El desvío de la riqueza hacia arriba socava los cimientos de la economía y de la propia democracia. (Andrew Caballero-Reynolds / AFP a través de Getty Images)
El éxito del presidente Donald Trump en impulsar su agenda arancelaria viene suscitando duras críticas, no solo por el abuso de poder y los riesgos económicos que genera, sino también por el sector que resultará más perjudicado. Al elevar los precios al consumo de todo, desde los alimentos hasta los electrodomésticos, estos aranceles funcionarán como un impuesto encubierto para los estadounidenses de clase media y trabajadora. Los hogares más pobres, que gastan una mayor parte de sus ingresos en productos básicos, serán los más afectados.
Pero el peligro no está solo en el aumento de la factura de la compra o en el recorte de las redes de seguridad para pagar sus recortes fiscales. Décadas de pruebas apuntan a la misma conclusión: canalizar la riqueza hacia arriba no solo castiga a los pobres, sino que socava los cimientos de la economía y la propia democracia. La desigualdad no es un efecto secundario desafortunado, sino un veneno lento que debilita el crecimiento, alimenta el resentimiento y hace que las sociedades sean más frágiles.
Para entender por qué, es fundamental distinguir entre pobreza y desigualdad. La pobreza es una condición absoluta: la falta de acceso a necesidades básicas como la alimentación, la vivienda, la atención sanitaria y la educación. La desigualdad, por el contrario, es una medida de la diferencia relativa: cómo se distribuyen los ingresos, la riqueza y las oportunidades en la sociedad. Una nación puede reducir la pobreza absoluta y, al mismo tiempo, volverse más desigual.
Contrariamente a las ideas desacreditadas del «derrame económico», lo que ocurre cuando la riqueza se concentra más en la cima es que los ricos pueden impulsar políticas para proteger y aumentar su ventaja: mermar los servicios públicos, bloquear la redistribución y socavar los derechos laborales. Todos estos esfuerzos se están viendo potenciados ahora bajo el mandato de Trump.
Sin embargo, las consecuencias más profundas siguen siendo invisibles para muchos.
Debido a la segregación social y económica, se subestima enormemente la gravedad de la desigualdad y sus consecuencias. Cuando los pobres sufren, las injusticias son muy visibles: más personas durmiendo en la calle y colas más largas en los bancos de alimentos. Pero cuando los ricos se enriquecen silenciosamente, el cambio suele pasar desapercibido. Se aíslan aún más en sus comunidades cerradas, envían a sus hijos a colegios privados de élite y viajan cada vez más en jets privados.
Como documentó el sociólogo Matthew Desmond, la política estadounidense ya favorecía sistemáticamente a los ricos, incluso antes de Trump (en cuestiones que van desde las deducciones de los intereses hipotecarios hasta las donaciones universitarias libres de impuestos), mientras que se le ofrecía a los pobres un apoyo estigmatizado e insuficiente. La desigualdad extrema no solo coexiste con la pobreza, sino que la perpetúa.
Pero los comentaristas que defienden la acumulación de riqueza suelen afirmar que la desigualdad es una distracción: mientras los demás tengan lo suficiente, ¿qué importa cuánta riqueza se acumule en la cima?
Esta lógica es seductora, pero errónea.
El aumento de la desigualdad no solo perjudica a los pobres, sino que lastra toda la economía. Incluso las investigaciones de instituciones tan prestigiosas como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos demuestran que cuanto más desequilibrada es una sociedad, más débil se vuelve su economía: un aumento del 1 % en la desigualdad de ingresos puede reducir en más de un 1 % el PIB de un país.
Las razones son sencillas: cuando se reducen los salarios, las empresas pierden clientes. Cuando las escuelas públicas se ven privadas de recursos, el talento no se desarrolla. Los ricos pueden ahorrar e invertir, pero estas inversiones suelen buscar rendimientos especulativos a través de bienes inmuebles, capital riesgo y capital privado, y no el tipo de crecimiento productivo que necesitan las economías sanas. Así, también las investigaciones del Fondo Monetario Internacional demostraron que los países con una alta desigualdad tienen un crecimiento menor y menos duradero.
En las últimas décadas, la desigualdad se disparó hasta un nivel que sorprende a muchos. Desde 1980, los ingresos del 1 % más rico de Estados Unidos crecieron cinco veces más rápido que los del 90 % más pobre. Un informe de Oxfam de 2023 reveló que de cada 100 dólares de riqueza creada entre 2012 y 2021, 54,40 dólares fueron a parar al 1 % más rico, mientras que al 50 % más pobre le quedaron 0,70 dólares.
En las sociedades más desiguales, la familia en la que se nace es más importante que las capacidades de cada uno. Los niños ricos asisten a mejores escuelas, reciben clases particulares y tienen acceso a redes que reproducen los privilegios. Por su parte, los niños pobres se ven abocados a sistemas con pocos recursos, son criados por padres sobrecargados de estrés y tienen pocas oportunidades de ascender socialmente. Como resultado, la gran mayoría de las personas nunca tienen la oportunidad de alcanzar su potencial, lo que corroe la innovación y las oportunidades.
Quizás lo más peligroso es que la alta desigualdad desgarra el tejido social. Como muestran sociólogos como Rachel Sherman y John Osburg en contextos tan diferentes como la ciudad de Nueva York y Chengdu, China, el aumento de la desigualdad genera ansiedad e inseguridad incluso entre la élite, que se compara constantemente con sus pares aún más ricos. A medida que crece la desigualdad, todos sienten que se están quedando atrás.
Además, a medida que la clase media cree cada vez más que las personas que están en la cima no están pagando lo que les corresponde, se resienten más y están menos dispuestas a apoyar a las instituciones pública o al bienestar social, ya que sienten que están cargando injustamente con todo su peso. Por lo tanto, la desigualdad tiene efectos perjudiciales en los procesos democráticos: los países con mayor desigualdad registran sistemáticamente niveles más bajos de confianza, tasas más altas de violencia y peores resultados en materia de salud pública. La gente deja de creer que la sociedad es justa o que vale la pena participar en ella.
Como se dice que advirtió el juez del Tribunal Supremo Louis Brandeis: «Podemos tener democracia o podemos tener la riqueza concentrada en manos de unos pocos, pero no podemos tener ambas cosas».
Las críticas a las políticas económicas de Trump, desde los aranceles hasta el presupuesto y su agenda desreguladora, deben ir más allá. No se trata simplemente de una cuestión de equidad y justicia. El problema es también la traición a los principios fundamentales para una economía y una democracia saludables. El resultado del mandato de Trump como presidente no solo será que los pobres serán más pobres, sino que Estados Unidos será más débil y habrá más enojo e inestabilidad y menos innovación.
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