Repartidos a lo largo y a lo ancho de la isla de Japón, una docena de “Pokémon Center” pueblan las calles de Osaka, Hiroshima, Kyoto y Nagosha. Tras el mega éxito del manga, el animé y el videojuego, esta franquicia de pequeños y simpáticos monstruos que luchan entre sí gobernados por entrenadores y entusiastas no hizo más que crecer y conquistar otras zonas del mercado. En el mundo del videojuego, un “Pokémon Center” es una institución particular a la que los jugadores recurren para curar a sus Pokémon heridos en batalla y recuperar los que habían dejado archivados; se trata, así, de un edificio a medio camino entre un hospital y un depósito. Los “Pokémon Center” de Japón, por su parte, son enormes centros comerciales dedicados absolutamente a la venta de merchandising de la franquicia. El más importante y gigantesco se encuentra -no hay demasiada sorpresa- en Tokio, particularmente en el barrio de Nihonbashi, a unas pocas cuadras de la estación central de la ciudad, donde se solapan los trenes bala, líneas urbanas y subterráneos. Se pueden pasar horas simplemente mirando los anaqueles repletos de cientos o miles de diferentes productos: ropa, muñecos de peluche, cuadernos, lapiceras, decoraciones hogareñas, juegos de cartas, entre muchas otras categorías. Por estar ubicado en una zona tradicional de Tokio, el centro ofrece también cierto merchandising exclusivo que expone las trazas del período Edo de la historia de Japón: Pikachu vestido como un bombero del siglo XVII o con un “hakama”, pantalón tradicional de los samuráis.
Pero probablemente ninguno de estos fenómenos impulse tanto a pensar a la teoría cultural como el que se arremolina alrededor de “Ditto”. En la narración, este personaje es un Pokémon rosa, informe, que suele sonreír y que tiene como ojos dos puntitos negros. Su peculiar poder es que puede redistribuir las células de su cuerpo para cobrar la apariencia de lo que ve, en particular de otros Pokémon, pero, una vez que se relaja, vuelve a su forma original. Resulta extremadamente curiosa la popularidad que ganó el personaje entre el merchandising de la franquicia: no solo encontramos una variedad de peluches de Ditto, sino también decenas de muñecos de Ditto haciéndose pasar por otros Pokémon: por ejemplo, un Pikachu Ditto. La única seña distintiva entre el Pikachu Ditto y el Pikachu verdadero son esos ojos y esa sonrisa minimalista. Lo que fuerza a pensar este fenómeno, con la comprobación de una segmentación prodigiosa del mercado, es lo que nos propondremos llamar “superespecialización de la mercancía cultural”. En el contexto del capitalismo tardío, esta tendencia refiere al creciente proceso de diversificación de la mercancía que requiere asimismo de la continua producción y captura de nuevas dinámicas libidinales. Por ello, el abordaje de este fenómeno requiere reflexionar sobre el complejo anudamiento entre capital y deseo.
Ahora bien, si se le ha imputado al marxismo clásico el estar relativamente entrampado en una inteligibilidad productivista, son las “nuevas teorías del valor” las que se encargan de reubicar la importancia de la distribución y, particularmente, el consumo, como momento de consumación de la valorización capitalista. Este movimiento argumental no solo atenúa la demarcación neta entre trabajo productivo y trabajo improductivo, sino que también permite pensar la centralidad del consumo, y al deseo que está detrás de él, como el momento en que un trabajo adquiere el reconocimiento social de ser una instancia productora de valor capitalista. Y es precisamente esta apelación al “deseo de consumo” la que permite entender lo que llamamos “superespecialización de la mercancía cultural”.
Apenas podríamos reconstruir una teoría del deseo consistente desde los textos clásicos del marxismo. Debimos esperar a su hibridación con la filosofía nietzscheana francesa de la segunda mitad del siglo pasado para poder sacar algo en limpio: es un arco transnacional que va desde el ya clásico El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia (1972), de Gilles Deleuze y Félix Guattari, hasta, por citar un aporte reciente, El goce del capital (2020), de los argentinos Emiliano Exposto y Gabriel Rodríguez Varela. El problema que insiste en estas investigaciones refiere a las intrincadas relaciones entre deseo y capitalismo, entre la subjetividad y la producción de valor. Si el deseo, de acuerdo con la ontología que proponen Deleuze y Guattari, se concibe ya no desde una estructura de la falta (como en el psicoanálisis), sino como producción de diferencias, como fábrica, entonces es necesario situar el deseo en la base y no ya en la superestructura: en el capitalismo, producción económica y producción de subjetividad van de la mano. ¿Se deriva, sin embargo, de este postulado, que el deseo se crea siempre en el campo del valor?
Ciertamente los debates de la teoría social, política y cultural han elaborado diversas figuras del deseo capitalista, todas ellas fundamentales para la perpetuación y la reproducción del modo de producción. Podríamos pensar no solo en el deseo de fascismo (como deseo contrarrevolucionario opuesto a la multiplicación de los deseos), sino también en variantes más cotidianas (y quizás por ello menos visibles o problematizadas) como el deseo de paz social o de “normalidad” del usuario frente a la amenaza que representan las huelgas o los conflictos sociales, o bien el deseo de autorrealización pregonado por el coaching y el emprendedorismo neoliberales, que convierten a cada sujeto en un empresario de sí mismo. La lucha de clases misma, el motor de la sociedad capitalista, ha sido leido bajo la dinámica de un deseo de reconocimiento.
En el efecto Veblen, el deseo de reconocimiento en la lucha de clases se refracta en un deseo de reconocimiento en el consumo. Se trata de un deseo de tipo “exclusivista”, de estatus. Pero existen otras variantes de esta dinámica. Se comprueba con relativa autoevidencia que existen deseos de consumo de un tipo más “inclusivista”, como los que se configuran alrededor de una comunidad interpretativa y de placer abierta y expansiva. Por ejemplo, aquellas en torno a multimillonarias franquicias (seguidores de Harry Potter, de Star Wars o de los superhéroes de Marvel); aunque este tipo de análisis se podría expandir también a las comunidades con una función social emancipatoria más clara, como las minorías que luchan por mayor visibilidad o por la abolición de una asimetría histórica y que comparten el consumo de determinadas mercancías culturales (por ejemplo, obras audiovisuales, literarias o ensayísticas con perspectiva de género). De todos modos, consumo “exclusivista” y consumo “inclusivista” no son diferenciaciones netas, ya que nada impide que en una comunidad expansiva se reinstalen vectores de jerarquización dados, por ejemplo, alrededor del saber o la experiencia (el “efecto snob”). En todo caso, sea la variante que sea, parece difícil negar que en el capitalismo tardío el consumo cultural se configura, en muchas ocasiones, como un password, un signo ostensivo pero a la vez performático que abre las puertas y crea nuevas posibilidades.
A partir de una comprensión del deseo como producción de diferencias, la tendencia hacia la superespecialización de la mercancía en el capitalismo tardío se expresa en la continua producción, por parte del capital, de nuevas dinámicas libidinales, en un proceso de heterogeneización creciente del deseo y la mercancía -heterogeneización que tiene, sin embargo, su límite en la subsunción a la lógica del valor. La diversificación de la mercancía, así, busca capturar inmanentemente el poder diferencial del deseo. El diseño y la publicidad son formidables mecanismos de producción y diferenciación del deseo, de su captura bajo la forma mercancía y del sostenimiento del valor en un marco de superproducción. Y es aquí donde la introducción de las tecnologías digitales significó una verdadera revolución en la relación entre deseo y mercancía. Solo por focalizar en un aspecto, lo que se ha llamado “gubernamentalidad algorítmica”, es decir, la producción de “perfiles” vía la minería de datos digitales, implicó una reescritura radical del modo en que el capital estimula el deseo. Netflix, por dar sólo un ejemplo, ofrece un mismo producto audiovisual con un diseño de portada diferente (enfatizando cierto aspecto de la trama en detrimento de otro) a usuarios con perfiles diversos.
Quizás es precisamente esta dinámica diferencial del deseo lo que el capitalismo logró comprender mejor que el socialismo realmente existente. Es conocida la anécdota de que, tras el derrumbe de la Unión Soviética, se encontraron en los sótanos de la GUM (una especie de centro comercial multipropósito ubicado en la Plaza Roja de Moscú) miles y miles de lámparas idénticas que nadie quería comprar. En este sentido, el desacoplamiento coyuntural de deseo e interés resulta un problema de primer orden para una teoría cultural que se quiera marxista.
En todo caso, parecería que el camino fértil no pretende moralizar el consumo, sino más bien politizarlo. Aunque la democratización plena del consumo tendrá que vérselas con el límite innegable de la ecología, parece difícil de obviar que, en cierto sentido, bajo ciertas condiciones socio-históricas, el consumo libera. No resulta demasiado extraño que el llamado a “dejar atrás el materialismo” (en sentido llano, no técnico) suela venir de personas que jamás han pasado hambre ni han visto cómo el sistema les negaba acceso a ciertos productos. Para decirlo brutalmente con palabras de otros, el deseo de un Iphone no es idéntico al deseo de capitalismo a secas.
A mediados del siglo XIX, Charles Baudelaire, en uno de sus famosos poemas en prosa, relataba la vergüenza pequeñoburguesa del lujo gourmet frente a los “ojos de los pobres”. Decenas de décadas después, quizá sea hora de sentirnos interpelados e interpeladas también por los “ojos de Ditto”, reconocer, en esos ojos minimalistas que quedan como registro mudo de la transformación y la heterogeneización, una sinécdoque de toda una cultura de adquisición, no solo nuestro deseo de consumo, sino también la propia investidura libidinal del capital.
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