Vista aérea de la destrucción tras la entrada en vigor del acuerdo de alto el fuego en la Franja de Gaza el 21 de enero de 2025. (Mahmoud Sleem / Anadolu vía Getty Images)
El genocidio contra los palestinos es un proceso de exterminio de larga duración, que comenzó durante el Mandato británico sobre Palestina en la década de 1920, cuando el paramilitarismo sionista comenzó su programa de limpieza étnica. Durante un siglo, Palestina ha sido el lugar de una confrontación entre el colonialismo (británico, sionista, estadounidense) y la autodeterminación del pueblo palestino, que le ha sido negada sistemáticamente por todos los medios imaginables. Cada tanto, este genocidio de larga duración tiene momentos de recrudecimiento, y ninguno ha sido más brutal que el actual. Esta nueva «coyuntura palestina» ha impulsado la escritura de muchos libros, algunos de los cuales son sobre Palestina y otros son más bien sobre los autores mismos y su lugar en un mundo en el que se produce un genocidio sin que nadie lo detenga.
Pensar desde Gaza, el último libro de Franco Berardi, no es un libro sobre Palestina. Es un libro que habla sobre cosas que han pasado o están pasando en Palestina y que está escrito a propósito del genocidio contra el pueblo palestino. Pero, sobre todo, es un libro sobre el modo en que el autor percibe el colapso de Occidente, tal como se expresa en las lógicas genocidas del militarismo actual, en las nuevas formas de organización del trabajo, en la bancarrota de las instituciones democráticas y en el modo en que la tecnología atraviesa la experiencia cotidiana de la clase trabajadora del mundo. Es un libro con una pretensión clara: mirar a los ojos el colapso actual, mostrar que no hay más salida que la deserción a todo lo que nos ofrece la política actual y, junto con ello, exponer una crítica total al tipo de capitalismo que hace posible un genocidio como el de Gaza.
Digo que no es un libro sobre Palestina porque, a lo largo de todo el texto, el foco del autor está puesto principalmente en «la disolución del núcleo mismo de la civilización», que es concebida como un proyecto de humanización por la vida del lenguaje, la razón, y la democracia. La hipótesis que sostiene el autor es que ese proyecto ha fracasado y que ha sido reemplazado por «el reino de la ferocidad», cuya máxima expresión es el genocidio en Gaza. Con su lectura de la psique occidental y oriental, el autor analiza los rasgos brutales del presente de la humanidad y concluye que quedan pocas razones para considerarnos humanidad como tal. La humanidad es el asunto, Gaza es el ejemplo.
El autor propone que, ante esto, más que un proyecto, nos queda un intento: el de comprender el presente que ha cancelado el futuro, desertar hacia una dimensión «no histórica», «donde sean posibles la amistad, la alegría y la cortesía» y dejar de reproducirnos como especie.
La trágica conclusión está al comienzo del libro: «La historia humana ha llegado a su fin». La desesperación es la clave de nuestro tiempo. Lo único que nos queda es «la comprensión, la visión desencantada de un mundo donde la palabra ya no sirve para nada, donde el dominio pertenece únicamente a la ferocidad del instinto de supervivencia y a la ferocidad de la tecnología de exterminio». Y de esto se sigue que «hay que tener el valor de entender que no habrá ningún retorno a la democracia, ni fin de la guerra, ni límite a la expansión de la deshumanidad».
Este es un libro difícil de leer en el momento actual. Es un libro difícil de leer porque, no siendo un libro sobre Palestina, sino sobre la decadencia de Occidente, es un largo manifiesto de las desilusiones de un autor europeo que, enfrentado al genocidio en Gaza y a todo lo que le rodea, escribe un texto que exhibe la aparente impotencia actual del pensamiento europeo.
Como siempre, lo más interesante no está en lo dicho, sino en los andamios que lo sostienen. Por eso quisiera proponer una detallada lectura crítica de este libro, intentando mostrar que su pesimismo es reaccionario y que su análisis psicologizante de la coyuntura mundial es despolitizador. El principal corolario de este pesimismo y de este análisis es que no se atreve a llamar resistencia a la violencia anticolonial palestina y asume que no será posible detener el genocidio, sino solo «testimoniar que estamos del lado de los colonizados del mundo, aunque carezcan de una estrategia política común».
En primer lugar, el libro parte de la premisa de que existe tal cosa como «Occidente», que tiene una historia virtuosa de lenguaje, razón y democracia, que la humanidad ha sido la agente del proceso histórico de alejarse de la mera existencia animal, que ha garantizado relaciones entre humanos reguladas por el derecho y que la política es la máxima expresión de esa regulación. A lo largo del libro, el autor identifica a ese Occidente con la humanidad entera y plantea que «el experimento humano ha fracasado, y esta vez el fracaso es irrevocable». Hoy toda la arquitectura occidental de la humanidad estaría aplastada bajo los escombros creados por los drones bomba, la inteligencia artificial y el predominio de la animalidad feroz. La desesperación que exuda cada página de este libro emerge desde las ruinas de Occidente para decirnos que ese proyecto ya no es posible.
Me atrevo a decir que, al menos si se piensa desde Latinoamérica o desde Palestina, esa humanidad occidentalmente configurada jamás ha existido. Que eso que Bifo dice que se ha perdido en realidad se perdió mucho antes de lo que él cree (o nunca estuvo allí). El orden mundial basado en reglas solo existe en unos barrios de Bruselas y La Haya. La democracia es el eufemismo de la élite global para denominar al correlato político de la lógica del capital. La razón siempre ha sido el espacio de una disputa a muerte cuyo objetivo no es otro que definir las formas y los contenidos de la verdad histórica. En otras palabras, Bifo sufre un duelo sin objeto, una melancolía que fantasea con lo imposible, con una estabilidad que recién ahora parece perturbada, con una historia humana que recién ahora muestra su verdadero rostro. Si se piensa desde «el punto de vista de la miseria», a lo que nos invitaba alguna vez el filósofo chileno Juan Rivano, ese orden siempre fue el hogar de unos pocos y el descampado de los muchos.
En segundo lugar, a pesar de que el libro deja en evidencia su crítica radical a la política del Estado de Israel a lo largo de toda su historia, hay una parte (¿quizá inconsciente?) de lo planteado por Bifo que absuelve a Israel de su carácter colonial. En su discurso persiste la noción de que la fundación de Israel no es, irredimiblemente, un acto de injusticia. Y esto porque para Bifo la fundación de Israel es un acontecimiento y no un proceso, es el instante en el que las víctimas de la Shoá reciben al menos un refugio, aunque sea «un regalo envenenado» por el nacionalismo y el militarismo. «El nacimiento del Estado sionista colonialista e hiperarmado, demostración de que el universalismo no tiene verdad histórica» es el modo en que el pueblo que sufrió la Shoá ha procesado el trauma que le fue infligido. La fundación de Israel es, para Bifo, «la elaboración vengativa del trauma» y su forma de existir como tal «ha demostrado que no hay posibilidad de elaborar los traumas históricos, porque la única forma de emanciparse de la opresión sufrida es la venganza». Tanto es así que, tras el 7 de octubre, «el trauma del Holocausto reapareció, provocando una reacción comprensible —e incluso compartible— de autodefensa». Por cierto, esta visión psicologizante de la política en general, y de la historia de Palestina en particular, también se aplica a los palestinos, puesto que «la superioridad israelí [apoyada por Occidente] empujó a los palestinos hacia el terrorismo».
Sostengo que esta lectura de la fundación de Israel y del proyecto sionista, así como de la respuesta anticolonial palestina es históricamente errónea, porque pone a la fundación del Estado de Israel como punto de partida de la historia contemporánea de Palestina y con ello ubica el impulso imperialista hacia Medio Oriente y el programa sionista de colonización (ambos procesos iniciados a mediados del siglo XIX) como algo que emerge como respuesta al trauma histórico del Holocausto. ¿Una reacción comprensible, e incluso compartible? Bifo no lee la fundación de Israel como el proceso de colonización europea de las tierras palestinas, que comienza más de medio siglo antes del Holocausto y que no responde a la aspiración de seguridad de los sobrevivientes del nazismo (aunque esa haya sido la retórica que adoptó el sionismo judío y cristiano desde el fin de la Segunda Guerra Mundial), sino a la aspiración de poder geopolítico y económico de un imperialismo en pleno auge que encuentra en el sionismo un vehículo impecable.
Pareciera que, para Bifo, la fundación de Israel es el trabajo bienintencionado de un puñado de sobrevivientes con una utopía en la mente y una pala en la mano. Pero las fuerzas que crearon el Estado sionista y las condiciones para su formación no son las buenas intenciones de unos pocos, sino las fuerzas colectivas del imperialismo británico y el sionismo, reemplazadas luego por el imperialismo estadounidense y el complejo político-militar colonial llamado Israel. En esa confusión, Israel es un producto inevitable (e incluso comprensible) de un trauma y los palestinos son, en cuanto colonizados y resistentes, un síntoma inevitable de la falta de elaboración del trauma. «Si yo —un intelectual blanco que escribe cómodamente en una ciudad italiana sin bombas— hubiera crecido bajo las bombas como ellos hoy sería un terrorista ansioso por matar israelíes», dice Bifo. Confundido por su lectura psicologizante, para el autor los israelíes y los palestinos son feroces porque son vengativos. «Hay algo monstruoso en la mente de los palestinos que han vivido en el terror. Y hay algo igualmente monstruoso en la mente de los israelíes». Aquí asoma feliz la teoría de los dos demonios que deja tranquilos a los liberales. La resistencia palestina no es resistencia al colonialismo, sino un cuadro de terrorismo con ansiedad homicida.
El autor se pregunta: «¿No era posible experimentar una forma de convivencia igualitaria con aquellos que habitaban aquel territorio?». Y se responde inmediatamente: «Preguntas ociosas, me digo a mí mismo». No sé si es ingenuidad o pereza intelectual, pero no hace falta ser Frantz Fanon o Aimé Césaire para saber la respuesta a esa pregunta: por supuesto que no es posible una convivencia igualitaria entre ocupantes coloniales y población ocupada.
Aunque Bifo afirme que «Israel no siempre fue (…) una guarida de un pueblo de asesinos feroces y sedientos de muerte», la ocupación de Palestina está fundada en la desigualdad. La trayectoria terrorista del Irgún y la Haganá comenzó 25 años antes de la fundación de Israel. La masacre de Deir Yassin en abril de 1948 no fue un error, la limpieza étnica de 750.000 palestinos no fue una lamentable desviación, 100 años de Nakba no han sido un capricho extremista, Israel no es un exabrupto psicótico. Son las consecuencias inevitables de todo proyecto colonial. Lo sorprendente es que ni siquiera «después de Gaza» esto sea evidente.
Con el foco puesto en un análisis psicopatológico y valórico de la coyuntura mundial, habiendo declarado fracasado el experimento humano y muertas las vías del lenguaje, la razón y la política, Bifo se priva a sí mismo de un análisis materialista de la historia del sionismo y de la fundación de Israel. Por eso es que en su discurso se filtran cada tanto los corolarios de las premisas sionistas: Palestina es un desierto, los árabes fueron hostiles, los jóvenes palestinos están irremediablemente destinados al terrorismo, el mundo islámico es un gran reino de barbarie regresiva, Israel pudo haber sido un país no basado en la limpieza étnica si tan solo no hubiese sido lo que fue: «la ilusión de un futuro de paz [en Israel] podía subsistir y transmitirse, quizás, hasta el 7 de octubre. Hoy ya nadie puede creer en ello, y de Israel solo queda la ferocidad». ¡Recién desde el 7 de octubre! Creo que Bifo, a pesar de su bienintencionada crítica a la brutalidad sionista, absuelve a Israel como lo hace cualquier europeo que cree que Israel es un acto europeo que busca redimir a Europa de sus pecados y no un acto de expansión colonial altamente planificado durante décadas.
Es en este sentido que, al menos en este libro, Bifo es profundamente eurocéntrico. Durante casi 200 páginas cita a todo tipo de autores europeos y estadounidenses y habla de los palestinos siempre como las víctimas de Israel o como víctimas de su propia ferocidad vengativa que los convierte en terroristas trágicos. Recién en las últimas páginas aparecen dos nombres palestinos, en citas breves (ni siquiera sobre la situación actual), una de las cuales es para decir que está en desacuerdo. Este libro no es un libro sobre Gaza o sobre Palestina, porque los palestinos solo aparecen como objeto-ejemplo, nunca como sujeto-agente.
Palestina obliga a tomar partido y Bifo en cuanto intelectual deliberadamente no toma partido por los palestinos. Con respecto a Palestina, elige más bien la teoría de los dos demonios, como cuando se refiere a la «despiadada respuesta de Israel a la despiadada acción de Hamas» o cuando habla del destino inevitable de los jóvenes palestinos y de los jóvenes israelíes: unos obligados a vivir en campos (y ser potenciales terroristas) y los otros obligados a ser militares de la barbarie. Siente de manera constante la necesidad de equilibrar la balanza, de distribuir igualitariamente los adjetivos.
Como chileno-palestino me resulta un poco indignante que se llame odio, venganza y hostilidad a la resistencia de los palestinos, sin darles ni un párrafo de texto para explicar sus razones o contar su historia. Pero el orientalismo de Bifo (que es, por supuesto, producto de su nostalgia occidentalista) nos muestra una Palestina sin voz, que cuando habla es para gritar de dolor por las bombas o para gritar «allahu akbar» antes de hacerse estallar en un atentado suicida. Pareciera que no hay intelectuales palestinos que puedan ofrecer un camino de esperanza en medio de la barbarie, que no hay movimientos globales que lleven casi 24 meses mostrando un camino de solidaridad internacional y, sobre todo, que no hay nadie en Gaza que pueda hablar por cuenta propia.
Creo que estas conclusiones surgen del mismo lugar que lleva a Bifo a su obsesión con la inteligencia artificial, su idea de semiocapitalismo y de que ya no hay clase obrera sino un precariado digital que predomina la producción virtual, que somos esclavos de las redes sociales entregando nuestra atención, la mercancía privilegiada por el capitalismo en su fase actual. Ese lugar es el encierro del pensamiento europeo en sí mismo, empujado por el ascenso del fascismo y del militarismo, incapaz de ver más allá de la propia biblioteca. Por supuesto, esto no es culpa de Bifo, porque aquí Bifo es simplemente un nombre que encarna un pensamiento. No vayan a creer sus seguidores (¡o él mismo!) que tengo algo en contra del señor llamado Franco Berardi.
Finalmente, resulta muy preocupante el llamado que hace Bifo a abrazar el olvido y abandonar la memoria: una afirmación como «la memoria ha funcionado siempre como una garantía de la prolongación eterna del odio» le suena a cualquier latinoamericano como propia de la derecha negacionista. Afirmaciones del tipo «Solo quien deserta de la memoria, la historia y la verdad puede descubrir algún (minúsculo) espacio para la alegría» nos hablan de una extraña inversión del adagio gramsciano para abrazar el optimismo de la razón y el pesimismo de la voluntad. Bifo plantea su propio pensamiento como un éxito viril («hay que tener el valor de entender») al mismo tiempo que cancela el futuro negándole un lugar a la voluntad transformadora («porque solo cuando hayamos entendido podemos comenzar la única acción razonable: desvincularnos de la atadura histórica»).
Debido a todo ello es que este es un libro tan difícil de leer. Porque en el momento en que más necesitamos de un lenguaje de la resistencia, de una razón revolucionaria y de una humanidad abrazada a su esperanza, nos encontramos con intelectuales como Bifo (o como Rita Segato) que prefieren renunciar a la humanidad, reivindicar el olvido y desertar hacia la post-historia.
Leer este tipo de afirmaciones rotundas duele. Porque duele que en la izquierda circule triunfante el derrotismo, como una venda que impone la ceguera ante la realidad. ¿Cuál realidad? La de la Flotilla Sumud zarpando hacia Gaza, la de los millones de personas en todo el mundo que han unido sus banderas de lucha bajo la bandera de la liberación palestina, la de las 100.000 personas que bloquearon el fin de La Vuelta en Madrid, la de la huelga general italiana que —probablemente justo afuera de la ventana de Bifo— paralizó al país entero en una coordinación sindical que ha abierto un nuevo momento de la coyuntura palestina en la misma Europa.
Notas
Una versión de este texto fue leída como presentación del libro Pensar después de Gaza. Ensayo sobre la ferocidad y la extinción de lo humano, de Franco Berardi Bifo (Tinta Limón / LOM, 2025) el 10 de septiembre de 2025 en Santiago de Chile.
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