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En el número 151 de la New Left Review correspondiente a marzo/abril de este año, Perry Anderson –a sus 87 años, el intelectual marxista en activo más sobresaliente– publicóun artículo titulado «Idées-forces». Casi al mismo tiempo, el 3 de abril, daba a conocer en la London Review of Boocks (vol. 47, nro. 6) un largo escrito titulado «¿Cambio de régimen en Occidente?». La lectura combinada de ambos textos, creemos, ofrece una panorámica de largo y mediano plazo que ayuda mucho a comprender la dinámica actual del capitalismo a escala global y el lugar de las ideas en medio de la misma, al tiempo que ofrece punzantes reflexiones y cierta orientación –entre líneas– para la acción política socialista. Encaramado sobre una atalaya de sólidas lecturas, en posesión de potentes prismáticos teóricos, Anderson ha dado muestras a los largo de décadas de una enorme capacidad de intelección histórica. A continuación trataré de exponer de forma resumida ambos textos andersonianos, colocándolos en su propio contexto político e intelectual. Al final procuraré extraer a partir de los mismos un puñado de conclusiones relevantes para las izquierdas.1
«Ideas-fuerza» es una versión apenas modificada de un viejo artículo titulado «Las ideas y la acción política en el cambio histórico», el cual fue redactado por Anderson a principios del siglo XXI y publicado en castellano por A. Borón, J. Amadeo y S. González (comps.), La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas (Bs. As., CLACSO, 2006). Las reflexiones allí expuestas se hallan estrechamente relacionadas, además, con las ideas que el marxista británico expuso en una conferencia que tuvo lugar en La Habana en octubre de 2003, cuyo título era “La batalla de ideas en la construcción de alternativas”. Pero comencemos nuestra historia un poco más atrás. En el año 2000 Anderson publicó “Renovaciones”, un editorial célebre –aunque quizá más condenado que celebrado en el mundillo de las izquierdas– que daba inicio a una nueva época de la New Left Review, que es con toda probabilidad la revista de izquierdas más importante e influyente del mundo. Allí ponderaba con crudeza los profundos cambios acaecidos desde el momento en que la revista iniciara su actividad, a principios de los años sesenta, y el decenio final del siglo XX. En sus propias palabras: “El bloque soviético ha desaparecido. El socialismo ha dejado de ser un ideal extendido. El marxismo ya no predomina en la cultura de la izquierda”. En el campo intelectual:
Un panorama desolador, por cierto, para cualquier persona comprometida con los ideales del socialismo. Pero, ¿por qué engañarse? Luego de retratar someramente las causas del ascenso del neoliberalismo, su autor afirmaba sin concesiones:
Era una píldora difícil de tragar. Mucha gente dentro de las izquierdas se resistía a extraer esta conclusión. Al igual que hallaron incomprensible que en 1992, en su obra Los fines de la historia, Anderson considerara que los argumentos de Francis Fukuyama desplegados en The End of History and the Last Man eran, en general, más sólidos que los ofrecidos por la gran mayoría de sus escandalizados críticos. A su parecer, la respuesta a Fukuyama dependía más de la práctica que de argumentos: mientras no hubiera una alternativa que fuera convincentemente “distinta y mejor” al capitalismo liberal, la hipótesis de Fukuyama podía ser cuestionada, mas no refutada. En el mundo de las izquierdas, la mayoría prefería fingir demencia, era tentador mirar para otro lado. La búsqueda de diferentes formas de consuelo proliferaba entre quienes aún se negaban a acomodarse al sistema (aunque Anderson vio muy bien que ciertas formas de aparente “consuelo” eran en el fondo formas de “componenda”). De haberlo conocido, nuestro autor hubiera simpatizado con Bernard Charbonneau cuando afirmaba: “No es mi tarea proporcionar sueños a los adolescentes o somníferos a los viejos. La cuestión de lo posible o lo imposible sólo se plantea después de la cuestión de lo verdadero o lo falso”. Si bien Anderson reconocía que “ningún movimiento político puede sobrevivir sin ofrecer a sus adherentes un cierto alivio emocional, que en períodos de derrota involucrará inevitablemente elementos de resarcimiento psicológico”, afirmaba que “las tareas de una revista intelectual son otras. Su primera obligación consiste en proporcionar una descripción precisa del mundo, con independencia de su orientación moral”. Sin ambages, podía reclamar con serenidad: “El único punto de partida para una izquierda realista en nuestros días es una lúcida constatación de una derrota histórica”. Una derrota, conviene señalarlo, que tenía también elementos de fracaso.
Pero no todos estaban dispuestos a reconocer la magnitud de la derrota. Como era de prever, en contra de su “pesimismo” se esgrimió la eclosión del movimiento “antiglobalización” en Seattle, las huelgas en Francia en 2005 e incluso los triunfos de gobiernos “progresistas” en América Latina. Imperturbable, Anderson defendió la justeza de su juicio: una golondrina no hace verano. Aunque simpatizó con todos los movimientos de oposición al neoliberalismo, la magnitud de la fuerza de este último nunca se le ocultó. Y Anderson mismo se hubiera negado a considerarse pesimista: lo suyo era realismo analítico, nada más.
Sin embargo, su voluntad de resistencia nunca menguó. Reconociendo el triunfo del capitalismo y avizorando una larga travesía por el desierto para las izquierdas, jamás aceptó ni las componendas con el sistema imperante ni los consuelos biempensantes. Su perspectiva fue la de un “realismo intransigente”, acompañado siempre por una firme pero no ciega voluntad de oposición.
Pocos años después, en la conferencia que ofreció en La Habana en 2003, analizó las bases de la nueva hegemonía mundial, deteniéndose en sus aspectos ideológicos. Cuestionó lo que le parecían ilusiones de pensadores de centroizquierda y cuestionó agudamente al “neoimperialismo” y al “humanismo militar”. Expuso críticamente el equívoco del discurso sobre los derechos humanos, que se presenta como una bandera de izquierda pero es la cobertura de políticas neoimperiales, y denunció a la ONU como una fachada de la hegemonía estadounidense. Echando un baldazo de agua fría a la “corrección política” del momento, sostuvo: “el hecho obvio es que no puede haber derechos humanos como si estuvieran dictados por una antropología universal, no solamente porque su idea es un fenómeno relativamente reciente, sino también porque no hay ningún consenso universal en la lista de tales derechos”. Y abundó:
Incluso, dentro de los parámetros de la ideología dominante en EE.UU., se contrapone diariamente el derecho a decidir con el derecho a vivir respecto al tema del aborto. No hay ningún criterio racional para discriminar entre tales construcciones, pues los derechos son constitutivamente maleables y arbitrarios como toda noción política: cualquiera puede inventar uno a su propio antojo. Lo que normalmente representan son intereses y es el poder relativo de estos intereses lo que determina cuál de las diversas construcciones rivales predomina. El derecho al empleo, por ejemplo, no tiene ningún estatuto en las doctrinas constitucionales de los países del Norte; el derecho a la herencia, sí.
Sin embargo, continuaba:
Por desgracia, poco caso se le hizo. Recientemente, Anderson ha reafirmado y profundizado su crítica a las veleidades poco consistentes del llamado “derecho internacional”, en un extenso artículo que lleva por título “El estándar de la civilización” y que fuera publicado en la New Left Review (nro. 143, nov./dic. 2023.)
Un lustro después de la conferencia en La Habana, en una amplia panorámica de la situación mundial publicada en vísperas de la crisis (“Apuntes sobre la coyuntura”, NLR 48, ene-feb. 2008) continuaba sosteniendo con firmeza que la inmensa mayoría de los gobiernos se amoldaban grosso modo a los parámetros neoliberales, dando, por decirlo así, un certificado de autenticidad a la célebre TINA thatcheriana. La hegemonía norteamericana, por lo demás, a su juicio seguía perfectamente en pie. No modificaría estos veredictos en los años posteriores.
En este sentido, “¿Cambio de régimen en Occidente?” introduce una diferencia. O mejor dicho, en este texto Anderson constata un cierto cambio en la situación. Y dado que él nunca formó parte del coro que anunciaba la muerte del neoliberalismo o de la hegemonía estadounidense hace ya dos o tres décadas, su parecer merece ser analizado con especial detenimiento. Pero antes de hacerlo, conviene examinar su otro escrito recientemente editado (“Idées-forces”). No parece casual que los haya dado a conocer casi en simultáneo.
Esto parecería otorgar una gran autonomía a las ideas, cuando menos en lo que concierne al período histórico de la Antigüedad. Sin embargo, Anderson introduce un elemento adicional que no parece menos relevante:
Las cosas se presentan de diferente manera al adentrarnos en la época moderna. Con el estallido de la Reforma protestante y la reacción católica de la Contrarreforma se desenvolvió
En comparación, prosigue Anderson, “los estallidos de las revoluciones estadounidense y francesa en el siglo XVIII estuvieron mucho más determinados por factores materiales”. En estos casos fueron cuestiones económicas, como la aversión impositiva, la crisis fiscal y las malas cosechas las que actuaron como desencadenantes, y sólo como desencadenantes:
A su juicio, el principal legado de las grandes religiones fue cierta idea metafísica de universalismo; el de la Reforma, el individualismo; en tanto que la Ilustración nos legó la soberanía popular y los derechos civiles. Empero, los derechos y la soberanía popular reivindicadas por la Ilustración eran algo así como principios para “la libre determinación de la forma de una sociedad”. ¿Cómo debería ser una sociedad capaz de garantizar un bienestar colectivo? Esta pregunta admitía diferentes respuestas, que se tornaron acuciantes con el advenimiento de la Revolución industrial. En 1848, con las revoluciones de ese año y con la publicación del Manifiesto comunista, Europa primero y el resto del mundo a continuación se enfrentaron ante una elección: ¿capitalismo o socialismo?
Estos sustitutos ideológicos para un sistema y una clase que no se atrevían a pronunciar sus nombres en público eran problemáticos. No faltaron los conservadores anticapitalistas ni los liberales socialistas. Mientras los Estados declaradamente comunistas se expandían en medio de las grandes conflagraciones, las ideas socialistas poseían una cobertura geográfica, a mediados del siglo XX, que superaba la de cualquier religión mundial. En el mundo de las ideas, la izquierda estaba a la ofensiva: “es evidente que el socialismo –sobre todo en su versión marxista, y por lo tanto la más intransigentemente materialista– mostró una capacidad de galvanización en la acción política mucho mayor que su oponente”.
Anderson no lo dice, pero parece altamente probable que suscribiría dos señalamientos adicionales. El primero es que la expansión geográfica del socialismo, siendo real, era culturalmente superficial. Su arraigo intelectual y moral no era equiparable al de las grandes religiones, en parte debido a su precocidad. Esto tiene mucho que ver con el carácter prematuro del socialismo del siglo XX, el cual corrió con desventaja respecto al tiempo de irradiación de las ideas, no porque se produjeran mucho antes los tratados liberales de economía y política, sino porque el liberalismo arraigó en sociedades donde el capitalismo estaba consolidado y en expansión desde mucho antes. Al menos en el centro y entre las clases dominantes, el liberalismo echó raíces en prácticas sociales y en una cultura material sedimentada en una temporalidad más amplia. Desde 1850 –e incluso antes– un nuevo ciclo de expansión incorporó lo que eran “semiperiferias” del sistema, y en estos espacios la desventaja fue comparativamente menor. El segundo señalamiento es que, aunque durante buena parte del siglo XX el capitalismo se halló ideológicamente a la defensiva (apelando en el plano simbólico a valores tradicionales), para sostenerse, este sistema social depende mucho más de su pujanza económica que de sus reaseguros intelectuales. La “sorda compulsión de lo económico” pesa mucho más que cualquier veleidad ideal o cultural.
Pero al margen de todo esto, y yendo más allá de lo planteado por Anderson, cabe preguntarse: ¿cuáles son los desafíos presentes en el plano de la creación y difusión de las ideas? Habría que estudiar en términos comparados cómo es que las ideas pasaron, de sus núcleos intelectuales de gestación, a colectivos políticos, movimientos de masas y al espacio de la cultura en general. ¿Se difundieron con lógicas similares la Ilustración, el liberalismo, el nacionalismo y el socialismo? Si durante el siglo XIX y parte del XX el campo de irradiación ideológica dependía en buena medida de la conformación de una arena pública, en la actualidad el problema parece otro: el anegamiento de la arena pública por los imperativos del capitalismo digital. La mercantilización del campo intelectual, el descrédito de los principios de veracidad y objetividad, la omnipresencia de lógicas publicitarias, la novedosa tiranía de los algoritmos, la urgencia de los tiempos audiovisuales, etc., hace que las ideas, relativamente, se vean desplazadas por las emociones. Mientras buena parte de la izquierda se concentra en la crítica de la Ilustración, lo que se expande es una sensibilidad romántica de masas a la que se le ha extirpado su componente heroico. Este deslizamiento hacia una nueva Edad Oscura intelectual debe ser combatido con uñas y dientes.
Pero regresemos al análisis textual. Una tercera fuerza ideológica (además del liberalismo y el socialismo) ocupó un lugar central en el siglo XX, poseyendo incluso mayor capacidad de movilización popular que el socialismo: se trata del nacionalismo. A juicio de Anderson, dos peculiaridades lo definieron como sistema ideológico, incluso mucho antes de su triunfal expansión mundial:
En una somera pero aguda panorámica de los procesos revolucionarios de la primera mitad del siglo XX que tuvieron lugar en Estados clave de la periferia capitalista, Anderson compara el desigual peso de las ideas y de la movilización popular en México, China, Rusia y Turquía. En cualquier caso, a pesar de sus muchos yerros y crímenes, el nacionalismo y el socialismo representaban amenazas reales para el dominio ilimitado del capital. Pero lo eran dentro de parámetros estrechos, marcados por los grilletes del “bloqueo de cualquier posibilidad de revolución en el Occidente avanzado”, contrabalanceado por la “expansión de la revolución en sociedades aún más atrasadas del Este”. Dentro de este contexto, en el plano de las ideas,
Estos equilibrios o desequilibrios ideológicos, con todo, no eran más que un aspecto de una pugna mucho más amplia y profunda. Lo que provocó la derrota del sistema soviético no fue ninguna “batalla cultural” ni ninguna derrota intelectual:
Con la debacle de la Unión Soviética y la plena incorporación de China a los circuitos de acumulación de capital, el capitalismo globalizado pudo finalmente señorear sin adversarios a la vista, y esto impactó de manera significativa en el campo de las ideas:
Anderson no se anda con vueltas a este respecto: “no existe una alternativa consistente al neoliberalismo como sistema rector de ideas de alcance planetario”. En su artículo “Las ideas y la acción política en el cambio histórico”, tras este veredicto añadía una frase aún más tajante (suprimida en la versión actual): “Estamos refiriéndonos a la ideología política más exitosa en la historia mundial”. Y luego se apresuraba a señalar que muchos pondrían objeciones a eso, para examinarlas a renglón seguido y criticarlas. En “Idées-forces”, además de suprimir la frase citada, ha añadido tres párrafos en los que argumenta que la fuerza del neoliberalismo no reside exclusivamente en su influencia económica, por muy determinante que la misma sea. Detrás de neoliberalismo se esconden un conjunto de ideas y de valores que son los del liberalismo clásico, los cuales, empero, poseen una vinculación tensa y contradictoria con el primero. El liberalismo clásico era un conjunto de ideas de índole primeramente política, y sólo derivadamente económica. En su interior, aunque la defensa de la propiedad privada solía darse por descontada, la misma se asociaba con las restricciones constitucionales contra la arbitrariedad, el gobierno representativo (en el siglo XIX con sufragio limitado, que se fue ampliando a lo largo del XX) y la salvaguardia de las libertades individuales. En el límite, podía haber liberales que rechazaban no solo el laissez faire, sino incluso a la propiedad privada capitalista. Anderson cita los casos de Bertrand Russell o de John Dewey en diferentes etapas de sus carreras, a los que se pueden sumar John Stuart Mill, Norberto Bobbio o Piero Gobetti. En cualquier caso, la democracia liberal se consolidaría (si bien por medio de tortuosos procesos históricos) en el mundo occidental con el paso del tiempo:
En contraste, el neoliberalismo es un cuerpo de ideas inherentemente más débil, con menos atractivo popular, rabiosamente crítico de cualquier forma de socialismo e incluso poco afecto a la democracia. Muchos de sus principales exponentes teóricos hicieron profesión de fe antidemocrática: Mises saludó en su momento al fascismo italiano; Hayek abogó abiertamente por reducir el sufragio universal. ¿Cómo explicar entonces que se haya convertido en una ideología mucho más poderosa y omnipresente que el liberalismo en el que se sustenta? Anderson ofrece una solución inequívoca a este enigma:
Con la frase final de este pasaje, Anderson reafirma su veredicto de hace dos décadas. Y al igual que en el escrito original, dedica unas líneas a explorar críticamente los argumentos ofrecidos por quienes se niegan a aceptar la constatación factual (de ninguna manera la aceptación moral) del triunfo neoliberal. La verdad puede ser desagradable, pero lo cierto es que los patrones neoliberales dominan en todas partes una vez que se aprecia que la “hegemonía neoliberal no prescribe tanto un programa específico de innovaciones, que puede variar significativamente de una sociedad a otra, sino que determina los límites de lo posible en cada una de ellas”. La base práctica de la ideología neoliberal reside en la primacía del consumo privado de bienes y servicios mercantilizados y en el auge de la especulación como eje de la actividad económica en los mercados financieros, que está penetrando en el tejido social con la comercialización masiva de fondos de pensión e inversiones. Aunque en algunos países el gasto público se mantiene elevado, cada vez más del mismo se orienta a la obtención de ganancias, se vuelve crecientemente híbrido y se diluye en medio de grandes inyecciones de capital privado que se extienden a todo tipo de servicios que anteriormente se hubieran considerado dominio de provisión pública. El texto concluye con las lecciones que debería extraer la izquierda de este repaso histórico del papel de las ideas en el curso histórico, validando lo que su autor sostiene desde hace al menos treinta años:
Al margen de las críticas morales, políticas y ecológicas que se pudieran hacer (y se hicieron) al neoliberalismo, parece indudable que, en términos de las necesidades del sistema de acumulación de capitales, por un cuarto de siglo los remedios neoliberales parecieron funcionar. Aunque a un ritmo notablemente menor que en el cuarto de siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento económico regresó. La inflación fue domeñada a nivel global. Las recesiones fueron cortas y superficiales. Las tasas de ganancia rebotaron. Sin embargo, esta recuperación contenía una trampa. Anderson destaca que el éxito del neoliberalismo como sistema internacional no descansó en la recuperación de la inversión a los niveles de la era de la posguerra en Occidente: eso hubiera requerido un aumento de la demanda económica impedido por la represión salarial. Se asentó, en realidad, en una masiva expansión del crédito, conllevando niveles sin precedentes de deuda privada, corporativa y pública. A la postre, la pirámide de la deuda se desmoronaría, provocando el colapso de 2008.
Acordando con Bernanke, Anderson afirma que la crisis del 2008 fue “potencialmente mortal” para el capitalismo. En magnitud, fue comparable a desplome de Wall Street en 1929. Sin embargo, no sobrevino ninguna Gran Depresión. Lo que se desplegó fue una profunda recesión. Algo muy diferente. ¿Qué explica esta diferencia? Anderson arguye que todos los gobiernos del mundo –fueran cuales fuesen sus credenciales ideológicas– tardaron tres años, e incluso más, antes de dar respuestas no convencionales a la crisis desatada en el 29. Cuando viraron, lo hicieron casi al unísono y con medidas semejantes, con independencia de sus perfiles político-ideológicos:
El desempleo masivo dio vuelo a poderosas fuerzas ideológicas de diferente signo: socialdemócrata, comunista y fascista. Entre tanto, a ningún gobernante se le escapaba que la Unión Soviética había evitado la crisis sin mayores problemas. Sin embargo, se necesitaría una conmoción mucho mayor y más profunda para que se produjera una ruptura con las ortodoxias del liberalismo económico clásico. La Segunda Guerra Mundial fue el evento catastrófico que provocó esta mutación:
Los “años gloriosos” estaban naciendo. Pero tras casi tres decenios de éxito, fue la eventual degeneración de este régimen en estanflación –con la crisis del petróleo de 1973– lo que abrió las puertas al neoliberalismo.
La respuesta a la crisis del 2008 fue completamente diferente. La comparación de ambas crisis es sumamente ilustrativa. La respuesta a la conmoción de principios del siglo XXI es resumida por Anderson en los siguientes términos:
El párrafo que sigue al anterior no es menos importante:
¿Cómo explicar un desenlace tan diferente en 2008? La respuesta, por decirlo así, se halla en una doble ausencia: de alternativas intelectuales vigorosas dispuestas a tomar el relevo del neoliberalismo, por un lado; y de cualquier movimiento político significativo que reclamara con vehemencia la abolición o la transformación radical del capitalismo, por el otro.
Esto no significa que no haya oposición al capitalismo globalizado, ni que las cosas marchen sobre ruedas, ni siquiera al interior de las grandes potencias. Después de 2008, las consecuencias sociales y políticas acumuladas comenzaron a pasar factura: una pronunciada –y en algunos casos escandalosa– escalada de la desigualdad; estancamiento salarial a largo plazo; un proletariado precarizado en expansión; corrupción generalizada; creciente intercambiabilidad de partidos; erosión de la capacidad de decisión electoral significativa; disminución tendencial –con altibajos– de la participación electoral. En resumen, “una voluntad popular cada vez más eclipsada por una oligarquía endurecida”. En este contexto, el malestar se canalizó por variantes populistas, de “izquierda” y de “derecha”. Anderson dedica sugestivos párrafos a las mismas y explora las razones por las cuales las variantes derechistas han sido de momento más exitosas. Empero, tras constatar que las revueltas populistas no se oponen al capitalismo como tal, sino a su versión socioeconómica actual (por lo que su enemigo común es el establishment político que preside el orden neoliberal), su veredicto sobre las mismas es lapidario. Las revueltas populistas contra el neoliberalismo, afirma, repiten el patrón de las revueltas contra el liberalismo clásico después de su debacle: fascistas a la derecha, socialdemócratas o comunistas a la izquierda. Pero son una suerte de parodia de esos movimientos del pasado: las revueltas contemporáneas están marcadas a fuego por la falta de ideologías o programas articulados. No hay tras ellas algo que equivalga a la coherencia teórica o práctica del propio neoliberalismo. Se definen por aquello a lo que se oponen, mucho más que por aquello sobre lo que están a favor:
Aunque se pueden citar algunas propuestas correctivas, más bien tibias, aparecidas en los últimos años (como la tasa Tobin, etc.), la conclusión general es que “en lo que respecta a cualquier alternativa general e interconectada al statu quo, el armario sigue vacío”. Por eso las aparentes amenazas populistas, ya sean de izquierdas o de derechas, no han supuesto ningún desafío real para el neoliberalismo ni mucho menos para la clase dominante. Y sin embargo, sostiene Anderson, en los últimos años, con la pandemia, el mundo parece haberse desorganizado:
Sobre el segundo mandato de Trump se muestra cauteloso: “Lo que la segunda presidencia de Trump significará para Estados Unidos y el mundo, sigue siendo incierto, dada la prolongada brecha entre sus palabras y sus hechos”. Pero cierto nivel de caos sistémico parece ser la nota del momento: “por todas partes, el panorama es de inestabilidad, inseguridad e imprevisibilidad. ‘Todo es desorden bajo el cielo’, y hay pocas señales de un retorno al orden, tal como lo entienden quienes están acostumbrados a gobernar Occidente”. En la apretada síntesis andersoniana: “Un régimen internacional que hace una década se hundió y prácticamente se ahogó en el mar de deuda que había creado, se está hundiendo en una inundación de deuda aún mayor, sin un final a la vista”.
¿Significa esto que estamos a las puertas de un “cambio de régimen en Occidente”, que asistimos el final del neoliberalismo? Anderson se permite dudarlo, aunque evidentemente la pregunta le parece más pertinente que en años anteriores. Lo que observa, en todo caso, es un estancamiento entre neoliberalismo y populismo. Mientras que el primero se alimenta de las mismas toxinas (el endeudamiento, la precariedad, las desigualdades) que amenazan destruirlo, el segundo, repudiándolas, ha crecido en magnitud pero sin avanzar en una estrategia significativa. ¿Hay salida a este impasse? ¿O seguirá la interminable ronda neoliberal de más de lo mismo? El neoliberalismo ha oscilado hasta ahora entre variantes “disciplinarias” y “compensatorias”, y no han faltado, por cierto, los liberalismos económicos sin liberalismo político y sin democracia. ¿Por qué habríamos de descartar variantes populistas de un neoliberalismo basal? Como fuere, acaso la pregunta clave sea la siguiente: para que un auténtico cambio del régimen neoliberal se instituya, ¿habrá que esperar hasta que un conjunto coherente de ideas económicas y políticas, comparable a los paradigmas keynesianos o hayekianos de antaño, se haya consolidado como una forma alternativa de gestionar las sociedades contemporáneas? La respuesta andersoniana admite diferentes posibilidades. Recuerda que a veces se producen virajes históricos imprevistos e improvisados, básicamente experimentales, carentes de un cuerpo coherente de ideas o de una hoja de ruta detallada (los ejemplos que menciona son el gobierno de Getúlio Vargas, en el Brasil de los treinta, y la transformación de la economía china tras la muerte de Mao). Pero la moneda queda en el aire. En cualquiera caso, con ideas coherentes o sin ellas, la posibilidad de un cambio auténtico depende de que “la actual incredulidad en cuanto a la posibilidad de una alternativa decaiga en Occidente”.
¿Podrán los populismos del presente alumbrar un cambio de régimen? Nada es menos seguro. Por otra parte: ¿hay remedio para los males presentes sin romper con el capitalismo como tal? Anderson lo dudaría. Y aunque su respuesta analítica sería matizada, no hay dudas de que simpatizaría con un movimiento comunista o socialista, si el mismo tuviera una fuerza política real.
¿Qué sucede fuera del llamado “mundo occidental”? ¿Hay allí algo sustancialmente diferente al neoliberalismo? No se ocupa de este tema en el escrito que hemos analizado, cuyo límite, indicado en el propio título, es Occidente. Pero arriesgando por nuestra parte, aunque a la luz de lo que ha dicho o sugerido en otros sitios –como los libros Brasil à parte (Boitempo, 2020) y La ideología india (Akal, 2017), o los artículos “Rusia inconmensurable” (NLR 94, sep./oct. 2015) y “Dos revoluciones” (NLR 161, marzo/abril 2010), quizá se pueda decir que si bien la diversidad de formas es mucho mayor, más allá de peculiaridades inequívocas e ineludibles, para Anderson, China, Rusia, Brasil e India son formaciones sustancialmente neoliberales en lo económico. Creer que el neoliberalismo implica un achicamiento o la ausencia del Estado es un error. El neoliberalismo supone una estrecha vinculación entre Estado y mercado bajo la prioridad absoluta de la acumulación globalizada de capitales, la exorbitancia del sector financiero, el dominio de la bolsa, la precarización del empleo y la represión tanto de los salarios como de los sindicatos. Desde luego que la forma precisa del neoliberalismo difiere mucho si nos trasladamos de China a Alemania o de EE.UU. a la India, pero en todos lados el avance en los últimos cincuenta años ha sido inequívocamente en un sentido neoliberal. Basta apreciar las enormes transformaciones de la economía china en este período, o su importante papel en la defensa del sistema capitalista globalizado durante la crisis de 2008, para que queden pocas dudas. No lo ha dicho así, pero no parece descabellado pensar que Anderson describiría a China como un “régimen neoliberal compensatorio autoritario”; al ruso como “neoliberalismo compensatorio semiautoritario”; al de la India como un “régimen neoliberal semidisciplinario y semidemocrático”; y al brasileño oscilando entre un “neoliberalismo compensatorio democrático” y variantes “disciplinarias democráticas”.
Ahora bien, por diversas vías y a diferente ritmo, el mundo actual está entrando en un período particularmente turbulento: política, geopolítica, económica, ecológica y energéticamente. Es una desgracia que las ideas y las organizaciones socialistas sean tan escuálidas al ingresar en estas aguas borrascosas. Pero la realidad es la que es, y Anderson nos reprendería si buscáramos consuelo en ilusiones. En cualquier caso, si la derecha populista debe ser combatida, la supuesta izquierda populista o progresista no parece capaz, en modo alguno, de ofrecer una alternativa al dominio universal de los mercados. Y aunque la posibilidad de cambios históricos desencadenados sin grandes ideas que los soporten no puede ser descartada teóricamente, es obvio que una política que se pretende emancipatoria no puede confiar, ni mucho menos apelar, a tales azares. El objetivo del socialismo es proporcionar una genuina autodeterminación popular; por ello el elemento de razón y de conciencia es clave. Aquello de que “sin teoría revolucionaria no puede haber revolución” debe ser debidamente recordado. Dejando margen para eventuales sorpresas, un movimiento socialista que se precie de tal demanda ideas claras. Pero, hay que decirlo, los movimientos de masas no pueden ser completamente controlados. Aunque con algunas reservas, Anderson no descarta cierto paralelismo entre la situación política y geopolítica actual y la de mediados del siglo XIX, cuando la segunda se hallaba dominada por la puja entre grandes potencias y la primera estaba marcada por la presencia de un proletariado precario, desorganizado y apenas influido por un movimiento socialista incipiente y débil. Así lo ha dado a entender en un soberbio análisis de más de medio centenar de páginas en el que se ocupa de dos obras de Christopher Clark (The Sleepwalkers: How Europe Went to War in 1914 y Revolutionary Spring) que lleva por título “Innovadores de alto y bajo perfil” y fuera publicado en NLR 146 (mayo/junio 2024). En el final de este texto Anderson cita, concediéndole cierta plausibilidad pero sin mostrar especial entusiasmo, un pasaje de Clark donde este afirma:
Siendo las cosas así, las tareas que los socialistas tenemos por delante parecen inequívocas desde una perspectiva andersoniana. En el sentido más general: conformar o reconstituir una cultura socialista multidimensional e internacional. Como necesidad intelectual imperiosa en la hora actual: desarrollar con rigor y sin concesiones una alternativa intelectual robusta y consistente al capitalismo; un programa de transición comunista a la altura de los tiempos (y por ello la cuestión ecológica debe ser central), con beneficio de inventario de las frustradas y frustrantes experiencias pasadas. En Ecomunismo: Defender la vida, destruir el sistema (Ediciones IPS, 2025) hice mi modesto aporte a esta tarea colectiva. Por último, pero esencialmente: será necesario construir las organizaciones políticas capaces de acometer la tarea revolucionaria.
No será sencillo combinar potencia retórica (lo que ahora distingue a los populismos), firmeza en la defensa de los principios, flexibilidad táctica, capacidad de movilización y riqueza teórica. Pero de la articulación virtuosa de estas dimensiones dependerá el futuro de la política revolucionaria. En lo que atañe a la labor cultural haríamos bien en atender a algo que apuntara el propio Anderson en “Renovaciones”:
En cuanto a la necesidad de una propuesta alternativa, parece indispensable reflotar las elaboraciones y los debates sobre modelos posibles de economía y democracia socialistas. Al respecto, cabe destacar que si el derrumbe de la URSS se debió más a su estancamiento económico que a su innegable déficit democrático (lo cual también explica la supervivencia del “comunismo” chino plegado a los circuitos de acumulación del capital), ya estamos entrando en una situación donde el crecimiento de la economía capitalista se vuelve cada vez más lento, las desigualdades sociales aumentan explosivamente, el trabajo se precariza sin límites y la crisis ecológica alcanza niveles catastróficos e insostenibles. En tales circunstancias, la necesidad de una alternativa democrática socialista radical, capaz de hacer realidad el ideal ilustrado de la soberanía popular, es más acuciante que nunca. Necesitaremos audacia intelectual y muchas dosis de originalidad, pero a sabiendas de que sin la expropiación del capital, sin la socialización masiva de los medios de producción, y sin el control popular y democrático de las inversiones, la danza macabra socialmente delirante y ecológicamente destructiva en las que nos hallamos inmersos no tendrá fin. Por último, cuál habrá de ser la organización política capaz de constituirse en una amenaza real para el sistema capitalista continúa siendo una incógnita. Pero por muchas dudas que tengamos en lo que hace a su forma precisa, de lo que no hay duda alguna es de que debemos organizarnos.
Este artículo fue publicado originalmente en Kalewche.
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