y las maniobras en el Jurado Nacional de Elecciones lo ha retrasado. El fujimorismo y sus aliados buscan impedir lo inevitable: el cierre del ciclo político neoliberal frenando, a la vez, la apertura de uno distinto favorable a las mayorías.
El ciclo neoliberal se impuso aprovechando además el repliegue de los sindicatos, organizaciones populares y partidos de izquierda golpeados por el conflicto armado y la crisis económica. Se consolidó un régimen que en lo político garantizaba una gobernabilidad tecnocrática, en lo económico avanzaba liberalizando sectores estratégicos y en lo social imponía nuevos sentidos comunes y formas de sociabilidad que exaltaban el individualismo. Como particularidad peruana, bajo el liderazgo de Fujimori y Montesinos se enquistó una mafia corrupta destinada a controlar los poderes del Estado garantizando continuidad e impunidad.
En el año 2000, ante la magnitud de los escándalos de corrupción, Alberto Fujimori fue sacado del gobierno. Pero lejos de debilitarse por la crisis política, el neoliberalismo tomó nuevos aires, alentado por los altos precios de los commodities en el mercado mundial. Los gobiernos elegidos en democracia no variaron el régimen ni desmontaron las redes corruptas del fujimorismo; al contrario, reforzaron el modelo primario exportador, administrando el Estado con la misma lógica corporativa que les brindaba ganancias.
A la par, las impugnaciones al neoliberalismo se expresaban tanto en los conflictos socioambientales de comunidades campesinas y territorios indígenas confrontadas al avance del gran capital como en el terreno electoral, donde ganaron terreno opciones críticas (como Humala en 2011, aunque pronto traicionó su plataforma de cambios, o Verónika Mendoza en 2016).
La hegemonía del régimen neoliberal se deterioró con mayor fuerza a partir de 2018 con las denuncias de corrupción vinculadas al caso Odebrecht. El involucramiento de toda la clase política en sobornos, licitaciones y otros delitos arrastró a expresidentes y autoridades locales y judiciales generando la indignación de la ciudadanía. La renuncia de Kucinzky, la reorganización de la Junta Nacional de Justicia y el posterior cierre del Congreso configuraban una crisis de grandes magnitudes donde colapsaban casi todos los poderes del Estado.
Pero el neoliberalismo sobrevivía, sostenido en dos pilares fundamentales: la institución presidencial y la aceptación social. Fue la pandemia lo que dio las estocadas finales a la deteriorada vigencia mantenida en ambos niveles. En primer lugar, la vacancia al expresidente Vizcarra en noviembre de 2020 por un Congreso copado de intereses privados generó una masiva respuesta popular en las calles que impidió se consolidara un golpe, pero colocó a Sagasti como precario presidente transitorio.
En segundo lugar, la tragedia sanitaria de la pandemia (con su correlato en la esfera económica) reveló una sociedad devastada. El abandono del Estado, el lucro de las clínicas, el monopolio del oxígeno, la quiebra de pequeños negocios y los millones de informales incapaces de resistir a las cuarentenas incrementó el hambre y la pobreza licuando la hegemonía social que el modelo mantenía. El régimen neoliberal impuesto en 1992 colapsaba en toda línea, y los resultados de las elecciones presidenciales de 2021 confirmarían este agotamiento.
Si bien Castillo amplió su marco de alianzas firmando un compromiso con Verónika Mendoza, convocando profesionales reconocidos y articulando un sector liberal «antifujimorista» nada tranquilizó a las élites, que persistieron en una cruzada anticomunista con noticias falsas, insultos racistas e inventos sobre la catástrofe que significaría su gobierno. Peor aún, culminado el conteo de votos por la ONPE, el Fujimorismo y sus aliados han desplegado una estrategia golpista, que desconoce los resultados y busca impedir la proclamación presidencial de Castillo.
Si bien queda clara la desesperación de la derecha ante el inminente cierre del ciclo, la pregunta ahora es cómo será este nuevo momento político. Podría afirmarse que está surgiendo ya un tiempo distinto, marcado por la trayectoria de Castillo y el entorno del que va rodeándose. A diferencia de Humala, Castillo tiene extracción popular, experiencia sindical y sensibilidad de izquierda, pero a la vez es pequeño agricultor y emprendedor, lo cual influye en el pragmatismo, capacidad de negociación y sentido de oportunidad con el que se ha desenvuelto y ganado la campaña.
Este perfil plebeyo y pragmático se evidencia también en los entornos que lo acompañan y podrían prefigurar un nuevo gabinete. De un lado está el círculo de izquierda: Perú Libre, partido de izquierda regional que lo llevó a la presidencia y que junto al Nuevo Perú y otras fuerzas deberán actuar coordinadamente para favorecer la implementación de los cambios prometidos, especialmente en economía y en lo concerniente al proceso constituyente. Pero también se cuentan agrupaciones —y sobre todo personajes— de variopinto color político, que con olfato oportunista se han acercado al profesor aprovechando redes de parentesco o territoriales. Ellos, junto a sectores de la derecha político–empresarial, aspiran a neutralizar la realización de cambios sustantivos y beneficiarse de una gestión presidencial similar a las anteriores.
El interrogante gira en torno a qué acciones podría realizar Castillo para empezar a abrir un nuevo ciclo, presionado como está hoy por una derecha golpista, por la falta de mayoría parlamentaria y por la tentación centrista. Primero que nada, deberá asegurarse durar en el gobierno, convenciendo a los que no votaron por él con quienes sí lo hicieron. Ello implica fortalecer un primer círculo político–social de izquierda y progresista abierto al centro que ayude también a variar la correlación de fuerzas adversas en el Congreso.
Asimismo, puede hacerse fuerte a partir de la implementación de cambios concretos para mejorar las condiciones de vida de la gente, atendiendo prioritariamente la salud y la reactivación económica con generación de empleo. Para ello es fundamental incrementar los recursos fiscales con medidas como la nacionalización del gas o el impuesto a las sobreganancias mineras, que a la vez serían relevantes en términos de recuperación de la soberanía y proyecto nacional.
Será fundamental también iniciar el proceso constituyente, involucrando a la ciudadanía en una iniciativa de recojo de firmas para consultar en Referéndum si se está de acuerdo o no con una nueva Constitución producto de una Asamblea Constituyente. El proceso constituyente impulsaría un gran debate nacional y la discusión y aprobación de esa nueva Constitución, ojalá expresión de una representación plurinacional y paritaria. Además, permitiría afirmar un nuevo ciclo, con un Estado garante de derechos, redistribución y justicia social.
Si bien para la segunda vuelta (neo)liberales y ultraderechistas coincidieron en respaldar al Fujimorismo, ahora vuelven a distanciarse. Keiko ha quedado desgastada, complicada por los vínculos con Vladimiro Montesinos, quien reapareció coordinando telefónicamente desde la cárcel para alterar el resultado electoral. Ante el desconcierto de (neo)liberales que hipotecaron su suerte al fujimorismo, el sector más fortalecido es la ultraderecha liderada por Rafael López Aliaga, que acumula en las clases altas y los sectores populares urbanos de Lima alimentándose del conservadurismo y la beligerancia antizquierdista exacerbada durante la campaña.
De otro lado queda una sociedad tensionada y un ambiente enrarecido, azuzado por el fujimorismo y sus aliados. Junto a movilizaciones masivas de partidarios de Castillo y también del fujimorismo ocurridas durante tres semanas consecutivas, se han desarrollado acciones violentas de hostigamiento contra autoridades electorales, cartas llamando al golpe de Estado por parte de exmilitares, ataques contra ronderos y profesores y finalmente la agresión física al jefe de la ONPE.
En todo esto los medios de comunicación han cumplido rol nefasto: es el caso del Grupo El Comercio, que supeditó completamente su línea editorial al fujimorismo, o la televisora Willax, con su maquinaria de fake news, terruqueo y difamaciones. También las redes sociales operaron como bastión de desinformación, siendo funcionales a las matrices de opinión impuestas por los grupos de poder para deslegitimar el triunfo de Castillo.
Abrir paso a un proceso transformador es una tarea difícil. El éxito dependerá en gran medida de la voluntad y articulación de los actores políticos en el gobierno, manejando alianzas y contrapesos con otros sectores democráticos, pero principalmente apuntando a consolidar una base político y social que otorgue soporte y defienda a esos cambios.
En una sociedad como la peruana, con partidos políticos débiles, un tejido social fragmentado y mafias enquistadas en el aparato público, lo que se actúe desde el Estado será fundamental para desmontar estructuras neoliberales (por ejemplo, en el manejo de los recursos naturales, la reforma tributaria o el régimen de pensiones de las AFP). Pero la actuación estatal será insuficiente si se hace de espaldas a la población que votó por cambios. Por ello será fundamental involucrar a la ciudadanía y sus diversas organizaciones —sean comunidades campesinas, indígenas, organizaciones barriales, asociaciones comerciales u otras—, de modo que se comprometan en la defensa de sus derechos.
Este nuevo tiempo está en disputa y abierto a la contingencia. Lo que esperamos es posible, aunque también puede no realizarse. Pero como diría Alberto Flores Galindo, «hay espacio para la esperanza».
Funcionarios israelíes acaban de rechazar un acuerdo de alto el fuego que podría haber devuelto…
La rabia de clase está presente en todos los álbumes de estudio de Nirvana. Treinta…
Pensadores rebeldes, el último libro de Cristóbal Kay, ofrece un oportuno panorama de una era…
Los socialistas nos centramos en la clase trabajadora por nuestro diagnóstico de lo que está…
Canadá ostenta una de las tasas de muerte asistida más altas del mundo, permitiendo a…
Los trabajadores franceses votan al ultraderechista Rassemblement National en mayor medida que a otros partidos,…