El fascismo se apoyó en la violencia y el terror, pero también en la adoctrinación, para imponer una nueva jerarquía. (Keystone-France / Gamma-Rapho vía Getty Images)
Hace más de tres décadas, el historiador británico Tim Mason encendió una alarma. Habló de una «desaparición de teorías o conceptos articulados de fascismo en la investigación y la escritura». Al examinar la relación entre el fascismo italiano y el nazismo alemán, Mason instó a los estudiosos a identificar las similitudes «específicas» entre estos regímenes y sus contrastes, manteniendo al mismo tiempo «un agnosticismo estricto» respecto de la radical unicidad de cada uno. A primera vista, estos debates pueden parecer ajenos al clima político actual, cuando la discusión sobre el fascismo parece omnipresente. Sin embargo, las preguntas que planteó Mason resuenan con fuerza también hoy.
A medida que la extrema derecha avanza —de América Latina a India, de Estados Unidos a Rusia y en toda Europa— surge una necesidad urgente de analizar este resurgimiento con rigor intelectual y profundidad histórica. Más allá del impacto inicial por el ascenso de estas fuerzas aparece una pregunta acuciante: ¿cómo responder? ¿Cómo alertar y movilizar a las fuerzas sociales necesarias para frenar su agenda? Entender las raíces de este aparente «retorno del fascismo» está lejos de ser sencillo. Y queda otra duda: ¿es siquiera el término adecuado? El uso de «fascismo» para describir a las corrientes políticas actuales sigue siendo ferozmente discutido. Para algunos, la etiqueta es crucial porque ofrece un marco para anticipar qué puede venir. Sin embargo, si la historia sin duda puede iluminar el presente, no puede predecir el futuro.
La creciente inflación de variaciones de la palabra «fascismo» no deja de provocar debate. Fascismo tardío, fascismo preventivo, fascismo del fin de los tiempos, fascismo fosilizado, fascismo trumpista —junto a «neo-», «pos-», «para-», «semi-», «micro-» e incluso «tecno-fascismo»—: sobran etiquetas para describir a un enemigo que se percibe como en constante avance. Pero esta avalancha de terminología apenas disimula la dificultad más profunda para comprender una realidad que, aunque hace eco de los capítulos más oscuros del siglo XX, sigue siendo en muchos sentidos radicalmente nueva.
Como observó el historiador Eric Hobsbawm, «cuando la gente enfrenta algo para lo que nada en su pasado los preparó, busca a tientas palabras para nombrar lo desconocido, incluso cuando no puede definirlo ni entenderlo». La analogía parece ofrecer una vía de avance: un punto familiar desde el cual abordar lo desconocido, y a la vez un marco para la urgente movilización de la resistencia.
Pero el debate se estanca cuando llega el momento de identificar a este enemigo. Luchar, sí —pero ¿contra qué? La necesidad de enfrentar el peligro directamente parece exigir el uso del término «fascismo». Sin embargo, esta palabra puede anclarnos demasiado en interpretaciones del pasado, obstaculizando un análisis riguroso de las realidades actuales y la elaboración de respuestas eficaces. Como señala el historiador Daniel Bessner, «las cosas pueden ser aterradoras —las cosas son aterradoras— sin ser fascistas. De hecho, podrían ser incluso más aterradoras».
El llamado de Mason a una comparación sobria, a un análisis atento tanto a las semejanzas como a las diferencias, sigue ofreciendo un camino posible. Entender a la extrema derecha actual no requiere nostalgia de viejas categorías ni analogías dictadas por el miedo, sino el trabajo paciente de la indagación crítica: sin él, la resistencia corre el riesgo de ser ciega, fragmentada o tardía. En los años veinte y treinta, la gran mayoría de quienes intentaron definir el fascismo no supieron reconocer su novedad. Esa es la misma trampa que debemos evitar hoy.
Igualmente importante es el intento de situar el resurgimiento contemporáneo de la extrema derecha en un contexto histórico más amplio. A los historiadores se los convoca a menudo, como «expertos», para que digan si tal líder mundial o tal movimiento pueden llevar la etiqueta de fascistas. Pero tropiezan pronto con dificultades. Como escribió el historiador Emilio Gentile, se trata de un objeto misterioso. El término «fascismo» sigue siendo, probablemente, el más vago del vocabulario político. Sin embargo, esta advertencia suele convertirse en excusa para proponer una nueva definición más.
Desde su aparición, después de la Primera Guerra Mundial, este fenómeno novedoso —que combinó sociedad de masas y autoritarismo— inspiró una serie de interpretaciones, cada una de ellas enfatizando algún aspecto que se consideraba decisivo en lo histórico, lo político, lo económico, lo social o incluso lo moral. La mayoría de esas definiciones contienen una parte de verdad, aunque relegan a un segundo plano los elementos que no encajan con una situación dada.
Si hubiera que ofrecer una «fórmula de bolsillo», podría describirse al fascismo como un movimiento político de extrema derecha que alcanzó su máxima expresión en Italia y Alemania durante las décadas de 1920, 1930 y 1940. Fue violentamente antimarxista, racista, antisemita, imperialista; se basó en la destrucción de derechos y libertades democráticas, el rechazo de la igualdad, la estigmatización de quienes eran designados como débiles o vulnerables y la subordinación de las mujeres.
A comienzos del siglo XX, el fascismo solo podía expandirse cuando el movimiento obrero ya no representaba una amenaza inminente. Su ascenso fue inseparable de las crisis políticas, sociales y económicas que atravesaron a las sociedades europeas en los años veinte y treinta. Movimiento autónomo —«un partido organizado para sus propios objetivos, que busca tomar el poder para sus propios fines»—, el fascismo tenía un impulso subversivo inherente: a la vez revolucionario y restaurador, una expresión moderna del rechazo de la democracia y de la Ilustración.
Su triunfo dependió de la acción combinada de la violencia paramilitar y la represión estatal, y del desarrollo de un auténtico movimiento de masas. No podía conquistar las conciencias sin esa fusión inédita de elementos aparentemente dispares del conservadurismo y la modernidad, que Joseph Goebbels describió con acierto como «romanticismo de acero». El fascismo se apoyó en la violencia y el terror, pero también en el adoctrinamiento, para imponer una nueva jerarquía entre los seres humanos.
Hay elementos claros de continuidad histórica con la extrema derecha actual, del mismo modo en que el propio fascismo histórico presentaba vínculos evidentes con la derecha nacionalista reaccionaria del siglo XIX. Los movimientos radicales de derecha contemporáneos también son nacionalistas, racistas, imperialistas, homofóbicos, ultramachistas, autoritarios y antimarxistas; rechazan el conflicto de clases en nombre de una unidad nacional y popular. Buscan desmantelar derechos y libertades fundamentales y destruir movimientos sociales que escapan a su control. Atacan los derechos de las mujeres y designan chivos expiatorios: judíos, musulmanes y otros. Quienes no encajan en su visión de la nación —minorías u opositores políticos— son estigmatizados, criminalizados y utilizados para la movilización electoral.
Hoy esto se hace especialmente visible en el ataque a migrantes y musulmanes, alimentado por el alarmismo sobre el «gran reemplazo». Ese rechazo del otro viene acompañado por un discurso identitario excluyente, diseñado para legitimar políticas autoritarias bajo la excusa de defender a una nación «amenazada». En este sentido, las estrategias discursivas y electorales de figuras como Trump, Giorgia Meloni, Viktor Orbán y Javier Milei guardan similitudes llamativas con las que emplearon Benito Mussolini y Adolf Hitler.
Hay también ciertas coincidencias entre los contextos: crisis económicas y sociales prolongadas; cuestionamientos a las formas de representación, incluida la legitimidad de los partidos tradicionales; pérdida de referencias sociales; y crisis culturales y morales más amplias, que incluyen el cuestionamiento de la racionalidad científica. Pero, al mismo tiempo, en otros aspectos decisivos, el contexto es distinto y las crisis sociales y políticas no son las mismas.
El fascismo histórico surgió tras la Primera Guerra Mundial y la Revolución de Octubre, en un momento en que la Unión Soviética representaba un horizonte de esperanza para millones de trabajadores. Hoy no existe nada comparable. El fascismo histórico promovía un sistema totalitario, que la filósofa Hannah Arendt describió como una fusión inédita de adoctrinamiento y terror.
En cambio, la extrema derecha actual es ultraliberal en materia económica, a la vez que busca expandir de manera masiva las funciones represivas del Estado. Figuras como Milei o Elon Musk empuñan una motosierra como símbolo de «desmantelar la burocracia» —en realidad, la seguridad social y los servicios públicos, aunque sean frágiles—, radicalizando las políticas neoliberales de las últimas décadas, que presentaban al Estado como un obstáculo para el desarrollo económico. Esto recuerda la declaración de Ronald Reagan de 1981: «El gobierno no es la solución, sino el problema».
El fascismo histórico dependió de movimientos de masa organizados en torno a una ideología cohesiva y estructurados por grupos paramilitares —como los de las SA o Camisas Pardas Alemania y los Camisas Negras en Italia— que reunían a cientos de miles de miembros uniformados. Su objetivo principal era desmantelar sindicatos, partidos y asociaciones obreras con millones de afiliados que defendían una agenda socialista. Hoy no existe una organización obrera de esa escala, y los movimientos actuales de extrema derecha ya no dependen de movilizaciones masivas comparables. Aunque hay grupos activos y a veces violentos, su número es ínfimo en comparación con el período de entreguerras y no están centralizados como brazo armado de un único partido (al menos por ahora).
La influencia de estos movimientos es sobre todo electoral. Es cierto que, el 6 de enero de 2021, el asalto al Capitolio por parte de seguidores de Trump despertó temores de un intento de golpe. El episodio incluso fue comparado con el fallido Putsch de la Cervecería de Hitler, en 1923. Hoy, algunos advierten que el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) podría convertirse en una suerte de fuerza armada organizada a disposición de Trump. En India, el primer ministro Narendra Modi se apoya en la Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), una organización paramilitar callejera con profundas raíces ideológicas. Y en Italia, los ataques violentos de miembros del grupo neofascista Forza Nuova —incluido el saqueo de la sede del sindicato CGIL en octubre de 2021— sugieren posibilidades inquietantes para futuras movilizaciones.
Aun así, si hablamos de fascismo hoy, se trata de un fascismo despojado en gran medida de su componente de movimiento de masas pero que, como señala Alberto Toscano, mantiene la visión de un renacimiento nacional y la defensa de un interés «productivista» que alinea a trabajadores y empresarios. A comienzos del siglo XX, las referencias al fascismo apuntaban a un fenómeno político nuevo, cuyos contornos, potencial transformador y adaptabilidad a otros contextos nacionales aún estaban definiéndose. Pero ¿qué ocurre ahora?
Hace treinta años, Umberto Eco señalaba: «Sería tan cómodo para nosotros si alguien apareciera en escena y dijera: “Quiero reabrir Auschwitz, quiero que los Camisas Negras marchen otra vez por las plazas de Italia”. Lamentablemente, la vida no es tan sencilla». Hoy esas demostraciones ya no aparecen solo como la cara grotesca de lo que la politóloga Nadia Urbinati llamó «la máscara fascista de Europa». También —y sobre todo— reflejan tres décadas de borrado de la historia, trivialización del horror y promoción de falsas equivalencias: entre quienes lucharon por derechos democráticos, libertades, igualdad y emancipación, a menudo sin conocer las realidades de la Rusia estalinista, y quienes defendieron exactamente lo contrario.
Ya no quedan testigos vivos de ese pasado; para tomar la imagen de Pier Paolo Pasolini, las luciérnagas desaparecieron. La fluidez de las referencias históricas convirtió la historia en un reservorio que «contiene todo y su contrario». Como resultado, en Occidente quienes creen que invocar el espectro del fascismo sigue siendo la mejor herramienta de movilización se encuentran cada vez más frente a la indiferencia —o, peor aún, frente a un público ya moldeado por el vocabulario y los modos de pensamiento de la extrema derecha. Desde el saludo «Hola, dictador» que una vez le dirigió Jean-Claude Juncker, entonces presidente de la Comisión Europea, a Orbán hasta la normalización de las raíces políticas de Giorgia Meloni, que ella misma no oculta, la inversión de los valores que Occidente decía sostener desde 1945 difícilmente podría ser más evidente.
Hoy este campo político trabaja para asegurarse una hegemonía cultural mediante el revisionismo histórico, el antiintelectualismo, la desinformación y la censura. Lo hace apoyándose en una vasta red de comunicación —que abarca sitios web, redes sociales, pódcasts, canales de televisión, diarios y think tanks— mientras despliega lo que se ha llamado una «campaña algorítmica permanente», una forma de poder nueva y penetrante que moldea la vida cotidiana con mayor eficacia precisamente porque se dirige a una sociedad profundamente atomizada.
El filósofo e historiador italiano Enzo Traverso sostiene que el concepto de fascismo es indispensable e inadecuado a la vez, subrayando —siguiendo a Reinhart Koselleck— la tensión entre los hechos históricos y su inscripción en el lenguaje. Desde la década de 1930, el fascismo se convirtió en un atajo para referirse a todas las formas de reacción oscurantista, conservadurismo y autoritarismo, incluso cuando faltaban sus «rasgos distintivos».
Algunos académicos van más lejos y aplican el término más allá del fascismo histórico. Desde esta perspectiva, el fascismo representa «un conjunto más general de hábitos culturales, instintos e impulsos oscuros que se manifestaron —y podrían manifestarse de nuevo— en los contextos históricos y nacionales más diversos, incluso en ausencia de un movimiento o régimen fascista». Pero, vista así, la noción corre el riesgo de volverse una abstracción incapaz de captar fenómenos concretos arraigados en su propio tiempo, especialmente en períodos de cambios rápidos. El historiador Robert Paxton expresó recientemente una preocupación similar en una entrevista con el New York Times, señalando que el término suele «generar más calor que luz», ya que «la palabra fascismo se redujo a un epíteto, lo que la vuelve una herramienta cada vez menos útil para analizar los movimientos políticos de nuestro tiempo».
Las condiciones económicas cambian muchas veces más rápido que la conciencia humana, lo que genera la persistencia de formas morales y sociales cuyos fundamentos materiales ya desaparecieron. En este contexto, debatir si figuras como Trump, Milei, Orbán, Meloni, Vladimir Putin o Marine Le Pen califican como fascistas aporta poco para entender las condiciones políticas, económicas y sociales que les permitieron prosperar.
El siglo XXI está marcado por la impotencia política de gobiernos y parlamentos, incapaces de influir en políticas supuestamente dictadas «por los mercados», pero que en realidad sirven a los intereses de una camarilla de élites superricas en torno a las principales economías del mundo. En el Sur Global, estas políticas generan conflictos interminables, destrucción generalizada y pobreza endémica. En el Norte Global, impulsan duras medidas de austeridad, desigualdad creciente y la acelerada destrucción del Estado de bienestar —o de lo que queda de él—, creando un terreno fértil para el autoritarismo, la erosión de conquistas democráticas y la normalización de un clima de violencia.
El informe más reciente de la Civil Liberties Union for Europe (CLUE) ubica al gobierno de Meloni entre aquellos que «socavan de manera sistemática e intencional el Estado de derecho», atacando al Poder Judicial, las libertades democráticas y los derechos básicos —incluyendo la libertad de prensa y medios, el derecho a protestar y el derecho de huelga—, al mismo tiempo que comete lo que describe como «violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos». El informe también señala la creciente concentración de poder en manos del Ejecutivo. En Estados Unidos, por tomar otro ejemplo, los primeros meses del segundo mandato de Trump dejaron pocas dudas sobre la continuidad en el estrangulamiento de la democracia: deportaciones masivas de migrantes, despidos generalizados en la administración pública, ataques a la Ley de Derechos Electorales, censura y recortes a la investigación, militarización de ciudades y una ofensiva contra la izquierda al designar a «Antifa» como organización terrorista.
La actual ola de autoritarismo reaccionario no surgió de la nada. Se alimentó de la radicalización de las políticas y discursos neoliberales posteriores a la crisis financiera de 2008: un aumento abrupto de la desigualdad, el desmantelamiento acelerado de lo que quedaba del Estado de bienestar y la relegación de millones de trabajadores a empleos precarios.
La inseguridad, el miedo, la frustración, el aislamiento y la incapacidad de planificar el futuro generaron lo que Wendy Brown describió como «resentimiento de clase sin conciencia de clase». La desigualdad solo se profundizó en los últimos años. Según el último informe Takers, Not Makers, la riqueza de los multimillonarios creció tres veces más rápido en 2024 que en 2023, mientras que el 1 % más rico acumuló más de 33,9 billones de dólares en activos desde 2015. En el extremo opuesto, 3.600 millones de personas —el 44 % de la humanidad— viven por debajo de la línea de pobreza del Banco Mundial.
Este abismo aceleró lo que el ensayista Richard Seymour denomina «nacionalismo del desastre», una política que prospera en la crisis mientras empuja a las sociedades hacia la catástrofe social y climática. Negar esta realidad solo agrava el peligro. «Los furiosos ataques de Trump contra todas las estructuras diseñadas para proteger al público de enfermedades, alimentos peligrosos y desastres», escriben Naomi Klein y Astra Taylor, crean «multitud de nuevas oportunidades de privatización y ganancias para los oligarcas que impulsan esta destrucción acelerada del Estado de bienestar y sus leyes».
La necesidad de entender estas transformaciones políticas y económicas globales impulsó numerosos estudios sobre las mutaciones en curso del capitalismo y sus efectos políticos, sociales y ecológicos. Dylan Riley y Robert Brenner hablaron de un nuevo «capitalismo político», caracterizado por la penetración de las esferas del poder por parte de grandes grupos privados con dinámicas autoritarias, lo que ahora les permite obtener ganancias extraordinarias en un período de crecimiento económico ralentizado.
La presencia, en la jura del segundo mandato de Trump, de los jefes de Meta, Amazon y Google —a quienes el economista Cédric Durand llama «los señores tecno-feudales»— es apenas la punta del iceberg. Si el autoritarismo puede representar también, en parte, una expropiación política de la burguesía, entonces también es necesario analizar sus fallas, debilidades y divisiones, como se vio recientemente en la entrevista al multimillonario Ray Dalio en el Financial Times.
Frente al desastre que se perfila, se abre un campo de investigación nuevo e importante sobre el punto de inflexión en el que nos encontramos. Debemos superar la obsesión con el debate sobre el «fascismo» —ese adversario cuya mera mención parece garantizar la moralidad y la legitimidad de los partidos y sistemas existentes—, al mismo tiempo que analizamos históricamente cómo llegamos hasta aquí. Ese es el desafío que tenemos por delante. El trabajo que queda por hacer es enorme.
Esta es una traducción abreviada de un artículo que apareció originalmente en AOC.
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