A un siglo de distancia, la sublevación de la base naval soviética de Kronstadt de marzo de 1921 y su posterior represión por el poder bolchevique sigue planteando una grieta entre revolucionarios comunistas y anarquistas, basada por lo general en balances unilaterales de los hechos que solo buscan legitimar una posición preestablecida. Tal vez esta dificultad para decir algo nuevo que vaya más allá de las posiciones cristalizadas a lo largo del siglo transcurrido explique en parte la falta de textos que busquen reflexionar sobre este aniversario trágico.
Para entender mejor el proceso, las decisiones que tomó cada uno de los sectores en disputa y las consecuencias políticas de este episodio doloroso de la revolución rusa es necesario detenernos en el particular contexto en el que se producen los hechos, buscando no usar a las determinaciones históricas como justificación de lo actuado, y en los argumentos de algunos de sus principales protagonistas, descartando cualquier posible acercamiento acrítico.
La Rusia destrozada por la Primera Guerra Mundial se había transformado en la primera república comunista de la historia en 1917, pagando un devastador costo económico, social, político y hasta territorial para consolidar el heroico triunfo del poder revolucionario. En los tres años siguientes, tras la sucesiva guerra civil en la que las fuerzas «blancas» del zarismo contaron con el apoyo militar de catorce naciones (Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y tropas de algunas de sus colonias, Polonia, Serbia, Canadá, Rumania, Italia, China, Checoslovaquia, Japón, Grecia y Australia), la situación se volvió aún más difícil para proletarios y campesinos.
En El año I de la revolución, Víctor Serge recuerda:
En el discurso de apertura al X congreso del Partido Comunista, realizado entre el 8 y el 16 de marzo de 1921, en total simultaneidad con la insurrección de Kronstadt, Vladimir Lenin enfatiza:
Luego, en referencia al «tránsito» que la joven república soviética encara de la guerra hacia la paz, detalla: «Este tránsito ha acarreado tantas conmociones que hemos estado lejísimos de tenerlas todas en cuenta. Es indudable que en ello radica una de las causas principales del cúmulo de errores y desaciertos que hemos cometido en nuestra política durante este período y cuyas consecuencias sufrimos hoy». Al respecto, destaca como uno de los problemas principales del período la masiva desmovilización de cientos de miles de integrantes del victorioso Ejército Rojo «cuyo retorno ofreció extraordinarias dificultades por el estado de nuestros medios de transporte y, además, en un momento en que sufríamos el azote del hambre como consecuencia de la mala cosecha y de la escasez de combustible, que paralizó en grado considerable el transporte; esta desmovilización nos impuso, como vemos ahora, tareas que no supimos calibrar, ni mucho menos, por completo». Y concluye: «Aquí radican en buena parte las causas de toda una serie de crisis: la económica, la social y la política».
Según Lenin, esta desmovilización «agravaría todas las calamidades que sufría la República Soviética, extenuada por la anterior guerra imperialista y por la nueva guerra, por la guerra civil», haciendo que «se manifiesten en mayor grado». Recién después de esos tres dificilísimos años en los que todas las energías del país se orientaron a ganar la guerra, a inicios del año 21 se puede ver «hasta dónde llegan la ruina y la miseria, que nos condenan por mucho tiempo a dedicarnos simplemente a restañar las heridas». Teniendo en cuenta este escenario es que el principal dirigente bolchevique sostiene que lo que existe es «algo intermedio entre la guerra y la paz». E insiste:
El gobierno debe preocuparse por la seguridad ciudadana y por el movimiento de mercaderías, multiplicando las funciones de policía mientras se reducen las militares.
En ese contexto tan crítico como inédito, además, la dirigencia soviética cometió numerosos errores de cálculo que agravaron la situación, aumentando las raciones en los últimos meses de 1920 y viéndose obligada a recortarlas nuevamente a inicios del nuevo año o permitiendo «de golpe una distribución de combustible tan amplia que agotó las existencias», que se habían incrementado recientemente gracias a la recuperación militar de las zonas productoras de carbón y petróleo.
Así, estas decisiones problemáticas relacionadas con «una idea equivocada del estado de cosas y con la rapidez del paso de la guerra a la paz» (Lenin concluye que la experiencia mostró que «este tránsito solo es posible a un ritmo bastante más lento de lo que pensábamos»), se combinaron con una dramática mala cosecha «que originó una escasez inmensa de forrajes, la mortandad del ganado y la ruina de la hacienda campesina», lo que obligó a la administración soviética a recurrir a los mayores excedentes de distintas periféricas de la República (como Siberia o el Cáucaso) donde «el Poder soviético era menos estable». Para Lenin, entonces, «el aumento de víveres se logró a costa de las provincias donde las cosechas son menores, lo cual vino a agravar en extremo la crisis de la hacienda campesina».
«Nuestra situación era tan apurada que no podíamos elegir (…). Y está claro que un país arruinado no podía hacer otra cosa que incautarse de los excedentes de los campesinos, incluso sin indemnizarles de algún modo. Eso era necesario para salvar al país, al ejército y al poder obrero y campesino», concluye en su informe al X Congreso. En el mismo sentido, en un texto de 1938 en el que vuelve el tema («Alarma por Kronstadt»), León Trotsky resume las dramáticas contradicciones del momento: «La ciudad no dio prácticamente nada a la aldea y tomó casi todo de ésta».
En el texto ya citado, Serge resume: «Parece haber terminado la guerra civil, pero el levantamiento de los campesinos y la insurrección de Kronstadt ponen brutalmente de manifiesto el grave conflicto entre el régimen socialista y las masas del campo». Una de las claves que llevará al desenlace dramático del 18 de marzo está precisamente en las diferentes percepciones respecto de la velocidad posible para este tránsito entre la guerra y la paz del que hablaba Lenin. Para grandes sectores populares, una vez terminados los combates en los distintos frentes (sólo falta desalojar a Japón de Siberia, lo que se logrará en 1922) y después de tres años de abnegado sacrificio, era hora de comenzar a aplicar velozmente algunos cambios.
En un discurso ante la III Internacional Lenin recuerda: «La efervescencia era muy grande entre los campesinos; también reinaba el malestar entre los obreros. Estaban extenuados y agotados. Las fuerzas humanas tienen sus límites. Habían pasado hambre tres años, pero no se puede pasar hambre cuatro o cinco años. Naturalmente, el hambre influye mucho en la actividad política».
La situación multiplica las huelgas espontáneas en reclamo de una serie de mejoras económicas y por el relajamiento de las medidas disciplinarias extraordinarias impuestas por la guerra. Solo en febrero, la Cheka (el servicio de inteligencia soviético, antecesor de la KGB) informa de 155 levantamientos campesinos en distintas regiones, mientras todavía subsisten rebeliones tan masivas como la majnovista, que encabezaron el anarquista Néstor Majnó y sus Ejércitos Negros en Ucrania, o la «rebelión de Tambov», liderada por el eserista (socialista revolucionario) Aleksandr Antónov. Trotsky ubica sin dudar a la rebelión de Kronstadt en esta serie de «insurrecciones y levantamientos pequeñoburgueses», planteando que lo único que la diferencia del resto es «su mayor efecto externo».
En enero, después de que el gobierno anuncie un nuevo recorte en las raciones y se agudice la falta de combustible, se suceden una serie de huelgas en Moscú y, en febrero, estas se trasladan a Petrogrado. Trotsky recuerda: «Toda la capa dirigente de los trabajadores había salido de Petrogrado. El hambre y el frío reinaban en la capital desierta, tal vez aún más furiosamente que en Moscú. ¡Un período heroico y trágico! Todos estaban hambrientos e irritables. Todos estaban descontentos. En las fábricas había una sorda inconformidad».
Esta inquietud también se instala en la estratégica isla de Kronstadt, destacamento militar a unos 30 kilómetros de la desembocadura río Neva, en pleno golfo de Finlandia, el histórico «escudo protector» de Petrogrado desde los tiempos de Pedro el Grande que también era la base de la diezmada flota soviética del Báltico (apenas quedaban operativos dos buques de guerra, dieciséis destructores, seis submarinos y una flota de dragaminas).
Para 1921, la isla tenía una población de alrededor de 50 mil civiles y 26 mil marineros y soldados. Aunque hasta el momento se había mantenido fiel al gobierno bolchevique, Trotsky sostiene que la composición social de entonces se había modificado respecto de aquellos que habían sido el «orgullo y gloria de la revolución» en 1917, por las numerosas bajas de la guerra, las reubicaciones y un creciente predominio del componente campesino, que trasladaba directamente sus demandas y preocupaciones a la base.
Con la lógica implacable que lo caracteriza, el Comisario de Guerra y Jefe del Ejército Rojo traza un perfil sociológico de la composición social de los marineros, destacando tres capas políticas: «los revolucionarios proletarios, algunos de ellos con un pasado y un entrenamiento serios; la mayoría intermedia, principalmente de origen campesino; y finalmente, los reaccionarios, hijos de kulakis, tenderos y curas». Esta composición va variando hasta la situación de 1921, respecto de la que Trotsky sostiene:
Más allá de las versiones que inmediatamente comenzarían a circular sobre el programa «reaccionario» votado, es claro que las reivindicaciones van en el sentido de lo que definen como una «tercera revolución» dentro del proceso ruso (después de las de febrero y octubre de 1917). Los quince puntos sostienen que los actuales soviets no expresan la voluntad de los obreros y campesinos, piden que se convoque a nuevas elecciones con voto secreto y libertad de prensa y discusión para la campaña previa. También exigen libertad de reunión para sindicatos y organizaciones campesinas, liberación de los presos políticos (además de la creación de una comisión revisora de los casos de los detenidos en cárceles y campos), abolición de los privilegios especiales de los bolcheviques y eliminación de las unidades oficiales para reprimir la circulación y confiscar alimentos y garantías de libertad de cría y cultivo para los campesinos, además de permitir la pequeña producción individual en pequeña escala y otras reivindicaciones.
No se trata de reclamos contrarrevolucionarios sino de expresiones del cansancio frente a las dificultades de la vida cotidiana tras la guerra civil y de esperanza de regreso a las libertades políticas de la primera etapa revolucionaria.
Aunque no hay dudas de que su programa no es contrarrevolucionario, como denuncian los bolcheviques, sin dudas el alzamiento de Kronstadt va a tener un claro uso antisoviético tanto en el país como en el resto del mundo por parte de sectores políticos que hasta hace semanas venían tratando de derrocar militarmente al gobierno bolchevique y que ahora agitan la causa de la democracia en los sóviets. En una de sus intervenciones ante el X Congreso, Lenin denuncia la existencia de «guardias blancos» que «procuran y saben disfrazarse de comunistas, hasta de los más izquierdistas, con tal de debilitar y derribar el baluarte de la revolución proletaria en Rusia».
Siguiendo esta línea política, los bolcheviques van a hacer oídos sordos a los reclamos «democráticos» (posiblemente también para no fortalecer la posición de agrupaciones internas del mismo Partido que sostenían demandas similares), exigiendo desde un primer momento la rendición incondicional de la base, por considerar que la sublevación implicaba un riesgo real de invasión de fuerzas blanca por Finlandia. El mar congelado que rodeaba la isla estaba a pocos días de romperse y había que resolver el conflicto antes de que esto sucediera, volviendo inexpugnable a la fortaleza.
El 2 de marzo, unos 300 delegados de buques de guerra, unidades militares y sindicatos se reunieron para renovar el sóviet según la decisión de la asamblea del día anterior. Los bolcheviques trataron de disuadirlos y varios terminaron arrestados. Entonces comenzaron a circular rumores de un posible ataque del Gobierno a la base, por lo que se eligió un Comité Revolucionario Temporal de cinco miembros, presidido por el marino Stepán Petrichenko, que días después se ampliaría a quince.
Los bolcheviques todavía no habían decidido la ofensiva militar, pero no faltaba mucho. La decisión se confirmó el 4 de marzo en la reunión del Soviet de Petrogrado, presidido por Grigory Zinoviev. La anarquista estadounidense Emma Goldman, que se encontraba en Rusia, recordará esa sesión en su libro Mi mayor desilusión en Rusia (1924):
Al día siguiente, Goldman, Alexander Berkman y Perkus Petrovsky le escriben a Zinoviev para proponer algunas soluciones alternativas que eviten el derramamiento de sangre. En la carta reconocen que «el espíritu de fermento e insatisfacción que se manifiesta entre los trabajadores y marineros es el resultado de causas que exigen nuestra seria atención» y agregan que «la ausencia de toda oportunidad de discusión y crítica está obligando a los trabajadores y marineros a ventilar sus reclamos abiertamente». También alertan sobre el peligro de que «las bandas de guardias blancos» exploten esta insatisfacción «en sus propios intereses de clase», cuando «escondidos detrás de los obreros y marineros lanzan consignas de Asamblea Constituyente, de libre comercio y demandas similares».
Hasta entonces, la actitud de los referentes anarquistas es fraternal, por lo que agregan: «Declaramos al mundo entero que lucharemos con las armas contra cualquier intento contrarrevolucionario, en cooperación con todos los amigos de la Revolución Social y de la mano de los bolcheviques». Pero piden una resolución del conflicto «por medio de un acuerdo revolucionario fraterno y de camaradas», advirtiendo que el «derramamiento de sangre» por el gobierno soviético «solo servirá para agravar las cosas y fortalecerá las bandas de la Entente y de la contrarrevolución interna», además de tener un «efecto reaccionario sobre el movimiento revolucionario internacional» provocando un «daño incalculable a la Revolución Social». «Camaradas bolcheviques, piensen antes de que sea demasiado tarde. No jueguen con fuego: están a punto de dar un paso de lo más serio y decisivo», insisten, para luego proponer que se forme una comisión negociadora de cinco personas, incluyendo a dos anarquistas.
El pedido será desoído por los bolcheviques, que comenzarán con los ataques a la fortaleza el día 7 de marzo. La ofensiva inicial, con algunos pocos miles de soldados, es rechazada, y la crisis de Kronstadt atravesará todo el X Congreso del Partido Comunista.
Uno de los ejes principales del debate es el económico, que concluirá con la aprobación de la Nueva Política Económica (NEP), un golpe de timón a instancias de Lenin que permitía un gradual retorno de la iniciativa privada para liberar las tensiones acumuladas por la economía centralizada durante la guerra. Si bien los planteos de Lenin y de Trotsky sobre el tema pueden rastrearse hasta varios meses atrás, lo cierto es que su aprobación en el Congreso aparece como una respuesta directa a algunos de los reclamos planteados por Kronstadt, dando cuenta de que la lógica del comunismo de guerra ya era insostenible, aunque grandes sectores del bolchevismo seguían aferrados a ella.
Pero la flexibilización económica va acompañada por un endurecimiento político. En su fundamentación del «Proyecto inicial de resolución del X Congreso del PC de Rusia sobre la unidad del partido», Lenin sostiene:
Y agrega:
Así, lejos de tomar la insurrección en curso en Kronstadt para repensar algunas definiciones políticas, los bolcheviques intentan controlar la explosiva situación con un plan de concesiones económicas que contrasta con una profundización del centralismo y un recorte de las libertades democráticas en el partido y en los soviets, que se entienden casi como una y la misma cosa («Como partido gobernante, no podíamos menos de fundir las ‘altas esferas’ del partido con las de los Soviets –están fundidas y lo seguirán estando», afirma Lenin en su informe al Congreso). En sintonía con la decisión de aplastar a Kronstadt, el Partido también decide condenar con una resolución secreta las «desviaciones sindicalistas y anarquistas dentro de nuestro Partido», terminando de excomulgar a la Oposición Obrera, liderada por Alexandra Kollontai.
Para entonces ya Tujachevsky había preparado una ofensiva a gran escala para tomar la fortaleza, con más de 50 mil efectivos a sus órdenes. Se trataba de una operación militar complicada no solo por las altas murallas y fuertes que defendían la isla, con 135 cañones y 68 ametralladoras, a los que se sumaba la artillería de los buques de guerra Petropávlovsk y Sevastópol (cada uno con seis cañones de doce pulgadas y dieciséis de ciento veintinueve milímetros, que por suerte para los atacantes aún estaban parcialmente aprisionados en el hielo, con dificultad para maniobrar). El punto continental más cercano a la fortaleza era Oranienbaum, ocho kilómetros al sur, por lo que cualquier asalto implicaba la necesidad de cruzar al descubierto el hielo mortal, a merced del fuego de los defensores.
Durante el día 16 se hostigó a la fortaleza con bombardeos, para iniciar la ofensiva terrestre en la madrugada del 17. Después de durísimos combates, las fuerzas gubernamentales fueron tomando uno a uno los distintos fuertes, a costa de miles de bajas. Luego de más de un día de batalla, que en algún momento incluso se hizo casa por casa, finalmente la fortaleza cayó en las primeras horas del 18 de marzo. Se estima que en los combates hubo cerca de 10 mil muertos del bando bolchevique (buena parte, por congelamiento cuando los cañonazos rompían la superficie helada por la que avanzaban las tropas).
Se suelen recordar solo las víctimas por el bando rebelde, pero es justo recordar que las muertes del bando bolchevique casi triplicaron a las de los defensores, tomando las cifras más amplias que contabilizan unas 600 muertes durante los ataques, a las que hay que sumar la ejecución sumaria de 13 cabecillas del alzamiento y el fusilamiento de algunos cientos de los 2500 prisioneros que se tomaron en la operación, que luego fueron derivados a distintas cárceles y campos donde muchos también acabarían perdiendo la vida. En el proceso, los bolcheviques además utilizaron métodos inaceptables para las fuerzas revolucionarias, como tomar de rehenes a familiares de los sublevados (por iniciativa de Zinoviev, que decidió aplicar esta táctica usada durante la guerra civil para garantizar que los generales zaristas reciclados no traicionen al Ejército rojo). Se estima que unos ocho mil rebeldes huyeron a Finlandia.
Más allá de los argumentos militares sobre el riesgo de que una base tan estratégica como Kronstadt cayera en manos enemigas, que se utilizaron para justificar la ofensiva militar, la propaganda bolchevique buscó legitimar el fratricidio reforzando la denuncia sobre el carácter contrarrevolucionario de los sublevados. El propio Trotsky siguió sosteniendo durante mucho tiempo que la rebelión respondía a una intervención de agentes contrarrevolucionarios, aunque no haya aparecido evidencia histórica de esto ni siquiera en la desclasificación de archivos.
En su informe al Congreso, Lenin sostiene que la sublevación es obra de «eseristas y guardias blancos del extranjero» que, en combinación con los planteos «pequeñoburgueses anarquistas», desemboca en una «contrarrevolución pequeñoburguesa». Zinoviev, como ya mencionamos, miente a sabiendas denunciando que «el general blanco Kozlovski había tomado Kronstadt a traición» (el exgeneral zarista estaba efectivamente en la base, pero no jugó un rol en el comité revolucionario que dirigió la revuelta). Lenin también dice algo parecido.
Uno de los argumentos favoritos para deslegitimar globalmente los reclamos de la comuna de Kronstadt pasa por sostener que una de sus consignas principales era la de «soviets sin bolcheviques». En una de sus intervenciones en el X Congreso, Lenin plantea que el reclamo de los sublevados consiste en «nebulosas consignas de ‘libertad’, ‘libertad de comercio’, ‘emancipación’, ‘Soviets sin bolcheviques’ o nuevas elecciones a los Soviets, o liberación de la ‘dictadura del partido’, etc., etc». Luego agrega:
Diecisiete años más tarde, Trotsky sigue en la misma línea en «Alerta por Kronstadt»:
En Kronstadt 1921, el historiador Paul Avrich desmiente estas afirmaciones bolcheviques:
Luego aclara:
Sin embargo, el X Congreso, y buena parte de la interpretación posterior de los hechos desde el trotskismo, descarta de plano el análisis textual de los reclamos anarquistas (en el que no pueden confirmarse las acusaciones de contrarrevolucionarios) y refuerza la interpretación «sociológica», insistiendo con la histórica definición del anarquismo como corriente ideológica «pequeñoburguesa» lo que, en el contexto de tensión política en un país donde los obreros eran minoría en una población mayoritariamente campesina, equivalía casi a definirlos como el enemigo principal.
El propio Trotsky recién matizará levemente su posición en 1939, poco antes de su muerte, planteando que «lo que el gobierno soviético hizo de mala gana en Krontadt fue una necesidad trágica» y reconociendo que los dirigentes anarquistas, incluyendo a Majnó, «tal vez tenían buenas intenciones, pero actuaron decididamente mal».
Por otra parte, el balance anarquista de los hechos suele limitarse a la condena global de la barbarie bolchevique, tomando a Kronstadt como prueba de que los métodos del stalinismo ya estaban plenamente vigentes en vida de Lenin y que, por lo tanto, solo hay una continuidad contrarrevolucionaria entre 1921 y los Juicios de Moscú o el Gulag. En este sentido es significativa la definición de Goldman en el texto ya citado:
Estos dos últimos nombres son los del presidente francés que ordenó aplastar a la Comuna de París y de uno de sus generales más sanguinarios, a los que se iguala con los líderes bolcheviques. Goldman concluye, expresando la posición de muchxs anarquistas en todo el mundo que originalmente miraron con esperanza a la Revolución Rusa: «Kronstadt rompió el último hilo que me unía a los bolcheviques. La masacre desenfrenada que habían instigado hablaba contra ellos con más elocuencia que cualquier otra cosa. Cualesquiera que fueran sus pretensiones en el pasado, los bolcheviques ahora demostraron ser los enemigos más perniciosos de la revolución. No podría tener nada más que ver con ellos».
Más allá de sus críticas, Serge no propone una reivindicación abstracta y moralista de la sublevación sino que matiza su análisis en relación con los límites históricos concretos en los que se producen los hechos. En sus Memorias de un revolucionario (1942) sostiene que Kronstadt «tenía razón» y que sus reclamos comenzaban «una nueva revolución libertadora, la de la democracia popular». Pero también reconoce que la situación soviética de entonces no habilitaba esa opción de forma inmediata: «Si la dictadura bolchevique caía, era solo un paso muy corto hacia el caos y, a través del caos, a la insurrección campesina, la masacre de los comunistas, el retorno de los emigrados y, al final, por la fuerza imparable de los acontecimientos, otra dictadura, esta vez antiproletaria».
Se pueden encontrar ecos de esta posición respecto de la validez de los reclamos, al tiempo que se reconoce lo inoportuno de los mismos, en algunas conclusiones de Avrich, un autor de claras simpatías libertarias:
Aunque pueda justificarse militar e históricamente, la represión de la comuna de Kronstadt sigue siendo una marca de oprobio para la revolución y un parteaguas para los revolucionarios del mundo. Más allá del uso interesado y canalla de los contrarrevolucionarios, miles de honestos simpatizantes del proyecto soviético consideraron inaceptable esa resolución y dejaron de alinearse con la URSS, lo mismo que sucederá más tarde con eventos como las represiones a las revoluciones húngara y checoeslovaca.
No igualamos a Lenin y Trotsky con Stalin ni mucho menos; somos conscientes de que el stalinismo constituyó un incomparable salto de calidad reaccionaria, pero también de que la decisión de reprimir violentamente la disidencia entre camaradas tuvo un dramático antecedente en 1921, que además facilitó la consolidación de los sectores burocráticos sobre los que se montó la tragedia stalinista.
En el libro Afinidades revolucionarias. Nuestras estrellas rojas y negras. Por una solidaridad entre marxistas y libertarios, recientemente editado por Herramienta, Michael Löwy y Olivier Besancenot plantean la necesidad de un balance histórico de los hechos que supere el maniqueísmo y las superficialidades de ambos bandos: «La toma del partido por parte de Stalin tendrá lugar tan solo un año más tarde, en ocasión del XI Congreso, en abril de 1922. Este advenimiento no fue cosa de un día. Durante la insurrección de Kronstadt, los apparatchiks del Kremlin todavía no se han apropiado totalmente del Partido, aún no han arrebatado la revolución a los soviets, pero se encaminan progresivamente a ello». Y concluyen: «¿No hay que ver entonces en la revuelta de Kronstadt una prueba de que, potencialmente, todavía existían fuerzas en la base de la revolución, disponibles para el combate contra un burocratismo creciente?».
Lenin mismo era consciente de la gravedad de la «plaga burocrática», como la definió en el X Congreso, llamando a «combatirla con eficacia»:
Lamentablemente, no se pudo ver la relación íntima y orgánica entre la restricción de la democracia en el partido, y en toda la vida soviética, y el fortalecimiento de la burocracia, sustento crucial del stalinismo. Así, incluso la llamada «última batalla» de Lenin (su alerta sobre el peligro burocrático en su testamento de 1924) queda absolutamente limitada por la ausencia de reflexión autocrítica sobre la cuestión democrática y sobre los peligros del sustituismo. En el mismo sentido, las consecuencias de la defensa a ultranza de lo actuado por el bolchevismo en este aspecto se extenderán trágicamente hasta la revolución española, donde el desencuentro del ya desterrado León Trostky con el anarquismo volverá a ser fatal.
La posible y deseable convergencia de tradiciones heterogéneas dependerá, en alguna medida, también de las reflexiones que podamos suscitar en torno a los episodios más dramáticos y cruciales de una historia revolucionaria que, pese a estar sembrada de equívocos, errores y elecciones de consecuencias dramáticas, seguimos reivindicando con orgullo como propia.
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