El nuevo memorándum de política de seguridad nacional de Donald Trump es una directiva para la vigilancia y el seguimiento de expresiones que están claramente protegidas por la Constitución. (Celal Gunes / Anadolu vía Getty Images)
La designación de Donald Trump de «antifa» como una «organización terrorista doméstica» la semana pasada fue una perfecta síntesis tanto del autoritarismo como del carácter grotesco de su administración. Quienes tengan edad suficiente para recordar la respuesta del gobierno de Bush al 11 de septiembre deberían sentir un escalofrío al escuchar a funcionarios públicos usar la palabra «terrorismo». Ese término suele funcionar como un pase libre para justificar atropellos a las libertades civiles.
Además, «antifa» ni siquiera es el nombre de una organización, aunque la etiqueta general (que refiere a formas militantes de organización autodenominadas «antifascistas») podría aplicarse a pequeños grupos diversos y dispersos que efectivamente existen. Por otra parte, no existe en la legislación estadounidense la categoría de «organización terrorista doméstica», así que no está claro qué consecuencias prácticas tendrá la orden, si es que tiene alguna.
La orden ejecutiva usó un término abarcativo para condenar a un conjunto impreciso de actores a un destino incierto. Fue casi como si, con gran fanfarria, el presidente hubiera prometido ejecutar extrajudicialmente a vampiros exponiéndolos a la luz del sol.
Un movimiento mucho más serio y preocupante, ocurrido casi al mismo tiempo, pasó casi inadvertido. Trump firmó un memorándum de política de seguridad nacional llamado «Contrarrestar el terrorismo doméstico y la violencia política organizada» (Countering Domestic Terrorism and Organized Political Violence), conocido como NSPM-7. Este tipo de directivas de seguridad nacional son mucho menos frecuentes que las órdenes ejecutivas. Mientras estas últimas tienden a orientar la gestión cotidiana del gobierno, las primeras pueden fijar políticas de gran alcance en los ámbitos militar, policial e informativo de toda la burocracia federal. Como indica su nombre, NSPM-7 es apenas la séptima directiva de este tipo que Trump emite desde que asumió.
Como informa el periodista Ken Klippenstein, NSPM-7 «ordena una nueva estrategia nacional para “interrumpir” a cualquier individuo o grupo que “promueva la violencia política”, incluso “antes de que esa violencia ocurra”». Stephen Miller, subjefe de gabinete de la Casa Blanca y desde hace tiempo uno de los miembros más abiertamente autoritarios del gobierno de Trump, celebró el momento como «la primera vez en la historia de Estados Unidos que hay un esfuerzo de todo el gobierno para desmantelar el terrorismo de izquierda».
Para explicar por qué esto resulta tan inquietante, Klippenstein remite a la película de ciencia ficción distópica Minority Report, en la que las personas son arrestadas no por lo que hicieron, sino por los «precrímenes» que predicen unos videntes. En este caso real, los «indicios» de futura violencia política enumerados en el informe son:
-antiamericanismo,
-anticapitalismo,
-anticristianismo,
-apoyo al derrocamiento del gobierno de Estados Unidos,
-extremismo sobre migración,
-extremismo sobre raza,
-extremismo sobre género,
-hostilidad hacia quienes sostienen visiones tradicionales sobre la familia,
-hostilidad hacia quienes sostienen visiones tradicionales sobre la religión, y
-hostilidad hacia quienes sostienen visiones tradicionales sobre la moral.
Se trata, como mínimo, de una directiva que habilita la vigilancia y el seguimiento de discursos que están claramente protegidos por la Constitución. Las personas pasarían a ser sospechosas simplemente por sostener alguna de una lista de creencias típicas de la izquierda, reetiquetadas subjetivamente como «extremismo» y supuestamente predispuestas a la violencia.
¿Pensás que el imperialismo estadounidense es un problema? ¿Organizás protestas contra las guerras de Estados Unidos en el exterior? ¿Te manifestás contra el genocidio respaldado por Estados Unidos en Gaza? Todo eso podría considerarse «antiamericanismo». ¿Querés abolir el ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas)? Eso suena como algo que la administración Trump podría considerar «extremismo sobre migración». Tus opiniones serían factores de riesgo de violencia y, al expresarlas, habrías cometido un precrimen.
Incluso el ateísmo militante —una posición cuyos exponentes más conocidos incluyen a figuras como Richard Dawkins, que distan de ser izquierdistas radicales— está siendo clasificado como una forma de precrimen presumiblemente vinculada a la violencia política. Es un autoritarismo casi caricaturesco. Y, a diferencia de la orden ejecutiva que declaraba la existencia de una organización inexistente en una categoría legal inexistente, en este caso resulta demasiado fácil imaginar el camino que lleva de esta directiva a la vigilancia y represión de discursos que desagradan al gobierno (y también cómo los empleadores privados podrían tomarla como señal para castigar a trabajadores con opiniones incluidas en las categorías proscritas).
Lo que quizá resulte menos obvio es lo absurda que es la premisa central. La base de la directiva es completamente falsa. Las personas que sostienen las ideas que Trump y Miller podrían tildar de «extremas» —sobre raza, género, familia, moral, religión, economía o política exterior— no son más propensas que otras a cometer actos de violencia política. De hecho, si acaso, ocurre lo contrario.
No podés matar una estructura social injusta con un arma. Hace falta acción política de masas para reorganizar la sociedad. La presencia extendida de este tipo de análisis estructural en la izquierda explica por qué hay muchos más activistas por el Medicare for All y simpatizantes de Bernie Sanders que Luigi Mangiones. Su acción violenta fue tan excepcional que su nombre se hizo conocido de la noche a la mañana. La excepción confirma la regla: el análisis estructural de izquierda, en general, desalienta los actos de violencia y empuja hacia las campañas colectivas por el cambio estructural.
Esto se aplica, de distintas maneras, a la mayoría de los «indicios» de la extensa y absurda lista de Trump, pero el punto quizá se vea más claro en el caso del «anticapitalismo». Si los capitalistas ricos explotan a la gente no porque sean malvados individualmente sino por sus intereses de clase, entonces los actos individuales de violencia —como los asesinatos— son completamente irrelevantes. Podrías matar a todas las personas que ocupan hoy los primeros puestos en la jerarquía económica y, si no cambiás la estructura subyacente, el ejército de nuevos oligarcas que los reemplace se comportará igual que los anteriores. Cambiar esa realidad requiere organizar a la clase trabajadora en su conjunto para actuar políticamente.
Si dudás de lo profundamente arraigada que está esta lógica en la izquierda, Karl Marx lo expresó de manera explícita en el prefacio de 1867 de su obra maestra El capital:
León Trotsky llevó este argumento aún más lejos en su ensayo de 1911 «Por qué los marxistas se oponen al terrorismo individual»:
Cualquiera que valore vivir en una sociedad libre debe rechazar la idea de que ciertas perspectivas ideológicas deban ser vigiladas y contenidas, sin importar su naturaleza. Incluso las ideas realmente detestables deben combatirse en el terreno de las ideas.
Pero resulta particularmente absurdo tratar al «anticapitalismo» y a otros análisis estructurales de las relaciones de poder como «indicios» de violencia. Trotsky y Marx —quienes, sin duda, fueron anticapitalistas y probablemente el epítome de lo que Trump y Miller considerarían «extremistas»— fueron clarísimos: el análisis estructural anticapitalista lleva inevitablemente a la conclusión de que los actos de terror político o la violencia individual son peores que inútiles y deben ser desalentados. Cuanta más gente conozca hoy sus ideas, más probable es que esté de acuerdo.
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