La activista ecofeminista Yayo Herrero en el panel «Hacia una transición ecosocial y feminista», en la sede de ATE. (Foto gentileza Fundación Rosa Luxemburgo)
En el contexto del encuentro organizado por la Fundación Rosa Luxemburgo y el Equipo Transiciones que se llevó adelante el pasado 12 de septiembre en la sede CABA de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE), donde integró el panel de la charla «Hacia una transición ecosocial y feminista» (junto con Maristella Svampa, Verónica Gago, Corina Rodríguez Enríquez e Irma Caupan, con moderación de Candelaria Botto) Herrero fue entrevistada por Pedro Perucca para Jacobin.
Arranquemos por algo que se impone por su urgencia humanitaria y considerando que España es uno de los países donde la solidaridad internacional con Palestina se manifiesta con mayor fuerza. El genocidio israelí en Gaza también tiene una dimensión ecológica, por toda la devastación que implica el proyecto colonial sionista. En contraste con la relación profunda que tiene el pueblo palestino con su tierra, el proyecto colonial se caracteriza por la devastación de los cultivos, el control del agua, etcétera.
No he estudiado ningún proceso colonial que no vaya acompañado de genocidio y terricidio. Creo que todos los procesos coloniales lo han hecho: la llegada de los españoles al territorio que ahora llamamos América, hubo genocicio y terricidio con la colonización de países de África y de Asia y en el caso de Palestina es exactamente lo mismo. Un país, Inglaterra, invade un territorio, el del pueblo palestino, y una vez invadido el territorio del pueblo palestino, en un momento determinado, cede ese territorio a un grupo de personas sionistas que aspiran a construir allí, a rehacer allí, digamos, una especie de utopía cívica. Entonces, a partir de ahí, la historia de Palestina es la historia de los colonos entrando en los pueblos, es la historia de la ocupación de tierra, una ocupación que a veces ha ido más allá que el pueblo palestino, ¿no? Por ejemplo, los altos del Golán, territorio de Siria, fueron invadidos por Israel básicamente porque era el lugar donde se depositaban todas las nieves del invierno y de donde caía el agua que tenía que regar los nuevos vergeles del milagro supuesto productivo israelí, que no era tal milagro sino, como en todas las producciones agrarias, una tierra que necesitaba de agua que tenía que salir de algún lugar. Y también están las bolsas de gas natural que hay en la Franja de Gaza, en la costa.
Se vivió la Nakba, los procesos masivos de colonización, las personas apresadas, la gente torturada y todo eso, a la vez que se van produciendo diferentes posicionamientos o pronunciamientos de Naciones Unidas que obligaban o condenaban a Israel, por así decir, a devolver el territorio… Toda una serie de presunciones que jamás se cumplieron.
Ahora lo que vemos es una vuelta de tuerca, es la apropiación de una franja de tierra en la que viven personas que previamente fueron expulsadas de otros lugares y que ahora, con una crueldad inusitada, son bombardeadas. Y no solamente fueron bombardeadas sus casas, sino también sus bibliotecas, sus escuelas, sus universidades, sus plantaciones, sus olivos. Y la memoria de la cultura reside en los espacios que creamos para contenerlas.
Es decir, que yo creo que al final es imposible desvincular los procesos genocidas de los despojos y las apropiaciones que tienen que ver con el territorio y que producen devastación ecológica. En este caso, si además nos damos cuenta de que la guerra está siendo como el nuevo elemento, la nueva gallina de los huevos de oro para reactivar el proceso de acumulación capitalista (pues gastas combustible y armamento, desarrollas y experimentas nuevas tecnologías de destrucción masiva). Y mientras tanto, el poder económico del Gobierno sionista israelí y de quienes lo sostienen materialmente, que es muy grande, se plasma en todas partes: en estas empresas que quieren comprar el agua que abastece la tierra y de la que beben y viven muchas personas, com pasa en Chile. Pero también están presentes en el patrocinio de la cultura o del deporte… Como sucedió hace algunas semanas en España, cuando medio país se movilizó para evitar que los ciclistas lleguen a su destino, buscando hacer visible esta situación. Es una gran iniciativa.
¿Qué pedagogía te parece que está aplicando ese poder económico de Gaza?
Bueno, Rita Segato habla de la pedagogía de la crueldad, ¿no? Es decir, lo que está haciendo Israel con Gaza es exhibir una crueldad inusitada, que es también un modo de disciplinamiento. Creo que con eso tiene que ver esa exhibición de crueldad casi publicitada obscenamente, donde hemos visto desde políticos como Netanyahu u otros funcionarios de su Gobierno diciendo que había que exterminar hasta el último niño, hasta el último carnero, hasta el último burro, hasta el último olivo, ¿no? Es decir, ese odio contra la vida que se considera subordinada y sobrante, que es a su vez un odio contra el conjunto de la vida, las plantas, los animales que sostienen esas vidas. Pero es el mismo odio y la misma exhibición que hace Milei blandiendo la motosierra y diciendo que la justicia social es una aberración, o con la performatividad de la firma de los decretos de Donald Trump y con la deportación de migrantes encadenados, o cuando la gente de Vox en España señala a los niños y niñas menores no acompañados para culpabilizarlos de toda la delincuencia y de toda la violencia que pueda haber.
Yo creo que estamos ante una vuelta de tuerca del despojo capitalista, que siempre ha sido despojo y ha sido colonial y ha sido patriarcal, pero en este momento de crisis ecosocial, de agotamiento de recursos, de contracción obligatoria de la esfera material de la economía, pasó a ser la respuesta distópica de unas élites que se blindan, de forma explícita en algunos casos y no explícita en otros, decretando que aquellas vidas que valen menos son vidas sobrantes.
También esto tiene un sesgo absolutamente patriarcal, ¿no? Aunque se manifiesta también en mujeres colonas israelíes que reproducen ese mismo discurso de la eliminación total del pueblo palestino.
Claro, esta crueldad explícita y pedagógica tiene un sesgo también absolutamente patriarcal y colonial. Nosotras solemos trabajar una idea de patriarcado, entendido como ese modelo o esa forma de organizar la vida que permite que algunas personas alimenten una falsa triple emancipación, en tanto son personas que pueden vivir como si estuvieran emancipadas de la tierra y no dependieran de ellas y sus límites; que creen estar emancipadas de su propio cuerpo, en tanto no se tienen que ocupar de él porque hay otras que lo hacen, y que creen estar emancipadas del resto de las personas, que se creen independientes y piensan que por ello no tienen que ocuparse de nadie ni reconocer que alguien se ocupa de ellos. Ese es el sujeto patriarcal que está encarnado mayoritariamente en cuerpo de hombres, pero que muchas veces también lo está en cuerpos de mujeres que se comportan de la misma manera. La guerra es un acto patriarcal en ese sentido, porque es la resolución de los problemas de la política sostenida sobre la lógica del control y del dominio. El patriarcado, además, hace una cosa que es tremendamente perversa, que es unir la palabra cuidado con las palabras violencia y control.
El patriarcado es ese sistema que ejerce el control y la violencia precisamente sobre aquello que sostiene y que cuida. Que es la tierra, que es el trabajo que realizan otras personas, que es el trabajo que realizan las personas campesinas. Así que nos encontramos ante un ejercicio de violencia patriarcal evidente.
En distintos momentos reconocés como inspiración algunos movimientos de mujeres de América Latina, de Abya Yala, como es el caso del que inspiró Berta Cáceres, entre muchas otras. ¿Qué aprendizajes o qué experiencias incorporaste a tu mirada feminista que tengan que ver con esta inspiración latinoamericana?
Yo soy una deudora absoluta de las experiencias de las mujeres articuladas comunitariamente —también de muchas de hombres—, pero en particular de las mujeres articuladas comunitariamente de Abya Yala y del continente africano, que es lo que mejor conozco. No me cabe la menor duda que en otros espacios también las hay.
Y digo que soy deudora porque tengo la sensación de haber tenido al menos dos aprendizajes claves. El primero de ellos es la organización comunitaria… No porque en mi país no haya organización comunitaria, que la ves en la historia del movimiento obrero, o en la historia de mujeres articuladas de los pueblos, o en una historia bastante negada en mi país como la del pueblo gitano, donde hay una poderosísima articulación comunitaria. Pero es verdad que yo la conocí más de esta manera y comprobé cómo la comunidad va de la mano con la creatividad. Es decir, que cuando hay posibilidades de lanzar y ofrecer pensamiento y práctica en contextos donde son multiplicados, recogidos y enriquecidos, la capacidad de creatividad aumenta enormemente. Y la segunda cosa que le tengo que agradecer es el pensamiento decolonial. Porque me parece que no es posible entender la crisis ecosocial que atravesamos si no es reconociendo la pata estructural que tiene en el colonialismo, que es algo que comienza hace cientos de años pero que todavía no ha terminado. Una colonialidad que es del territorio, de los bienes de la tierra y de la cultura, que es epistémica, que se ha apropiado de saberes. En realidad, lo que la conquista denominó descubrimiento no fue más que renombrar, primero anunciar las cosas como vacías y luego renombrar y declarar nuevo lo que otras personas ya conocían y les fue arrebatado. Para mí ha sido muy importante porque analizar o escuchar y señalar los sesgos coloniales de mi propio pensamiento me ha permitido comprender nuestro propio colonialismo interior y hasta qué punto la colonización histórica y actual que se ha producido en territorios como Abya Yala es una colonización que también se ha producido sobre nuestros medios rurales, que se sigue produciendo sobre los barrios de nuestras ciudades y sobre las formas y articulaciones económicas comunitarias y populares, sobre una ocupación, un colonialismo y una apropiación de buena parte de la historia del movimiento obrero, de los movimientos cooperativistas. Entonces para mí me considero muy muy deudora de ese pensamiento.
Considerando que te ubicás dentro de la perspectiva decrescentista, ¿cómo responderías a esas críticas que sostienen que esos planteos responden a una mirada más propia del norte global, ya que para las clases subalternas del sur el decrescentismo podría implicar que acepten que por el momento van a quedar en ese lugar de desposeídos porque hay que bajar los ritmos de producción y consumo, cuando lo que parece necesitar el sur se parece más a un desarrollo económico, industrial, productivo, etcétera?
A ver, yo dentro del ámbito donde me muevo tengo compañeros queridísimos que plantean el decrecimiento como una propuesta política más o menos en los términos más o menos que has señalado, como propuesta ética y política. Pero para mí el decrecimiento no es eso, sino que es el contexto material en el que sí o sí vamos a vivir los 8.000 millones de personas que habitamos el planeta. Es decir, no por ética, no por una mirada o una propuesta más o menos ecologista, sino porque las formas de articular la vida en común que propicia la cultura occidental hace ya 500 años (que se han seguido extendiendo a través del capitalismo y las dinámicas neoliberales, sobre todo en los últimos 70 u 80 años), han esquilmado la mayor parte de los recursos que hay. Es decir, los 8.000 millones de personas que estamos ahora en el planeta, queramos o no queramos, globalmente vamos a vivir con menos energía, menos materiales y menos bienes de la tierra.
Por tanto, para mí es absurdo debatir si decrecimiento material sí o decrecimiento material no. De hecho, el decrecimiento material ya opera de una forma intensa sobre aquellos sectores de población que están desposeídos. No hay más que ver qué es lo que hace el capitalismo cuando, por el mecanismo de los precios, le quita a la gente el acceso a la electricidad, el alimento suficiente o la casa.
Entonces, para mí el decrecimiento es el contexto material en el que se va a desenvolver la vida. El proyecto político es cómo se gestiona. La ultraderecha tiene su gestión del decrecimiento y es una gestión fascista, para blindar a élites que, protegidas por el poder económico, político y militar, siguen sosteniendo sus sueños de expansión, mientras que se va dejando en la periferia —o directamente fuera de la vida— a sectores crecientes de la población, que son enunciados como sobrantes. Las políticas de la ultraderecha, de este fascismo del fin de los tiempos que estamos viviendo, son unas políticas que están evidenciando el despojo de sectores amplios de población, a los que además se deshumaniza y se expulsa de la vida.
Nuestra propuesta, o las propuestas decrecentistas que yo plantearía, pasa por cómo abordar ese decrecimiento de la esfera material de la economía, poniendo en el centro la garantía de condiciones de vida dignas para todo el mundo. En ese marco, la suficiencia es una clave, porque es un derecho y una obligación. Es el derecho a tener lo suficiente por parte de quien no lo tiene y necesita más. Por eso el decrecimiento no es una propuesta ética, porque hay quien necesita más. Y es una obligación para aquellos pueblos que consumen mucho más de lo que hay en sus propios territorios, que están obligados a vivir con menos. También por eso las propuestas de corte ecofeminista están muy enraizadas en la lucha de clases. Pero es una lucha de clases mucho más compleja, en tanto incorpora dentro de las relaciones de producción a la propia tierra y a las personas que hacen trabajos no remunerados. Y, además de esa suficiencia, la redistribución, que es un clásico, y los enfoques de la sostenibilidad de la vida, que viene a ser básicamente preguntarse cómo organizar la vida en común en todos los ámbitos: vivienda, educación, sanidad, urbanismo. Sí, lo que pretendemos y lo que ponemos en el centro es que todas, absolutamente todas las personas tengan condiciones de existencia dignas.
En relación con el feminismo, te ubicás en una posición abierta y muy crítica del feminismo excluyente, TERF, etcétera. ¿Qué riesgos ves en ese tipo de feminismo? ¿Qué implicaciones negativas puede tener eso para la construcción de un proyecto social transformador y qué opción superadora podemos sostener?
Yo creo que ahora mismo no solo los feminismos sino cualquier movimiento social emancipador, que quiera poner la vida en el centro, no puede tener dinámicas de exclusión, porque no estamos donde estábamos hace diez años. Estamos en un contexto de absoluta guerra contra la vida, en donde hay gobiernos (y aquí en Argentina se ha visto claramente) que le han declarado la guerra a su propia población, a los que les da igual que la gente no coma, porque consideran que solamente tiene derecho a comer aquel que puede pagar por la comida. Un modelo además profundamente violento. Dentro de esto, yo creo que debemos buscar espacios que incluyan, teniendo en cuenta que eso no significa crear un único espacio que sea homogéneo, donde todo el mundo esté con ese debate de miremos lo que nos une y no lo que nos separa. Yo creo que vamos a tener que pensar en movimientos muchísimo menos estables, donde nos podamos juntar y donde aprendamos a gestionar el conflicto. Comparto un montón de las miradas del feminismo, que ponen el centro en el derecho al aborto o el derecho a decidir de las mujeres, pero yo participo en organizaciones que son mixtas y cuando se me acerca de un compañero o una compañera jamás se me ha ocurrido preguntarle qué tiene debajo de los calzoncillos o de las bragas. Cuando los compañeros llegan y se presentan, los recibo como se presentan. Para mí eso ni es un debate.
En La vida en el centro planteas la cuestión de que la sostenibilidad de la vida tiene que organizar lo social y lo económico en general pero, considerando lo que mencionabas antes de la guerra de los gobiernos contra los pueblos, está claro que estamos en un contexto actual con retrocesos muy importantes. ¿Cómo reformularías esas cuestiones hoy o, en todo caso, cómo las estás pensando a la luz de los avances de estas nuevas derechas autoritarias, ecocidas, hiperpatriarcales, etcétera?
No me atrevo a explicar lo que habría que hacer, porque no tengo ni idea. Lo que tenemos que hacer va a estar en una experimentación constante. Pero lo que sí que tengo claro, por las experiencias que he visto en mi país, es que si no existe una sociedad más o menos articulada, consciente de la magnitud y la gravedad de los problemas que atravesamos, resulta imposible crear un contrapoder que frene esta dinámica destructora, que articule formas de autodefensa que permitan de alguna manera seguir manteniendo la vida.
Yo soy una defensora del cooperativismo, vivo básicamente cooperativizada en todos los ámbitos de mi vida, lo tengo casi todo y creo mucho en la cooperativización de muchas cosas y en la confederación de luchas, entonces me parece que explorar por ahí es muy importante. Y tratar de confederarlas, no abandonando al Estado y la pugna por el Estado, pero sí teniendo claro (yo al menos lo tengo) que en este contexto nadie que gane unas elecciones, por más que sea el político de nuestros sueños, va a ser capaz de hacer nada si no hay una sociedad que tenga más o menos claro qué es lo que quiere. Es decir, que estos significantes vacíos, la tendencia a decir cosas que a todo el mundo le caigan bien, eliminado discursos que pudieran ser complicados de sostener, ha generado una dinámica de neoliberalismos progresistas, de arrastrar a las propuestas emergentes más bien hacia la derecha, a ponerle una alfombra roja a la ultraderecha.
Considerando que mirás a la crisis ecológica también como una crisis política y cultural, ¿qué transformaciones te parecen imprescindibles para lidiar con lo que en algunas concepciones se plantea como un colapso inminente?
A ver, primero no nos tenemos que olvidar que hay pueblos y lugares que ya están colapsados. En esto coincido bastante con Maristela Svampa: el colapso siempre es un colapso situado. No hay una especie de pepinazo global que de repente lo apague todo. Esto es importante, porque mientras que el conjunto de los seres humanos no ha asistido nunca a un colapso global, los pueblos sí que han vivido colapsados muchas veces, han atravesado catástrofes que los han dejado arrasados, empezando por los pueblos originarios, que todavía resisten.
Lo digo porque el colapso son estos desmoronamientos que se producen en el orden establecido pero no significan en modo alguno ni exterminio ni final total y los pueblos han sido capaces de organizarse para revertir dolorosamente muchas situaciones colapsadas. A partir de ahí, nosotras estamos trabajando mucho alrededor de la idea de transición ecosocial justa e hicimos algunos procesos participativos para ver cómo serían esos procesos y cuáles serían sus principios. Y básicamente aparecían siete u ocho objetivos clave. El primero era articular ya una garantía de las condiciones de vida dignas para la gente. Esto es muy importante e incluye cuestiones que tienen que ver con el salario pero también otras como el acceso a la vivienda y a los alimentos suficientes y de calidad, con rentas básicas en especie… Son propuestas que no tienen por qué ser contradictorias con el empleo sino que las veo absolutamente complementarias. Es decir, habría que pensar en las necesidades humanas, cuidados, educación… y ver cómo podemos satisfacerlas con los recursos que tenemos. La buena noticia es que los recursos están, no hay un impedimento material.
El segundo elemento tiene que ser trabajar en la reducción de la huella ecológica en aquellos lugares en donde supere el territorio (claramente es el caso de mi país). Y reducir la huella ecológica significa trabajar colectivamente con los sindicatos y los espacios de producción para, contrastando necesidades y población, pensar qué hay que producir, cómo hay que producirlo y cómo se distribuye esa producción. Esto lleva a la tercera cuestión, que es repensar el mundo del trabajo, teniendo claro que no es lo mismo proteger personas que proteger sectores. Porque algunos sectores sindicales, muy instalados en la concertación y no en la lucha de clases, han terminado interiorizando la mentalidad del enemigo y consideran que para poder proteger a los trabajadores hay que proteger primero el sector, garantizando que el dueño de los medios de producción gane lo que quiere ganar para que después la gente tenga derecho a comer. Pensando la crisis que tenemos desde ese lugar, nos aparece un problema grande. Porque hay sectores —por ejemplo, el turismo masivo en mi país— que están siendo un problema, porque así como te garantiza el sueldo te quita todo lo demás. Y los sectores extractivistas, la producción de coches para uso privado… Hay muchas cosas a las que se le puede meter mano.
Hablaríamos también de pensar la reordenación del territorio. Nosotros estamos trabajando en clave de bioregión, de tal manera que podamos romper esa falsa separación entre campo y ciudad. Pensemos en la organización del territorio en clave ecosistémica, englobando, armonizando y creando circuitos cortos de comercialización, favoreciendo la producción de alimentos lo más cerca posible, estimulando dinámicas de agricultura urbana y periurbana, pensando en los modelos de transporte, apostando por el transporte público y colectivo (de ser posible, electrificado). Este tipo de cosas.
Después, en cuanto al quinto punto, pensamos también en cómo hacer para que aquellas cosas que ya son estructurales no sean siempre tratadas como contingencia. Por ejemplo, en España va a haber una gran cantidad de incendios, va a haber sequías plurianuales, vamos a tener danas y lluvias extremas. Entonces, en tanto sabemos que esto va a suceder, es absurdo que no estemos preparados comunitaria y estatalmente para abordar esos procesos y que no tengan previsión en los presupuestos generales del Estado. Ya no es algo coyuntural.
Seguiríamos con la cuestión de la tecnología, de pensar una tecnología al servicio de la vida, sin apostar tanto por tecnologías que la destruyen. Pensaríamos también en el cambio cultural, que para nosotras es una cuestión central, la educación ecosocial, los dispositivos culturales que puedan ayudar a la transformación, la cultura popular. Y, por último, en el contar con recursos para poder hacer esto. En alguno de los procesos participativos que hemos hecho, después de que salieran todas las propuestas, invitamos a algún economista que hubiera hecho presupuestos generales del Estado… y lo que le salía era que hacer la transformación vendría a llevarse entre el 3,5 y el 5% del PIB durante 20 años. Es decir, lo que ahora se quiere destinar ahora mismo al rearme. Lo que quiero decir con esto es que estructural, política y económicamente no son imposibles las transiciones. La imposibilidad la tenemos en que hay un desequilibrio brutal de poder, con sectores de la población que quieren seguir en la dinámica de la acumulación y les da igual lo que le pasa al resto.
Por eso la importancia de la articulación, de la configuración en torno a una lucha de clases enriquecida, el compartir los diagnósticos con claridad, el acompañarnos y darnos la mano, el hacer juntas el duelo de saber que el modelo de progreso que nos habían vendido era una milonga.
Soles subrayar la cuestión de la necesidad de cambiar los imaginarios. Todas estas son propuestas muy concretas y muy prácticas, además de necesarias y urgentes, pero enfatizar también la importancia de pensar y cambiar los imaginarios que sostienen al capitalismo. ¿Qué relatos o experiencias alternativas te parece que pueden aportar en este sentido?
Desde mi punto de vista, es clave el trabajo alrededor de la idea de ser animales dependientes de la trama de la vida, que no pueden vivir fuera de ella. En mi experiencia de muchísimos años de trabajo alrededor de esta idea y de este motivo de encuentro en España, los resultados son magníficos. Es como que de repente un montón de gente se da cuenta y dice: ¿Cómo es posible que no tuviéramos esto en el centro? Es que se invierte mucho dinero y muchos recursos para sacar a la gente de la naturaleza y para sacar a la gente de las relaciones de dependencia de otras personas.
Yo creo que es un campo claro. Y he tenido la experiencia, por ejemplo, de participar en proyectos de educación ecosocial, en donde nos hemos articulado y muy recientemente hemos llegado incluso a conseguir incluso un cambio profundo en la matriz curricular de la educación primaria y secundaria en el Estado español. Ahora viene el reto de ayudar a que el profesorado sea capaz de trabajar con esas cosas con las que no ha trabajado en sus preparaciones para ser docente. Pero a mí me parece que esa parte cultural, de cambio de imaginario, es la clave. Es decir, lo que impide que la gente se articule y desee un proyecto de transición ecosocial justa es el vivir instalado en un imaginario en el que te sientes como dueño de la tierra, en el que crees que alguna tecnología se inventará para resolver los problemas y en el que no te puedes creer que quienes te gobiernan estén siendo insensibles ante el exterminio de la propia población.
Estuviste recorriendo un poco distintos lugares de Argentina. ¿Qué te llevás? ¿Qué experiencias conociste? ¿Qué te sorprendió?
Bueno, yo sigo mucho y tengo mucho contacto con compañeras de aquí, que constantemente me envían cosas, las sigo, las leo y demás. Pero claro, una cosa es leer las cosas y otra es conocer a quienes ponen el cuerpo. Eso es sobre todo lo que me llevo. Yo ya sabía que Argentina es un lugar con una articulación social brutal donde, en unas circunstancias tremendamente difíciles en las que hoy mucha de la gente tiene que estar pensando en la supervivencia cotidiana, resulta que te encuentras gente que está en lo que está, en la supervivencia. Y no digo supervivencia en términos peyorativos, sino que están pensando en cómo producir y reproducir la vida en circunstancias brutalmente hostiles. Es un país con un movimiento social impresionante, histórico, con una creatividad tremenda. Eso es lo que más me llevo de lo que he podido ver aquí.
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