Como sea, la salida de Vizcarra ha significado que el gobierno del Perú sea inmediatamente ocupado por fuerzas sumamente retrógradas y conservadoras. Cierto es que, en gran medida, la remoción de Vizcarra y la asunción de Merino es pasar de una derecha a otra derecha, pero no hay que dejar de señalar que la facción ingresante está conformada por cuadros que ya no estaban vigentes en la política institucional, gente que proviene de sectores ultraconservadores, contrarios a los más elementales avances en derechos laborales, en la agenda de las mujeres y además, representados en el gabinete ministerial por enemigos de la vigencia de los derechos humanos con posturas macartistas. Y eso es algo que hay que mirar con mucha cautela.
Esta democracia postfujimorista es un proyecto que nunca ha terminado de cuajar. No solamente por haber sido incapaz de generar un mayor bienestar y estabilidad para el conjunto de la ciudadanía, sino porque tampoco ha conseguido consolidar un sistema político confiable. En Perú no tenemos, por ejemplo, un sistema de partidos consolidado. No hay un sistema de actores políticos sobre el cual la gente pueda proyectar sus intereses, sus demandas, o ubicarlo como referente. Existen personajes, sí, que de pronto adquieren cierta popularidad. O personas que terminan en el gobierno por lógicas como la del «mal menor», es decir, el voto que se usa para evitar entregar el gobierno a determinado candidato, en vez de un voto al candidato que represente los propios intereses.
Lo que está en crisis, entonces, es mucho más que el cargo de la presidencia. No se trata solo de una decadencia profunda de la figura del jefe de gobierno, lo que ya es bastante grave. El hartazgo es más hondo. El cuestionamiento fundamental es hacia la base misma de la democracia peruana, donde el dictado de las urnas sirve de muy poco y la representación popular está capturada por quienes tienen el capital para controlar el mercado de inscripciones electorales, con la consecuencia obvia de que el Congreso se vuelve una mera herramienta de los propios intereses y vendetas. La capacidad para articular una respuesta unificada, en un contexto que no deja de ser inesperado, resulta la principal incógnita a resolver.
¿Qué siente la gente? Que las mayorías hacen esfuerzos enormes para sobrevivir a una situación económica extremadamente precaria, sin posibilidad de duelo y con bajos estándares de protección dado el tipo de empleo y hasta de transporte público que predomina en el país. Y mientras eso ocurre, la clase política encerrada en sus interminables peleas, se disputa un poder temporal sin ofrecer salidas ante lo que no se puede ocultar: una economía quebrada y un sistema de salud que no ofrece ninguna garantía de vida si ocurriera una segunda ola o una nueva epidemia.
Hay un gran consenso público en el sentido del rechazo a la decisión del Congreso, porque aparece no sólo como una maniobra ilegítima, sino que se lee como una expresión de indolencia en un momento crítico. A un lado de ese consenso, se escuchan cada vez más voces con una crítica más profunda que va más allá de denunciar la ruptura del orden constitucional. La cuestión de fondo es si queremos volver a la democracia tal cual la conocíamos. En ese punto, la reciente experiencia chilena aporta lecciones importantes. El camino de una Asamblea Constituyente aparece como horizonte para discutir a servicio de quién debe estar el Estado y bajo qué forma éste debe hacer frente a las demandas de la ciudadanía.
Para quienes aspiramos a cambios más de fondo, una primera cuestión a tener en cuenta es no subestimar las calles. Es cierto que en las movilizaciones aún no se observa todavía, por ejemplo, una presencia mayoritaria de trabajadores organizados o trabajadores en suspensión perfecta, sin empleo o sin paga. El perfil de la gente que se manifiesta es de mucha juventud, también hay mucha gente universitaria y particularmente en Lima, de la clase media. No por ello hay que subestimar la indignación, pues lo que se percibe, sobre todo, es un despertar político respecto a la crisis que atraviesa el país. Mucha gente que antes no lo hacía, empieza a cuestionarse el rol del Estado y el funcionamiento de la economía peruana –vendido como uno de los «milagros» de la economía neoliberal en América Latina—. Hace pocas semanas se conocieron los resultados de una encuesta que preguntaba qué aspectos la gente modificaría de la Constitución vigente (una carta elaborada al inicio de la dictadura fujimorista), La respuesta mayoritaria apuntaba precisamente a los aspectos vinculados a la participación del Estado en actividades económicas.
Existe ahí un hilo del cual tirar, siempre y cuando exista un trabajo de pedagogía, algo siempre es necesario para vincular la indignación coyuntural a procesos de más largo aliento. Para las izquierdas de nuestro país ese trabajo representa, a la vez, la mayor oportunidad y el mayor desafío de estos días.
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